TU, SEÑOR...

Señor, sé que ya no se considera moderno el negarte a ti, al menos entre aquellos que pasan por sabios. Se vuelve a hablar otra vez de ti, se escribe sobre ti, tiene todo el mundo tu nombre en su boca. Debería alegrarme por ello, pero sin embargo no puedo. Porque, ¿qué han hecho los hombres de ti? ¿Eres verdaderamente tú aquello en lo que piensa cuando dicen Dios? ¿O acaso sólo una imagen engañosa, un extracto de su filosofía y de sus ciencias naturales? ¿Eres para ellos acaso más que un número imaginario cuyos infinitos decimales pueden aclarar sus cálculos, pero que, aparte de eso, no significa nada, no es ninguna realidad? Porque en realidad los hombres te han degradado espantosamente. Justamente esta propiedad, de la que los hombres estamos tan orgullosos, no quieren ellos reconocértela a ti: el «yo». Se hace de ti un «lo», una cosa, una ley, una causa, un absoluto, un mito, mil cosas. Pero el que tú nos hables a nosotros, los hombres: «Yo soy el Señor, tu Dios», el que tú eres persona, como yo, mil veces más que yo, el que tú debes ser llamado con un «tú», porque sólo un ser espiritual puede dirigir la armonía del universo, y conmover tan profundamente al hombre interior, advertir a su conciencia tan seria y tan enérgicamente... eso no les conviene a ellos. Quizás teman que tenga demasiadas consecuencias.

Qué orgulloso estoy yo de mi dignidad de persona. El que yo pueda decir esta palabra: «Yo», me parece que es lo que en primer lugar me hace a mí hombre. Ninguna otra cosa dice esta palabra. Tus montes y tus mares, tus flores y tus estrellas, tus átomos y tus soles son hermosísimos, resplandecen, brillan, florecen y a veces se enfurecen con tremendas energías, ¿pero qué tienen además de eso? Ellas mismas no conocen su hermosura y su potencia y su esplendor. Sólo yo, el hombre, me encuentro ante ello y lo conozco, y me conozco a mí mismo y a mi plenitud y a mi actuación. Y aunque las embravecidas tormentas y las fuerzas de tu mundo puedan aniquilarme, yo tengo algo sobre ellas: las conozco, puedo contarlas y pensarlas. Pero también me conozco a mí mismo, me levanto y digo: «yo». Tus animales son seres llenos de misterios, yo no puedo penetrar en lo íntimo de su vida, no sé lo que allí acontece, pero sólo sé que no piensan como yo, que no son personas como yo, que no dicen «yo» como los hombres. Parece una vulgaridad cuando digo: Cada hombre piensa, «yo», pero parecía una broma de locos si yo quisiera asegurar que algún animal piensa así, reflexiona sobre sí mismo, hace consideraciones sobre su existencia y su estructura, su sentido y su finalidad. A tus animales les has privado del ser personal. ¡Y qué somos nosotros los hombres antes de que surja en nosotros el sentimiento de la personalidad! ¡Qué es un niño! Yace en sus pañales y en su pobreza, vegeta y duerme su existencia; es propiamente hombre de verdad cuando se levanta y dice: «yo». El ser persona es mi mayor riqueza y también mi dolor, porque solamente después de que cualquier dolor lo experimento como mío, lo refiero a mi yo, se convierte en un verdadero dolor; sin esta atribución sería sólo un «ello», ello dolería, sería sólo el dolor de un sueño. Pero lo acepto con todas sus consecuencias. Esta parte oscura de mi personalidad no llega a tener importancia frente a la dicha de ser un portador consciente de una existencia y de un destino. Me espanta ser una nada, sumergirme en el absoluto, no saber nada sobre mí. Tu santo Agustín estaba tan encantado sobre su felicidad de ser, de ser un «yo», que pronunció estas palabras tan asombrosamente intrépidas, que yo apenas puedo comprender: «Es mejor ser condenado que no existir.» Así sólo puede hablar uno que conozca con genial claridad sobre los más tremendos terrores y sobre la grandeza de la palabra «yo soy».

¿Solamente a ti se te quiere negar la personalidad y esta palabra «yo» y el conocimiento de tus sentimientos y de tu plenitud, de tu actuar y de tu poseer, de tu valer y de tu obrar? ¿No deberás poseer algo que tu más pobre creatura humana posee? ¿Deberás ser sólo la causa sorda y desconocida de todo el mundo, sólo la fuerza que se sienta en el movedizo telar del tiempo por una necesidad interna, pero que no sabe para qué sirve y qué es lo que resultará de ese entrecruzarse de las ruedas y de los hilos? ¿Deberás ser sólo una ley que está ahí y que ciegamente dispone y gobierna, pero que a su vez no tiene ningún legislador? Señor, tú eres más, tú eres el legislador y el director de todos los destinos humanos y su constructor y su artista y su creador, tú eres el pensar, o mejor dicho, el pensador que ha conocido de antemano todas sus creaciones. No eres solo la idea platónica de tus creaturas sino la inteligencia que con soberano señorío creó en primer lugar esas ideas. Tú eres el yo del que mi yo y mi persona son sólo una ligera imitación (¡cómo me alegro de serlo!), tú eres persona y no sólo una persona —ahora rondo yo tu más profundo secreto que me impresiona— ¡tú eres tres personas! Aquí ando yo a tientas en la oscuridad. ¿Pronuncias tú tres veces esta señorial palabra «yo»? ¿Cómo podéis pronunciar tres veces esa palabra si sólo sois una esencia? Entre los hombres ocurre que esa palabra «yo» me separa y distancia de todos los demás. Pero en vosotros os une. En vosotros se susurran el yo del Padre y el yo del Hijo y el yo del Espíritu Santo en una sola gran deidad. ¡Oh tú Dios superpersonal, enorme yo, poseedor superconocedor de toda tu superenorme Grandeza y Señorío!

Así tú sales a mi encuentro como un yo: «¡Yo, el Señor, tu Dios!» ¡Y yo te digo a ti «tú»! El que yo pueda decir «yo» constituye mi felicidad personal, pero esta felicidad es todavía de este mundo, todavía entrelazada a todas las miles posibilidades y peripecias de la existencia que puede desaparecer en un instante. Pero el que yo pueda decirte a ti «tú»... ¡Si yo comprendiese que eso es una felicidad mucho mayor, inimaginable! ¡Porque qué debería yo hacer con mi yo, si tú fueses sólo un «ello», si yo no pudiese susurrar mi yo en tu tú, si yo tuviese que mantener mi yo únicamente en una infinidad rígida, muerta, inconsciente, de leyes y de causas, si yo nunca pudiese decirte tú a ti, o aunque yo dijese ese tú, si no supiese que tú escuchas ese tú de mis labios y lo respondes, qué me aprovecharía a mí! ¡Qué me aprovecharía a mí ;odo ese decir yo, todo mi conocimiento acerca de mí, todo mi ser personal, si yo no supiese de tu infinito tú, al cual deben enfocarse toda mi personalidad y mi yo, y en cuyo abrazo diré yo mi más hermoso yo: «Yo, tu hijo, Señor, por toda la eternidad»! «Domine Jesu, noverim me, noverim te!—¡Señor Jesús, que me conozca y te conozca!»