PARTE SEGUNDA


EN LAS NOCHES DEL ALMA:
LA FE DOLOROSA
 

«Teniendo, pues, nosotros tal nube de testigos que nos envuelve, arrojemos todo el peso del pecado que nos asedia, y por la paciencia corramos al combate que se nos ofrece, puestos los ojos en el autor y consumador de la fe, Jesús; el cual, en vez del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz, sin hacer caso de la ignominia, y está sentado a la diestra del trono de Dios.»

(Heb 12, 1-2)

La palabra «conrnbate» constituye el núcleo de este texto, y éste es, ciertamente, la fe. Por ser ella conocimiento en la inevidencia, porque nuestro corazón es carnal e inconstante, porque los acontecimientos de la existencia irrumpen a veces en nuestras certezas y parece que las van a devastar como el mar o el huracán, no avanzamos sino a costa de una lucha permanente.

El creyente, en esta lucha, se encuentra rodeado «de una gran nube de testigos». La fe no es jamás la aventura de un hombre solo. Todo creyente sabe que allí por donde él pasa han pasado otros con anterioridad a él: su paso es más seguro, su corazón más alegre. De igual modo que los mártires podían descifrar sobre las paredes de su prisión las confesiones de fe, a veces escritas con sangre, de sus predecesores, así también podemos nosotros acordarnos de aquellos que nos han precedido en los caminos difíciles de la fe. Dios ha dispuesto las cosas de forma que sus fieles puedan constantemente mostrarse el camino unos a otros, y que los combates de unos alienten a otros en sus pruebas. Solamente tuvieron una suerte más dura los que fueron primeros en inaugurar este camino: Abraham, padre de los creyentes, y Juan Bautista, primer testigo de Cristo. El primer capítulo evocará el combate de la fe en estos precursores, que, habiendo vencido solos, impiden que de ahora en adelante estemos completamente solos: su ejemplo nos reconforta y nos ilumina.

Lo que ellos no podían hacer, y que es todavía mucho más decisivo, lo podemos hacer nosotros hoy: fijar nuestras miradas «sobre la cabeza de nuestra fe, Jesús». La forma en que éste se ha acercado a su cruz permanece para siempre como ejemplo. Seguramente, Cristo no vivía de fe como nosotros, puesto que El era el propio Verbo de Dios. Pero su fidelidad, su confianza, su amor con respecto a su Padre, nos revelan las actitudes fundamentales que debemos vivir en la oscuridad de la fe. Este será el objeto del capítulo segundo.

Por nuestra parte, es de todo punto indispensable que nos decidamos y que corramos con constancia «la prueba que nos ha sido propuesta». Dos de entre ellas retendrán nuestra atención en los últimos capítulos: el silencio de Dios, cuando el alma cree tropezarse con un muro; los asaltos violentos del mal, de los que a veces nuestra alma sale malparada. Si llegamos a reconocer las soluciones de la fe en estas situaciones-límites, las sabremos encontrar sin dificultad en aquellas, más benignas, que son la parte más común.