TÚ, DIOS CONSOLADOR

Señor, si contemplo el espectáculo de mi alma, se me ocurre como a tu profeta: «Fue sobre mí la mano de Yavé, y llevóme Yavé fuera y me puso en medio de un campo que estaba lleno de huesos. Hízome pasar por cerca de ellos todos en derredor, y vi que eran sobremanera numerosos sobre la haz del campo y enteramente secos. Y me dijo: Hijo del hombre, ¿revivirán estos huesos? Y yo respondí: Señor, Yavé, tú lo sabes» (Ez 37, 13). Como el campo de huesos de Ezequiel así se me aparece mi alma, y como él te digo a ti: Sólo tú sabes lo que ahí ocurrirá, si otra vez tu espíritu vivificador penetrará sobre esos blancos huesos y si volverá otra vez a florecer en ellos la vida.

Y ahora estás tú ante mí, Señor, y me hablas: «Consolaos, consolaos» (Is 40, 1). Señor, tú eres mi consuelo, en el cual yo me refugio en todos los desconsuelos de la existencia. Tú me tomas de la mano y me conduces sobre el campo de huesos y me enseñas un camino de salida, tú me susurras dulces palabras de amor cuando las aguas de la melancolía me llegan hasta la boca. ¡Tú, Dios consolador!

Consuelo... ¿cómo puede venirme a mí si sólo veo el fracaso de todos los seres, la pobreza y la fragilidad de mi alma y lo problemático de todo lo creado? Sería consuelo el que alguien viniese a mí y me mostrase que este fracaso y esta pobreza y esta fragilidad no pertenecen realmente a la esencia de las cosas, sino que se encuentran solamente en la superficie y que en el estuche interno de las cosas se halla un meollo lleno de valor. Quizás éste no se presentase inmediatamente a mi conocimiento, este meollo de todas las cosas, pero yo sacaría de las palabras de mi consolador el convencimiento de que está allá y que surgirá alguna vez de las figuras variables; sí, e incluso la corrupción es una noble descomposición y algún día se mostrará como tal. ¿Y no será así, Señor, que tras los engaños de la existencia y tras la amarga cáscara del mundo se encuentra algún valor...? ¿Cómo hubieses tú podido crear este mundo, cómo podrías tú conservarlo, cómo te habrías hecho hombre, si todo fuese malo y vulgar, si todo fuese sólo una eterna mentira y una ilusión? Si no hubiese de alguna manera un profundo misterio en el mundo, entonces deberías tú, como a un juguete estropeado, arrojarlo allí de donde lo has sacado, a la nada. No eres tú ningún charlatán ni engañador, ningún Dios que solamente juega con los hombres... Y quizás esté precisamente en haber sido creado por ti la belleza interna del mundo y su secreto valor; quizás sea este mundo grande y valioso y hermoso porque y solamente porque ha sido la obra de tus manos, el cuadro de tu infinitud y la huella de tus pasos; quizás sea la mayor nobleza de este hombre el que tú una vez vestiste el traje humano y que esta envoltura humana pudo una vez ocultar el imperio de tu grandeza... Y no solamente esto, no sólo ocultarla, sino que se empapó del brillo del Logos y de tu gloria. Puede que tu mundo sea en sí miserable, pero el que pueda ser símbolo y el que pueda ser una imagen de un misterio inexplicable e incomprensible lo convierte en una exquisitez y en una obra maestra. Señor, esto es consuelo en nuestro destierro; solamente vuelve a mostrarme cada vez más este simbolismo de todo acontecer y no dejes nunca que esta oculta belleza sea totalmente cubierta por el oropel de lo terreno y lo cotidiano y por la corrupción del pecado. Tu luz es más poderosa que las sombras.

Consuelo sería si yo, como niño, hubiese roto algo y hubiese llorado amargamente por ello y viniese mi madre y secase mis lágrimas y me estrechase en sus brazos y me dijese: ¡No es tan grave! Así como una madre consuela, me consuelas tú, oh Señor, cuando a mí en la vida se me rompe algo más que un juguete, cuando incluso yo mismo estoy roto y deshecho con todo el mundo; y cuando incluso he roto los puentes hacia ti... en el pecado, ¿me dices tú también entonces: «No es tan grave»? Señor, ¿es que no es tan grave? Sí, es muy grave, pero no tan grave que por ello se haya perdido todo; no es tan grave desde que tú, Señor, pagaste por adelantado todas nuestras deudas en la cruz y curaste todas nuestras heridas. Solamente sería grave si cada puente que destroza el hombre quedase irremediablemente destrozado. Pero la verdad es que, cuando un hombre hace saltar los puentes que le unen contigo, tú al mismo tiempo, desde la otra parte, comienzas a construir un nuevo puente. Y cuando el hombre perdido te ve trabajar a ti, oh Dios, constructor de puentes, no puede hacer otra cosa (al menos así me lo parece) que, con las ruinas, empezar una nueva construcción desde su orilla hasta que nosotros nos encontremos sobre el abismo, tú, Dios, y yo, el hombre, y hasta que tú me encierres de nuevo en tus brazos. Ciertamente también esta reconstrucción, y el decidirse a la reconstrucción por parte del hombre, presupone un impulso y la colaboración de tu gracia, pero tú no la niegas nunca, tú, Dios misericordioso. Pero hoy parece como si los hombres hubiesen roto todos los puentes hacia ti, como si para toda la eternidad no quisiesen saber nada más de ti; nunca fueron los hombres tan radicales en la destrucción de las relaciones contigo; hoy se trata de todo, de todo el credo, no sólo de un par de palabras o de un par de letras de él. Señor, me espanto cuando oigo hablar de esta situación religiosa tan desconsoladora, de esta terrible saña destructora en el terreno religioso; pero también estos terribles destrozadores, estos espantosos obsesionados que quieren retirarse de ti a una brillante soledad y solamente quieren arrodillarse o postrarse boca abajo ante sí mismos, tampoco ellos pueden impedir que tú (tú, el único que en tu brillante soledad podrías apartarte de nosotros, pero entonces ¿qué sería de nosotros?) te pongas de nuevo a trabajar y comiences otra vez a construir un puente desde tu orilla hacia estos insensatos hombres y hacia nuestro siniestro siglo. Tú, «pater futuri saeculi» (Is 9, 6), tú, «pontifex futurorum bonorum» (Heb 9, 11), tú, «padre del siglo futuro», tú, «pontífice de los bienes futuros». Señor, creo en estos nuevos puentes, aunque todavía no vea los pilares; espero en ellos, incluso contra toda esperanza, aunque no sepa en qué punto van a alcanzar nuestra orilla y a nuestra humanidad insensatamente destrozada, dónde estará ese nuevo punto de contacto entre nuestro tiempo y tú. Aunque yo no vea el vacío a través del cual debes establecer una nueva comunicación con nosotros los hombres, solamente sé que seguramente debe haber una brecha a través de la cual penetrarás de nuevo en nuestro mundo, incluso cuando estos hombres hayan tapiado por este lado todas las puertas y las ventanas. No puede haber ninguna situación tan desesperada corno para que tú desesperes de ella, que tú no conozcas una solución para salvarla. ¡Y si tú no desesperas, entonces no tengo yo ningún derecho a la desesperación! Este es el consuelo que tú me das: «¡No es tan grave!»

Ciertamente el mundo dice que no es tan grave la pérdida de Dios, pero éste es un mal consuelo. Hay una clara diferencia cuando tú lo dices y cuando el mundo lo dice. El mundo lo opina de manera totalmente distinta a ti. El mundo dice: No es tan grave el haber hecho esto y aquello, el hacerlo y el volverlo a hacer; y tú dices: No es grave y no se ha perdido todo si tú, hombre, no lo vuelves a hacer más, si solamente lo has roto y de nuevo vuelves, como hijo arrepentido, al camino que fue construido junto a la cruz (de esta condición ni siquiera tú, oh Dios, puedes dispensar a estos hombres pecadores). ¡Esto el «consuelo» del mundo, es un consuelo hipócrita y un engaño, tú empero, Señor, eres en verdad el Dios del consuelo verdadero!

Consuelo sería si a un náufrago que no ha alcanzado el bote salvavidas le echara yo un grueso madero; así haces tú, oh Dios, pues colocas a cada uno los maderos de la cruz delante de su alma y le dices a ese desesperado: ¡Todavía hay una escapatoria para tu ansiedad!

Consuelo sería si a alguien le ardiese su casa y yo le mostrase que todavía no se ha perdido todo, que él puede construirse otra nueva, incluso otra todavía mejor y además le enseñara a él cómo debería hacerlo. Así haces tú, oh Dios, con nosotros los hombres, cuando se nos hunde la casa de este mundo en las llamas de la necesidad y de la traición; entonces tú nos enseñas que no estamos sin techo, que tenemos siempre sobre nosotros el cobijo protector de la filiación divina y que nos esperan a nosotros las moradas eternas. ¡Y nosotros tenemos la casa paterna justamente junto a la pobre choza del mundo que se deshace en llamas!

¡Así eres tú, Señor! En mi pobreza no me tomas trágicamente. Sí, una vez la tomaste tú por lo trágico en una hora oscura en el Jardín de los Olivos y entonces fluyó sangre sobre tu rostro de puro miedo ante toda esta negación y este espantarse de los hombres. ¡Pero desde entonces todo es de otra manera! Todo lo posible puede acumularse sobre mi corazón, pueden sumarse muchas calamidades sobre este pobre corazón humano, él puede temblar en el desconsuelo y la desesperación, pero nosotros «descansaremos tranquilos nuestros corazones en él, porque si nuestro corazón nos arguye, mejor que nuestro corazón es Dios que todo lo conoce» (1 Jn 3, 20).

Así me saluda a mí tu apóstol: «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de la misericordia y Dios de todo consuelo, que nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos consolar nosotros a todos los atribulados con el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios. Porque así como abundan en nosotros los padecimientos de Cristo, así por Cristo abunda nuestra consolación. Pues si somos atribulados, es para vuestro consuelo y salud; si somos consolados, es por vuestro consuelo, que se muestra eficaz en la tolerancia de los mismos trabajos que nosotros padecemos; y es firme nuestra esperanza en vosotros, sabiendo que así como participasteis en nuestros padecimientos, así también participáis en los consuelos» (2 Cor 1, 37).