TÚ ERES ATERRADORAMENTE GRANDE

¡Qué han hecho los hombres de ti, Señor! Todo habla de ti, nosotros llevamos tu nombre mil veces al día a la boca (y debemos hacerlo, porque tú eres nuestro gran anhelo y nuestra única dicha), nosotros nos tomamos la molestia de susurrarle o inculcarle o enseñarle algo sobre ti ya a un niño pequeño. Pero justamente este mucho hablar de ti (y no pienso ahora en las criminales conversaciones de aquéllos que no te conocen y te desfiguran) parece como que socava y aploma nuestra representación sobre ti. Se acostumbra uno al sonido de la palabra Dios como a una cosa corriente, se tiene bastante con una palabra tras la cual no hay ya ninguna realidad, o por lo menos ninguna que parezca semejante a ti.

¡Qué han hecho los hombres de ti! Incluso en la vida de un hombre aparentemente bueno y piadoso eres tú la cenicienta, que sólo recibe de los días y las horas los desperdicios de cosas «más importantes» (¿qué podría ser más importante que tú?), de la profesión y del estudio, de las diversiones y entretenimientos. Y el pensar en ti, el preocuparnos por ti, y especialmente la última orientación de nuestro ser hacia ti, eso se aplaza hasta que se tenga un buen rato ocioso... O es que no hay hombres que sólo ven en ti a un tío anciano y bondadoso a quien, de cuando en cuando, se le rinden respetos y se le dicen un par de cumplidos superficiales, y a quien por eso algún día se le heredará. Al fin de cuentas sería una historia verdaderamente lamentable el que este tío rico y bondadoso le desheredara a uno. ¡Qué han hecho de ti los hombres! O qué hizo contigo ese blasfemo de Heine, que en su última hora dijo: «Dieu me pardonnera, car c'est son métier»— «¡Dios me perdonará porque ese es su oficio!» ¡Qué ojos abriría al llegar a la otra parte y ver que tú tienes también oficios totalmente distintos! ¿Pero, no ha hecho escuela ese blasfemo? ¿No vemos nosotros, muchas veces, en ti algo así como un compañero de rango superior, que a veces se pone razonable y cierra un ojo, con el cual llegamos al tuteo? Sí, Señor, te decimos tú a ti, pero lo decimos con el corazón y los labios temblorosos y con el convencimiento de que decimos algo tremendo cuando rezamos: «Padre nuestro, (tú) que estás...»

Qué han hecho los hombres de ti, y tú, tú te callas... o quizás te ríes. Pero si eso fuese una risa burlona...

Qué cuadro tan distinto nos presenta de ti la Sagrada Escritura, un cuadro tan sublime y aterrorizador que yo ante tu grandeza y tu poder me espanto totalmente. «En medio de ti está el Señor, tu Dios, grande y terrible» (Dt 7, 21); «Dios es altísimo y terrible» (Sal 46, 3); «Su nombre es santo y terrible» (Sal 110, 9); «Tened siempre ante vuestros ojos el temor de Dios» (Ex 20, 20); «Los terrores de Dios combaten contra mí» dice Job (6, 4); «Derrámanse sobre mí tus furores y me oprimen tus espantos, continuamente me invaden como aguas, y todas a una me sumergen» (Sal 87, 1718). Señor, ¿eres tú verdaderamente ese de quien habla la Escritura? ¿Y pese a eso se me ha dicho que debo amarte y que tú por tu parte me amas? Pero ¿cómo puede aterrorizar un amante?

Pero quizás me he equivocado cuando no veo en ti otra cosa que un amante. Y pienso que nuestra piedad contemporánea te ha empequeñecido mucho. Odio los cuadros en los cuales se te representa tan bonito y tan sencillo; me dice mi instinto que algo importante de tu imagen ha sido retocado y se le ha hecho desaparecer. No, tú no eres un Dios lindo para uso casero; tú eres en primer lugar el tremendamente grande y poderoso señor del mundo y mi existencia. Rudolf Otto, en su libro «Lo santo», intentó describir la experiencia de Dios y resaltó como elemento fundamental de esta experiencia divina el sentimiento de lo «tremendum» y «fascinosum». Quizás cayó en una equivocación, quizás creyó que eran sólo elementos subjetivos, pero en realidad se oculta una verdad tras ello. Tú, Señor, eres para mí verdaderamente «tremendum» y «fascinosum». Quizás deba yo resaltar especialmente lo «tremendum» en ti; tu incalculable grandeza y majestad, tus secretos y misterios, tu ser totalmente distinto, que me espanta. El primer sentimiento que produces en mí debe ser siempre el temor reverencial, el espantarme de tu excelsitud, que me oprime y me arroja al suelo. Yo debo comenzar cada oración con las palabras de Abraham: «Señor, no te enfades si me atrevo a hablar contigo, ya que soy sólo polvo y cenizas.» Si yo pensase que tú eres solamente amor, habría caído quizás en la misma equivocación de los paganos que sólo ven en ti lo terrible y lo espantoso.

Pero en primer lugar, antes de todo el amor, debo tener conocimiento de tus temores y de tus secretos, a fin de que mi amor hacia ti no se reduzca a algo vulgar, débil y raído. La Escritura lo resalta: «El principio de la sabiduría es el temor de Dios.» Lo que puesto en lenguaje moderno sonaría así: La raíz y el fundamento de toda religiosidad y piedad legítimas y de un verdadero sentimiento de Dios es el sentirse aterrorizado por la absoluta superioridad divina, es el intuir sus indescifrables misterios, es el espanto ante sus secretos. Sí, Señor, tú eres espantoso. Probablemente no se trate de un temor cobarde y servil que mata al amor, sino de un temor que en primer lugar fundamenta radicalmente el amor. Incluso, nunca llegaría yo a saber estimar la contemplación de tu amor si antes no hubiese yo experimentado la visión del temor ante tu majestad. No es nada especial el que, cuando un hombre se inclina hacia mí con amor, eso me satisfaga; pero constituye una felicidad indescriptible el que quien se me acerque con amor sea el mismo ante quien el Sinaí tembló y se conmovió hasta sus más profundas entrañas y echó fuego y se atemorizó bajo los rayos y los truenos que envolvían entre llamas al Señor en sus alturas; el que a mí me susurre una dulce palabra de amor, aquél ante quien los ángeles se arrodillan y tiemblan; aquél que ante mí se inclina... Señor, ¡enséñame esta felicidad inexpresable!

Tú eres las dos cosas, el atemorizador y el consolador, «tremendum» y «fascinosum», aunque en realidad haya otros mil matices en ti, pero estos dos dominan cuando la luz tuya se descompone en mi prisma, y todas las otras impresiones pueden reducirse a estas dos. Dos fuerzas que determinan mi relación hacia ti se encuentran ahí en acción, una centrífuga y otra centrípeta. Una fuerza que me oprime y me derriba; pero al mismo tiempo me abraza el brazo de tu amor y me incorpora en tu feliz abrazo. Me haces percibir claramente la gran pobreza y pequeñez de mi ser en cuanto que me enseñas tu total infinidad y tu inexpresable grandeza, y entonces lleno de santo temor desearía yo ocultarme de ti, esconderme ante ti como lo hizo Adán, y quisiera también decirte, como Pedro, que había sentido el temor de tu gigantesco poder: Señor, apártate de mí que soy un hombre pecador —pero entonces de nuevo me impulsa también la atracción de tu amor hacia mí. ¿Dónde podría yo huir? ¿Dónde podría irme? Así soy como un planeta que, en eterna felicidad, debe girar a tu alrededor.

Tú eres las dos cosas, «tremendum» y «fascinosum»; así tú eres el mar lleno de insondables profundidades y temores, lleno de misterios y secretos, y pese a ello, ese mar encantador a quien no se abandona nunca más y no se puede olvidar una vez que se le ha visto. Tú eres para nosotros como un volcán lejano, lleno de fuego y de espantos, lleno de energías aterradoras rodeado por la intranquilidad de las tempestades y de los rayos y sin embargo en la oscuridad del atardecer nos alegramos en su brillo y en sus luces. Tú eres como una elevada montaña que, brillante y seductora, se alza sobre nuestros verdes valles y nos encanta y maravilla con sus nieves y glaciares, pero de la cual también conocemos que en sus cumbres acechan tremendas oscuridades y enormes peligros y que defiende sus secretos de una manera indescriptible. ¡Ay del insensato que se atreva a intentar penetrar en esos secretos, sin creer en esos peligros y temores, sin haber sido escogido y llamado para semejante empresa!

No, Señor, tú no eres ningún Dios burgués y comodón, ningún señor jovial, ningún ayudante de reserva; tú eres el implacable y temible, nuestro destino, nuestra prosperidad y nuestra ruina, a cuya merced estamos y a quien nunca debemos acercarnos sin desatarnos los zapatos de nuestros pies. ¿Y no promete ciertamente la Escritura a quien reza impresionado por profunda reverencia, a quien está bajo la impresión de tu «tremendum», una anticipación de la totalmente consoladora plenitud de tu amor?: «Qué grande es la misericordia que guardas para los que te temen» (Sal 30, 20).

Tú eres el que atemoriza, no como si tú te alegrases en nuestro temor y nuestro miedo; para ti no se trata de eso; nuestro temor no debe ser un temor a tu cólera y a tu infierno, un miedo servil y de esclavo, sino en primer lugar un asustarnos de tu grandeza. Yo me atemorizo ante 'realidades de este mundo; me asusto cuando una creatura poderosa, algo inesperado, algo imprevisto, se me opone. Pero tu grandeza es todavía mucho más inesperada, incalculable, asombrosa, oscura y misteriosa que todo lo que me asusta y sobrepone en tus creaturas hasta cortarme la respiración. Me espanto cuando durante la noche voy andando y sospecho que hay alguien que me está acechando, alguien a quien no conozco, o también cuando ocurren cosas a mi alrededor cuyo significado desconozco, aunque sólo sea el más ligero murmullo, la sombra más insignificante, y mi fantasía construye con ellos los más tremendos fantasmas. Pero ¿en la oscuridad de mi vida no eres tú todavía más impresionante, más misterioso, más oscuro? Porque no tenemos ninguna explicación sobre ti. Nunca llegaremos a ser sabios sobre ti. Eres para nosotros todavía mucho más intranquilizador, casi me atrevería a decir: ¡el intranquilizador! ¡Cómo podrías ser tú familiar para nosotros, pienso yo, tú que eres totalmente distinto, tú el desconocido, tú el Dios misterioso! ¡Nosotros desconocemos totalmente cómo eres tú, y tú eres; dónde estás, y tú estás ahí, aquí, en nosotros mismos! A veces incluso me asustan los hombres. Cualquier hombre diabólico que usa la fuerza. Cualquiera que se esconde detrás de todos los temores, detrás de un «tremendum» de este mundo, detrás de soldados y de fuerzas, detrás de magnificencias y de cárceles. Cualquiera de los que dominan. Y yo sé sin embargo que detrás de todos estos temores hay solamente un hombre, uno nacido de una madre y que un día se hundirá en un ataúd. Y si se consiguiera romper la cadena de temores artificiales, desaparecería el temor y yo debería quizás tener compasión de ese pobre hombre. Pero tus temores yo no podré nunca romperlos. Tú no tienes ningún confidente. Nunca podría yo tener compasión de ti. Tú no necesitas envolverte en temores artificiales, porque, justamente cuando me acerque a ti, entonces deberé asustarme, aterrorizarme al máximo incluso debería morir ante tu presencia.

Señor, quiero pensar en esta tremenda grandeza, incluso aunque tú te ocultes de mí, incluso aunque te ocultes tras tus creaturas, tras brillantes primaveras y luminosos otoños, incluso cuando tú te escondes tras una apariencia humana y unos sufrimientos de hombre en nuestro Señor Jesucristo, incluso cuando te escondes tras una partícula de pan. Qué molestias te tomas, Señor, para ocultarnos tus temores divinos a nosotros los hombres, a fin de que no nos debamos asustar demasiado de ti.

Así me acerco yo a ti, oh Señor, tú «latens Deitas», tú divinidad oculta; ¿pero no es esto ahora una paradoja? ¿Cómo acontece, y cómo es posible que Dios se oculte de mí? ¿No eres tú demasiado grande, demasiado gigantesco para poderte esconder? Y aunque te ocultes— ¡sin embargo sé muy bien que no eres ningún Dios calzonazos! Te presentas ante mí como quien irresistiblemente exige cuentas y sé que no puedo recusarte. Estás sobre mí como una pesada nube tormentosa: de ti pueden llover bendiciones, pero también maldiciones, y tu rayo puede destrozarme para una eternidad. ¡Tú me quieres total y absolutamente! Sé que, si hay algún fanatismo justificado, es el fanatismo de mi entrega a ti; no existe ningún otro fanatismo justificado, aunque haya hombres insensatos que exigen siempre el fanatismo para cualquier bien terrestre. Tú solo, Señor, puedes disponer de mí sin límites, tú solo puedes exigirme una entrega total, tú puedes exigirme que arroje todos mis apoyos, que vaya hacia ti pobre y solo, tú mi único apoyo y tesoro por toda la eternidad.

Pero no quiero olvidarme otra cosa sobre todo temor: Quien no viese en ti sino tus temores y tu grandeza, no tendría al Dios de los cristianos. El servicio a Dios de los cristianos no consiste en que el hombre esté eternamente trémulo y tembloroso ante ti. ¡El Dios que tu Hijo nos ha enseñado es en primer lugar Padre, en segundo lugar Padre, y en tercer lugar, otra vez, Padre! No quiero quitar ni una letra a la palabra de tu apóstol: «Dios es amor y quien permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él.» Pero para comprenderlo, debo colocar este amor ante el telón de fondo de tu aterradora grandeza. Debo pensar en tus tormentas y tempestades si quiero estimar el que tú me has enviado tu Hijo para volver a recibirme en tus brazos paternales. Y aunque hoy no esté ya la columna de fuego sobre nuestra arca de la alianza, brillante por las noches como un volcán, de la que salían rayos contra los sacrílegos, aunque sólo brille una pequeña llamecita y aunque sólo a veces se levante una temblorosa nube de incienso, pese a ello debo arrodillarme y confesar: «Adoro te devote, latens Deitas» —«Te adoro devotamente, divinidad oculta.»