CAPÍTULO IV

LA FE CONSISTE EN HABLAR A DIOS


La fe es acoger la Buena Nueva que es el Evangelio «no como una palabra de hombre, sino como lo que realmente es, la palabra de Dios»
(1 Tes 2, 13). La fe es oír la palabra de Dios no como una palabra solamente, sino como lo que ella es realmente, la voz personal y reveladora de un rostro a quien se le ha dicho: ¡Tú, Señor! La fe es tener la certeza de que el Dios que habla es un Dios que ama, es aceptar este amor no como un amor de hombre, sino como lo que es realmente, el amor de Dios: en ello consiste la audacia más difícil, y si hay muchos que lo entrevén, hay pocos que se mantengan en esta línea a lo largo del tiempo.

La fe consiste en descubrir que hay en la palabra de Dios siempre más de lo que se ha comprendido, y es tener deseo de este «siempre más». La fe consiste en considerar cada vez con más seriedad la palabra de Dios. La fe no elige tal palabra que le parece mejor, a fin de olvidar otra que apenas le gusta. La fe no se siente satisfecha con una sola verdad, incluso divina, ella las desea todas, las busca todas, profundiza en todas. La fe no es ciega, pero no quiere dejarse apaciguar por otra claridad que no sea la del mismo Dios.

La fe no puede mentir, ni siquiera piadosamente y por su propia causa. No puede tener la idea de disculpar a Dios diciendo al Señor: «Tu palabra es dulce», cuando un día la encuentra amarga; «Tu mandato hace mis delicias», cuando le produce fastidio; «Yo lo he hecho muy bien porque es evidente», cuando te hecho ella no obra bien porque no es evidente. La fe no tolera mentira alguna, la desenmascara y la odia, pero soporta los silencios de Dios.

La fe recibe sin escandalizarse todas las palabras de Dios, incluso contradictorias, pero sabe que Dios no se contradice y quiere que le demuestre cómo. Sabe que ningún hombre podrá argüir a Dios y que Dios está siempre justificado, pero quiere que le muestre cómo. Sabe que Dios saca siempre del mal bien, del pecado la santidad, de la angustia la paz, pero quiere que le muestre cómo. La fe sabe que Dios conduce la historia íntegra de los hombres y la vida de cada uno, pero quiere que le muestre cómo. La fe sabe que Dios la oye y atiende siempre, pero quiere que le muestre cómo. La fe no importuna jamás a Dios con problemas pueriles que nacen de la imbecilidad del hombre, pero importuna a Dios noche y día con las preguntas dolorosas que nacen de la Sabiduría desconcertante de las palabras y de las actuaciones de Dios. La fe es impaciente para obtener la respuesta, pero sabe que Dios tiene toda la eternidad para responder.
 

Cuando Dios se calla

Cuando Dios habla, la fe reza y escucha; cuando Dios se calla, reza y pregunta; cuando Dios sigue callándose, la fe reza y espera; cuando Dios se calla constantemente, la fe reza y se queja dulcemente de El, como un día el pobre que musitaba este salmo:

Yo grito hacia ti, Dios mío,
desde la mañana yo te busco,
pero tú rechazas mi oración: ¿por qué?,
tú apartas tu rostro: ¿por qué, por qué?

Yo he sido siempre pobre y miserable,
acosado por los temores, yo no tengo la culpa,
tus enojos han caído sobre mí,
las angustias han minado mi vida.

Ellas me envuelven como una inundación,
ellas me van a devorar,
y tú has alejado de mí a mis amigos y mis vecinos
y la noche sola es mi compañía... (Sal 88, 14-19).

La fe consiste en continuar rezando por la noche, porque no hay noche para ella que, al fin, no consiga su aurora. La fe consiste en ser muy porfiado para obligar dulcemente a Dios a responder.

Después les dijo una parábola sobre el hecho de que necesitaban orar siempre y no desfallecer jamás... ¿Acaso Dios no hará justicia a sus elegidos que claman a El día y noche?... Yo os lo digo, !El les hará pronto justicia! Pero el Hijo del hombre, cuando venga, ¿encontrará fe sobre la tierra? (Lc 18, 1-8).

La fe, a veces, es sentirse tentado de encontrar exageradas las palabras de Jesús cuando habla de la prontitud que Dios pone en la respuesta, pero es al mismo tiempo orar sin desfallecer jamás. Dios, por la fe, es Aquel con el que no se puede dejar de hablar sino para callarse bajo su mirada; es Aquel a quien siempre se tiene algo que decir. La fe, decía el Cura de Ars, es hablar a Dios de la misma forma que se hablaría a un hombre. Tenía la fe, por ejemplo, Job, que se atrevía a decir:

Yo no puedo callarme, hablaré en medio de la angustia de mi espíritu, me quejaré en la amargura de mi alma. Por casualidad, ¿me habrás tomado por el mar o por un monstruo marino, cuya distancia me haces guardar? Me digo: «En la cama, esto irá mejor; acostado, mis sufrimientos me dejarán respiro», entonces Tú empiezas a enviarme sueños espantosos, a aterrorizarme por visiones... (Job 7, 11 s.).

La fe es hablar a Dios como se hablaría a un hombre, pero la fe es también saber que Dios es Dios y no un hombre:

Vuestros pensamientos no son mis pensamientos,
y mis caminos no son vuestros caminos.
Tan alto está el cielo por encima de la tierra,
como altos son mis caminos por encima de vuestros caminos,
y mis pensamientos por encima de vuestros pensamientos (Is 55, 8-9).
 

No abandonar el cielo ni la tierra

La fe consiste en no abandonar jamás el cielo ni la tierra, porque los dos son cosas verdaderas, y Dios llena a la vez el cielo y la tierra. La fe no se aparta jamás del cielo y de los pensamientos de Dios, con el pretexto de que ellos están demasiado altos para ella que está peregrinando y que se edifica en la tierra. La fe consiste en ofrecer a los pensamientos de Dios, que están más altos que el cielo, una tierra para echar allí raíz, un corazón que se deje domesticar. La fe es este corazón domesticado que se atreve a hablar a Dios Altísimo con la sencillez de Abraham «Soy atrevido en hablar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza...» (Gén 18, 27). La fe consiste en ser valiente. La fe es tener la audacia de decir («nos atrevemos a decir», proclama el sacerdote en la misa): «Padre nuestro que estás en los cielos...», es decir, Padre que es nuestro Padre, pero cuyos pensamientos son más elevados que nuestros pensamientos, cuyos caminos son más elevados que nuestros caminos, sí, más alto que es el cielo por encima de la tierra. La fe es hablar al Padre de igual manera que se hablaría a un hombre, pero es también decirle cosas de las que no se habla con hombre alguno: «¡Santificado sea tu nombre!», es decir, que tus pensamientos guarden siempre para mí sus dimensiones prodigiosas, que tus caminos sean siempre para mí más altos que el cielo, que yo no rebaje jamás tu santidad para que no sea en mí bajeza más que las sombras proyectadas de mi sentimentalismo o de mi idealismo.

La fe es haber encontrado a Dios como se habría encontrado a un hombre, como se habría descubierto un amigo, pero es también desvelarle el fondo de su inquietud y de su deseo como no se hace con hombre alguno y como no se llegaría a hacerlo con el amigo.

El Angel de Yahvé vino y se sentó bajo el terebinto de Ofra... Gedeón desgranaba el trigo en el molino para substraerlo a Madián, y el Angel de Yahvé se le apareció: «Yahvé sea contigo, le dijo, valiente guerrero.» Gedeón le respondió: «¡Perdón, Señor! Si Yahvé está con nosotros, ¿de dónde viene todo lo que nos sucede?...» (fue 6, 11-13).

Y Jesús dijo en aquel tiempo: «Sabed que el Reino de Dios está entre vosotros» (Lc 17, 21). ¿Por qué, pues, mi Señor, si el Reino de Dios está entre nosotros, de dónde viene todo lo que nos sucede? ¿Dónde están estas maravillas que nos refiere la Iglesia cuando nos dice: «Sois una raza elegida, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo de conquista, para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado desde las tinieblas a su admirable luz»? (1 Pe 2, 9). Porque, ciertamente, estamos en las tinieblas, somos un pueblo disperso, hombres que nada conocen en orden a la salvación.


Al mismo tiempo pecador y salvado

La fe es saberse al mismo tiempo pecador y salvado; es tener la certeza de que el Reino de Dios está en medio de nosotros, pero que no pertenece sino a aquellos que luchan para obtenerlo, a aquellos que lo piden: «¡Venga a nosotros tu Reino!» La fe es luchar con Dios como se lucharía con un hombre, pero es al mismo tiempo, vencido por Dios, no abandonarlo antes de que El haya dado su alegría.

Y Jacob quedó solo. Y alguien luchó con él hasta el despertar de la aurora. El dijo: «Déjame, porque la aurora ha llegado», pero Jacob respondió: «¡No te dejaré hasta que me hayas bendecido!» (Gén 32, 25-27).

He aquí que una cananea empezó a gritarle: «Tened piedad de mí, Señor, Hijo de David...», pero El no respondió palabra. La mujer se le acercó y permanecía arrodillada ante El, diciéndole: «!Señor, ven en mi ayuda!» El le respondió: «No conviene tomar el pan de los hijos para echarlo a los perros.» «Por favor, Señor, respondió ella, también los perros comen las migajas que caen de la mesa de su señor.» Entonces, Jesús respondió: «¡Oh, mujer, grande es tu fe! ¡Hágase según tu deseo!» (Mt 15, 21-28).

La fe es tener hambre y sed de santidad y de no dejar a Cristo hasta que El haya respondido: «¡Grande es tu fe! ¡Hágase según tu deseo!» (Mt 15, 28). «¡Si alguno tiene sed, que venga a mí y beba! ¡El que cree en mí!...» (1n 7, 37-38). La fe, en fin de cuentas, es sencillamente tener sed, pero de ninguna otra cosa que no sea de Dios y de la verdad de Dios en el hombre al precio de una violenta conversión y de una dulce humildad.
 

Dios está siempre delante

La fe es poder decir, como San Pablo:

Todos los valores que yo tenía los he mirado como nada por causa de Cristo. Sí, verdaderamente, nada tiene para mí valor ante el tesoro incomparable que es el conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor... ¡Hermanos, no pretendo haberlo alcanzado, pero he aquí lo que yo hago: olvidando todo lo que hay detrás de mí, me lanzo hacia adelante, con toda la fuerza de mi ser! (Fil 3, 7 s.).

La fe no es «plantilla que no se desgasta para quien no avanza» (1). No hay fe en aquel que no avanza, porque no se puede ser al mismo tiempo discípulo de Jesucristo y no marchar. La fe es más bien tierra que no se gasta para quien avanza al paso de Dios: tierra de los patriarcas, tierra que ha pisado Cristo, tierra transfigurada por nuestras esperanzas y nuestros sufrimientos, hasta que llegue el momento en que la «tierra nueva» iluminada descienda de Dios. Entonces, ya no habrá fe, sino la visión, el abrazo, la comunión de todos cara a cara con Dios. Vivir está siempre ante nosotros, y la fe es lanzarse hacia la Vida que es Dios «con toda la fuerza de su ser».

(1) HENRI MICHAUX.