CAPITULO
V

UNA FIDELIDAD QUE DURA


«Yo sé en quién he puesto mi fe» (2 Tim 1, 12). Estas palabras de San Pablo resuenan como una afirmación de victoria, la victoria de su fe sobre las pruebas que, de año en año, no han cesado de acosarlo. Lejos de quejarse, el viejo Apóstol parece celebrar con más seguridad y entusiasmo que nunca el día lejano en el que, de un solo impulso, puso, en efecto, su fe en Cristo Jesús (1). Confundido por la gloria del Resucitado, y apenas había respondido en sentido afirmativo, recibió de El el anuncio de una vida de trabajos y sufrimientos por su servicio (Act 9, 16). Ahora él comprobaba que esta extraña promesa se había cumplido, se seguía cumpliendo, y, a punto de alcanzar a su Señor, tenso hacia adelante con la impaciencia de verlo de nuevo, celebraba su fidelidad o, más bien, su común fidelidad, con una alegría que volvía a encontrar la alegría intacta de los primeros momentos.

Esta experiencia de San Pablo, tan sencilla en el fondo, pero tan característica de la fe, ¿no revelaría algo de universal que valdría la pena meditar?


I

Del acto de fe...

La fe está fundada sobre un encuentro, un contacto singular con Dios y el Cristo. Hubo un momento en el que Dios habló

(1) El verbo está en modo perfecto: yo sé en quién — este día de entonces y de una vez para siempre — he depositado mi fe.

de forma distinta y en el que, mediante la acción interna del Espíritu Santo, el hombre escuchaba. Hubo una manifestación brusca por la la cual Dios manifestó su gloria sobre el Rostro de Cristo, y, brillando por dentro su acción iluminadora, el hombre ha visto esta gloria.

La gloria de Dios se ha revelado; la palabra de Dios se ha dirigido a los hombres de acuerdo con la economía de una historia sagrada que ha alcanzado su plenitud temporal en los días de la vida mortal de Cristo, que tendrá su plenitud eterna el Día del Cristo parusíaco, y que en la actualidad, en la época de la Iglesia, se realiza secretamente bebiendo en su plenitud para conseguir y alcanzar la plenitud eterna. La fe es como una mirada, en la que el alma entera aflora, se tensa y se entrega, fija sobre el triple rostro epifánico de Cristo que era, que viene y que es (2). Al nivel de esta estructura intrínseca ordenada por su objeto, la fe permanece invariable. No ser otra cosa que esta mirada sobre este rostro bendito, aun cuando aquí abajo está todavía oculto, tal es el deseo del creyente en virtud de su fe. «¡Oh, si nuestro corazón pudiese, de una manera u otra, estar en suspenso por el deseo de esta gloria inefable! ¡Oh, si nosotros pudiésemos constantemente, en la asiduidad de nuestra alma, llamar a la puerta de Aquel que nos ha citado!» (3). El trata de saciarse en su acto de fe vivido en plenitud, en la espera de la saciedad eterna, cuando todo velo será retirado.
 

...ala vida en la fe

No ser otra cosa que esta mirada... ¿lo puede él de hecho? ¿Llega él de buen grado a saciarse del Rostro de Cristo que viene y que es? La exclamación de San Agustín ¿no resuena como un suspiro de pena, como un sueño difícil? Inmutable en su estructura objetiva, ¿puede el acto de fe mantenerse inmutable en la vida espiritual concreta del creyente, a la que afectan las vicisitudes del destino terrestre, su plenitud de lucidez, de intensidad, de unión posesiva? Es plantear el problema, no del acto de fe, sino de la duración de la fe. Hay una historia misteriosa y objetiva de la gloria de Dios en el mundo de los hombres; hay también una historia, misteriosa y subjetiva, de esta gloria de Dios en las profundidades del corazón de los creyentes.

2. Véase capítulo II.
3. SAN AGusTíN, Tract. XL in Joh., núm. 10: P.L., 35, 1691: ¡Oh, si el corazón estuviese de alguna forma suspirando por aquella gloria inefable! ¡Oh, si llamáramos constantemente con piadosa intención a aquel que nos llamó!

La primera historia es un drama que se representa en términos de todo o nada, de sí o de no, de aceptación o de recusación de la fe. El evangelio de San Juan pone de relieve, con una intención constante, las peripecias y los elementos de este drama. La luz de Dios que brilla sobre el Rostro y sobre los labios de Cristo se pone al nivel de las tinieblas del mundo que se acumulan y se espesan en el corazón de los judíos incrédulos. La sola presencia del Verbo encarnado lanza a todo hombre en camino el imperativo divino: «Ven y ve.» Esta llamada está llena de promesas o de amenazas según que se atienda o que se desprecie. Por el contrario, aquel que viene a Cristo, aquel que acepta «hacer la verdad», como el ciego de nacimiento, recibe de Dios los ojos que le permiten ver la gloria del Hijo Amadísimo. El acontecimiento de la fe le hace prosternarse a los pies de Aquel que reconoce como su Salvador y su Señor, y por este acontecimiento el drama encuentra inmediatamente su desenlace. El ha visto y ha creído, y ahora, creyente, no cesa de ver. La gloria, la paz lo invaden. El ha encontrado a Aquel en cuyas manos se abandona todo entero, Aquel en quien «pone su fe». Una nueva vida lo invade. No tiene que hacer otra cosa que avanzar por ella, respirando ampliamente, profundamente la atmósfera tónica, purificada, transparente, de la Verdad.

En realidad, otro drama comienza, drama, por otra parte, sin terror y sin penas, drama fecundo y bienhechor, el que se establece entre el corazón del convertido y la gloria divina que lo habita. Porque es verdad que esta gloria lo habita definitivamente (¿es acaso otra cosa la gracia?). El creyente no tiene por qué correr por las calles y las plazas buscando angustiosamente a un Dios imperceptible; se ha convertido en templo permanente del Dios vivo y del Espíritu Santo; está envuelto en la amistad divina como en su medio vital sobrenatural. Por tanto, Dios no lo habita como el sol habita con su brillo resplandeciente el cielo de verano que se podía creer inmóvil. La inmovilidad no puede apoderarse de quien vive en el tiempo; la vida en la fe tendrá sus medios días y sus noches, sus escampadas y sus nieblas, sólo que sus leyes son misteriosas de modo distinto a como lo son las de las sucesiones de las estaciones y de los días.
 

Las leyes de una vida

A decir verdad, en primer lugar, vacilamos al hablar de «leyes». El itinerario de cada ser hacia Dios y con Dios es único e imprevisible, como única e imprevisible es su vocación. El Señor tiene proyectos inescrutables sobre cada uno de sus amigos, y su amor, que no se fatiga ni se cansa, no se repite. No invade un corazón sin haber premeditado para el mismo esta santidad singular con la que quiere verlo resplandecer. Le conduce por caminos frecuentemente secretos, perfectamente inesperados, crea pistas en pleno desierto, allí donde nadie se podría imaginar que fuese posible la existencia de una salida hacia el Reino. Cada santo es un pionero, y su multitud no permite decir todavía que hayan acabado de explorar la innumerable riqueza de la santidad de Cristo. Cada santo es modelado directamente por los dedos creadores de Cristo, no hay molde ni cadena que permitan hacerlos en serie. La vida en la fe es aventura inefable.

¡Y así es! El amor inventa siempre, pero ¿hay realmente más formas de amar cuando se es Dios? El amor inventa siempre, pero no se contradice jamás. El no está sin ley, porque, incansablemente fiel a sí mismo, él es para sí su propia ley. En la forma en que Dios trata a su pueblo y a sus amigos, hay ciertas constantes que revelan indefectiblemente esta fidelidad obligada. No hay más que una manera de amar, que es entregarse y ayudar al otro a que se entregue; no hay más que una forma de ayudar a un pecador a entregarse, que es, en primer lugar, arrancarlo de su pecado; solamente hay una forma que Dios ha escogido para arrancar al hombre de su pecado, que es hacerle morir en su totalidad a lo que es muerte y carne, para hacer que vuelva a vivir totalmente a lo que es vida y espíritu. Hay mil y una formas de poner en práctica esta única manera de realizar la salvación de los hombres, pero todas ellas no hacen otra cosa que destacar mejor su constante e impresionante invariabilidad.

Los caminos de Dios no son idénticos para éste o para aquél, pero, sin embargo, ¡qué extraña semejanza y cómo su designio se sobrepone! Las noches son muy semejantes cuando miran hacia el mismo cielo, y ¿qué hay más semejante a un desierto que otro desierto cuando producen la misma sed, y a una alegría que otra alegría cuando brotan de la misma presencia? Ignorar esta relación profunda de los caminos de Dios en los corazones elegidos es ignorar una de las corrientes más fuertes de la tradición espiritual de la Iglesia, es verse privado de comprender uno de los aspectos esenciales de la comunión de los santos. Porque si los santos comulgan por las fibras más delicadas y más profundas de su alma, es precisamente por haber vivido, bajo tantos hábitos y circunstancias tan diversas, el misterio de la misma prueba, el drama de la misma fe.

San Pablo es el primero que plantea los fundamentos de una tipología espiritual cuando recuerda a los fieles de Corinto la murmuración de los hebreos en el desierto : «Esto les sucedía para que sirviese de ejemplo y ha sido escrito para nuestra intención...» (1 Cor 10, 11). Las tentaciones por las que Dios hizo pasar a su pueblo en tiempos de Moisés nos sugieren éstas por las cuales todavía El prueba la fe de los suyos, y los cambios para quienes las viven en sí son más fáciles de lo que puede parecer. Leyendo la tentación de Abraham, ¿qué creyente no ha percibido en sí mismo, con más o menos temor sagrado, que un día le sería exigido superarse en la fe por un sacrificio heroico semejante al sacrificio de Isaac? Pero ¿quién también no ha comprendido que la alegría de la fe que ha vivido el viejo patriarca prefiguraba ya su propia alegría? Toda la Biblia ha sido escrita «para nuestra instrucción», a fin de darnos a conocer los caminos de Dios y que estos caminos inaugurados hace tiempo no están proscritos; ellos continúan perforando en nuestro corazón de carne.

De este modo, los Padres de la Iglesia han gustado volver a encontrar en las peregrinaciones del pueblo santo y de sus miembros en particular el modelo profético de los itinerarios espirituales del alma cristiana: la Vida de Moisés, de Gregorio de Nisa; las Homilías sobre los Números, de Orígenes; las numerosas interposiciones del Cantar de los Cantares, son otras tantas tentativas, a veces demasiado ambiciosas o demasiado sistemáticas, es verdad, para esclarecer ciertas leyes de la vida profunda en la fe, partiendo de las manifestaciones y de las expresiones reveladas de la misericordia divina.

A mayor abundamiento, ¿cómo podría la Iglesia pedirnos que hiciéramos nuestras las palabras de los salmos, si no tuviésemos que compartir íntimamente de forma alguna las pruebas y las victorias que hacen gritar al salmista? Ahora bien, estas pruebas y estas victorias nos llegan a todos de la mano del mismo Dios que toma a un David, a un Job, a un Jeremías o a cualquier otro con un abrazo cuyo gesto repetirá sobre nosotros. No sin haber tocado antes misteriosamente su propio Hijo, y ya estamos en el corazón de nuestra búsqueda. Porque el mismo Hijo no hace otra cosa que cumplir en su carne todos estos caminos y estas pruebas que estaban escritas para él «en el volumen del Libro» (Heb 10, 7) por todos los creyentes del Antiguo Testamento. Estos tenían, en resumidas cuentas, como misión prefigurar el destino humano del Verbo encarnado; nosotros, en cambio, reproducirlo. Esta es la razón más decisiva por la cual el itinerario dramático de nuestra vida de fe no está trazado por una fantasía sin ley: no está sin ley, al encontrarse bajo la ley de la imitación de Cristo. Pero Cristo marchaba en la luz de la intimidad con su Padre, no en la fe, y ésta es la razón por la que nuestros padres y nuestros hermanos, en la ocuridad de la fe, no dejan de enseñarnos cosas tan preciosas sobre los caminos de Dios que nos cultiva y nos purifica. Es por la semejanza con estos testigos más accesibles a nuestra debilidad por la que nosotros descubrimos lo que significa concretamente la imitación de Cristo y la participación de sus sufrimientos, exactamente igual que por escuchar su palabra, nosotros comprendernos mejor el misterio del Verbo encarnado y del Siervo paciente. Pedagogos de la fe, ellos son también pedagogos de la vida en la fe, aunque no hay para todos más que un Maestro de fe y de vida: Cristo.

Saquemos, pues, esta conclusión: la vida en la fe es una aventura personal, la cual, aunque singular, tiene, sin embargo, su coherencia y sus leyes. Estas leyes están determinadas esencialmente por el designio de Dios, que ha fijado libremente los caminos por los cuales vendrá a nosotros y nos hará llegar a él, y que los reproduce, según su voluntad, a semejanza de Cristo, entre aquellos que se entregan a él en la fe. Una atenta tipología bíblica, comprobada por una frecuencia asidua de las espiritualidades que la han meditado en el corazón de la tradición de la Iglesia, puede poner al día la red esencial de estos caminos y estas leyes. De una forma o de otra, se comprobará que determinan un itinerario pascual.

Tales leyes, por otra parte, no tienen el rigor o la exactitud de las leyes científicas, ni incluso la aproximación o la adecuación que se alcanza en las ciencias de psicología profunda. Ellas no se solidifican jamás en «teoremas» de espiritualidad; por el contrario, permanecen movientes y líquidas en el océano de la gratuidad del amor divino, como las corrientes marinas en los océanos terrestres. Permiten, sin embargo, decir algo sensato sobre la experiencia cristiana más profunda e incomunicable; ellas solas permiten justificar la existencia de una «teología espiritual» que sea algo más que una pura colección y descripción de casos singulares, de santidades inimitables, de místicas selladas e impenetrables.


II

La palabra de San Pablo que abre este capítulo parece indicarnos con toda claridad una de estas leyes fundamentales de la duración en la fe: la que concierne al papel del momento en que brota la fe, del momento de la conversión en la espiritualidad ulterior del creyente. Reanudemos, pues, para desarrollar ahora sus consecuencias en la psicología personal, el proceso normal de la fe, tal como lo resumimos a continuación.


Del encuentro con Dios viviente...

Ha habido, decíamos nosotros, un momento en el que Dios ha hablado de forma distinta y en el cual, operando el Espíritu Santo en el interior, el hombre le ha escuchado. Hubo una brusca manifestación por la cual Dios ha revelado su gloria sobre el Rostro de Cristo y, prorrumpiendo en su interior su acción iluminadora, el hombre ha visto esta gloria. El ha «comprobado» que el Cristo era su Señor, en el mismo instante en que este título de «Señor» adquiría sentido para él al venir a coincidir con su experiencia íntima, para llegar a ser su expresión necesaria, inspirada por el Espíritu Santo, pronunciada por la Iglesia y que es la única adecuada. La personalidad se descubre movilizada en un acto de anuencia total a la solicitación de la palabra de Dios y a la llamada de Cristo. Este instante de la conversión lúcida y personal llega a una plenitud única, como conviene a un momento-fuente cuyas decisiones que lo llenan van a dirigir en toda la existencia futura.

Es «el tiempo de los esponsales», es el momento en que el corazón se iguala a la proposición de Dios; en el que los pensamientos del hombre son integralmente los pensamientos de Dios que acaban de manifestarse en él; en el que los deseos son «según el corazón de Dios»; en el que las dimensiones de su conversión son exactamente las de su vocación; en el que él quiere absolutamente lo que Dios quiere, y él lo quiere en un grado de lucidez y de compromiso que hace de este acto un acto que participa más de la estabilidad y de la irrevocabilidad de los designios divinos que de la fragilidad y de la fugacidad de los caprichos humanos.

En este primer instante, el hombre está realmente conforme con Dios. Por un momento, toca, gusta la vida eterna. No es el fruto de un azar afortunado en grado sumo, el premio de un esfuerzo conquistador: es el don reservado por Dios para aquellos que vienen a Cristo, y por un momento llegan a confundirse con su Señor, al ser inmersos bruscamente en su gloria. ¿No es esto lo que significa profundamente el bautismo, esta identificación con el Cristo pascual, cuando hay simultaneidad entre su recepción y la actual conversión interior? En esta hora, el neófito está «iluminado», él «gusta del don celestial», él se convierte en «partícipe del Espíritu Santo», él «saborea la hermosa palabra de Dios y las fuerzas del mundo futuro»; no es ciertamente por vana retórica por lo que la epístola a los Hebreos (Heb 6, 4-5) evoca en estos términos los comienzos de la fe, es para devolverle, sin traicionarla demasiado, la experiencia común de los primeros creyentes. El convertido experimenta que en esta hora no es él el que vive, es Cristo quien vive en él, porque no se contenta con arrojarse a sus pies, abraza totalmente su voluntad y lleva con tanta perfección la semejanza del Hijo de Dios, que oye que le dicen en unos términos inefables la palabra de la Alianza: «Yo seré tu Dios y tú serás mi hijo.»

Esta conformidad con Cristo no es una simple apariencia ni una pura promesa, es un momento real. Si el creyente muriese en este momento, se volvería a encontrar sin tropiezos, sin desorientación, en su puesto de la gloria eterna, al haber coincidido de un solo golpe con su vocación.
 

... a la memoria del Dios vivo

Pero el creyente no muere. El tiempo cotidiano lo arrastra. ¿Qué sucede del momento-fuente, de la epifanía de la gloria purísima de Cristo? Este acontecimiento no es rebasado y no lo será jamás, en ningún sentido de la palabra, es decir, ni abandonado ni caducado por un acontecimiento más decisivo. El creyente no lo deja tras de él como un goce evaporado, a la manera del vino bebido del cual «se tira el frasco» (4); al contrario, lo guarda escondido en su memoria espiritual, desde donde continúa siendo el motor activo de su destino en Cristo. Tampoco el creyente conseguirá antes de su último día una conformidad más exacta con su Señor: recibirá, acaso, más

(4) PAUL VALÉRY.

luces, obtendrá de Dios un conocimiento más detallado, pero su fidelidad no luchará jamás sino por mantener a toda costa la cualidad del sí dado en el primer momento.

Lo que sucede frecuentemente entonces es que Dios modera sus epifanías, las hace más veladas y raras; después de haber visto la gloria de Dios, como el Isaías de regreso del exilio la había visto resplandecer en el desierto, el creyente se siente tentado de murmurar con una sorpresa dolorosa la palabra del profeta, tal como la ha comprendido la Vulgata: «Verdaderamente tú eres un Dios oculto, Dios de Israel, Dios salvador» (Is 45, 15). Hay allí una «decepción» que forma parte del drama de la vida en la fe. La manera de reaccionar a este corte espiritual es tan decisiva para esta vida de fe como para nuestra vida sin más la forma de reaccionar al destete maternal. Es a partir de este momento cuando nuestra fidelidad va a experimentar sus pruebas. «Nuestras fidelidades son fidelidades en las borrascas», decía Péguy: toda fidelidad al Dios vivo y oculto es una fidelidad en las penumbras y en las borrascas. Es en esta hora en la que demostramos si vivimos realmente de la fe.

Después de habernos abrazado en un cara a cara y en un diálogo íntimos que han sellado la alianza entre El y nosotros, el Señor nos vuelve a enviar a la Iglesia y al mundo. En cierto sentido, nosotros no habíamos salido de ella, porque Cristo no puede volvernos a encontrar fuera de su Iglesia y no quiere, al encontrarnos de nuevo, arrancarnos del mundo, sino solamente preservarnos del mal. El nos envía de nuevo a la Iglesia como a aquella que está encargada de suministrar a nuestra fe su alimento cotidiano, de cuidar de nuestra manutención, de disponer de nosotros en beneficio de nuestros hermanos, de procurarnos, finalmente, los únicos encuentros con Cristo, a saber, aquellos que se realizan a través de los misterios sacramentales. De este envío a la Iglesia, nadie está dispensado: el mismo San Pablo no tiene tiempo de retrasarse en el encuentro epifánico con Cristo que le derriba y le convierte en el camino de Damasco; es enviado inmediatamente a Ananías y a la comunidad de los creyentes, ya que son ellos los que le enseñarán el resto. De igual manera, los discípulos de Emaús tienen el corazón revuelto por el Resucitado al descubrirse a ellos en la fracción del plan, pero en este instante precisamente desaparece, y nuestros dos discípulos son enviados a Jerusalén: solamente allí, entre los hermanos, volverán a encontrar el rostro de su Señor. ¿Añorarán ellos el final del camino en el que se encontraban a solas con El y donde su corazón ardía al oír sus palabras? Harían mal. Unidos y entregados a Cristo, deben seguirle adondequiera que los conduzca, y es, en primer lugar, en la muchedumbre y en las tareas del pueblo de Dios. Es inevitable que, en ciertos momentos, tengan la impresión de perder de vista, en medio del barullo, su rostro glorioso, y que experimenten la nostalgia de una huida a las montañas o a los huecos de las rocas, donde volverían a encontrarlo solo, como El mismo, durante la noche, huía de las muchedumbres para rezar a solas con su Padre. Es inevitable que tantos lazos, tantas relaciones sociales o responsabilidades entorpezcan su cabeza, enturbien su mirada cuando ellos quieren volver a encontrar a su «muy amado hermano y Señor Jesús». Pero estaba incluido, en su consentimiento inicial, que aceptaban, si así agradaba a Dios, no volver a verlo apenas con el mismo brillo matinal y primaveral este Rostro bienaventurado, por cuya visión, sin embargo, han abandonado todo y permanecen insaciables.

Sin abandonar la Iglesia, son también enviados al mundo. No hay jamás vocación, hablando en cristiano, que no lleve aneja una misión, ni mística que no tenga, por voluntad expresa de Dios, una función de testimonio. El encuentro epifánico con Cristo Señor tiene como efecto cierto lanzarnos sobre todos los caminos del mundo, como los Apóstoles lo han experimentado, esparcidos en todas las direcciones por el Espíritu de Pentecostés, expuestos a todas las tentaciones, pruebas, tinieblas y oscuridades. ¿Qué ha sido de la intimidad punzante del primer diálogo con Cristo? ¿No es ciertamente de este diálogo del que se acuerda el viejo San Juan con una frescura estremecedora y vivaz: «... fueron, pues, y vieron dónde permanecía, y este día se quedaron junto a El. Era aproximadamente la hora décima»? (In 1, 39). Es ciertamente otra cosa distinta que un recuerdo luminoso lo que ha quedado flotando en la sombra de un pasado concluido: la memoria de «este día» anima misteriosamente el presente de la fe, cualquiera que sea su oscuridad transitoria.

No hay más que una forma de situarnos ante Dios: «recogernos» y fortalecernos en la fe: no cesar jamás de volver al instante-fuente. O, para ser más exactos, volver «al Dios del instante-fuente» y del primer encuentro. Este Dios nos dirá cada vez en mejores términos que El es, que El será para nosotros, pero esto será necesariamente bajo los rasgos que El tomó «este día», si al menos eran ya los rasgos verdaderos de Jesucristo en la plenitud de su Revelación gloriosa. De este modo, el Dios que adoramos es verdaderamente el «Dios de toda la tierra», el «único Dios vivo y verdadero», el Dios por quien, en quien y para quien todas las cosas han sido hechas, pero es también, indiscutiblemente, el Dios de nuestro primer encuentro íntimo con El, el Dios de aquí o de allí, el Dios de este día. El misterio de la fe bíblica reside precisamente en esta identidad: el Dios de las epifanías singulares, desde las hechas a Abraham o Moisés, hasta las que se han cumplido en Jesucristo; es también el Dios de todo espíritu y de toda carne, cuya gloria verán un día todos los confines de la tierra. En las denominaciones bíblicas: «Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, Dios de Bethel» (Gén 31, 13), «Padre de nuestro Señor Jesucristo», hay infinitamente algo más que una referencia histórica objetiva, hay esta referencia mística y subjetiva por la cual el pueblo de Dios y todo creyente tratan de enlazar constantemente con los instantes-fuente de su fe, porque quitad a este Dios, provocando, por un imposible, una amnesia total de estas epifanías, y la fe ya no existe. Pero volved a encontrar el recuerdo de este día y de este Dios, y la alianza está allí, con su exigencia de fidelidad. «No, mis Voces no me habían engañado», gritaba Juana de Arco sobre su hoguera: era necesario que el último sobresalto de su fe, fijos los ojos sobre el crucifijo de la Iglesia de San Salvador que ella había mandado buscar, enlazase con estos comienzos secretos de su vocación. No podía haber allí contradicción alguna, el Dios de la alianza íntima y personal no es otro que el Dios de la Alianza en la Iglesia, «todo es uno», para seguir utilizando una palabra de Santa Juana.

El justo vive de la fe y la fe vive de esta memoria misteriosa. La Biblia no cesa de enseñarlo. «Permanece en guardia», dice el Deuteronomio. «No vayas a olvidar estas cosas que tus ojos han visto» (la gloria de Yahvé en el Sinaí), «ni dejarles, en algún día de tu vida, que salgan de tu corazón» (Dt 4, 9). Isaías repite el eco: «Acordaos de las cosas pasadas desde hace mucho tiempo. Yo soy Dios sin igual...» (Is 46, 9). Toda la predicación profética, de hecho, tiende a conducir a Israel al Amén de sus esponsales con Dios. En tiempos de la Iglesia, de igual modo, cuando estalló la crisis de los Gálatas, que fue una crisis de fe, San Pablo pide a estas cabezas ligeras volver al instante-fuente de su conversión: este instante-fuente no posee simplemente los encantos idílicos de los primeros fervores, constituye sobre todo la piedra de toque de la fe, descubre la regla de la fe, y basta para confundir el embuste de los falsos apóstoles (cf. Gál 1, 6; 3, 1-4; 4, 9): así es la verdad de Cristo de este día, la verdad de Cristo para siempre, cualquiera que sea la explicación que de ella pueda darse a lo largo de los años. La epístola a los Hebreos, que quiere despertar y afianzar la fe de una comunidad entibiada, recurre a su vez al celo y a las certezas de la primera hora (Heb 4, 2; 10, 32-39), y este tipo de exhortación se encuentra incluso en el Apocalipsis (Ap 2, 4-5; 3, 3).

Con la misma frecuencia que se trata de reanimar nuestra fe, necesitamos volver a este instante privilegiado en el que nos ha sido dada mejor que en ningún otro: no en cuanto a la sustancia del don ni en cuanto a la penetración de tal o cual verdad, sino en cuanto a la comprensión global del misterio de Cristo Señor y a la disponibilidad para aceptarlo en nosotros. Por esta causa, no solamente todo esfuerzo personal, sino, en el seno de la Iglesia y de una forma orgánica, consciente y premeditada, «toda catequesis se esforzará por conducir al fiel al acto inicial de su conversión: este acto que, en cierto modo, no superará jamás» (5).

(5) P: A. LIÉCÉ, «De la parole á la catéchése», en Lumiére et Vie, diciembre 1957, p. 47.
 

Memoria dirigida hacia el futuro

Comprendemos perfectamente el espíritu que anima este esfuerzo. Si allí se ve un retorno puro y simple sobre el pasado, se sufre un tremendo error. La memoria del Dios de nuestra conversión no es ciertamente una memoria psicológica: ésta no es otra cosa que su envoltura accidental. Es una memoria mística y profética. Es el contacto de una presencia infinitamente actual, tan actual como el influjo creador en los seres reales. En la hora de nuestra conversión o de nuestra vocación, esta presencia se ha manifestado en la expresión de su Rostro, que ella ha escogido hacia nosotros para el resto de los días; en su mirada nos hemos encontrado este puro Sí que debíamos ser y que en todo momento no hacemos otra cosa que tratar de serio. El Dios de la Alianza es fiel y no ha cambiado; nuestra vocación no ha cambiado: el encuentro que un día nos reveló el uno y la otra no puede ser sino un presente más presente para nosotros mismos que el instante a partir del cual queremos conseguirlo.

Esta memoria no es, pues, una nostalgia infantil y estéril, inspirada en nosotros por la aprensión o la negación de las dificultades anteriores y una necesidad enfermiza de evasión. El mismo Isaías, que decía: «Acordaos de las cosas pasadas hace mucho tiempo», decía también: «No os acordéis de otro tiempo, no soñéis en las cosas pasadas» (Is 43, 18), porque hay en ello un recuerdo demasiado humano, una adhesión demasiado carnal que le hacen incapaz de abrirse a la acción siempre nueva del Dios vivo. La memoria del Dios de nuestra conversión no puede ser una complacencia retrasada y sentimental que compensaría una frustración inconsciente o consolaría una «desolación» dolorosa.

Ella no es tampoco una simple confrontación destinada a verificar nuestra fidelidad. Nuestra fidelidad, de todas formas, no es un trozo cualquiera de lava enfriada que el tiempo, a la larga, podría deformar; es una «fidelidad creadora» (6), cuyas señales no están por detrás, sino por delante. «No hay gracia en el pasado...» (7); sin embargo, la gracia de hoy nos viene de este Rostro divino, que jamás hemos visto mejor que en el instante-fuente de nuestra fe en el que ella se levantó sobre nosotros y nos inundó con su luz.

6. A. GELIN, «L'invitation biblique au progrés», en La Vie Spirituelle, diciembre 1945, p. 459.

7. A.-M. RoGUET, «Le mirage du passé», en La Vie Spirituelle, diciembre 1955, p. 468. Este artículo, como igualmente el citado en la nota precedente, ponen precisamente en guardia contra una falsa manera de volver al instante inicial de la vocación o de la conversión. Ellos completan lo que decimos aquí.
 

El gusto de Dios

«Si al menos hubieseis gustado cuán bueno es el Señor...» (1 Pe 2, 3), es con esta condición como los creyentes son aptos para «crecer para la salvación» y marchar en vanguardia por los caminos inéditos en los que la caridad de Cristo les urge. Este gusto inicial de Dios y de Cristo forma parte de la economía normal de la vida en la fe. Hay un contacto inefable, un instante de transparencia absoluta en el que el convertido, o el llamado, ve, sabe, gusta que Cristo es el camino, la verdad y la vida.

No obstante, no se puede querer procurarse a sí mismo este sabor de la revelación de Cristo Hijo de Dios, esta epifanía íntima de su presencia. Desconfiemos de la tentación a la que sucumbió Simón el Mago, de querer comprar el disfrute que los santos tienen de Cristo. Ni incluso aquí abajo es lícito hacer de él objeto de una plegaria irresistible. Pero lo que es posible, lo que El mismo exige que nosotros pidamos es «conocer al Dios verdadero y a aquel que ha enviado Jesucristo», conocerlo en el sentido exacto que la palabra tiene en hebreo y en San Juan (conocimiento personal, vital y cordial). Porque tal es la voluntad de Dios sobre nosotros: es bueno y necesario hacer de ella el objeto de nuestro santo deseo. Al hacer esto, evocamos la plegaria sedienta de Moisés, que, impaciente sin duda por la epifanía de la zarza ardiente, suplicaba a Yahvé que le hiciese ver su gloria (Ex 33, 18). Impacientes por la visión del Rostro de Cristo en el día de nuestra conversión o de nuestra vocación, murmuramos también : «Hazme ver tu gloria.» Sin embargo, nuestra plegaria se eleva menos en virtud de la única alegría del don pasado que en virtud de la pura fe en la promesa que incluía necesariamente el don pasado. «Yo os volveré a ver...», decía Cristo a sus Apóstoles después de la Cena; ésta es la palabra que reanima cada visita que nos concede y sobre la cual se basa nuestra espera o nuestra búsqueda. Nosotros no pedimos experimentar de nuevo lo que, una vez, ha sido dado, pero, proyectados hacia el futuro, pedimos conocer a Dios tanto cuanto a El le agradare dejarse conocer.

Muchas personas se figuran que son los años pasados los que tienen atractivos para ellas, que son los que querrían volver a vivir; y, en realidad, es la presencia de Dios la que llenó entonces su vida, la que les encanta y conduce hacia el tiempo que ya no existe. Ellos creen echar de menos el pasado, mientras que en realidad todas sus aspiraciones se dirigen hacia el futuro; y es el futuro el que descubren de algún modo en la inocencia y en la flor de los primeros años. Si se remontan de este modo hacia sus años lejanos, no es porque deseen volver a ser niños, sino porque desearían figurar entre los ángeles y ver a Dios (8).

En un sentido, nada podemos decir sobre el sabor que tendrá el don de Dios en el último día. Nada nos lo indica, ni, incluso, al parecer, las señales que a veces nos concede aquí abajo. «No nos ha sido dado conocer todavía lo que nosotros seremos», confiesa San Juan (1 Jn 3, 2). Nosotros no lo vemos sino «en un espejo, de una manera confusa», reconocía San Pablo (1 Cor 13, 12). De otro lado, sin embargo, el mismo San Pablo afirma con una audacia sorprendente: «Ni el ojo vio, ni el oído oyó ni el entendimiento humano puede comprender todo lo que Dios ha preparado para aquellos que lo aman... es a nosotros a quienes Dios lo ha revelado por el Espíritu Santo» (1 Cor 2, 9-10). La verdad es que lo revela el espacio de un abrazo o de una mirada.

(8) NEWMAN, Parochial and Plain Sermons, IV, 17; trad. Saleilles, II, páginas 122-123.

Frecuentemente, Dios me es testigo, yo he visto al Esposo venir a mí y permanecer a mi lado durante el tiempo que semejante cosa era posible; pero como desaparecía en seguida, yo no podía volver a encontrar a Aquel que buscaba (9).

Como en el pie de un faro que ilumina bruscamente la orilla a la que nosotros nos dirigimoS y este rostro que, silencioso como en otro tiempo en los bordes del lago (Jn 21, 4), nos espera allí...

El día en que lleguemos, lo veremos «tal cual es» (1 Jn 3, 2). Es esta esperanza, alimentada por este brillo luminoso de los comienzos encontrado de tarde en tarde, la que constituye el resorte indefinido de nuestro peregrinar. Peregrinar en la fe, continuaremos diciendo que es peregrinar con los ojos fijos en la gloria de Dios que resplandece sobre el rostro de Cristo, y será suficiente que concretemos, para alcanzar la humilde condición de nuestra experiencia, que este peregrinar no se desarrolla bajo un cielo inmutablemente limpio, sino cubierto de tufaradas de brumas o humaredas como nuestros valles en otoño o nuestras fábricas. Es necesario conocer esta ley elemental de la vida en la fe para aprender a no desesperar jamás ni dudar en los silencios tenebrosos donde a veces nos deja. Bebiendo, por el contrario, una fuerza incansable en la memoria indeleble de nuestros primeros encuentros, sabremos gritar, con San Pablo, proyectados con todo nuestro ser hacia el futuro: «Yo sé en quién he puesto mi fe.»

(9) ORÍGENES, Hom. I in Cant. Cant., núm. 7 (Sources chrétiennes, p. 75, pero la traducción es nuestra).