CAPÍTULO II

CRISTO HACIA LA NOCHE DE SU PASIÓN


Al venir al mundo, el Hijo de Dios ha fijado su morada entre nosotros. El confirma de este modo y acaba de revelar que éste era desde el principio el designio de Dios: establecer su morada entre los hombres. La expresión de esta frase es vulgar. Lo que ella quiere decir es extraordinario. No es seguro que ni siquiera los creyentes hayan captado su alcance. Este designio, que nos parece se puede realizar tan fácilmente, representaba para Dios una decisión insólita y arriesgada, y, por decírselo así, imposible, si precisamente no se tratara de Aquel para quien nada hay imposible.

Desde el pecado, en efecto, la aproximación de Dios no podía significar, para el alma inquieta y distraída del hombre, más que terror angustiado y amenaza de juicio. Suponiendo que pensase tal cosa, no deseaba volver a encontrar a Dios y mucho menos introducirlo como huésped en su propia casa; por otra parte, ¿a quién habría encontrado que fuese digno de él? Si Dios pasaba por las ciudades y por los campos, no podía hacerlo sino revestido de su manto de cólera; no había entonces otro recurso para el hombre que encerrarse en su casa con la esperanza temblorosa de que la llama ardiente de esta cólera le perdonase, por piedad o por desdén: «Déjame... ¿Quién es, pues, el hombre, para hacer de él tanto caso, para fijar en él tu atención?... ¿Dejarás tu, finalmente, de mirarme, durante el tiempo que trago mi saliva? Si yo he pecado, ¿qué es lo que esto puede hacerte a Ti?» (Job 7, 16-20). Al abrigo de su puerta cerrada, el hombre vivía su destino, a veces paciente y miserable, a veces iluminado por algunos fulgores de felicidad, y siempre solo, incluso cuando se encontraba en colectividad. En su hogar íntimo, donde dicha y sufrimiento estaban a su medida, se cuidaba celosamente de no recibir más que a sus colegas y a sus vecinos, aquellos con los cuales podía partir el pan sin vergüenza ni temor, aquellos de su carne que conocían con él las alegrías y la muerte.

Sucedía de este modo en los tiempos antiquísimos, cuando se guardaba de Dios, de día y de noche, porque se creía oírlo tronar en la tempestad, rugir en las cataratas del cielo, descender sobre los caminos de fuego de la luz. Actualmente, lo sabemos, las cosas suceden de otro modo. El hombre ha vuelto a abrir su puerta, riéndose de sus terrores infantiles; el sol entra a torrentes en los inmuebles que ha construido sobre los balcones del universo. Desde su ventana, durante el tiempo del descanso, sueña en todo, salvo en imaginar que un Dios pueda pasar por su calle donde juegan sus niños y por donde corren los coches; todavía menos que Dios pueda entrar en su apartamento, donde no consigue ni siquiera alojar a toda su alma. Si se observa su vida desde más cerca, siente uno la impresión de encontrarla tan incierta en su destino, como mezclada de sufrimiento y de felicidad; que la odie o que la ame, la consagra concienzudamente, a veces con entusiasmo, a modelar la faz de la tierra; sin embargo, es cierto que no encuentra un poco de alegría verdadera sino en la presencia y en la amistad de sus colegas y de sus parientes, presencia y amistad que, multiplicadas por la socialización, no le impiden que se sienta todavía demasiado solo. En su seguridad confortable y razonable, ignora, en la misma medida que lo ignoraba el hombre primitivo en su inseguridad supersticiosa, en qué piensa y lo que ha preparado para él el Dios vivo y verdadero.
 

Dios con nosotros

«El plan del Señor subsiste para siempre, los pensamientos de su corazón de siglo en siglo» (Sal 33, 11). Dios toma su tiempo, pero no cede en la realización de este plan. Habiendo desistido de destruir a la humanidad — «porque yo soy Dios y no hombre... y no me gusta destruir» (Os 11, 9) — destruyendo las moradas de los hombres por la tormenta y por las trepidaciones de su cólera; habiéndose negado a aterrorizar a la humanidad — «no persistiré en mi irritación, porque delante de mí sucumbirían el espíritu y las almas que yo he hecho» (Is 57, 16) — imponiéndole su presencia como la de un maestro autoritario, omnipresente, con mano de hierro; pero habiéndose negado a abandonarla — porque «en un amor eterno, yo tengo piedad de ti» (Is 54, 8) — ha decidido poner allí su morada haciéndose admitir y recibir como un Dios compañero que comparte el mismo pan, como un Dios cercano que ha tomado la misma carne. Por esta causa amansa a un pueblo, le educa en él, inculcando su «temor», que es el humilde deseo de su rostro y lo contrario del temor, haciéndole aspirar, con una aspiración cada vez más pura, cada vez más intensa, cada vez más ennoblecedora, a su venida y a su residencia, a su aproximación y a su morada. Entonces, ha podido sernos enviado el Hijo, nacido en la carne, nacido de una mujer, nacido pobre; el cual ha entrado en el mundo de tal forma, que ningún corazón recto, si lo vuelve a encontrar, puede cerrarle en modo alguno su puerta ni temblar en su presencia. «Bienaventurados los pobres, bienaventurados los misericordiosos, bienaventurados los corazones puros»: todo hombre capaz de entenderlo siente que lo más íntimo de su ser se reconforta de repente, y un alma acogedora y llena de fe ocupa el puesto de su vieja alma indiferente, rebelde o escéptica.

El Hijo ha venido y ha habitado entre nosotros: para todos aquellos que habían comenzado a esperarlo, se ha manifestado verdaderamente como el Emmanuel, Dios con nosotros, nombre tan rápidamente pronunciado pero que ha conseguido que los milenios cristalicen en nuestro espíritu y sobre nuestros labios, no como un sueño, sino como una realidad. En la inefable alegría de nuestra adoración, nos hemos visto colmados y hemos murmurado: quédate con nosotros, Señor. Ahora que te poseemos no te dejaremos jamás. Ahora es bueno para nosotros que permanezcamos aquí: levantemos tu tienda entre las nuestras con varas sólidas e irrompibles. Sabemos que Tú no puedes ser «como un caminante que no se detiene más que una noche» (ir 14, 8). ¿No eres Tú «el carpintero, el hijo de María, el hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón»? (Mc 6, 3), uno de entre nosotros, alimentado con nuestro pan, confidente de nuestras penas, conocedor de nuestros trabajos, vinculado a nuestra tierra por todas las fibras de tu cuerpo... Permanece fiel a esta tierra. Ocupa un sitio con nosotros bajo la viña y bajo la higuera: Tú serás como el patriarca que bendice sonriendo la sencilla dicha cotidiana. Treinta años te han dado carta de naturaleza nuestra. Por el hecho de ser hombre, tu sitio está para siempre entre nosotros; por añadidura, puesto que también eres Dios, ¿puedes cambiar de idea y arrepentirte de haber escogido esta tierra como lugar de tu morada? De este modo meditamos la Navidad; no en modo alguno a tontas y a locas, porque el Evangelio se encarga muy pronto de volvernos a tomar para conducirnos al más allá.
 

«Yo debo continuar mi camino»

«¡Zaqueo, baja pronto, porque es necesario que hoy me hospede en tu casa!» (Lc 19, 5). Nosotros subrayamos este «hoy», una sospecha nos invade: ¿y mañana, Señor? Entonces, otra palabra nos viene a la memoria: «Hoy, mañana y al día siguiente, yo debo continuar mi camino» (Lc 13, 33). «Mi camino»: sí, la palabra resuena singularmente, como si su misma vulgaridad adquiriese de repente, en labios del Señor, una solemnidad dramática, inquietante. Tu camino: pero ¿hacia dónde?, pero ¿por qué?, Señor, pero ¿y tu morada? Cuando se han tardado veinte siglos para venir a este país tan lejano como la tierra lo estaba del cielo, ¿es para marcharse después de treinta años? ¿Constituiría el vagabundeo la esencia del coya. zón humano hasta tal punto que un Dios hecho carne no pudiese refrenar su incontenible atractivo?

Su camino, Jesús lo conocía en realidad desde las primeras horas de su vida. La tienda que acaba de instalar entre los hombres, sabe que debe ser la de un nómada. En su corazón de Hijo de Dios, la inclinación leal de la permanencia entre sus hermanos se conjuga misteriosamente con la obediencia fiel a la llamada del camino hacia su Padre. Tomando en serio el afecto a la tierra y esta intimidad de una dicha estable que obsesiona a cada uno de nosotros (pensemos en la humilde jornada de Nazaret, en la alegría ingenua de Caná), acaba, sin embargo, de revelar a las gentes de todo país y de toda época, «cansadas y abatidas, como ovejas que no tienen pastor» (Mt 9, 36), que es necesario alejar la ilusión de tener aquí abajo nuestra morada y una ciudad permanente, que nos queda un gran camino por recorrer, y es precisamente por menospreciar su existencia y su huella por lo que no conseguimos llegar a ser lo que somos: hombres libres, es decir, hijos de Dios.

Por esta causa, va a tomar la delantera. Va a limpiar para nosotros este camino. Se va a sumergir en él hasta con el calor del mediodía («Jesús, fatigado por el camino, se había sentado cerca del pozo. Eran alrededor de las seis» [Jn 4, 6]); meterse allí hasta el crepúsculo («La luz no estará con vosotros sino por poco tiempo. Caminad mientras os dura la luz, por miedo a que las tinieblas no os alcancen» [Jn 12, 35]); estar allí hasta la noche («Judas salió. Era de noche... Jesús dijo: Levantaos. Partamos de aquí» [Jn 13, 30; 14, 31]); y, después de la noche, allá abajo, cuando aparezca la aurora maravillosa, reaparecerá («Cuando el primer día de la semana empezaba a dibujarse, María de Magdala y la otra María vinieron a visitar el sepulcro...» [Mt 28, ID. Entonces, de pie sobre la brecha, ante el cielo iluminado del nuevo día, en la gloria del cual se va a sumergir y desaparecer a nuestros ojos carnales, nos invita a seguirle sobre su camino de ahora en adelante jalonado de luz. No pongamos como pretexto que ha marchado demasiado rápido, que se encuentra demasiado lejos para que podarnos alcanzarlo, que este camino en el que alguna vez nos encontraremos solos nos causa pavor: porque, tan pronto como la Iglesia ha perdido de vista a su Señor, en la hora de la Ascensión, lo ha vuelto a encontrar a su lado, presente en su marcha. ¿No había dicho él: el Camino soy yo mismo? (Jn 14, 6). Cada paso encuentra el eco de uno de sus pasos. Cada descanso es una pausa en él; cada caída en él vuelve a abrir una de sus heridas; cada plegaria es dicha allí con su voz; en cada encuentro es El el que nos mira.

Volvamos a tomar, pues, el segmento crucial de este itinerario; con los ojos atentos de nuestro corazón, tratemos de seguirlo por esta pista todavía no pisada, a fin de que merezcamos seguirlo durante toda nuestra vida por el camino que de ahora en adelante nos ha dejado.
 

Era para El preciso marcharse... sufrir

Desde el primer momento, Jesús no ignoraba que este camino era el camino hacia una Pasión. «Al entrar en el mundo, Cristo dijo: ... He aquí que yo vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad» (Heb 10, 5-7). Esta confesión difícil durante mucho tiempo la guardó para El solo, salvo su Madre, a quien, sin duda, hizo confidencia de ella; quizá incluso no dejó que impregnara su propia alma humana sino poco a poco, dejando caer su fuerza terrible a medida que tenían lugar sus diálogos terrestres con el Padre. Pero, finalmente, vino la hora en la que, precipitando a sus discípulos, comenzó a mostrarles «que era necesario para El dirigirse a Jerusalén, sufrir allí mucho por parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los escribas, ser condenado a muerte, y al tercer día resucitar» (Mt 16, 21). Pedro quedó como atónito: presintió, como en un relámpago, que el camino de su Maestro, después de una postrera vuelta, podría considerarse abierto sobre algo cuyo pensamiento no lo había jamás esbozado y que todo su ser se negaba a concebir. «¡Dios te libre de ello, Señor! No, esto no te sucederá jamás.» Pero El, volviéndose a Pedro, le dijo: «¡Apártate de mí, Satanás! Tú me lo prohibes» (Mt 16, 22-23). No hay poder ni acontecimientos, no hay hombre por amigo que sea que pueda atreverse en este camino o impedir a Jesús que lo recorra hasta el fin. Después de haber revelado su término a sus discípulos, se levantó inmediatamente y se puso en marcha con paso firme.

Los Evangelios sinópticos han querido hacernos sensible esta determinación irrevocable del Señor subrayando la hora en la que, abandonando las marchas y las peregrinaciones de Galilea, Jesús se prepara para la última subida a Jerusalén. San Lucas, en particular, tiene una frase cuyos términos concisos y densos hacen punzante. «Sucedió, cuando iban a cumplirse los días de su partida, que Jesús decidió firmemente su marcha a Jerusalén» (Lc 9, 51). Esta frase, en el centro del relato evangélico, concentra en unas pocas palabras escogidas la parte esencial del designio redentor. A ella solamente se iguala la frase por la cual San Juan abre solemnemente el relato de los últimos días de Cristo: «Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre y habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Jn 13, 1). Estas palabras condensan sobriamente todo el drama evangélico. Se inscriben en el cuadro de los últimos combates de Cristo y como leyenda en el momento cumbre de la redención. Nos abren una meditación particularmente grave.
 

«¡Cuán grande es mi angustial...»

En la una y en la otra, se presiente la proximidad de un acontecimiento trascendental. Para nosotros, hombres carnales, la duración histórica es extrañamente igual; distinguimos las épocas o períodos en los que parece que no se despliega más que el crecimiento ordinario (trivial, pensarnos nosotros, pero injustamente) de la existencia — y los acontecimientos que son intrusión de algo radicalmente nuevo, rupturas en el desarrollo, apertura o clausura de un período. La inminencia de un acontecimiento, cuando éste es esperado, y con razones de peso deseado, matiza intensamente nuestro sentimiento de vivir: nos excita y nos lanza a un estado particular en el que la respiración de nuestra alma se modifica. Una angustia nos oprime, a veces fuerte y apenas soportable, a veces ligera y un poco embriagadora; esta ansiedad proviene del estímulo de una especie de conciencia indefinible de ser una criatura a la vez histórica y transhistórica. En efecto, en el acontecimiento, algo va a pasarse y, así, pues, va a pasar, como una onda de choque, o la ola de una marejada alta, ¿y quién sabe lo que de nosotros será quitado para siempre, desechado, devorado, olvidado?, pero también en el acontecimiento algo va a suceder y, por tanto, a realizarse, una partecilla de nuestra alma va a encontrar su perfeccionamiento más allá del momento; ¡por fin nosotros habremos vivido, por fin, a través del crisol, un poco de nosotros mismos va a cristalizar en sustancia indestructible! La angustia ante el acontecimiento puede convertirse bien en una opresión intolerable que nos abate bajo ella, o en un excitante que se añade en sentido positivo a nuestra resolución de vivirla. Jesús parece haber conocido estos dos estados de angustia existencial ante el acontecimiento supremo que debe poner término a su vida terrestre al mismo tiempo que a su misión redentora. Sintiéndola venir de lejos, confiesa: «He venido a traer fuego sobre la tierra ¿y qué otra cosa quiero sino que arda? Tengo que recibir un bautismo ¡y cuán grande es mi angustia hasta que se realice!» (Lc 12, 49-50): nosotros vernos en ello la impaciencia de su realización. Pero, cuando la sombra de la última noche comienza a abatirse sobre El, en Getsemaní, esta angustia se hace tenebrosa y sofocante: «Víctima de la angustia, oraba de forma más insistente, y su sudor se convirtió en gruesas gotas de sangre que caían a tierra» (Lc 22, 44).

San Juan habla de la hora («sabiendo que su hora había llegado...»), San Lucas habla de los días («cuando iban a cumplirse los días...»); son las categorías de nuestro tiempo cotidiano, pero que van a medir un acontecimiento formidable. Estas palabras, tan sencillas, se hacen aquí majestuosas, porque se utilizan para significar el ajuste inexplicable de nuestro tiempo humano, tan ligero, y de la acción eterna de Dios, tan densa y gloriosa. De igual manera que «jamás hombre alguno había hablado como este hombre» (Jn 7, 46), jamás las horas humanas habían adquirido tal peso ni habían condensado tal sustancia de drama, como las últimas horas de este hombre. Esta hora, estos días no ven solamente cumplirse un acontecimiento que concierne y que envuelve a Jesús de Nazaret, sino un acontecimiento que altera la noción misma de hora y de día. Cuando una sombra oscurece el sol en el Gólgota, cuando la noche se ilumina con una claridad bajo la mano del ángel que abre el sepulcro, comprendemos que se opera una especie de «hendidura» del tiempo. Para aquellos que se encuentran de ahora en adelante, por la fe, bajo la influencia de Cristo resucitado — primer «producto» y el más preciso.de esta división — un tiempo nuevo sucede a un tiempo antiguo; al tiempo rodeado de impotencia, de fastidio o cle vanidad que conocen aquellos que están «sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Ef 2, 12) sucede un tiempo ampliado, un tiempo salvado, en el que las horas y los días contienen la presencia del Señor («Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» [Mt 28, 20]). La gravedad de las horas no es jamás la misma, el color de los días es completamente distinto. La hora y los días de la Pascua de Jesús, lo sabemos, no serán superados en significado y en poder, sino por la última hora, por el día del retorno de este mismo Jesús; porque entonces la creación entera vivirá lo que El ha vivido y conocerá en todo el espesor de sus fundamentos, como en el más ínfimo elemento, la entrada en la gloria por el arranque a la muerte.
 

La cita de Jerusalén

El acontecimiento supremo cuya llegada se aproxima no está envuelto para Jesús en una nube impenetrable. Es, por el contrario, una luz deslumbrante, y que va a imprimir sentido a toda la historia de Israel, a toda la historia humana tanto personal como colectiva. Es el cumplimiento del designio redentor del Padre. Ahora bien, resulta que la materia del acontecimiento es el mismo Jesús: no será solamente un testigo del drama, como en otro tiempo los profetas, ni siquiera un cierto papel del drama, será su misma sustancia. El acontecimiento se va a concentrar hasta el punto de quedar totalmente circunscrito a su propia persona. Esta es la razón por la que los evangelistas definen el acontecimiento pascual de forma verdaderamente exhaustiva cuando dicen: San Juan, que se trata para Jesús de pasar de este mundo al Padre, y San Lucas, que se trata de su «arrebatamiento». La fórmula de San Lucas es más breve, referida sobre todo a la experiencia de los discípulos que van a ver efectivamente que Jesús es llevado de entre ellos (Cf. Mc 16, 19; Act 1, 2,11, 22). La fórmula de San Juan es más teológica, más explícita; supone que no sólo se ha contemplado a Cristo en su movimiento de ascensión y elevación por encima del mundo, sino también en su retorno y entronización al lado del Padre; para apreciar su alcance, es necesario ser de aquellos que aman a Jesús y que por ello saben gozarse del hecho de que se dirige al Padre (In 14, 28).

Por ser también el objeto y no solamente el actor o el sujeto del drama, se hace mayor la angustia de Jesús; por otra parte, esto es lo que sugiere la palabra de bautismo con la que Jesús designa su Pasión (Lc 12, 50). Tiene ya en la garganta el gusto amargo de las aguas de la muerte en las que deberá ser sumergido. Si su alma humana experimenta un temblor, es porque El tiene conciencia de que debe ser no solamente el sacerdote, sino la víctima del sacrificio en lo que consiste el acontecimiento.

Ahora bien, no hay víctima si no existe altar. Si es verdad que el acontecimiento se va a cumplir totalmente en Jesús, no puede cumplirse en cualquier lugar y de cualquier forma. Debe situarse en coordenadas muy precisas. No se consumará sino cuando el mismo Jesús se haya presentado en el lugar preparado. Estas coordenadas,_ que fijan el acontecimiento en su significado tanto histórico como teológico, son expresadas por San Juan en el sistema litúrgico de la Pascua judía: «antes de la fiesta de la Pascua...», nota él, y esta referencia, en él, está alimentada con alusiones e intenciones teológicas muy concretas: el Crucificado será el verdadero Cordero pascual, cuya sangre será la salvación de los hombres. San Lucas, por su parte, expresa estas coordenadas de forma más global en el sistema topográfico de la Jerusalén judía: Jesús emprende su marcha hacia Jerusalén; el partido literario que le hace reservar el cuadro explícito de Jerusalén para el cumplimiento final de la vida de Jesús, subraya el alcance que él cree darle. La «partida» de Jesús no puede realizarse más que en Jerusalén (Lc 9, 31), porque, «no conviene que un profeta muera fuera de Jerusalén» (Lc 13, 33). Jesús tiene la cita con la voluntad de su Padre en Jerusalén, en el mismo día en que se inmolaba en el templo el cordero pascual.
 

Jesús sabía desde el comienzo...

En todo lo que precede, apenas hemos hecho otra cosa que explorar las circunstancias del caminar de Jesús. Incluso su angustia no fue otra cosa que el más externo de sus sentimientos: la reacción de su carne mortal más que la expresión de su personalidad profunda. Al acercarnos al núcleo central, se nos descubren los misterios más sorprendentes.

En primer lugar, Jesús sabe adónde le lleva su camino. En la Antigüedad griega, la conciencia clara que el héroe tenía de su destino creaba lo que nosotros llamamos lo trágico; lo trágico era esta discrepancia incomprensible y sublime que hacía resonar en su desgracia un hombre, el más libre de todos por su grandeza de alma, el designado con más claridad para la gloria por su fortuna aventurera, pero al que una fatalidad inhumana precipitaba a la muerte, los ojos abiertos y el alma despierta. En este concepto se expresaba una experiencia típicamente humana: el hombre trágico es el hombre que se revela más admirable que las fuerzas que lo aplastan; vencido por el destino, domina su muerte hasta el punto de conquistar una gloria nueva e imperecedera en la memoria de los hombres. Como lo expresará Pascal «cuando el universo lo aplastare, el hombre será todavía más noble que aquello que lo mata, porque sabe que muere y de la ventaja que tiene sobre él, nada sabe el universo» (1). Pero esta experiencia está todavía orlada de sombra: el héroe griego, el pensador que describe Pascal no dominan el acontecimiento sino al precio de una desesperación muda, de un desprecio protestante, de una resignación estoica, porque lo que él sabe, sobre todo, es que no puede saber por qué muere; su lucidez se oscurece en el absurdo.

(1) Pensées, ed. Brunschvicg, núm. 347.

La conciencia que Cristo tiene de su camino pascual es de un orden completamente distinto. Aquí, todo es luz, porque incluso la sombra recibe una iluminación imprevisible: una iluminación como fluyendo del más allá de la muerte, el reflejo sobre la cruz de la inefable mirada del Padre. Fortalecido por esta luz, ángel o mensajero de lo alto (cf. Le 22, 43), Jesús lo ve todo, conoce todo, divisa todo lo que El va a vivir. «Jesús sabía desde el comienzo quiénes eran aquellos que no creían y quién era aquel que lo entregaría» (Jn 6, 64): jamás la muerte, el odio, el pecado habrán sido traspasados por una mirada más humanamente, más dolorosamente lúcida, y no solamente de lejos, sino pecho contra pecho, aliento contra aliento. Abismo que desconocemos, nosotros que nos movemos constantemente en la familiaridad de la muerte, del odio y del pecado. Pero estamos allí como distraídos, con la mirada velada o como objetos manipulados sin que lo sepan. Jesús los ha visto acercarse, rodearlo, devorarlo, sin cesar de ser el Señor: ante él todos sus adversarios se vieron obligados a ofrecerse al descubierto y perpetrar sus maquinaciones desenmascarados bajo su dulce e implacable mirada como un bullicio de gusanos desenterrados, mientras que él conservaba, impenetrable a sus disputas, el santuario de su corazón y de su caridad. Esto es único, y hace que Jesús no sea clasificable en la categoría de héroe trágico, sino en su propio orden: en el orden de la santidad.
 

El serena su rostro

Jesús no se contenta con saber hacia dónde marcha; asiente con su voluntad. Allí aún, la tragedia humana nos da muchos ejemplos de esta fuerza extraña que emana de una voluntad lanzada a fondo, timón bloqueado, en un proyecto ambicioso. En general, esta petrificación de un alma en una fatalidad que se ha buscado para sí misma, trae consigo una inexplicable sensación de terror: estas sombrías determinaciones se parecen mucho al paroxismo de ciertas demencias. Es hermoso, ciertamente, ser inexorable y dar prueba de una resolución inflexible, mientras que tantos humanos ofrecen el denigrante espectáculo de sus variaciones y de sus indecisiones; pero ¿está permitido al hombre encerrarse demasiado pronto en el concepto mezquino de su destino, cuando se sabe tan vulnerable a la ilusión, cuando acontecimientos inesperados modifican sin cesar el juego que tiene en la mano, cuando la obstinación de una voluntad demasiado firme puede cambiarse tan rápidamente en idea fija, obsesión o locura?

Ahora bien, nada de esto en Jesús. Su determinación es ciertamente irrevocable: esto es lo que San Lucas quiere hacernos comprender cuando escribe que Jesús «serenó su rostro para marchar a Jerusalén». El Señor no avanza entre eventualidades y dudas. Excluye de su alma humana estas esperanzas más o menos conscientes de posibles cambios, esperanzas que nosotros alimentamos bajo otro aspecto, incluso en principio, cuando nuestras decisiones son tomadas y nuestras aceptaciones confesadas. Los discípulos, en esto, jugaron el papel que cualquiera de nosotros hubiera jugado: marchaban sin querer marchar, avanzaban anhelando retirarse. «Iban de camino, subiendo a Jerusalén, nos dice San Marcos; y Jesús marchaba delante de ellos, y ellos estaban estupefactos, y los que seguían estaban asustados» (Mc 10, 32). Jesús marchaba delante: lo veremos casi inclinado hacia adelante para preservarse de la sorda resistencia que sentía detrás de su espalda; no le bastaba con querer, era necesario también que arrastrase a los suyos no obstante su contrariedad. ¡Cuánto debió aumentar la prueba de Cristo esta pusilanimidad de los discípulos! Una voluntad humana, en efecto, siente una necesidad natural de apoyarse en otras voluntades humanas, sobre todo si la obra es ardua y heroica, y mucho más todavía cuando se trata de afrontar la lucha SI la muerte. La debilidad de los otros puede hacerla débil a su vez, oscurecerla y minar su resolución. La respuesta vehemente de Jesús a la palabra tan humana de Pedro con motivo del anuncio de la Pasión (Mt 16, 23) demuestra perfectamente la reacción vital de una voluntad que se siente accesible si no vulnerable a la tentación, y que vuelve a encontrar en los labios inconscientes del Apóstol la insinuación perniciosa del Tentador, que trata de apartarlo de su designio.

No se dejará jamás apartar de ella, porque nada hay en su marcha que indique la menor febrilidad. El avanza hacia Jerusalén, sabe lo que allí le espera, y su voluntad más ardiente está impaciente para realizar allí su obra, pero sin ansiedad patológica, sin precipitación nerviosa. Su caminar no se parece en modo alguno a la marcha automática de un alucinado. No se dirige hacia su Pasión a marchas forzadas, sino por un camino que va según sus libres etapas, que conoce sus rodeos y sus paradas. Lejos de sentirse obsesionado por el desenlace tan próximo, y cuyo pensamiento no le abandona jamás, trata de continuar el momento presente, atento a todos aquellos con quienes se encuentra. Sabe saborear la hora bendita y tranquila de la amistad hospitalaria, e insiste para que ni siquiera un ajetreo abnegado, pero indiscreto, evapore su perfume (Lc 10, 38-42). Se le quiere hacer huir precipitadamente para evitar la amenaza de Herodes, y El rechaza la prisa y lleva un paso tranquilo (Lc 13, 31-33). Sin embargo, en cada etapa que le aproxima a Jerusalén, favorece y reafirma su decisión (Lc 18, 31-34; Jn 11, 7-16).
 

Una paz extraña, maravillosa

Cuando la imaginación literaria o religiosa trata de concebir lo que podría ser el drama contradictorio de un dios comprometido en una lucha a muerte con las potencias del mundo y del mal, produce en general epopeyas o mitos descabellados. No sabiendo cómo expresar, lo sublime indescriptible, acude a todos los recursos, de la exageración pasional. Todo esto no es otra cosa que 'romanticismo carnal. La única atmósfera que baña las últimas páginas del Evangelio es ya, por constraste, una señal de verdad, ¡y qué verdad! El centurión que verá morir a Jesús de Nazaret no podrá por menos de gritar: «Verdaderamente, este hombre era el Hijo de Dios» (Mt 27, 54), pero nosotros no tenemos necesidad de esperar esta hora suprema para hacer nuestra confesión de fe, nosotros que podemos seguir con los ojos al Señor en esta larga marcha, en la que, con un paso decidido, avanza hacia Jerusalén.

Allí mismo, en la ciudad santa, El es admirable. Los últimos días de su combate contra aquellos que tramaban su desaparición y que no le dejaban apenas un momento de respiro, no son, en modo alguno, días de desastre. Frecuentemente, cuando un hombre ha cristalizado contra El una oposición masiva e inexplicable, y que, llegando al paroxismo de la lucha, se da cuenta de que las salidas en su derredor se cierran y que muy pronto se encontrará solo, algo cede en él, el estado de ánimo de la bestia acosada penetra como una tentación a la cual sucumbe muy pronto, y, cuando su resistencia desesperada se convierte en la de un héroe resignado o de un demente exasperado, es ya un vencido, aplastado por el acontecimiento. Nada de esto en el Evangelio. Hasta el último momento, Jesús resistirá soberanamente, dominando las discusiones, desenmascarando las maquinaciones, arrojando a sus adversarios a la confusión y a la rabia (cf. Mt 21-22). En el momento de su detención, San Juan transmitirá la instantánea conmovedora de un Jesús que, al ponerse firmemente erguido para decir «Heme aquí». derriba a tierra la muchedumbre venida para apoderarse de El (Jn 18, 5). El evangelista trata de hacernos comprender que las circunstancias no han permitido su detención sino porque era la hora querida por el Padre. Hasta el final irradia Jesús una paz extraña, maravillosa, una seguridad señorial, luminosa, que no tiene equivalencia alguna con la historia de los seres humanos. Ciertamente, el coraje, la lucidez, la audacia tranquila han sido el patrimonio de muchos, pero nadie ha llegado a este extremo, nadie ha conseguido una transparencia tal, en ninguna parte se ha visto una ternura tal de humanidad unida a una fuerza divina como ésta.
 

El secreto de Jesús

¿Cuál era el secreto de Jesús? ¿De qué. fondo brotaba esta impresionante serenidad? Este es el problema que queda por plantear. A decir verdad, nos sentimos inclinados a decir que tal problema apenas existe: Jesús, por el hecho de ser el Verbo de Dios, disponía de una energía interior superior a nuestra comprensión, puesto que era una energía divina. Admiramos su actitud soberana en el transcurso de su Pasión; adoramos su silencio ante Herodes, su testimonio ante Pilato, su confesión delante del Sanedrín; besamos las huellas sangrientas de sus pasos durante todo el tiempo que llevó la cruz; permanecemos firmes con su Madre sobre el Calvario, embargados por el arrepentimiento y la gratitud. Pero el secreto de tales misterios es superior a nosotros. ¡Bástenos recibir su incomprensible salvación! Si tratamos de penetrar demasiado profundamente en ellos, corremos el riesgo de experimentar el abatimiento balbuciente que conocieron los tres Apóstoles privilegiados en la Transfiguración y en Getsemaní.

Y, no obstante, nuestra respuesta sería incompleta. Jesús era el Verbo de Dios, pero no dejaba, a pesar de ello, de ser uno de nosotros. El se alimentaba con unos alimentos que nosotros no conocemos (Jn 4, 32), pero confesaba inmediatamente que este alimento consistía en hacer la voluntad de Aquel que lo había enviado (ibíd. v. 34) y, al mismo tiempo, nos invitaba a compartirlo con El (Jn 7, 17). Debía beber un cáliz que sus Apóstoles no podían beber, pero aceptaba inmediatamente que accediesen a compartirlo (Mt 20, 22-23). Se retiraba a un lugar donde sus Apóstoles no podían llegar (In 14, 33), pero era para asegurarles que un poco más tarde ellos también podrían llegar a dicho sitio (ibíd. v. 36). En Jesús, todo está por encima de nuestra comprensión y de nuestras fuerzas, y, sin embargo, desde ese mismo momento, todo es nuestro y se propone a nuestra imitación. Puesto que es preciso tomar nuestra cruz para seguirlo, busquemos el secreto de donde El tomaba la fuerza para llevar la suya.

Este secreto lo revela El mismo cuando dice: «Yo no busco mi gloria; otro se encargará de ello y hará justicia» (Jn 8, 50). Este otro, entiéndase bien, es el Padre. La única fuerza de Jesús radica en coincidir perfectamente con su condición filial. Para El es suficiente ser Hijo, y ser esto antes que ninguna otra cosa: entonces, nada le impedirá ser libre y manso en su camino hasta el abismo de las tinieblas. Ser Hijo, es poner en manos de su Padre el cuidado de su vida y hacerlo incondicionalmente sin prever excepción alguna en circunstancias excepcionales. En particular, es confiarle el cuidado de su «causa». Comprometido en una acción de testimonio delante de su pueblo, Jesús representa una causa, la del Evangelio del Reino; realiza su existencia en su mensaje, se identifica con su misión. La tentación humana es, en este caso, defenderse a sí mismo; la causa no es de nosotros, y nos desborda, pero estamos a su servicio, de suerte que defendernos, es defenderla; si hay necesidad de ello, movílizamos nuestros pobres recursos, a fin de forzar el destino, derribar los obstáculos y cerrar la boca a nuestros enemigos. La nobleza de sangre ¿no quiere que se haga frente y que se luche por todos los medios? La sabiduría de la vida ¿no pide que se combinen las habilidades, las alianzas y las maniobras terrestres para escapar a las trampas que nos tienden las circunstancias y los hombres? Es posible, pero la nobleza del creyente y la sabiduría de la Biblia enseñan otra línea de conducta, que Jesús llevará a su máxima perfección.

Esta actitud consiste en poner directamente su causa en manos de Dios vivo y justo, y observar una conducta consecuente. Constantemente el salmista experimentado deja a Dios el cuidado de cumplir toda justicia según El crea. En la historia de Israel, David ofrece el ejemplo de un hombre que ha practicado con constancia y coraje esta espiritualidad de «abandono» a la voluntad divina. Por ejemplo, cuando estuvo delante de Absalón y se le propuso conducir el Arca de Yahvé, rechazó lo que hubiera podido pasar por una seguridad tomada de su propio jefe sobre la voluntad de Dios: prefirió confiarse totalmente a la ternura y a la voluntad de Aquel que fue siempre su providencia (2 Sam 15, 25). Este abandono espiritual no significa, en modo alguno, que David, humanamente hablando, sea un resignado, va a demostrar inmediatamente que nada ha perdido de la astucia política que tantos servicios le prestó (ibíd. v. 32 s.): en el fondo, mucho más que de un simple fatalismo psicológico, se trata de una actitud religiosa deliberada. David maniobra con los hombres, pero se niega a maniobrar con Dios. Quiere guardar pura su causa delante de Yahvé; sabe que de este modo, tarde o temprano ella prevalecerá, porque Yahvé es un Dios justo. Es de este modo como debemos comprender las diversas negativas del joven David de poner la mano sobre Saúl cuando las circunstancias ponen a este último a su merced (1 Sam 24, 13, 16, 18-21, etc.): no se trata, hablando con propiedad, de caridad, sino de una actitud de fe. David sabe que será con más justicia y eficacia vengado por Yahvé, que si se arrogase el derecho de hacerse justicia. De igual manera, cuando huye de su hijo rebelado, sabe que el corazón de Yahvé se sentirá más inclinado a salvarlo, cuanto su miseria sea mayor: «Dejad que este hombre (Semeí) me maldiga, si Yahvé se lo ha ordenado. Quizá Yahvé considerará mi miseria y me devolverá el bien en lugar de su maldición actual» (2 Saín 16, 11-12).

Lo que David expresa aquí será inculcado por todos los profetas a Israel en la hora de las pruebas de Jerusalén: «Debo sufrir la cólera de Yahvé, puesto que he pecado contra El, hasta que juzgue mi causa y me haga justicia» (Miq 7, 9). La justicia de Dios aquí es su misericordia; lo que El no puede tolerar es que aquellos que ha amado sean oprimidos exageradamente, incluso aun cuando haya permitido esta opresión como castigo de sus pecados: el castigo, en la Biblia, es el medio propio por el cual la gracia de Yahvé retorna sobre Israel, no tanto porque Dios obtiene por medio de él venganza y satisfacción de los pecados c(e su pueblo y considera amansada su cólera, cuanto porque el castigo sumerge a Israel en una miseria que cambia el corazón de Dios (cf. Os 11, 8) y le excita a volver a ser su Salvador. Los pobres de Yahvé han aprendido el gran poder que tenían sobre la ternura de su Dios; que tengan paciencia en sus pruebas, que no traten excesivamente de salvarse a sí mismos: a la larga, es Dios quien se ocupará de ellos, y quien tomará su causa en sus manos. «Es cosa buena esperar en silencio la salvación de Yahvé» (Lam 3, 26). Si su causa fue al principio maldita porque pecaron, su miseria transforma su situación y, al no cesar de tener necesidad del perdón divino, lo obtienen al fin en el momento de su desenlace. De este modo, el abismo llama al abismo, el sufrimiento humano atrae la compasión divina, la humillación entraña la exaltación: toda la Biblia anuncia cómo el aniquilamiento del Hombre en su Pasión prepara la elevación del Hijo de Dios en su Resurrección.

En Jesús, este misterio se cumple con una pureza y una diafanidad inigualables. Su causa no es ciertamente, como la de Israel, una causa de hombre carnal, una causa disputable de pecador: es la misma causa de su Padre. Por esta causa, el movimiento por el cual El la confía en sus manos, es idéntico al acto por el cual El se confía como Hijo en sus manos. Dejando al Padre el cuidado de defenderlo, de justificarle, de librarle y, finalmente, de glorificarle, Jesús tiene el alma libre para consagrarse a la misión que ha recibido sin dejar que se interfiera el cuidado de su propia seguridad: Esto no quiere decir que renuncie a la lucha, sino todo lo contrario: pero esta lucha no es en modo alguno una lucha porque prevalezca su propia gloria humana, y todavía mucho menos una lucha para salvar su vida: es una lucha para testimoniar y hacer triunfar la verdad, cuya misión de manifestar al mundo ha recibido. Sus enemigos no le causan temor, porque apenas piensa en ellos sino para salvarlos; El piensa en lo que debe decir y hacer en nombre de su Padre.

No nos confundamos sobre esta actitud; distingámosla bien de lo que es su caricatura puramente psicológica. Decir que Jesús no está obsesionado por el cuidado de su éxito y de su seguridad humana, no quiere decir que se conduzca de forma temeraria, descuidado de toda circunspección. Se le ha visto desconfiar de hombres a los que él conocía demasiado bien (Jn 2, 24); ocultarse para esperar mejor su hora (Jn 7, 2-10); en los últimos días, salir todas las tardes de Jerusalén como medida de precaución. Pero se trataba de precauciones que no tienen nada de febriles, complicadas, astutas. Magníficamente consciente de la prudencia que su situación exige para no tentar a Dios, está al mismo tiempo magníficamente abandonado a la voluntad del Padre. No acepta en modo alguno la sugerencia del Tentador de arrojarse desde lo alto del templo, como tampoco la de meterse ingenuamente en las fauces de sus enemigos, por la seguridad de que, siendo Hijo de Dios, se presentarán los ángeles en el momento oportuno para librarlo de un peligro prematuro. Opera como hombre sensato, no con una inconsciencia más o menos fanática; pero también avanza con la sencillez de un pobre desarmado, que se apoya únicamente en la justicia de Dios y no en las defensas humanas.

Cuando llega la hora en que aquellos que le habían seguido durante un trayecto del camino le van a abandonar, incapaces en este momento de dar un paso más para acompañarlo en su Pasión, El mismo previene el abatimiento en que se van a encontrar; para que el remordimiento del abandono en que lo dejan no los atormente, los reconforta revelándoles la inagotable paz que le rodea como una túnica sin costura que los verdugos no podrán arrancarle ni desgarrarle: «He aquí que llegará la hora—ella ha llegado—en que os dispersaréis cada uno por vuestro lado y me dejaréis solo. Pero no, yo no estoy solo: el Padre está conmigo. Yo os he dicho todas estas cosas para que tengáis paz en mí» (Jn 16, 32-33).
 

Dejándoos un modelo

Nos queda beber en Jesús la fuerza de nuestra propia obediencia al Padre. Nos ha ordenado todo lo que El ha vivido primero (cf. Lc 12, 1-32). Si supiéramos verdaderamente, como El lo sabía, que el Padre tiene cuidado de los suyos, no temeríamos jamás a los hombres; pondríamos el cuidado del testimonio evangélico antes que el de nuestra propia conservación; no trataríamos de «reunir tesoros para nosotros mismos», es decir, de preocuparnos demasiado de nuestra suerte egoísta, sino de «enriquecernos con la mirada puesta en Dios», es decir, en hacer rendir para Dios los talentos que nos concedió, porque es entonces cuando nuestra causa es la suya; nos acostumbraríamos a la idea de que, puesto que entonces nuestra causa no es la nuestra, sino la de Dios, El sabrá defenderla mejor que nosotros; tendríamos de este modo una confianza serena en la providencia del Padre y, por encima de todo, buscaríamos el Reino, sabiendo que la voluntad del Padre es que este Reino se realice.

«Cristo ha sufrido por vosotros, dejándoos un modelo a fin de que sigáis sus huellas» (1 Pe 2, 21). ¡Oh Padre!, decía Jesús, «en tus manos encomiendo mi espíritu», «mis horas están en tu mano» (Sal 31, 6-16; cf. Lc 23, 46). No ciertamente porque estoy fatigado de esta vida terrena, disgustado de los hombres, cansado de la lucha, sino porque esta Pasión que se aproxima es la ocasión suprema que me has preparado para demostrarte que mi confianza no está sino en ti («es necesario que el mundo sepa que yo amo al Padre» [Jn 14, 31]); y ésta es la ocasión que te has preparado desde el principio para manifestarme tu amor y tu fidelidad. ¡Oh Padre, he aquí que yo me intereso por ti más que por mi propia causa, si es que me es posible distinguir mi causa humana de la tuya!; es mejor para mí confiarme en ti que buscar mi justicia en el sentido que los hombres atribuyen a esta palabra, y más dulce para mí desear tu gloria que inquietarme por la mía a los ojos del mundo. Yo daré testimonio de tu nombre delante de mis enemigos, pero nada diré en mi defensa; es a ti adonde revertirá toda la gloria de mi salvación y de mi resurrección, y es el Espíritu Santo el que se constituirá en mi defensor hasta el fin de los siglos, para que los hombres sepan que Tú eres su Padre, que el Espíritu Santo es su vida y que, abandonándose a ti como yo me he abandonado, ellos alcanzarán, con pureza de corazón, la visión de Dios y la vida eterna.

He aquí por qué la Pasión de Jesús irradia una paz semejante y por qué el drama espantoso del Gólgota es celebrado por la Iglesia con acentos de una inolvidable ternura y de una prodigiosa serenidad. Apenas la liturgia se deja ensombrecer por el complot de los judíos, la traición de Judas, la cobardía de Pilato — en una palabra, por los sombríos planes de Satanás. No es ciertamente Satanás lo que nos interesa, ya que aquí no hay nada que le pertenezca (cf. In 14, 30), es este abandono de un Hijo en el amor de su Padre lo que debe convertirse en el modelo activo de nuestra propia existencia. A nosotros corresponde ahora vivir nuestras pruebas a la luz de tal misterio.