TERCERA PARTE


HACIA LA SANTIDAD:
LA FE VICTORIOSA
 

«Todos nosotros, a cara descubierta, contemplamos la gloria del Señor como en un espejo y nos transformamos en la misma imagen, de gloria en gloria, a medida que obra en nosotros el Espíritu del Señor.»

(2 Cor 3, 18)

 

La fe podría parecer, a aquellos que no la viven, un juego sublime pero gratuito, y su aventura, una aventura inútil. San Pablo nos recuerda que opera en realidad un gran trabajo en el grueso de la humanidad. Por el hecho de ser un don de Dios, la fe no es, en primer lugar, una actitud del hombre, sino, en el corazón humano, una «acción del Señor, que es Espíritu». Ella da testimonio de que las energías de Dios están en marcha. Es la señal elocuente de la victoria de Cristo sobre un mundo que, de buena gana, hubiera tratado de esquivarlo: el primer capítulo detallará las características de esta victoria.

Los dos capítulos siguientes se ocupan de demostrar de qué forma, trabajando el corazón de los creyentes, la fe los transforma. Esta transformación se llama santificación, y los creyentes se revelan como santos. ¿A qué precio, tal como somos en la actualidad, podríamos calibrar esta eficacia transformadora de la fe evangélica?, he aquí el segundo capítulo. En cuanto al tercero, describirá el proceso por el cual, acercándonos día tras día a su santidad, los santos—y todos nosotros—son transformados en la imagen «cada vez más gloriosa» de Jesucristo.

La fe, dijimos en otra ocasión, no se vive jamás en soledad. La santidad a la cual conduce lo pone de manifiesto con más relieve todavía. No se puede llegar a ser santo más que en la comunión con todos los santos, es decir, con la Iglesia; es compartiendo la fe de todos como se llega hasta el Señor de todos. Pero dicho todo esto, y para terminar nuestra larga reflexión, no nos sorprenderemos de la aventura extraña y difícil que nuestro Dios nos hace vivir. Esta será nuestra conclusión.