Meditación ante Cristo crucificado


Han capturado a Jesús. La patrulla lo ata y lo conduce a casa de Anás. Jesús es abofeteado y enviado al Suma Sacerdote Caifás. Entra en acción Pilato, quien ve en Jesús un asunto comprometedor, en el que no quiere mezclarse. Finalmente, y entre las negaciones de Pedro, es llevado a la cruz. Estos son los hechos.

¿Qué podemos esperar de un crucificado? Pensar que Jesús acepta la muerte por ascesis, porque tiene mucho aguante o es muy sufrido, o porque tiene que cumplir inevitablemente un plan que le ha sido impuesto por el Padre, es dar muestras de no haber entendido nada del relato de Juan.

Jesús ha estado trabajando desde el comienzo con una idea: hacer la voluntad del que le envía. Este trabajo era su alimento (Jn. 4, 34). Ha puesto todo su empeño en devolver a Dios su verdadero rostro. Quería destruir las máscaras con las que los judíos habían amordazado a Dios para poder ejercer su propia autoridad. Pero los dirigentes de Israel han visto amenazado su poder y se han abalanzado sobre Jesús.

Entonces, ¿ha fracasado en su trabajo?, ¿sus esfuerzos se reducen a nada? Porque.. ahí está, crucificado, perdiendo su sangre.

La hora que tanto anunciaba Juan ha llegado ya. Es en esta hora cuando descubrimos el verdadero rostro de Dio; las falsificaciones han caído a tierra. En la hora de la cruz, Jesús nos dice quién es Dios: es el que da la vida para que sus amigos no sean víctimas de falsas imágenes de Dios. La verdadera imagen está en la cruz: éste es un Dios que es capaz de amarnos hasta morir por cada uno de nosotros. Se opone al Dios de los judíos, que paralizaba a los hombres con la ley y el templo (Jn,. 5, 1-4).

La expresión "entregó el espíritu" (/Jn/19/30) no se refiere a la muerte; no significa "murió". El verbo griego significa "entregar, transmitir". En esta hora, Jesús transmite el espíritu. Esto quiere decir que transmite un talante, un estilo de vivir, el rasgo que define a Dios: amar hasta dar la vida. En la cruz descubrimos de verdad a Dios, su amor (el cielo). Por eso la cruz es el signo del cristiano. No refleja sufrimiento, aguante, ascesis, fatalidad, sino amor radical hasta dar la vida.

Jesús, sin forzar a nadie, invita a vivir esta actitud de amor y de entrega. Respeta nuestra libertad. No es una opción que se nos impone. Se ofrece para todo aquél que quiera asumirla. Jesús nos da la libertad de rechazar la invitación. Podemos volver a lo de antes (templo y ley), ir hacia las cosas de atrás (Jn. 18, 6).

Pero hay un hecho ineludible: si Jesús está en la cruz es porque la ley lo ha querido. Esta idea es una obsesión en el pensamiento de Pablo. Cuando Pablo contempla a Jesús en la cruz descubre detrás la mano de la ley y de sus máximos representantes. "Envió Dios a su hijo, nacido de mujer, sometido a la ley, para rescatar a los que estaban sometidos a la ley, para que recibiéramos la condición de hijos " (/Ga/04/04-05).

Jesús da la vida por cada uno de nosotros. Es un gesto de alcance universal, que no excluye a nadie y que respeta la libertad de los que prefieren basar su salvación en la ley. Creer en el Dios que se ha revelado en el acto de amor realizado por Jesús en la cruz es una invitación clara a ampliar horizontes. Ya no podemos limitarnos a dar nuestra vida sólo en favor de unos pocos familiares o amigos (a veces se muere por entes abstractos, como las ideologías o las patrias). La invitación es universal: debemos ser capaces de dar la vida por todos. Como El lo hizo.

Aquí nos conduce Jesús: a comprometernos por todos. ¿Es una ingenuidad? ¿Es una realidad profunda, capaz de engendrar una vida verdadera? ¿Hay posibilidades de conseguirlo? ¿Es posible? La resurrección dará una respuesta afirmativa.

DABAR 1981, 23