CAPÍTULO PRIMERO
 

NUESTRA FE: VICTORIA DE CRISTO
SOBRE EL MUNDO


Triunfar del mundo y del mal, es decir, hacer prevalecer el poder del reino de Dios sobre el poder de Satanás, del pecado y de la muerte, tal fue la misión de Cristo. En este sentido era ya esperado por el pueblo judío; no hay más que volver a leer, por ejemplo, el salmo 72 para convencerse de que el Mesías era esperado como un triunfador que, teniendo conocimiento de toda injusticia, de todo odio y de toda opresión, llevaría a cabo la liberación definitiva de Israel; y en la aurora de la Encarnación, el viejo Zacarías se hace eco de esta esperanza celebrando el «poder de salvación» destinado a «salvarnos de nuestros enemigos y de la mano de todos aquellos que nos odian»
(Lc 1, 69-71).

A lo largo de toda su vida pública, Cristo ha reivindicado las prerrogativas del ejercicio de este poder victorioso de salvación, disipando los equívocos que podían existir en el espíritu de los judíos sobre la naturaleza de esta victoria y de esta liberación: arroja los demonios con autoridad (Lc 4, 36, etc.), cura las enfermedades que, a veces, denuncia como una consecuencia de la tiranía de Satanás (Lc 13. 16), perdona y borra los pecados (Lc 5, 20-26), resucita los muertos (Lc 7, 14, etc.), comunica sus poderes incluso a los discípulos que envía: «¡Yo veo a Satanás caer del cielo como el relámpago!» (Lc 10, 18). Sin embargo, estas manifestaciones de victoria son todavía esporádicas, aisladas: Jesús hace comprender a sus discípulos que no se trata todavía más que de escaramuzas, de señales precursoras de un triunfo más decisivo. Este tiene lugar por la Pasión, la Cruz y la Resurrección; es en este momento cuando Cristo revela: «Ahora se va a celebrar el juicio de este mundo, ahora el príncipe de este mundo va a ser arrojado abajo, y yo, elevado de la tierra, atraeré todos los hombres a mí» (Jn 12, 31-32). En el día de la Ascensión, podrá decir: «Todo poder me ha sido dado en el cielo y en la tierra» (Mt 28, 18). Su victoria es real, definitiva, universal sobre todo poder enemigo del reino de Dios. No queda más que proclamarla, manifestarla, descubrir todos sus efectos.

Es ahora cuando es necesario redoblar la atención.


I. CRISTO, ¿DÓNDE ESTÁ TU VICTORIA?


Una victoria progresiva

Se cuenta que un rabino a quien se le hablaba de Cristo como del Mesías venido, se contentó por toda respuesta con dirigirse a su ventana y susurrar: «No, nada ha cambiado en el mundo», y, moviendo su cabeza, no quiso oír más de El. Si verdaderamente Satanás, el pecado, la muerte habían sido vencidos definitivamente, si verdaderamente había llegado el Reino de Dios, se sabría, debería verse. ¿Cómo explicar que Cristo haya triunfado de sus enemigos, de todos los enemigos del hombre, y que los hombres comprueben siempre su presencia y su opresión? El Nuevo Testamento nos enseña que hay en ello, efectivamente, materia de asombro, pero no de escándalo, y que la victoria de Cristo, aun cuando conquistada definitivamente, no se ha manifestado en su totalidad :

!Tú has puesto todo bajo sus pies! Por el hecho de que Dios le haya sometido todo, no ha dejado nada que le permanezca insumiso. Actualmente, es verdad, no vemos todavía que todo le esté sometido (Heb 2, 8).

Es que—nos explica San Pablo—la victoria de Cristo es progresiva; debe completar la destrucción de todo Principado, Dominación, Poder. Porque es necesario que El reine hasta que haya colocado a todos sus enemigos bajo sus pies. El último enemigo destruido es la muerte (1 Cor 15, 24-26); entonces solamente tendrá lugar el fin, «cuando El devuelva la realeza a Dios Padre» (ibíd.) — el fin, es decir, la epifanía de su triunfo eterno y soberano. Hasta la llegada de esta hora suprema, Cristo victorioso está manos a la obra, pero de una forma poco triunfal, que, históricamente hablando, recuerda mucho la forma de obrar a lo largo de su vida pública.
 

Una victoria poco brillante

Entre estas dos etapas de la salvación hay, ciertamente, la diferencia radical producida por la realidad de su Pascua. El Cristo que actuaba en Palestina, bajo el velo de su carne, era el Cristo en «su forma de esclavo», el Cristo no glorificado todavía, el Cristo pasible y prometido a la muerte; mientras que el Cristo que actúa hoy día en el mundo es el Cristo de la Pascua, el Cristo glorioso del Apocalipsis sobre el cual la muerte ya no tiene dominio. Pero este Cristo que triunfa en el cielo en el deslumbramiento de la gloria (Ap 5) no actúa en la tierra sino bajo el velo de su Iglesia y, en la misma Iglesia, no actúa sino bajo apariencias humildes y modestas. La Iglesia de los creyentes es el lugar y la señal del triunfo de Cristo: recordemos que la Resurrección—que es la sustancia y el poder activo de este triunfo—no se ha manifestado más que «a los testigos que Dios había elegido previamente» (Act 10, 41); ellos solos han recibido el poder de perdonar los pecados (Jn 20, 23), es decir, más allá del solo perdón de las faltas, el poder de hacer valer y de comunicar las diversas liberaciones conquistadas por Jesucristo. «Pero este tesoro, dice el Apóstol San Pablo, lo llevamos en vasos de arcilla, para que se vea bien que este poder extraordinario pertenece a Dios y no procede de nosotros» (2 Cor 4, 7).

Las palabras que acabamos de subrayar nos dan una clave preciosa para el tema que nos ocupa. Lejos de que Cristo haya tratado sistemáticamente de ocultar su triunfo bajo el celemín, es para que quede más claro a las miradas por lo que lo ejerce a través de una Iglesia tan frecuentemente débil, y a veces miserable:

Lo que existe de loco en el mundo, ¡he aquí lo que Dios ha escogido para confundir a los sabios!; lo que hay de débil en el mundo, ¡he aquí lo que Dios ha elegido para confundir la fuerza! (1 Cor 1, 27).

Para nuestro corazón carnal sólo son válidas las victorias que se manifiestan con penachos y clarines, que se anuncian con desfiles y discursos, que se prolongan con bailes y fuegos de alegría; la victoria de Cristo aquí abajo no es de aquéllas; con la luz variable de un semifracaso permanente, no es capaz de deslumbrar a nadie, sino solamente a los que tienen «ojos para ver y oídos para oír». Es llevada en vasos de arcilla, que son los creyentes, testigos del Evangelio, «para que se vea bien» que lo que hay de victorioso en sus vidas no viene de ellos, sino del Señor. En estas condiciones, es evidente que solamente «verán bien» aquellos que se encuentran ya dispuestos y preparados para ver. El mismo San Pablo, que se gloría de sus debilidades, reconoce que, a los ojos de muchos, aparece más bien como la escoria que como el adorno del mundo (1 Cor 4, 13). ¿Por qué sorprendernos de ello? Nosotros caminamos por la tierra bajo la influencia de la fe: ningún punto de vista sobre el triunfo adquirido por Cristo podrá parecernos tan evidente que nos dispense de la fe. Es necesario resignarnos a no poder mostrar con el dedo al incrédulo testimonios irrefutables y apremiantes de este triunfo; creer que se podrían acumular tales testimonios ha sido quizá la ingenuidad de cierta apologética a la que algunos distinguen en la actualidad con el nombre de «triunfalista».
 

La victoria de Cristo somos nosotros mismos

«La gloria de Dios, decía San Ireneo, es el hombre viviente.» Nosotros podemos decir de igual modo que la manifestación de la victoria gloriosa de Cristo son los hombres vivientes: y ello porque, en este mundo precario y pecador, que es el nuestro, los creyentes revelan una humanidad en la que, sin evidencia a primera vista, pero sin duda posible para quien tiene la experiencia de los hombres, arde un fuego que tiene ya las características de una vida eterna. Porque el triunfo de Cristo puede expresarse en esta sencilla palabra, que para los primeros cristianos, y para San Juan en particular, decía todo: la vida eterna.

Padre... glorifica a tu Hijo para que... por el poder sobre toda carne que Tú le has confiado, dé la vida eterna a todos aquellos que Tú le has entregado (Jn 17, 1-2; cf. 1 Jn 1, 2).

Falta sólo indicar qué manifestaciones de esta vida eterna pueden hacerse visibles en el mundo del modo más sensible para quien busca y sabe ver.

 

II. LA VICTORIA DE LA FE

La primera victoria de Cristo sobre el mundo es sencillamente que haya en él auténticos creyentes. Cuando los judíos se decidieron a deshacerse de Jesús, era con la esperanza de contener la corriente de adhesiones que suscitaba. Desde los primeros días después de Pentecostés, se demostró con toda evidencia que nada habían conseguido. Los creyentes se multiplicaron bajo la fuerza de una atracción en la que se percibía la obra de la victoria de Cristo sobre el mundo y sobre la muerte. A lo largo de toda su historia, el cristianismo da testimonio del mismo fenómeno. Su difusión pareció frecuentemente depender de causas sociológicas, y es cierto que en las épocas de sus prosperidades temporales, muchos de sus adeptos vinieron a él por motivos muy intrincados. Tampoco es menos verdad que la sola existencia de verdaderos creyentes, aunque poco numerosos, testimonia de forma impresionante un triunfo cierto de Cristo. El hecho está ahí: no hay forma de borrar a Jesucristo de la tierra humana. El mundo hostil a Dios se ha empleado activamente en ello en el decurso de los siglos y por innumerables formas inventadas de persecución; más temible todavía fue para el cristianismo la tentación de parecerse al mundo renegado de las exigencias del Evangelio; en los tiempos modernos vino a añadirse la confrontación entre los valores de la razón, de la ciencia, de la técnica, de las nuevas sociedades políticas, de una parte, y, de otra, las afirmaciones de la fe cristiana — confrontación ya mortal para el simple sentimiento religioso y de donde algunos podían deducir que el cristianismo saldría herido de muerte. Este largo combate está siempre en curso y no se terminará jamas, sino que, después de cada uno de sus episodios, se ven surgir de nuevo muchos creyentes para convencerse de que la Victoria de Cristo está siempre actuando, aunque a su manera, y de cuya victoria hemos dicho que no pertenecía jamás a las de aquí abajo, a las de los triunfos resonantes y evidentes.
 

«¿Quién es el vencedor del mundo sino aquel que cree?»

Aquel que viene a la fe verdadera tiene por sí mismo conciencia de que su acto de fe es una victoria sobre el mundo; no solamente sobre un mundo exterior a él y que trata de obstaculizar su marcha, sino sobre las complicidades del mundo ocultas en su interior y que son, quizá, más temibles. Tiene conciencia de que es el poder de Dios el que actúa en él y el que le hace creer en el amor de Dios, en el perdón de los pecados, en la resurrección, en la vida eterna — si esto no fuesen otra cosa que opiniones, ¡tantas experiencias se harían insostenibles para él! Es una convicción bien atestiguada la que realiza en él la palabra de San Juan:

Todo lo que ha nacido de Dios es vencedor del mundo. Y ésta es la victoria que ha triunfado del mundo: nuestra fe. ¿Quién es el vencedor del mundo sino aquel que cree que Jesús es el Hijo de Dios? (1 Jn 5, 4-5).

El primer fruto de la fe es la certeza. La certeza del creyente nada tiene que ver con la seguridad del fanático. Si no fuese otra cosa que un producto de su propia conciencia engañada, una especie de autosugestión particularmente tenaz, no podría escaparse al agotamiento o al hundimiento, sino preservándose de las luces demasiado crudas de la realidad: marcaría para su fiel un universo cada vez más imaginario, y, por la fuerza de las cosas, cada vez más precario. Esa no es, ciertamente, la certeza de la fe cristiana: nos viene de otra parte, del Espíritu de Dios. Es el Espíritu Santo el que asegura y confirma en nuestro espíritu las convicciones a la vez conformes al misterio de Dios y a lo que hay de más verdadero en las realidades humanas. Dado que nuestro espíritu está justamente hecho para semejante verdad, que constituye su auténtico bien, no considera el Espíritu de Dios como una intrusión extraña, sino que se abre a él como al soplo luminoso que provoca su perfecto desarrollo. «Cuando El venga confundirá al mundo en materia de pecado, en materia de justicia y en materia de juicio» (Jn 16, 8); el Espíritu en persona se une a nuestro espíritu para atestiguar que somos hijos de Dios» (Rom 8, 16); nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, a fin de conocer los dones que Dios nos ha hecho» (1 Cor 2, 12).

¡Qué victoria ésta sobre las tinieblas de la ceguedad y de la ignorancia del verdadero destino de los seres! Finalmente, ¡no ser por más tiempo prisionero de un círculo de conocimientos que, por ampliado que esté como resultado del trabajo de los filósofos y de los sabios, se encuentra todavía demasiado lejos de alcanzar la última palabra de las cosas! ¡No ser, por fin, víctima de opiniones ilusorias, de prejuicios falaces, de doctrinas incompletas, que definen el pensamiento y la conducta de tantos hombres sin que ellos lo sepan, incluso dándoles a entender que son libres e independientes en sus juicios! ¡No ser por más tiempo esclavo de escepticismos desengañados, de dudas inhibitorias, que impiden a muchos espíritus gustar el reposo en la verdad! ¡No ser, finalmente, «tirado y arrastrado por cualquier viento de doctrina, a satisfacción de la impostura de los hombres y de su astucia para descarriar en el error»! (Ef 4, 14). El creyente conoce ciertamente —ya las hemos descrito profusamente—ofuscaciones transitorias, noches del espíritu, pruebas de la fe que le impiden instalarse en la posesión tranquila de las verdades más altas, pero se trata de escalones de crecimiento más que de conmociones precursoras de ruina; él no está dispensado en modo alguno de arrancar, a costa de mucho trabajo, a las entrañas de las cosas las verdades terrenas sencillas; pero en toda su aventura, conoce la alegría indefectible de algunas certezas inmensas, de las que comienza a ver o presentir, que son las claves de una puesta a punto armoniosa y sólida de todas las verdades reveladas al hombre sobre Dios, sobre él mismo y sobre el universo. Provisto de tales certezas, no experimenta temor alguno a la acogida de los nuevos jirones de verdad que la humanidad publica, sino más bien tendrá un deseo singular de apoderarse de ellos: ¿no está el Espíritu Santo en él para aclararlos, para interpretarlos, para considerarlos, integrándolos «en la inmensa octava de la contemplación católica»? (Paul Claudel). Ahora bien, este despliegue de la obra del Espíritu Santo en su propio espíritu al igual que en la tradición ininterrumpida de la Iglesia es una manifestación directa del triunfo de Cristo. Es a partir de la hora de su glorificación cuando Jesús ha podido enviar el Espíritu Santo sobre los creyentes (cf. In 7, 39).

Dios ha resucitado a este Jesús; nosotros somos testigos de ello. Y ahora, exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo, objeto de la promesa, y lo ha difundido (Act 2, 32-33).

El Espíritu de Dios, unido al espíritu de los creyentes, da testimonio de la verdad en unas condiciones tales, que es al mismo tiempo una señal de la victoria de Cristo sobre las tinieblas del error, sobre los hábitos del pecado, sobre las imposturas de Satanás y del mundo (cf. Jn 15, 26-27). Cristo resucitado guarda los sellos de la historia del universo (Ap 5, 9); es El quien abre y quien cierra la comprensión global de todas las cosas; en El «se encuentran ocultos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento» (Col 2, 3); ahora bien, «¡nosotros tenemos el pensamiento de Cristo!» (1 Cor 2, 16).

 

III. LA VICTORIA SOBRE EL PECADO Y SOBRE LA MUERTE


Libres con respecto al pecado

El conocimiento de la verdad es liberador. Jesús había anunciado que así sería El para aquellos que participaran en su salvación (In 8, 32). La libertad espiritual de los creyentes sería una señal sensible de la victoria de Cristo sobre el pecado. Es ciertamente lamentable que esta señal sea tan poco legible. ¡Muchos ni siquiera saben lo que representa esta libertad espiritual! San Pablo ha dado ejemplo de ello y ha formulado la doctrina. La fuerza de la cruz ha roto la opresión de las potencias ocultas que, explotando la situación de error en que se encontraba la conciencia pecadora, mantenían a los hombres cautivos en la red de sus propios pecados: Cristo

ha borrado, en detrimento de las disposiciones legales, la cédula de nuestra deuda que nos era adversa; la ha suprimido clavándola en la cruz. Ha despojado a los Principados y a las Potestades y los ha puesto como espectáculo a la faz del mundo, arrastrándoles en su cortejo triunfal (Col 2, 14-15).

Entonces la luz del Evangelio desenmascara definitivamente a nuestros ojos el pecado y limpia nuestra conciencia de esta trampa de culpabilidades turbias, de angustias injustificadas, de temores vergonzosos y de tabús absurdos que envuelven a todos los hombres después de la caída: algunos son, evidentemente, pobres juguetes de ella, pero aquellos incluso que consiguen rechazar su invasión consciente la llevan en ellos como una infección latente.

La victoria del cristiano sobre el pecado no es, en primer lugar, que él no corneta pecado alguno, bien que el intentarlo sea una de las exigencias que le fija la imitación de su Maestro, sino, sobre todo, haber situado y desnudado el nervio del pecado, haber comprendido que es, ante todo, una negación y una contradicción hecha a una palabra personal de Dios. Cualquiera que sea la naturaleza de su pecado, el creyente puede decir con el salmo: ¡oh Dios, Dios vivo, «contra ti, contra ti solo, he pecado»! (Sal 51, 6). Esta situación sería intolerable (cf. Sal 130, 3), si precisamente esta aclaración no se hiciera a la luz de la redención, bajo la mirada de un Dios que ha perdonado, en la sangre de Cristo, este mismo pecado del que el hombre adquiere conciencia ante él. Pero, de pronto, al comprobar que la malicia de su pecado está esencialmente allí, en el corazón de su relación personal con el Dios vivo, y al destruir esta malicia por su arrepentimiento bajo el efecto de la gracia misericordiosa de Dios y del sacramento de la penitencia, el creyente es liberado de las incertidumbres, de los remordimientos, de las compensaciones, de las evasivas, de las justificaciones, de las prácticas más o menos extrañas o supersticiosas por las cuales los hombres se debaten contra su malvada conciencia o intentan alejarla. El hecho, para el cristiano, de reconocerse pecador ante la cruz de Jesucristo, ante esta realidad suprema que es el cuerpo de Cristo (cf. Col 2, 17) y que es el criterio decisivo de su vida moral, constituye el acto mismo por el cual adquiere o recupera sin cesar el uso de la libertad espiritual. Esta última no significa, pues, que el creyente es invulnerable al pecado, que puede permitirse todo: la libertad espiritual no es la licencia que «se convierte en pretexto para la carne» (Gál 5, 13). Ella es esta independencia radical con respecto a todas las cosas del mundo, que se obtiene cuando se ha establecido auténticamente en Jesucristo su relación con el Dios vivo y verdadero. Es la espontaneidad reconquistada, la franqueza de aspecto, la limpieza de mirada, la rectitud de acción de aquel que se deja guiar por el Espíritu Santo y que se encuentra, desde entonces, libre de la codicia carnal (Gál 5, 16). Esto también es una victoria sobre el mundo que proviene inmediatamente de la victoria de Cristo sobre el pecado.
 

Libres con respecto al temor de la muerte

Entre otras cosas, el creyente se encuentra libre del temor de la muerte. Si se piensa en lo que representa para la humanidad esta esclavitud designada, a veces angustiada, tácitamente camuflada, hasta el punto de que se podría creer que los que muestran que sufren por ello son seres anormales, se está pronto a reconocer que una de las mayores victorias del hombre sobre su destino es el haber superado, sin torcerse, el temor de la muerte. De este modo han pensado, en efecto, toda clase de sabios, a lo largo de los años. Con más o menos fortuna, ellos han propuesto secretos para conseguir el triunfo de los elementos sobre el hombre. Algunas de estas doctrinas, como el estoicismo antiguo o, más cercano a nosotros, el nietzscheísmo, y hasta las meditaciones filosóficas de un Camus o épicas de un Malraux, irradian una innegable y sombría grandeza. La seguridad de un cristiano ante la muerte pertenece a otro orden. Está fundada no tanto sobre el cultivo de una fuerza elaborada partiendo de sus propios recursos, cuanto sobre la fe en la Resurrección de Cristo y la esperanza de estar asociada a ella. Jesús ha vencido la muerte enfrentándose con ella, recibiéndola plenamente en su humanidad. Ella se ha precipitado sobre él con todo su poder cruel e innoble: después del escalofrío de la Agonía, no ha chistado ante ella, se ha dejado aprehender, arrastrar a sus abismos, pero allí, en lo más profundo, rompiendo sus garras, la ha vencido y ha surgido victorioso en la mañana de la Pascua. Esto no es una doctrina, ni una filosofía, ni un tema de novela, ni la proyección de un deseo irrealizable: es un hecho, un acontecimiento, ¡y qué acontecimiento! La energía de Dios está actuando allí, y el creyente sabe que puede contar con ella.

La muerte ha sido sumida en la victoria. ¿Dónde está, ¡oh muerte!, tu victoria? ¿Dónde está, ¡oh muerte!, tu aguijón?... Pero demos gracias a Dios que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo (1 Cor 15, 54-57).

Efectivamente, numerosos fueron los creyentes que hicieron la prueba de su emancipación del temor de la muerte. No es ciertamente que escaparan a la muerte, al contrario: los mártires debieron aceptarla bajo las formas más espantosas, y todos los santos la conocieron sin adornos y sin anestesia. Pero la fuerza de Otro se desplegaba en ellos:

¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, los peligros, la espada? Según la palabra de la Escritura : «A causa de ti, se nos envía a la muerte a lo largo de todo el día; hemos pasado por ovejas de matadero.» Pero en todo esto no tenemos dificultad alguna para triunfar en Aquel que nos ha amado (Rom 8, 35-37).

Menos que cualquier otro, este triunfo no puede ser el de los hombres: es el triunfo de Cristo.

Yo oí una voz clamar en el cielo : de ahora en adelante, la victoria, el poder y la realeza están afectas a nuestro Dios, y la dominación a su Cristo, puesto que ha sido arrojado allá abajo al acusador de nuestros hermanos, aquel que los acusaba día y noche ante nuestro Dios. Ellos mismos lo han vencido gracias a la sangre del Cordero y gracias al testimonio de su martirio, porque ellos han menospreciado su vida hasta morir (Ap 12, 10-11).

Desconfiemos, sin embargo, de tener los ojos fijos solamente sobre los gigantes de la gracia. Volvamos al modesto cristianismo de cada día. Ahora bien, cada día, y muy cerca de nosotros, es también verdad que hay muertes cristianas que son otras tantas victorias sobre la muerte — muertes muy sencillas en las que se deja ver ya la paz y la fuerza de la resurrección futura. Por lo demás, cada día hacemos nosotros también la experiencia de un cierto morir, por la usura y las pruebas de la vida. Es también triunfar de la muerte y manifestar el triunfo de Cristo testimoniar constancia en las adversidades, entereza en las dificultades, firmeza en los sufrimientos, fidelidad a todas las responsabilidades, en una palabra, coraje indomable para asumir su humilde y difícil vida tal como es. «No seamos débiles. Moy al contrario, mientras que el hombre exterior en nosotros se desploma en ruinas, el hombre interior se renueva de día en día» (2 Cor 4, 16). En todo esto, la mirada atenta descubrirá también una victoria de Cristo, según la palabra de San Pablo:

El Señor me ha manifestado: «Mi gracia te basta, porque mi poder se despliega en la debilidad.» Por ello, con todo mi corazón, me vanagloriaré de mis debilidades, a fin de que descanse sobre mí el poder de Cristo (2 Cor 12, 9).

 

IV. LA VICTORIA DEL AMOR

Los triunfos del hombre sólo conducen al orgullo; el triunfo de Cristo conduce al amor. Todo cuanto acabamos de decir no tendría sentido alguno si no añadiésemos que el secreto de tantas victorias, manifiestas u ocultas, está en el amor. Jesús no ha triunfado de Satanás, del pecado y de la muerte sino por la potencia de su amor. De ello se deduce que allí donde el amor no existe, es de temer que no haya huella alguna del triunfo de Cristo; y que, por el contrario, allí donde el amor verdaderamente la lleva, la victoria de Cristo está secretamente actuando. La fuerza que vence el pecado hasta procurar la santidad no es ni el temor del infierno, ni la simple atracción del bien, es el amor por Aquel que ha muerto y resucitado por nosotros. El valor que sostiene al mártir no le viene del solo menosprecio de la muerte ni del solo poder de sus convicciones, sino del inmenso deseo que tiene de devolver a Dios amor por amor. Por esta causa se mide el testimonio evangélico por la calidad del amor que lo habita; por esto, el triunfo exclusivo de Cristo sobre el mundo es hacer prevalecer el amor allí donde el mundo no produce otra cosa que odio, menosprecio o indiferencia. Nadie se engañe en ello: es una fuerza de lo alto la que se siente en juego cuando los creyentes hacen realidad en su comportamiento efectivo los preceptos del Sermón de la Montaña: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien a aquellos que os odian, bendecid a aquellos que os maldicen, rogad por aquellos que os maltratan» (Lc 6, 27-28).

Una de las formas más conmovedoras y perfectas de semejante victoria es el amor fraterno que, en nombre del Evangelio, une a los hombres, a los que todo, humanamente hablando, habría separado. Es bajo el signo de este amor fraterno como se debe reconocer particularmente a los discípulos de Cristo, es decir, reconocer al mismo Cristo y su poder de reunir en la unidad a los hijos de Dios dispersos. San Pablo se maravillaba de ver llamados a los paganos a no ser más que un solo pueblo con Israel convertido al Señor, veía en ello la expresión «de la sabiduría infinita en recursos desplegada por Dios en el designio eterno que ha concebido en Cristo Jesús nuestro Señor» (Ef 3, 10-11). Una comunidad humana que olvida sus divisiones, que supera los permanentes problemas humanos de celos, rivalidades, de luchas de influencia, de egoísmos de tribus, que establece una corriente de diálogo abierto y de caridad cordial entre sus miembros, que prolonga este diálogo y esta caridad hacia el medio de los hombres que la rodea, que irradia la paz, la unidad y la alegría: ¿quién de nosotros se sentiría sorprendido diciéndose que, si esto existe verdaderamente, sería la señal más elocuente de que Jesucristo ha vencido al mundo y ha triunfado del mal? Ahora bien, ¡sabemos perfectamente que así debería ser la Iglesia!

Precisamente, bajo el hálito del Concilio, la Iglesia parece volver a encontrar su probabilidad de producir tal signo. Pasó el tiempo en que sus miembros podían considerar como la más bella demostración del triunfo de Cristo sobre el mundo el prestigio temporal de la Iglesia, la prosperidad de sus empresas terrenas, el oro y las cúpulas de las basílicas. Su triunfo será la aceptación de un amor por el hombre que termine por convencer al hombre que aquí hay algo más que lo humano, algo más que lo terreno, otra fuerza que actúa. En la seria consideración de los grandes problemas del momento, en la humanización de la ciudad moderna, en la búsqueda de la justicia, en la defensa de los pobres, los cristianos descubren vastos campos abiertos al amor que viene de Dios y que les urge. Es una victoria evidente sobre las obcecaciones, sobre las estrecheces, sobre toda clase de egoísmos tanto individuales como colectivos; pero esta victoria no es ciertamente distinta de la de Cristo. Muchos no cristianos preceden a los cristianos en este camino y a veces les superan. ¿Dónde estará la victoria propia de Cristo? En esto: en que el amor que El inspira es un amor que reúne, y que reúne por la virtud de la cruz (Jn 11, 52), es decir, en la humildad, en la abnegación, en el respeto de las personas, en el perdón de las ofensas. Por bella que pueda ser, una generosidad que no inspira el Espíritu de Cristo tropezará con tales exigencias, fuera de las cuales no hay finalmente ni justicia adecuada ni paz definitiva entre los hombres; ella chocará con la fatalidad de las divisiones y de las separaciones. Los cristianos, por su parte, saben perfectamente el precio que es preciso pagar para vencer todo lo que divide y separa: nada menos que la Pascua de Jesús. Pero decir que, gracias al Evangelio y a las Bienaventuranzas, ellos conocen el poder de manifestar en qué es mayor el Espíritu que han recibido que el espíritu del mundo (cf. 1 Jn 4, 4), no es ciertamente abrir el expediente de su apología, es, con demasiada frecuencia, ¡ay!, comprobar su falta. Sin embargo, corresponde a nosotros ahora aprovechar la oportunidad y, en el momento en que los poderes de la Iglesia sobre las sociedades humanas parecen desvanecerse, manifestar lo mejor posible la verdadera victoria del Crucificado-Resucitado.

La victoria de Cristo sobre el mundo está radicalmente conquistada y con carácter definitivo. En la hora de su Parusía, el Señor la manifestará con plena luz a todos los ojos y a la faz de los mismos elementos. Hasta esta hora, y salvo intervención especial de su libertad soberana-como lo hizo cuando convirtió al Apóstol San Pablo—, esta manifestación se refracta en los signos de que dispone la Iglesia: la eficacia de sus sacramentos y el testimonio de los creyentes. No nos extrañemos de ello: ¿no es la Iglesia su Cuerpo? De igual manera que, durante su vida terrestre, es en su cuerpo de carne donde se ha realizado y manifestado su victoria, de la misma manera se prolonga y manifiesta en la actualidad en su Cuerpo de la Iglesia (cf. Ef 3, 10).

Para nosotros, esta conclusión significa dos cosas. En primer lugar, debemos abrir los ojos de nuestra fe para permanecer sensibles a la actualización de la victoria de Cristo, que se opera en el corazón de los creyentes y en la liturgia sacramental de la Iglesia. Sepamos percibir de qué forma permanece verdadero entre nosotros aquello de que «los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos son curados y los sorden oyen, los muertos resucitan y la Buena Nueva es anunciada a los pobres» (Mt 11, 5).

En segundo lugar, depende de nosotros en gran parte que el triunfo de Cristo sea manifestado a los hombres. Si Cristo no reina en nosotros, no reinará a los ojos del mundo: si su poder, por el contrario, se despliega en nuestra carne y en nuestras debilidades, los corazones rectos reconocerán su victoria y conocerán que El es su Señor.