TÚ JUEGAS CONMIGO

Señor, ¿por qué me has creado? Perdóname si te pregunto así; sé perfectamente que nunca debe un hombre preguntarte «por qué». La pregunta más insensata que un hombre puede hacerle a Dios es por qué Dios ha hecho o ha permitido hacer algo. Tú no tienes que rendirnos cuentas y aunque nos dieses una respuesta, sería una respuesta que yo no podría comprender. ¡Cómo podría yo comprender los motivos que te mueven a ti, a ti, el Dios sin causa y sin motivos!

Y sin embargo te pregunto: ¿Por qué me has creado? Tú me has dado esa razón que nunca se contenta con la constatación de un hecho, que siempre detrás de los hechos tiene que buscar las causas y detrás de las apariencias la realidad. Sí, tú me has dado esa razón que nunca puede detenerse en su investigación de la verdad, ese buscador inquieto a quien toda posesión le duele porque siempre intuye detrás otras maravillas y otros mundos. Perdónale a ese intranquilo que te haga la estúpida pregunta: ¿Por qué has creado tú el mundo?

¿Por mi causa o por tu causa? ¿Tenías tú en ello alguna finalidad, alguna meta, algún objetivo? ¿Hay en alguna parte algo que te sedujese como al escultor le mueve una imagen y no le deja en paz y le persigue y le hace sufrir hasta que, tenso y febril, toma el cincel en su mano y la esculpe, hasta que la tiene delante de él? Debe haber sido algo grande lo que a ti te impulsó a la acción, ya que ella te costó un trabajo tremendo. Tú, Creador sin problemas, te preocupaste por ello —¿quizás esté yo hablando estúpidamente? ¿Hablo yo como hablan los hombres? Pero es así— quizás la acción creativa transcurriera sin esfuerzo, pero después ¡cuántos sufrimientos te ha costado esa creación y cuántos trabajos y preocupaciones, en el monte de los Olivos, y en el Camino de la Cruz, y en el Gólgota! ¡Cuántas molestias te ocasionó, Señor, el completar tu creación! ¡Y tú conociste esos sufrimientos de antemano, tú pensabas ya en ellos cuando emprendiste tu tarea!

Y todo eso, ¿por qué?

Se me ha dicho que por amor a los hombres, pero me parece que los que hablan así se imaginan la cosa más fácil de lo que es. Tú me amas, ya lo sé, y es el saber más confortador que existe. Es el único consuelo en las circunstancias problemáticas de la existencia. Pero, ¿qué significa eso? ¿Tengo yo alguna idea de lo que es en su profundidad tu amor hacia mí? ¿Puedes tú amarme de la misma manera como yo amo a un amigo o a un ser humano cualquiera? En lo más íntimo de su esencia mi amor y tu amor son tan distintos que resulta una estupidez el designar a ambos con una misma palabra; mi amor es frente al tuyo solamente el murmullo de la brisa, el tuyo empero un huracán; mi amor es la superficie, el tuyo lo profundo; mi amor es una lucecita que dirijo a un ser amado, el tuyo es el sol y el fuego devorador. Y éstas son sólo diferencias graduales; tu amor y mi amor no se encuentran en el mismo plano. El hombre a quien yo amo significa para mí una ampliación de mi propio ser, dimidium animae, la mitad de mi alma, un complemento, un valor fuera de mí al cual yo atraigo hacia mi esfera; y al mismo tiempo para nosotros hombres representa el amor un perdernos y refugiarnos en el otro que de alguna manera resulta necesario. Señor, ¿y me amas tú así? Imposible. Porque yo soy de tal manera que no hay nada en mí digno de amor para ti, nada valioso, nada que a ti te pueda aumentar, nada que tú veas que merezca la pena ni siquiera de ser considerado, como no sean las huellas en mí de tu mano creadora, el resplandor de tu propia luz en el mundo, sólo la representación de tus propios rasgos pues tú nos has creado a imagen tuya. Cuando tú me amas tan sólo te amas tú en mí. Buscas tu propia imagen cuando te inclinas hacia mí. Oyes en mis oraciones el eco de los nombres de las cosas que tú a ti mismo te dices. Cuando tú me miras con amor, ves solamente la imagen de tu propia figura y tú debes amarla incluso en la caricatura en la que una creatura te refleja de nuevo.

Así, pues, has creado tú el mundo por amor al mundo ya que en último término te amas solamente a ti mismo cuando tú lo amas, ya que (como dicen nuestros filósofos) tú mismo eres el objeto formal y el objeto material primario de tu amor. ¡Solamente piensas en ti mismo siempre que quieres y amas y actúas! Así, pues, ¿me has creado por amor hacia mí?

Señor, ¡tú me creaste sólo por amor hacia ti! ¿No me plantea esto el mismo misterio? Comprendo que un propietario construya una casa no por amor a la casa como tal sino por amor a sí mismo, a quien la casa le va a servir de morada. Comprendo que un pintor haga un cuadro no por amor a los colores o al lienzo sino para gozar él mismo de la pintura o quizás también por amor al dinero que por ella recibirá. Comprendo también que un jardinero aderece su jardín para pasearse por él y gozar de sus frutos. ¿Al fin de cuentas, Señor, creaste tú este mundo para morar en él, para disfrutar de él y gozar de sus frutos (¡esos frutos!) para pasearte por los caminos de sus montes y sus mares y por las calles de su historia? Quien piense de esa manera te empequeñece, tiene una idea muy chapucera y muy pequeña de ti. Tú serías un Dios pequeño, subalterno, casi me atrevería a llamarte burgués, si necesitaras de esas cosas para ser feliz, si tú te pasearas por este mundo y con ello fueses dichoso recordando siempre que él es tu obra, el espejo de tu perfección y de tu grandeza, si te produjese placer el encontrar tu imagen en todos los rincones y todas las esquinas... de la misma manera como el último vástago de una noble familia disfruta paseando por la galería de sus antepasados y descubriendo en todos los cuadros rasgos de su propio semblante, enalteciéndose así con el brillo de su familia.

Sí, por amor a ti mismo creaste tú y siempre eres el objeto de tu búsqueda en este mundo. Pero ¿por qué has salido a buscarte? ¿Por qué no tienes tú bastante contigo mismo, cuando encuentras abundante suficiencia en ti mismo, tú, plenitud de toda felicidad y de toda riqueza? ¿Por qué saliste tú de la soledad de tu felicidad trinitaria, cuando tú en tu creación no encuentras nada nuevo sino lo que tú mucho tiempo antes ya poseías, a ti mismo, a tu propia felicidad, a tu propia imagen? Entonces ¿por qué nos creaste?

¿Ha intentado alguien alguna vez dar una respuesta a esta pregunta? Sí, alguien dio una vez una respuesta muy audaz. No era ningún cristiano. Meditó sobre ti mucho tiempo antes de que tu Hijo viniese. Se llamaba Heráclito y le apodaban el oscuro y el llorón. El enseñó que el cosmos es un juguete que se da a sí mismo el Logos eterno.

Me estremezco ante esta respuesta. Toda la creación, todo el universo, toda la serie de los siglos, un juego, un drama, una tragedia o una comedia, y nosotros somos las figuras; el mundo, el escenario, el fondo; Dios, el autor y también el único espectador... ¡Qué juego tan impresionante sería ese! ¿O acaso sólo sería el juego sin sentido de un niño que forma las figuras de barro y de nuevo las deshace? ¿Sólo un juego de sombras chinescas con figuras sin cuerpo? ¿Sólo una partida de ajedrez con innumerables variantes posicionales? El juego, ¿no es eso algo infantil, sin seriedad, sin valor? Al contrario, el juego llena mis horas sin valor, sin fruto, perdidas, en las que yo desperdicio el tiempo y a mí mismo, y sin embargo yo debería contenerme, no tengo nada para desperdiciar, nada sobrante, nada de que yo pueda prescindir sin resultar más pobre. Los días y los años son ladrones que me engañan con ilusiones y yo debo pagarlos con el dinero de mi alma. No, no tengo nada para reir, nada para despreciar, nada para jugarlo o perderlo jugando. Sí, tú, oh Dios, tú puedes hacerlo, tú puedes despilfarrar, tú, inmensamente rico, pleno y superabundante. Por ello tú no te vuelves más pobre. Los que quieran robarte las estrellas de tu manto, deberán todavía contar contigo, y a los que quieran engañarte, a esos los conoces ya mucho antes de todo intento, y tú te ríes de las pobres intrigas que no pueden hacerte nada. Tú puedes reir, sí, ¡tú puedes jugar!

Y sin embargo, ¿van a ser solamente un juego esos mares y montes, esas profundidades y alturas, la maravilla del átomo y la infinidad de tus mundos ante cuyos misterios sólo me atrevo a pensar reprimiendo la respiración, esas innumerables estrellas que parpadean a través de los espacios? ¿Va a ser solamente un juego todo lo maravilloso y asombroso que crece en nuestros prados, todos los encantos de la vida y la floración, el apiñarse y oscilar, el susurrar y brillar? Si eso fuese un juego, ¿cómo puedes poner tú en él tanta sabiduría y poder? Y el hombre, ¿va a ser él también solamente un juguete con el cual tú pasas el tiempo? ¿Va a ser un juego todo: cómo los pueblos crecen, modifican la tierra, cómo las naciones se oprimen y chocan y crecen y se hunden, cómo las fuerzas más elementales se reúnen y conjugan en gigantescos acontecimientos, esas catástrofes y esas grandiosas situaciones de la historia, todo ello, va a ser sólo un juego? La historia de este mundo, tan entrelazada, llena de problemas y de misterios, ¿sólo un juego? Quizás. Tú podrías al fin y al cabo proporcionarte un juguete tan gigantesco, ¡tú, Dios eterno e infinito! Porque ante ti las cosas más grandes de este mundo, los poderosos misterios y secretos, los gigantescos sucesos y acontecimientos, las fuerzas de la naturaleza y los mundos que estallan son solamente juguetes de niño, pequeñeces. Tú te inclinas hacia ellos sonriente, como a ratos me inclino yo sobre el importante y atareado trabajo de las hormigas —pues este mundo no es para ti más que un pequeño hormiguero, incluso mucho menos todavía.

Pero las lágrimas que un niño llora en la noche, la sangre que se derrama inocente, el sufrimiento que grita en amargos dolores, el dolor que a un hombre le agita y le abrasa, el padecer de tus mártires y confesores, los quejidos de las viudas y los huérfanos, la amarga desilusión de la vida, los destinos truncados, los ideales engañados, las dudas de los hambrientos y de los enfermos y de los achacosos, ¿es eso también sólo un juego para ti? Y tu Hijo y su sangre y su corona de espinas y sus clavos y sus heridas, ¿es eso también sólo un juego? ¿No supone todo eso para ti algo más que cuando un niño modela figuras de cera y de nuevo las destroza, las destruye y las derrite? Señor, todo eso no es ante ti un juego, al menos no lo que yo entiendo normalmente como un juego.

Pero en realidad quizás sea el juego otra cosa totalmente distinta a lo que yo entiendo por tal: algo grande, importante, serio. Juego, es una mezcla especial de apariencia y realidad. Los niños toman el juego muy en serio. Las figuras no son sólo figuras sino símbolos de una realidad, incluso la realidad misma, aunque en realidad solamente sean símbolos. En el juego de un niño se encuentran profundidades, allí se construye un mundo, se crea algo nuevo; surgen cosas nunca vistas ni oídas, y ¡quién se atrevería a decir que sólo se trata de ilusiones! Dos palos a los que frota entre sí el niño (Francisco, el niño grande, así lo hacía) son para él en realidad un violín; él oye música, y quizás más hermosa y sedante que la que oye el que asiste a un concierto. Muñecas y títeres son las cosas más serias de este mundo. Y en todo caso eso está mucho más lleno de sentido que cuando un adulto trata cosas serias como palos y muñecas y payasos.

Sí, nosotros, los hombres, no podemos jugar con todas las cosas; hay cosas que nos son demasiado serias. Pero también creo que un hombre que no sabe jugar, que no puede alzarse en romántica ironía sobre su propia actuación, que no sabe reírse de sí mismo, sino que permanece encerrado en su propio yo, que ese tal es un hombre pequeño. Nosotros somos tanto más grandes cuanto más nos alzamos sobre todas las cosas, fuera de Dios, cuanto las cosas son para nosotros más un juego y menos una carga.l Uno que te conozca, oh Dios, que tenga una idea de tu totalidad y grandeza, que sepa que tú eres todo en todas las cosas, que comprenda que tú eres el único valor y la única realidad y la única felicidad, y que te posea, en cuanto un hombre puede poseerte, tiene una razón lógica para no tomar totalmente en serio a este mundo y a su historia y para reírse de ellos. Y resulta que un hombre es tanto más grande cuanto más te posee y cuanto más importante le seas tú y menos importante le sea este mundo, tanto más considerará este mundo como un juego al que sólo tomará en serio en cuanto tú te escondes en él. Pero uno que sólo se posee a sí mismo (¡pobrecillo!) cuyo mundo y realidad no trasciende este mundo, que está encerrado a este lado, ése ciertamente no tiene nada de que reírse —¿de qué podría reírse? Y cuando ríe, se trata solamente de la risa furibunda de un desesperado, del humor negro de un hombre que quiere engañarse sobre su situación sin esperanza. Para aquél cuya única realidad es este mundo, su única postura lógica, justificada, es un desconsuelo sin salida. Ese tal no puede reír ni jugar. Y esto no es una cosa para probarla solamente con argumentos racionales, nos dice la experiencia que el príncipe de este mundo y sus secuaces siempre están más serios que la muerte, mientras que los santos verdaderos ríen. Señor, no hay nada superior a la risa de tus santos. Al que te posee no puede pasarle nada, tiene un seguro contra todo riesgo, ya que para él no hay nada verdadero fuera de ti. Así para él el mundo y la vida, el placer y el dolor son un juego que en el mejor de los casos son un símbolo de la realidad. ¡Y si, para un hombre que te posee, el mundo es ya sólo un juego, cuánto más para ti, oh Señor! ¿Qué otra cosa podría ser para ti este mundo?

El juego es una cosa sin motivo y por lo tanto divina, pues tú, oh Dios, ¡eres el único sin motivo! Nosotros siempre estamos encerrados en finalidades que, queramos o no queramos, deberemos alcanzar, o que deseamos conseguir. Pero tú no conoces la tiranía de un objetivo. Tú no puedes conseguir nada que antes no tuvieras. Tu actuación está ahí, corre, se desarrolla y descansa en sí misma; no se encuentra ninguna meta ni ninguna finalidad para la que esa actuación fuese el único camino. Tus metas hace mucho tiempo que las alcanzaste. Y sin embargo tu actuar no carece de un profundo fundamento interno, no carece de sentido. Y ese sentido eres tú mismo. Y así todo tu actuar es un juego, pues el juego es un actuar sin finalidad y lleno de sentido. Y tus creaturas ¿no juegan también ante ti cuando te quieren adorar y reverenciar dignamente? Allí avanzan los inflamados querubines en la señorial danza de los cielos y «marchaban de frente adonde los impelía el espíritu... van y vuelven como la luz del rayo... andan... permanecen de pie... se levantan del suelo... y se oye el ruido de sus alas como el murmullo de muchas aguas... y cuando se detienen dejan de nuevo caer las alas» (Ez I, 4 ss. y 19 ss.). ¿No es esto un maravilloso juego, un acontecer sin finalidad y lleno de sentido? Y nosotros mismos, los hombres, ¿no jugamos ante ti cuando estamos más cercanos de ti en los misterios de nuestra fe; no es nuestra liturgia en sus arabescos humanos de ceremonias, una maravillosa elevación, un actuar sin finalidad y lleno de sentido, un juego ante ti? Señor, ¿por qué jugando estamos más cerca de ti y por qué debemos jugar cuando tú estás cerca de nosotros? ¿Es que percibimos la realidad de lo que se lee en el libro de los Proverbios (8, 30) que la sabiduría divina «solazábase ante ti en todo el tiempo y que se recreaba en el orbe de la tierra»? Porque ¡qué solemne es nuestro avanzar en ropajes de brocado, nuestro estar de pie y arrodillarnos y sentarnos,, las nubes del incienso y el resplandor de las velas, el murmullo del órgano y de los coros, y el sonido de las campanillas en el silencio! ¿Qué es todo esto ante tu liturgia del cosmos, en la que tú juegas con los mundos y los siglos que rodean y circundan tu trono y que caen a tus pies y que suenan y susurran?

¿Tomas tú en serio este juego, o no? De todas formas para nosotros es una seria festividad, cuando nosotros jugamos ante ti, como sólo puede ser serio para un hombre cuando se presenta ante tu semblante.

En cierta ocasión te rezaba una persona (era una persona lista e inteligente): «Yo quiero ser un juguete en las manos del Niño Jesús, al que él pueda dar toda clase de vueltas y romperlo si le gusta.» ¿Puede un hombre pedir algo más grande?

Esto es tu mundo: un juguete ante ti. Nosotros somos sólo figuras en tus manos, marionetas a las que misteriosos hilos unen contigo y por otra parte no, pues tenemos una voluntad propia y nosotros mismos actuamos, avanzamos y determinamos el curso de la función. ¿O quizás, al fin y al cabo, pensemos que sólo nosotros somos los que actuamos y determinamos, y en realidad solamente somos los actores que debemos representar tu texto y nada más que tu texto, aunque por su propia cuenta actúen y hablen y se muevan, aparezcan y se retiren? ¡Qué misterios se presentan cuando me enfrento con este problema: voluntad libre en el hombre, presciencia y predeterminación divina! Sea como sea: Tú mismo has incluido las locuras de los hombres en el texto de tu obra. Nosotros no podemos realizar nada que pueda evitar su último sentido a la sucesión de los acontecimientos, no podemos estorbar seriamente tu representación, aun cuando fallemos mil veces en nuestro papel y sigamos actuando por nuestra cuenta. Tú, oh Señor, contemplas en qué sucesión tan variada se realizan estas escenas, cómo se atan y desatan nudos y el tema va apareciendo siempre más claro. Sí, pero sólo para ti; para mí ese tema permanece un oscuro misterio hasta el fin de mis días.

Ni siquiera sé si esta función es una tragedia o una comedia. ¿Mi existencia es trágica o cómica? Y, al fin y al cabo, ¿qué importa eso si de alguna manera tan sólo está construida sobre algo divino, si de alguna manera es solamente una comedia o tragedia divina? Y si la existencia de este mundo es trágica, ciertamente se encuentran también en ella fragmentos cómicos en los cuales nosotros, los hombres, actuamos muy seriamente y andamos sobre altos coturnos y tú, tú, Dios espectador, tú encuentras que se trata de una interpolación muy cómica.

¿Es trágico tu mundo? Para nosotros lo es, al menos a ratos. Pero ¿para ti? Lo único grande en esta representación es que tú, oh Señor, no eres sólo un espectador imparcial a quien sólo le preocupa el entretenerse —¿cómo podríamos nosotros entretenerte?— ni tampoco sólo un enérgico director de escena; sino que tú también subes al escenario y no sólo como un Deus ex machina, que simplemente lleva los complicados nudos a un happy end; tú estás, Señor, tú mismo, inmergido en este suceder, y cuán fructuosamente introducido, ya que no conviviste y participaste solamente un par de años en el acaecer del mundo bajo la figura del Salvador. Permaneces siempre todavía ahí. Tú siempre continúas representando bajo la forma de tu Iglesia (pues ésta no es sino tu Hijo, el Cuerpo Místico de tu Hijo) como el héroe familiar de todo este acontecer, y este papel ¿acaso es trágico? ¿Cómo podría serlo cuando lo trágico de alguna manera presupone una culpa? Y tú eres sin pecado. ¿O acaso resulta trágico tu papel por la misericordia, ya que tu Hijo por misericordia cargó sobre sus hombros las culpas todas de los hombres? No, no, Señor, aunque él llevara nuestras culpas yo no puedo creer en una divina tragedia, toda mi conciencia cristiana se levanta contra la idea de que esta representación considerada como un todo deba ser trágica, que todo el montaje haya sido realizado por ti en último término sólo para dejarlo terminar con una trágica catástrofe; ningún cristiano puede creerlo. Esta función tuya debe terminar con un gran triunfo, con una gloriosa entrada en tu cielo, con el tañido de todas las campanas triunfales, con un impresionante Te Deum, con el testimonio de todas las creaturas. Tú, Señor, has hecho todo bueno. Un juego misterioso, sí, es tu mundo. íY qué misterioso juego! Yo no percibo cómo detrás de las cosas aparentes se producen poderosos entrecruzamientos con un significado lleno de simbolismo, cómo detrás de cada figura de este teatro del mundo se abren perspectivas a la Realidad eterna, cómo todo acontecer es una parábola y alegoría de misterios inefables, y cómo todo inconteniblemente, incluso en las desviaciones, en los entreactos y en las intrigas, arrastra hacia un final eterno y clamoroso; ¿no lo percibo yo?

Señor, tu mundo es un juego misterioso.

Y ese misterio eres ¡tú!