DOS ENTREGAS


Hay, en la base de todo lo que celebramos hoy, dos entregas; dos entregas de signos bien distintos y, evidentemente, de resultados opuestos. Una es la entrega de Judas. La traición y el beso hipócrita son su esencia, sus componentes. El móvil, como siempre, unas monedas, un dinero, unas ganancias. Era más provechoso tener "liquidez" en el bolsillo, que una vida humana. Los resultados son conocidos: la prisión, el juicio, la condena... la muerte. No podía ser de otra manera; nunca es de otra manera. A diario, como entonces, se vende a personas por unas monedas y el resultado siempre es el mismo: el egoísmo, la falta de solidaridad, el recelo, la envidia... la muerte.

La otra entrega es la de Jesús; él no vende a nadie, se da él mismo; él no busca el interés, ni el dinero, ni la ganancia, sino la vida para sus amigos, el testimonio que les dará fuerza y ánimo para seguir sus pasos, la ratificación, con su carne y su sangre de que sus palabras no son sólo palabras, ni utopías, ni ilusiones, sino realidades tan auténticas y tan serias que, por ellas, se puede pagar un precio tan caro como el dar la propia vida. Y así, en ese gesto de amor que se teje sobre el pan y el vino (el alimento y la alegría, la carne y la sangre) Jesús se deja a sí mismo para permanecer siempre con los suyos, para que nunca se encuentren solos ni desamparados en medio del duro combate de la vida. Frente a uno que vende, que le vende a él por unas pocas monedas, Jesús se da, se ofrece gratuitamente; se quiere quedar para siempre con los suyos y se queda.

Vender o darse; el interés o el ofrecimiento; esa es la disyuntiva que aparece en lo que hoy conmemoramos; y esa es la disyuntiva que se nos plantea a todos y cada uno de nosotros. Al repetirse día a día en nuestro mundo -como se repite- el drama de la última cena, necesitamos saber cuál de los dos papeles queremos representar; porque sin lugar a dudas que, uno u otro, alguno de los dos vamos a ejercer. ¿En lugar de quién nos ponemos? Sería relativamente fácil que, cómodamente sentados, mientras leemos o escuchamos estas palabras, no tengamos ningún inconveniente en responder que, desde luego, nosotros nunca nos pondríamos en lugar de Judas; quizá incluso tengamos un arranque de "pseudorealismo" y lleguemos a aceptar que tampoco podemos afirmar con todas las de la ley que nos pongamos en lugar de Jesús, pero que, eso sí, estamos en ello. Si queremos responder con autenticidad, al estilo del evangelio, tendremos que proceder de otra forma: ver en lugar de quién nos solemos poner en la vida diaria:

-¿En lugar de los parados que andan entre la desesperación y el abatimiento, con pocas -o ninguna- perspectiva de solución, porque el paro crece día a día como un imparable cáncer social?

-¿En el de esos gitanos que, día a día, son vejados, rechazados, aislados, expulsados de sus zonas de concentración, quemadas sus chabolas...?

-¿En lugar del anciano enviado al asilo para que no moleste en casa, del transeúnte que no tiene dónde comer ni dormir?

-¿En lugar del que ha sido metido entre rejas, del drogadicto, de la madre soltera, del homosexual, de la prostituta?

-¿En lugar del campesino salvadoreño, o del inmigrante africano o sudamericano? Esa es la única manera válida para saber en lugar de quién nos ponemos; un método que no lo hemos inventado nosotros; son las mismas palabras de Jesús: "...porque tuve hambre y me diste de comer... cada vez que lo hacías a uno de los más pequeños, me lo hacías a mí" (/Mt/25/31-46).

Si ante la imagen de Jesús dándose a los hombres, que vemos en el evangelio de hoy, no nos tomamos en serio nuestra conversión, si ante este Jesús que se entrega, nosotros somos incapaces de ponernos en su lugar, habrá que pensar que nuestro corazón se ha puesto muy duro y que hemos de trabajar en serio para transformarnos. (...) Porque el evangelio de hoy no es una parábola más o un milagro más, o una reflexión más, es JC mismo dándose a los hombres, e inaugurando una nueva era: la de los hijos de Dios, hermanos de los hombres.

DABAR 1983, 22