AUNQUE TU MADRE TE OLVIDARA...

Señor, sé que me amas. Hay algo especial en el amor. Nada me parece más hermoso que el amor. Yo puedo tener mi corazón destrozado por las cosas de este mundo, llevar un corazón sangrante a través de la vida; puedo estar cansado, terriblemente cansado de este mundo, puedo estar totalmente deshecho, pero si yo me arrodillo ante mi madre y ella me toma con sus manos mi cabeza, mi cabeza ardiente, confusa, dudosa (qué suaves y buenas son las manos de una madre), entonces todo resulta bien y todo se olvida. Yo me sumerjo en las manos de mi madre querida como se sumerge uno en el mar del olvido, lloro en esas manos, pero todo mi dolor desaparece allí. Me envuelvo en ese amor maternal y contra esta envoltura protectora no pueden nada todos los fríos y todos los odios del mundo. Y si este amor de mi madre me impulsase a cualquier obra difícil, a alguna osada empresa, a alguna difícil aventura, a un gran sufrimiento, por amor de mi madre me resultaría todo lo duro, suave y agradable; por mi madre peregrinaría a través de desiertos y pisaría sobre el fuego; pero por mí mi madre peregrinaría mucho más lejos y pisaría mucho más. Mi madre me ama mucho más de lo que yo puedo amarla. Ningún hombre puede amarme como ella, tan abnegadamente, tan sin segundas intenciones, tan desinteresadamente. Y si todo el amor del mundo me engañase, me mintiese, se me convirtiese en odio; el amor de mi madre jamás. No puede haber ningún hijo tan profundamente malo que una madre lamente aquella hora en la que le dio la vida entre dolores, que una madre le maldiga, y aunque su boca le maldijese, su corazón seguiría todavía pendiente de ese maldito hijo, pensaría en él en las horas insomnes de la noche, pasaría horas inquietas mirando .por la ventana en su espera y buscaría a su hijo con todas las fibras de su corazón. Sé, Señor, que me amas como un padre. Pero un padre puede endurecerse, desilusionarse, amargarse; una madre, jamás. ¿Me amas tú también como una madre?

Si yo volviese a casa un día, abandonado por todos los amigos y desilusionado de la vida, ¿qué haría mi madre? Me consolaría, me mimaría porque me encontraba solo y abandonado. Y si hubiese perdido mi posición y toda mi fortuna, si me hubiese convertido en un pordiosero y todos mis conocidos de antes me cerrasen la puerta y no estuviesen en casa para mí, ¿qué haría mi madre? Me abriría doblemente la puerta, justamente porque soy pobre y porque los demás no me quieren reconocer. Y si hubiese perdido no sólo mi fortuna sino también mi honor y debiese huir y llegase por la noche a la ventana de mi madre y le dijese todo ello, ¿qué haría mi madre? Mi madre me haría entrar y me escondería y me ayudaría en la huida y me daría dinero aun cuando ella tuviese que padecer hambre durante semanas, y no le diría a nadie adónde me había ido, y no descansaría hasta que yo estuviese en seguridad. Y si yo fuese asesino... y todos los periódicos no hablasen sino de ello y mi foto apareciese en todos los carteles de anuncios y se enviasen a todos los rincones mandamientos de prisión, y si yo hubiese deshonrado el limpio nombre de mi madre y mi madre no pudiese salir a la calle sin que se le señalase: ¡La madre del criminal! Y si me prendiesen, ¿qué haría mi madre? Mi madre buscaría el mejor abogado defensor y sabría contar ante el jurado miles de cosas buenas sobre mí, y encontraría mil razones que pudiesen empequeñecer mi obra, y aunque yo no encontrase ninguna compasión ante la ley y los hombres, en el corazón de mi madre encontraría yo compasión y misericordia. Y ahora abro yo la Sagrada Escritura y leo allí: «Aunque tu madre te olvidase, yo no te olvidaría, el Señor, tu Dios» (Is 49, 15). Así tú me amas todavía más que una madre, oh tú, inimitable, así en tu amor hacia mí no dejes tampoco que te supere ninguna creatura (Fiedler).

Así quiero yo colocar todo mi ser en tus manos como en las manos suaves y bondadosas de una madre, ¡tú, bondad maternal! «En tus manos están mis días» (Sal 30, 16). Así confiadamente quiero entregarme a ti aunque todo mi corazón estuviese destrozado y roto por toda la odiosidad y la maldad del mundo. Y aunque te hubiese ofendido, Señor, ofendido indeciblemente, me arrojo en tu amor como en el amor de una madre; no quiero tener ningún miedo de ti; ¿cómo podría tener yo miedo de ti, bondad maternal? Sé que tú no me puedes maldecir... y que si tú debieses hacerlo —Señor, pienso en ello con horror— sé que pese a ello, por encima de todas las maldiciones de tus labios, deberías amarme como una madre, que tú me amarías hasta mi infierno. No dejes nunca que eso ocurra, Señor, y dame siempre una gran fe en tu amor y un gran amor a tu amor. No puedo ya tener miedo de ti, Señor, pero esta fe en tu infinita bondad maternal no debe ser para mí nunca un salvoconducto para la rutina, una licencia para el pecado, ¡totalmente al contrario! Mil infiernos no podrían apartarme tan enérgicamente del pecado como este conocimiento de tu amor. Me rebajaría más allá del suelo, de ofender a este Dios bueno y amoroso; no podría ya mirar sin vergüenza a ningú hombre a los ojos, si supiese que he ofendido a este Dios; debería maldecirme a mí mismo, si tú no lo hicieses. Ni con la peor voluntad podría decidirme a despreciar a este bondadoso Dios, a pesar de su amor, y a preferir cualquier otra cosa a este Dios.