CAPÍTULO PRIMERO

LA DURA LECCIÓN DE LOS PRECURSORES


1. ABRAHAM

Sentado delante de su tienda, entre Ai y Bethel, en la encina de Mambré o en otra parte, Abraham espera las visitas de Dios. Es su manera de vivir la fe. Deja que las palabras divinas desciendan sobre él, lo impregnen, lo alimenten. De tiempo en tiempo, sus labios se mueven; en voz alta o en voz baja, invoca el nombre de su Dios: «Mi Señor Yahvé...» El destina un momento para formular las palabras concretas de su oración. «Mi Señor Yahvé, soy ciertamente muy atrevido al hablar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza...» (Gén 18, 27). En efecto, habla con osadía porque Yahvé lo escucha.

Yahvé lo escucha, ve ante sus ojos este corazón puro, abierto y entregado. ¡Lejos de El ser cruel con este justo! No le ha prometido otra cosa que bendiciones. Abraham lo sabe perfectamente y se siente dichoso por ello, dichoso como un niño. Puede decir a su Dios: «¡Lejos de ti hacer esto: hacer morir al justo con el pecador... lejos de ti!» (Gén 18, 25). Abraham tiene como una evidencia deslumbradora de semejante verdad.

Pero, entonces, ¿cuál no sería su estupor cuando oyó la voz divina dirigirle la palabra abrupta y punzante: «Toma a tu hijo, a tu único hijo, al que tú amas, Isaac, y dirígete al país de Moriah, y allí lo ofrecerás en holocausto sobre una montaña que yo te indicaré»? (Gén 22, 2).

Abraham se levantó muy temprano, ensilló su asno, tomó a Isaac y salió. El sol se levantó sobre el horizonte, sus labios no se movían. Isaac le preguntó dos o tres veces, pero él apenas respondió. El hijo no insistió, pensando quizá que su padre estaba orando. ¿Oraba Abraham? Sus labios no se movían. Una gran angustia, simple pero sin fondo, había invadido de pronto su interior. Su corazón se asemejaba a este desierto, inmenso, vacío. ¿Vacío? No, sin embargo. El oía hablar allí a gentes en pleno delirio. El reconocía allí su propia voz, y el Otro; ¡hasta tal punto se le habían hecho familiares la suya y el Otro! Oía decir al Otro: «Lejos de ti hacer tal cosa...» Se sentía humilde, pero seguro; suplicante, pero confiado. No acertaba a acordarse de lo que el Otro entonces le había respondido. Como si los oídos le zumbasen, no oía del Otro más que la orden clara, brutal: toma a tu hijo, a tu único hijo... Su antigua plegaria volvía machacona, pero era la obsesión de un recuerdo, no era ciertamente una plegaria: «¡Lejos de ti hacer morir al justo con el pecador!»

¿Quién podía ser justo ante Yahvé? ¿Quién pretendería serlo? ¡No se habían encontrado diez justos en Sodoma y Gomorra, ciudades populosas! Y él, Abraham, el viejo Abraham, ¡había llevado una vida aventurera!, ¿se acordaba perfectamente de todo lo que había podido hacer? Había huecos en su memoria que se convertían en otros tantos pozos de inquietudes. ¿Quién podría llamarse justo ante Yahvé? Por otra parte, se acordaba de pronto: él, Abraham, el cobarde Abraham, él, por ejemplo, había consentido despedir a Agar y a lsmael por causa de Isaac. ¿Qué había sido del niño abominado? «¿Es que acaso el juez de toda la tierra no hará justicia?» (Gén 18, 25). ¡Palabra peligrosa! ¡Cómo le hacía temblar en estos momentos! ¿Por qué lo había dicho? Aquel día ella invitaba a Yahvé al perdón, pero esta mañana, esta mañana... «Lejos de ti hacer esto.» Pero Yahvé había hecho bien el asunto de aquel día, y fue justo. Terrible y justo. Abraham lo vio con sus propios ojos, vio «subir la humareda del país, como la humareda de un horno» (Gén 19, 28). En verdad, Yahvé decía y hacía. Ahora bien, ¿qué había dicho esta mañana? «Toma a tu hijo, a tu único hijo...» Y Abraham se aterrorizó, sus labios se crisparon.

Desde el primer día Abraham escuchaba, y todo lo que Yahvé decía, Abraham lo ejecutaba: ésta era la obra de Abraham. Y todo lo que Yahvé decía que iba a hacer, Yahvé lo hacía: ésta era la obra de Yahvé. En su omnipotencia y su perfecta justicia, Yahvé no podía apartarse un ápice de su obra. Abraham, en su fe perfecta y en su completa obediencia, tampoco se desviaría de la suya. ¿Era ésta la causa por la que caminaba recto hacia Moriah, por el camino más corto? ¿Para qué tratar de ganar tiempo? No se debe jugar con Dios, no debe ocultarse nada ante Dios. ¿No estamos constantemente al desnudo bajo su mirada, y sobre esta tierra desnuda?

Pero mientras caminaba, Abraham recordaba. No podía por menos de hacerlo, y ésta era su manera de rezarle en esta hora. Sus labios se movían, pero revisaba en su interior, oía en su interior muchas cosas pasadas. ¿No le había dicho Yahvé: «Tu esposa Sara te dará un hijo, a quien pondrás por nombre Isaac, yo haré mi alianza con él como una alianza perpetua para ser su Dios y el de su raza después de él»? (Gén 17, 19). Abraham no se había olvidado de estas palabras, sino que se las había grabado muy bien sobre su propia carne. Y bien, si Yahvé deseaba que Isaac muriese, ¿habría pronunciado estas palabras tan hermosas? Si Yahvé decía y hacía, ¿no haría también que estas promesas se cumplieran? Después de todo, pensó él (finalmente, finalmente llegó allí, había llegado el momento, Moriah estaba muy cerca), después de todo, este Dios, su Señor, era ciertamente capaz «incluso de resucitar los muertos» (Heb 11, 19). ¡Lejos de ti hacer tal cosa!, ¡faltar a tu palabra! Lejos de ti... Abraham comenzaba de nuevo a rezar, sus labios ahora se movían. «Mi Señor Yahvé... Yo soy muy osado al acercarme a mi Señor, ¡yo, que soy polvo y ceniza!»

«Isaac dijo: «¡Padre mío!» El respondió: «¡Sí, hijo mío!» «Y bien, respondió él, he aquí el fuego y la leña, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto?» «Es Dios el que facilitará el cordero para el holocausto, hijo mío.» Y ellos dos juntos se marcharon» (Gén 22, 7-8).

He aquí cómo Abraham creyó en este día, y no desfalleció en su fe, él, el padre de los creyentes. El realizó su obra; Dios también cumplió la suya: El se la computó como justicia, lo bendijo y le devolvió a Isaac: «Juro por mí mismo, palabra de Yahvé: porque tú has hecho esto, porque no me has negado tu hijo, tu único hijo, yo te colmaré de bendiciones, yo haré que tu descendencia sea tan numerosa como las estrellas del cielo y como las arenas que están en las orillas del mar» (Gén 22, 16-17).

«Esto fue una parábola» (Heb 11, 19). Aun cuando tan dramática, no fue otra cosa que una parábola. Fue Jesús el que jugó la historia verdadera. Abraham regresó aliviado, tranquilizado, todo gozoso y cantando: «¡Lejos de Yahvé hacer morir al justo con el pecador!» Casi se reía de su espanto, de su dificultad en comprender: él no sabía todavía que se trataba de una parábola. Dios le reprendió y guardó para sí sus pensamientos. De tiempo en tiempo, le dejaba entrever algo de esto, porque finalmente era necesario que se llegase a la verdadera historia. «¿No era necesario que Cristo sufriese estos padecimientos para entrar en su gloria?» (Lc 24, 26). ¿Cómo, Cristo, el único Justo? «Lejos de ti, Señor, no, esto no te sucederá» (Mt 16, 22). Esto, sin embargo, sucedió.

Jesús decía: «¡Abba, Padre!, si es posible, aleja de mí este cáliz» (¡lejos de mí, lejos de mí todo esto!), «sin embargo, no se haga ro que yo quiero, sino lo que tú quieres» (Mc 14, 26). Ahora bien, es neceserio, digamos con claridad, lo que Dios quería: quería que el justo muriese por los pecadores.

¡Lejos de ti, Padre, lejos de mí!, gritaba Jesús. Pero el terror de su carne se apagó. El lo quiso de grado. Sabía que resucitaría y que volvería a su Padre mejor que Isaac fue devuelto a Abraham. Y Abraham vio este día (Jn 8, 56), él comprendió la historia y su parábola, y que él, el humilde patriarca, había vivido anticipadamente el drama pascual que es la aventura de todo creyente.

II. JUAN EL BAUTISTA

Dieciocho o veinte siglos después de Abraham, Juan el Bautista visita frecuentemente las orillas del Jordán. Le vemos allí inclinado sobre el agua que se retira, viendo desaparecer en sus remolinos el polvo y las manchas de todo un pueblo. Más misteriosamente todavía, le vemos asomado al principio del Nuevo Testamento corno un hombre quemado por el deseo y que acerca finalmente los labios hacia el recipiente de agua fresca. ¡Pero él no beberá jamás! Ni estará mucho tiempo viendo reflejarse allí su propio rostro, porque he aquí que Otro Rostro se perfila y dibuja por encima de su espalda. Olvidando su sed y que el agua está al alcance de su mano, Juan permanece desconocido en la visión inenarrable de Aquel que espera, que anuncia y que ya se aproxima para repartir profusamente el agua viva. Su alegría está colmada, pero nadie hace caso de él, ni siquiera él mismo. «¡Rabbí, aquel que estaba contigo al otro lado del Jordán, aquel de quien tú has dado testimonio, helo aquí que bautiza y todos corren tras él!...» (Jn 3, 26).
 

Era necesario un Precursor

Admitimos sin dificultad que el Hijo de Dios haya querido un Precursor. En realidad, no solamente convenía a su dignidad, sino que era misteriosa pero irresistiblemente invocado por todo el Designio revelado. Quitar a Juan el Bautista es, sencillamente, impedir el comienzo del Evangelio; es suprimir el medio de hacer que Jesús entre en la historia, de hacer que penetre a fondo, con la sencillez requerida, con la coherencia exigida. Semejante lógica se demuestra con argumentos que se pueden contar: todo ha sido construido e introducido por Dios de tal manera, que el Precursor juega en ello un papel esencial, un relevo necesario. Lo han reconocido perfectamente los cuatro Evangelistas, los cuales no han podido por menos de colocar la silueta del Bautista en la aurora todavía silenciosa de la vida pública de Jesús. Era necesario un Precursor: para quien ha comprendido en su interior las apariciones, las articulaciones, las prefiguraciones y las realizaciones del plan de Dios, es de una evidencia tan grande como el misterio era necesario que da razón de la Pasión. Por otra parte, no es en esta afirmación de principio donde nosotros experimentaremos la dificultad. Nos preguntamos: ¿por qué no? De hecho, está así perfectamente, conviene en grado sumo. Esto nos parece proceder de una sabiduría perfectamente accesible, y el coeficiente de trascendencia que debemos atribuir a semejante sabiduría en nada daña su nitidez. Por el contrario, sabemos perfectamente que Dios es sencillo; y sobre la base de esta certeza equívoca, nos sentimos en general demasiado felices al simplificar aún más las motivaciones, las circunstancias y los proyectos de esta sabiduría. Nos sentimos prontos a subrayar con complacencia a cualquier incrédulo que nos pregunta la razón de ello, la razonable conducta del plan milenario de Dios: tan razonable, que ser cristiano no requiere verdaderamente esfuerzo especial alguno, no requiere otra cosa que sensatez, que es la cosa del mundo mejor repartida.
 

«Los hombres lo han tratado a su capricho»

Desgraciadamente, estas bellas demostraciones, en el momento en que se estudian más de cerca, se muestran ilusorias. Desgraciadamente, basta que la sabiduría divina se cumpla, para que no aparezca en su totalidad como nosotros nos la imaginábamos. Lo que nosotros comprendemos de ella no nos sirve de ayuda alguna, al menos sobre el terreno, para comprender lo que nosotros vemos de ella. Supongamos un hombre que pretende: Dios acaba de hacer lo que yo había entendido que haría, o: su acción responde exactamente a mi creencia — ¡este hombre es un embustero! Nunca es tan grande la separación entre la inteligencia y la realidad corno cuando se trata de los planes de Dios: éstos son demasiado reales para el semi-sueño incorregible en el que nosotros vivimos, y son demasiado inteligentes para nuestra inteligencia embrutecida por el pecado o asustada por el presentimiento de la santidad divina, tan pequeña, que no conoce su propia grandeza y necesita de Dios para revelársela.

Igual nos ocurre ante Juan el Bautista. Nos embarga un estupor, tanto más penetrante cuanto mejor lo meditamos. Entre la función de este hombre en el plan de Dios y la pobre aventura real que lo condujo desde el desierto al Jordán y desde el Jordán a Macheronte, ¡qué desarmonía tan inimaginable! El Precursor del Hijo de Dios, convertido en juguete del rey Herodes! «Ha dado órdenes a sus ángeles para que tu pie no tropiece contra la piedra» : ¡qué ironía más insoportable! Dios mío, Dios mío, ¿por qué lo habéis abandonado? «Los hombres lo han tratado a su capricho» (Mc 9, 13). Y esto es ciertamente lo que nos desconcierta, e incluso nos escandaliza. Porque, finalmente, ¿quién había tomado a su cargo el destino del Bautista: los hombres o Dios?

El Bautista no había sido formado en las entrañas de la tierra y en el seno de su madre más que para mostrar durante un momento con el dedo a Aquel que venía. Terminada su misión, podía desaparecer, y era incluso útil que desapareciese. Se le podía abandonar a quien lo quisiese. Por un baile, sería vendido a la muerte y su cabeza colocada sobre un plato (¡qué burla tan siniestra!), y nadie hablaría apenas de él. Esta muerte no provocaría ni sublevación ni remolino. Los discípulos del Bautista se limitaron a sepultar su cuerpo, a mantener su memoria con piedad entre el pueblo y a extenderse por todas partes en el Oriente.
 

Jesús y Juan

«Los hombres lo han tratado a su capricho...» Uno solo sabía la causa y lo que este abandono significaba, y éste era Jesús. Ahora bien, Jesús ha dicho de él estrictamente lo que importaba decir para revelar la misión profética de Juan. Jesús vincula el drama del Bautista a su propio drama en el homenaje público que le rindió (Mt 11, 7 s.): a partir de este momento, nosotros comprendemos que el envío de este hijo de hombre y el envío del Hijo del Hombre estaban sólidamente concertados y relacionados entre sí en la trama del Designio de Dios. Las otras veces en que Jesús habla del Bautista fue por alusión. Esto es poco. Nosotros no podemos dejar de creer que el Precursor tenía en el corazón humano de Jesús un puesto excepcionalmente privilegiado, como nos lo daban a entender las palabras con que le nombra. Como si existiese entre ellos un cierto secreto que no afectaba a los hombres, o que el silencio sólo a la larga podría revelarlo...

Hay, sin embargo, gestos que revelan los movimientos profundos del alma. ¿Qué pensar de la brusca decisión tomada por Jesús, ante la noticia de la muerte del Bautista, de marcharse inmediatamente a la otra orilla del lago de Galilea, hacia el desierto? (Mt 14, 13). ¡Cuán extraño, cuán revelador, esta necesidad inmediata de soledad al enterarse de esta muerte! Nosotros vemos en ello la conmoción violenta de un corazón para el que el desaparecido representaba ciertamente algo más que un funcionario precursor o el pionero de una misión común: una presencia esencial, una amistad fundamental. Ciertamente, Jesús no está dominado por su emoción, y, llegado al otro lado del lago, la superará fácilmente para hacer frente, durante toda la jornada, a la muchedumbre que se le ha adelantado y sorprendido; pero entonces, ¡qué grito ha debido elevarse este día en la soledad de la montaña! «Tan pronto despidió a las muchedumbres, él subió a la montaña separadamente, para orar. Llegada la tarde, estaba allí solo...» (Mt 14, 23).

Hecho destacable: esta oración de Jesús no tuvo testigo alguno, y hasta parece que Jesús tuvo muy buen cuidado de reembarcar a sus discípulos para que ninguno de ellos tuviese la idea de merodear en su busca y sorprenderlo. Ahora bien, no era costumbre de Jesús ocultar sistemáticamente a los hombres la intimidad de su vida de oración. La oración de la Transfiguración, la larga oración después de la Cena, el combate espiritual de Getsemaní no fueron en modo alguno oraciones de segundo orden, oraciones accesorias: ellas exponían a Jesús a las más terribles intimidades del misterio divino y de la voluntad de su Padre; ahora bien, tuvieron testigos, y Jesús había querido estos testigos. Pero cuando quiso hablar con su Padre del alma prodigiosa y dolorosa de Juan Bautista, Jesús rechazó todo testigo. Como si nosotros fuésemos para siempre incapaces de comprender ciertas cosas del misterio de esta vocación. El Bautista, para nosotros, se identifica con su corta y decisiva misión, y todos nosotros corremos el riesgo de no conocerlo más que por fuera, de no conservar de él otra cosa que la imagen de este dedo orientado hacia Jesús. Para el mismo Jesús, él debía ser infinitamente más; quizá un corazón que, al ser el más cercano de todos los corazones de los profetas, había vivido secretamente por anticipado algo de su Pasión. «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»
 

La oración de Juan Bautista

Jesús rezó un día este salmo. ¿Y Juan Bautista? He aquí que nos damos cuenta con asombro que casi nada sabemos de la oración del Bautista. Tenemos plegarias de Moisés, de Elías, de Isaías, de Jeremías (imuchas plegarias de Jeremías!), de Ezequiel, de Daniel... Casi solo, Juan Bautista figura aparte; no tenemos plegaria alguna de Juan Bautista. No es ciertamente porque le haya faltado materia, ni porque se haya evadido de la necesidad, de la nobleza, de la labor de la oración. E incluso, para imaginar esta plegaria, no carecemos en modo alguno de datos. Si Jesús ha rezado los salmos, Juan Bautista los ha tenido que rezar también; si el Verbo no ha considerado los salmos demasiado estrechos para su oración de gigante, si ha podido deslizar en ellos su alma humana y dejarla respirar allí con comodidad, Juan Bautista no ha podido tener otra actitud distinta sobre este punto. Aquellos que habían venido antes que él habían rezado los salmos. Aquel que venía detrás de él rezaba los salmos: él habría realizado mal su misión de heredero de unos y de testigo del otro si hubiese producido una ruptura allí donde Aquel que anunciaba rechazaba hacerla -- al menos aparentemente, al menos en la articulación y la vocalización de la plegaria. Entre las situaciones del Bautista no hay una a la que no se le pueda asignar uno, dos, diez salmos, que le habrían permitido, que le han permitido ciertamente, transformarla en plegaria. Si Juan Bautista hubiese venido a solicitarnos una plegaria para cada uno de los estados y para cada una de las etapas de su vida, cualquiera de entre nosotros le habría encontrado, a mansalva, uno, dos, diez salmos que le habrían consolado; o al menos que le habrían permitido ser desolado con una desolación bíblica, fiel, grata a Dios. Convengamos más bien que él no tenía por qué pedir semejante consejo a cualquiera que fuese. Conocía mejor que nadie sus salmos, y, más que cualquier otro, se encontraba en la coyuntura exacta a la cual el salmo daba voz y plegaria.

Si los salmos han sido escritos por cualquiera, si el Espíritu los ha reunido por la intención de una persona concreta, nosotros pensamos con razón y decimos que esta persona es Cristo; pero después de Jesús, si a toda costa necesitásemos otro nombre, tendríamos que pensar y decir que esta persona es Juan el Bautista. Todos los salmos no son otra cosa que el grito de hombres caídos en la mano directa del Dios vivo. Todos ellos no han estado gritando de un extremo a otro de su existencia. Han gritado en un momento determinado, en una cierta prueba, con motivo de cierta espera, cuando pasaban por lo que ellos llamaban el crisol y cuando ellos sentían que la mano de Dios fustigaba sus riñones y sus corazones. De este modo ha nacido el salterio; si ellos hubieran gritado desde la mañana hasta la tarde y durante todos los días de su vida, el mundo entero no habría bastado para contener el salterio de estas palabras, pero ellos gritaban y después se callaban, y cada salmo, entregando el momento de una vida, nos invita a pensar que el resto de esta vida era silencio, o repetición incansable de la misma súplica. Juan Bautista no ha cesado de vivir, con pleno conocimiento, en la poderosa mano de Dios. Desde el seno de su madre, se alegraba de ser el puro instrumento de un único designio divino. No ha tenido otra razón de existir, ni de una existencia tan corta. No solamente no ha debido ignorar el salterio, sino que lo ha debido devorar y actualizar, como Jesús solo después de él, aunque de otra forma completamente distinta que él, podía hacerlo. Se lo sabría de memoria, no simplemente como todo buen judío de aquel tiempo, sino como si reconcentrase en sí las pruebas de todos aquellos que, a lo largo de los siglos, habían hilvanado estos cantos que nosotros llamamos alabanzas divinas, pero que son, no lo olvidemos, más precio de sangre y de lágrimas que de risas y de felicidad.

Y bien, pudiendo afirmar todo esto con una cierta seguridad y sin temer demasiado movernos indebidamente más allá de la historia verdadera de Juan el Bautista, nos vemos obligados, no obstante, a constatar que sabemos muy poco de la oración de este profeta. Porque, para un hombre de este temple, invadido por los presentimientos de la obra divina tal como se tramaba a la vez entre sus manos y a su espalda, y ciertamente inquietado hasta lo más profundo del alma por estos presentimientos, las palabras y, ya lo hemos dicho, la articulación y la vocalización revelan muy poco de la plegaria. Lo esencial es un estremecimiento del alma que pasa por las palabras pero las vuelve incandescentes, trastorna sus propiedades reveladoras, opera una refundición instantánea de ellas para hacerles decir infinitamente más que jamás han dicho, y finalmente las abandona de nuevo, enfriadas, inmóviles, incapaces de dar testimonio de esta vibración y de esta corriente momentáneas si el Espíritu no influye en ellas. Ahora bien, si el Espíritu Santo ha juzgado necesario y bueno revelarnos algunas ideas rápidas pero significativas sobre la oración de Jesús, ha juzgado que la oración del Bautista no nos pertenece. Nosotros ni siquiera sabemos cuál será la plegaria que enseñaba a sus discípulos y que ha dado la idea a los Apóstoles de pedir a Jesús que les enseñase la suya. Dios ha sido menos reservado sobre su Hijo que sobre el Precursor de su Hijo; nos ha hecho confidencias sobre Jesús que se ha negado a hacer sobre Juan Bautista. Es una determinación sorprendente, si se piensa en ella. Juan es, quizá, el santo que ha orado más y sobre cuya oración sabemos menos.

Si se agota de un extremo a otro, estudiándolo lo mejor posible, el tiempo de vida pública de Juan Bautista no se llega a un resultado muy considerable; se sentiría incluso la tentación de acusar a Dios de desorden: ¿no tenía Juan con qué llenar diez existencias de acción profética? Ahora bien, apenas ha comenzado, cuando, por decirlo así, ha terminado. Se dirá que esto no fue por su gusto; fue la prisión la que le ha hecho callar; pero Dios, que librará más tarde a Pedro de la prisión del mismo Herodes (Act 12), era perfectamente capaz de librar de ella a Juan si hubiera querido. El hecho es que no lo ha querido. Juan había terminado su obra; las cosas podían continuar su curso. Si, pues, se exceptúan de la vida de Juan estas épocas intensas, pero breves, de actividad pública, ¿qué fue de aquellos años gratuitos, silenciosos, aparentemente vacíos, aparentemente inútiles? El oró. El no podía hacer otra cosa. Juan Bautista es, ciertamente, el santo que más ha orado y es el santo sobre cuya oración sabemos menos. La oración de Juan Bautista, el alma de Juan Bautista ¿no nos pertenecen, pues, en modo alguno?
 

El testigo de Dios vivo

La desgracia para nosotros sería pensar y deducir de este pensamiento que el Bautista ha terminado su misión, hace ya veinte siglos y que no podemos ya cuidarnos de él más que aparentemente como Dios no se ha preocupado de él después del Bautismo de Jesús en el Jordán. En verdad, el misterio cristiano de Juan Bautista es que este profeta, que no nos introduce ya personalmente al lado de Jesús, continúa siendo para nosotros el testigo de los caminos más desconcertantes del Dios vivo. Testigo silencioso: pero el ejercicio de nuestra vida de fe ¿no ha atraído desde hace mucho tiempo nuestra atención sobre este género de testimonio? Hay un oficio público de testimonio, una predicación, una palabra de anuncio y de requerimiento: tal fue el oficio del Bautista al borde del Jordán, y tal oficio comienza y se acaba; y hay allí un oficio silencioso de testimonio, que no se termina, que pertenece al orden de la presencia reveladora, de la existencia inagotable: tan perpetuo y necesario como una respiración o una amistad. La Iglesia ha descubierto, en la morada de su fe, un testimonio silencioso semejante en la Virgen; hay en él un testimonio silencioso parecido al del Bautista.

¡Extraño testimonio! El mayor de los profetas ha sido tratado por Dios, que lo amaba, como jamás ha sido tratado el menor en el Reino de los cielos. Este privilegiado del Señor no ha sido en modo alguno mimado por el Señor. No ha tenido jamás su Tabor, como Pedro, o su tercer cielo, como Pablo; no ha gustado vino alguno ni siquiera el del Espíritu Santo, del que se han embriagado después de él todos los hijos del Reino. Amó a Jesús al menos tanto como Juan el Apóstol le amó; pero Juan el Apóstol dejó caer su cabeza sobre el pecho de su amigo, Juan el Bautista no ha tenido más que una sola vez la alegría inefable de levantar los ojos sobre su amigo. Profeta de la espera y del renunciamiento, él ha sido, es verdad, colmado en su renunciamiento al haber oído la voz del Esposo; pero esta voz ni siquiera se dirigía a él, y el Esposo no vivía sino para otros... El rigor y la pobreza de la vida del Bautista, este desierto implacable que fue su única morada, nos espantan a medida que calibramos su intensidad, su inmensidad. Era necesario ser Dios para concebir semejante destino y proponerlo a un hombre; para atreverse a pedirle semejante desaparición, semejante pasión antes que la memoria de la Pasión de Cristo pudiese templar su sufrimiento e iluminar su noche.

Por esta causa, nosotros presentimos que los sentimientos de Jesús por su Precursor no son comparables a ninguno, comprensibles por ninguno: existe aquí un misterio único, un abismo sin igual. Nadie, fuera de la Virgen, ha sido asociado tan íntimamente a la Encarnación del Hijo de Dios, pero en su misma pobreza, la Virgen encontraba su gloria, mientras que el Bautista no ha encontrado otra cosa que el abandono y la muerte. Su figura podría aparecernos, si no dudásemos del inconcebible amor de Dios para este hombre oscurecido, como la única figura realmente trágica de toda la historia bíblica. No, «entre los nacidos de mujer no ha surgido otro mayor que Juan el Bautista» (Mt 11, 11), pero ¡qué temible e incomprensible grandeza aquella cuya acción se ha reservado exclusivamente Dios, los ojos fijos sobre su Plan! Difícilmente podemos sospechar con qué ternura de gloria ha debido el Señor envolver a su siervo, al humilde profeta del Jordán, y qué alborozo ocupa de ahora en adelante este corazón que, tras su ruda apariencia, era incapaz de alegría terrestre alguna, y no había sido moldeado sino para vivir y para vibrar a la única voz del Cordero y del Esposo, a la única Palabra del Verbo eterno.