TU ERES MI TU

Señor, sé que tú existes. Eso es evidente. Pero no nos basta ni a mí ni a ti. Yo podría saberlo y pese a ello permanecer irreligioso o incluso ateo. No basta el que yo te tome bajo mi consideración como a cualquier cosa u objeto. Tú debes llegar a ser mi tú. Tú debes presentarte frente a mí como el gran compañero de mi vida, como una persona, y no como cualquier persona, sino como el único, el grande, el que atrae todo mi yo hacia sí, como el gran tú en el cual debo yo siempre pensar, y el que se me aparece detrás de cada cosa grande y bella y me habla. Tú, oh Dios.

Me ha llegado a resultar difícil considerarte a ti como mi tú. El mundo está demasiado reducido a cosas. Los mismos hombres, salvo raras excepciones ya no me son para mí un «tú». Ya no tengo ningún contacto personal con ellos. Viajo en tren, pero quien me lleva, el maquinista, no es para mí un hermano hombre, no lo conozco, ignoro su nombre, no me encuentro ligado a él, no es para mí sino una parte de la locomotora. Por la mañana me encuentro el pan colocado sobre mi mesa, pero no sé quien me lo ha hecha. Voy a comprar y el hombre que me sirve me es un desconocido, no me es sino un autómata. El círculo de los hombres a los cuales llamo tú y con los que tengo contacto de hombre a hombre es casi tan reducido como mi familia. ¡Qué triste es esto! ¡Qué solitario he llegado a estar en medio de tantos hermanos míos! ¿Y cómo podrías en esas circunstancias ser tú, Señor, un «tú» para mí, tú totalmente distinto de mí, tú que estás todavía mucho más lejos de mí? Tu apóstol dijo en cierta ocasión: «¿Cómo puede uno que no ama a su hermano a quien ve, amar a Dios a quien no ve?» (I Jn 4, 20). ¿Y cómo voy yo a amar a mi hermano si no le conozco? ¿Y cómo podría yo tomar contigo contacto verdaderamente personal cuando tú me estás todavía mucho más alejado?

Señor, esta es mi angustia, que verdaderamente lo creo todo, pero tú no eres para mí «tú», tú me eres un «ello». Muchas veces llego a ti, pero con demasiada frecuencia como pensador, como un investigador, no como un hijo ni como una persona religiosa. Yo me tropiezo contigo y te considero como el primer motor, como la primera causa de todo ser, como la meta y el fin y la razón sostenedora de toda existencia, incluso a veces como la justificación de todos los valores y normas morales; pero eso no me calienta a mí, no me embriaga, permanezco siempre demasiado objetivo frente a ti, me mantengo bellamente encerrado en mi sujeto, y ya no veo en ti al gran otro, que viene a mi encuentro, que siempre ha dirigido sus ojos hacia mí, que todavía siempre inclina su oído hacia mí «para oir mis quejidos y compadecerse del oprimido» que ha colocado su mano sobre mí. Siempre resultas tú para mí solamente el resultado de mis pensamientos y de mis investigaciones, un Dios filosófico y cosmológico, pero nunca la otra mitad de mi alma, no el Dios del evangelio al cual yo rezo «Padre nuestro, que estás en los cielos...» Si a mí las pruebas de la existencia de Dios me dejan tan frío y me dificultan el decirte ese «tú», prefiero no saber nada de ellas. Sí, Señor, lo sé, son necesarias, tú sabes que nuestra oración hacia ti no debe refugiarse en el oscuro terreno del sentimiento, son para mí indicadores del camino y me cuentan muchas cosas tuyas, pero si no me juntan las manos, entonces huyo de ellas al fondo de mi conciencia, quizás tú mismo me hables aquí. Quizás oiga yo tu voz mucho más clara en el tranquilo santuario de mi conciencia que en el alborotado mercado de las cosas mundanas. Estas en realidad también tienen que hablarme de ti, te proclaman: «ipse fecit nos», «él nos ha hecho», pero si yo les pregunto dónde estás, me contestan tan sólo: «quaere super nos», «busca por encima de nosotros» (S. Agus. Conf. 10, 6). Así debo decir yo también como tu santo Agustín: «Melius quod interius est!», «¡Mejor es lo que está en el interior!»

Señor, déjame conocer que tú no eres para mí sólo un vago e inapreciable «ser superior» sino mi «tú»; que tú no eres sólo una existencia panteística, sino persona, el otro, que se encuentra frente a mí como cualquiera de mis hermanos los hombres, y todavía más, que tú eres mi amigo como cualquier otro, y todavía más, que yo te alcanzo con la mano como a cualquier otro, y todavía más, que tú me has obligado y hablado en mi interior y colocado tu mano sobre mí, tu gran tú de mi vida. Oh, yo sé que esto son sólo pobres palabras humanas, pero yo debo hablar humanamente contigo, así como un niño en conversación con los adultos habla infantilmente. Debo traducir tus grandezas a mi idioma. Tú, camarada del camino, tú, amigo, tú, compañero de mi existencia, tú, el otro, el que me contempla desde todas las flores y las estrellas. Enséñame a conocer, Señor, que no sólo eres tú la primera causa de este mundo, sino todavía más: mi primer padre, mi primer amigo, mi primer tú. ¡Que tú eres todo para mí!