El Año Litúrgico empieza donde termina, ya que no tiene fin en sí mismo. Es un ciclo jamás cerrado, abierto siempre y dispuesto de tal manera sabiamente que su final debe coincidir con su principio. La solemnidad de Cristo Rey (propiamente el Domingo 34 del Tiempo Ordinario) termina con el advenimiento del Hijo del Hombre en la parábola del juicio final y empieza el I Domingo de Adviento con anuncio de la venida escatológica del Señor; según el evangelio de Marcos. En uno como en el otro la perspectiva es el Señor que viene en la gloria de su Reino. La Palabra celebrada, escuchada, entregada y orada en los cuatro domingos de Adviento intensifica en nosotros la gloria del Señor Resucitado, que viniendo en la carne de su humanidad, viene ahora y siempre a nosotros en la gracia del Espíritu Santo y vendrá en la gloria del último día. La Iglesia como esposa desea ardientemente esta venida del Señor y con el Espíritu grita incesantemente: «Ven, Señor Jesús». Viene cuando es celebrado en los Divinos Misterios y a través de las obras que los fieles realizan en orden al crecimiento del Reino y viene para morar en nosotros. Viene para ser amado, conocido y celebrado. Todo el Año litúrgico es signo de una existencia redimida, que tiene su principio, su desarrollo y su plenitud.