La Profesión Religiosa.


La "Velatio Virginum." La Dedicación de las Iglesias. La Bendición del Agua. Los Conjuros Contra los Temporales.
 

La Iglesia conoció desde el siglo II la existencia de hombres — los ascetas — que, inspirándose en el ideal de la perfección evangélica, vivían ciertamente con el cuerpo en medio de les tumultos del siglo, pero íntimamente unidos a Dios con el espíritu. Fue al principio un ascetismo individual, aislado, profesado en silencio, en la propia casa. Pero después, en los albores del siglo IV, en circunstancias más propicias, se exterioriza, y da origen en Oriente a una especialísima forma religiosa, el anacoretismo, del cual San Antonio ha sido el prototipo, y después, por una evolución natural, da origen también a la vida cenobítica, de la cual San Pacomio fue el creador y el primer legislador.

El Occidente se abrió al monaquismo sólo al final del siglo IV, pero todavía en formas esporádicas y fragmentarias, aunque iluminadas por los ejemplos de una pléyade de santos Es preciso esperar hasta principios del siglo VI para saludar a San Benito de Nursia (+ 547), el primer gran organizador de las instituciones monásticas. Con su Regula monasteriorum, nacida a la sombra del Laterano y convertida en seguida en norma oficial de la vida cenobítica en el mundo latino, el santo patriarca dio orden y unidad a numerosos monjes, creando una nueva y grandiosa fuerza, que resultó, en tiempos verdaderamente críticos, de singular ayuda para la Iglesia y de inmensa ventaja para la sociedad civil.

Con el programa ora et labora, a partir del siglo VII vemos a los monjes benedictinos dirigirse hasta el más remoto Occidente, llevando consigo la flor de la civilización cristiana e italiana. Levantan iglesias y monasterios, talan bosques, convierten en aprovechables y bien cultivadas regiones desérticas enteras, recogen en sus bibliotecas los frutos más insignes de la historia y de la literatura de Roma y de Grecia, abren en sus casas escuelas y oficinas, convirtiéndose cada centro monástico por esto mismo en un hogar de cultura y de fervorosa vida religiosa.

El ingreso de un aspirante en la familia monástica para consagrarse establemente al servicio de Dios en la obediencia y en la caridad fue justamente considerado como el comienzo para él de una vida nueva, y el acto de su profesión religiosa, como un segundo bautismo. Por esto, a semejanza del bautismo-sacramento, se exigió al candidato una preparación intelectual (estudio de la regla) y moral (práctica de la virtud); de manera que su propósito de vida monástica fuese la expresión de una voluntad consciente y libre. Los rituales monásticos expresan estos conceptos con la fórmula de San Benito dirigida al novicio: Ecce lex sub qua militare vis; si potes observare, ingredere; si vero non potes, líber discede; y en el axioma que en el siglo IX los monjes de Fulda escribían a Carlomagno: Nullus vi monachus fieri cogatur. En Montecasino, el ritual de interrogatorio propuesto a los aspirantes tenía forma dialogada, del tipo de las renuncias bautismales.

Asegurada la idoneidad o la buena disposición del sujeto, seguía después el rito propiamente dicho de la profesión religiosa. Este se desarrollaba en la iglesia, in oratorio, dice la Regula; en presencia de todos los monjes, coram ómnibus. San Benito no habla de la santa misa en tal ocasión, pero no la excluye. Como quiera que sea la tradición ritual monástica, que se atribuye a San Teodoro de Cantorbery (+ 698) y que puede considerarse conforme también al uso romano, exige que el abad celebre la misa y dé la bendición al nuevo monje. Esta iba inserta o al principio, como se hacía en Farfa y en Cluny, o entre la epístola y el evangelio, o bien en el ofertorio, como es todavía costumbre entre les benedictinos y los cartujos.

El rito constaba de cuatro actos: a) la promesa oral, promissio, expresión de la voluntad de vivir y perseverar en el monasterio bajo la obediencia dejaba; b) la entrega del acta auténtica, petitio, firmada, que daba fe jurídica a tal promesa; c) la vestición; d) la oratio benedictionis.

La petitio debía ser autógrafa del novicio. Si éste no sabe escribir, observa la Regula, un notario u otro eclesiástico extiende el texto de la petitio, y el nuevo profeso pone la cruz o un signo propio. La cartula, leída y firmada, la pone él sobre la mesa del altar para que, unida a las oblatas de la misa, que sigue inmediatamente, se convierta en santo y agradable sacrificio en la presencia de Dios. San Benito prescribe que, mientras el novicio se halla delante del altar, se entone el versículo del salmo 118 con el cual se expresa la plenitud de su oblación mística: Suscipe me, Domine, sscundum eloquium tuum, et vivam, et non confundas me ab expectatione mea. Toda la comunidad se une a sus sentimientos, repitiendo tres veces el canto. Postrado después en tierra, se recitan las letanías, terminadas las cuales el elegido es llevado aparte. Se despoja de los vestidos seglares que lleva y toma los de monje, la túnica y la cogulla; y así revestido, vuelve a la iglesia para recibir la sagrada investidura monacal.

San Benito no habla de una previa bendición de los vestidos monásticos, pero es cierto que ésta fue común algún tiempo después. La Ordinatio mariachi ex canone Theodori, que Casel considera del siglo VIII y de marcada impronta romana, prescribe tal bendición con la fórmula Exaudí omnipotens Deus... et has vestes... Esta, sin embargo, no ha pasado al pontifical romano del siglo XII, que adoptó, en cambio, la otra: Domine lesu Christe, qui tegumen nostrae imortalitatís, todavía prescrita en el actual pontifical. Al hacer entrega del vestido monástico, el abad dice al candidato: Exue te veterem hominem cum actibus suis et índue novum eum qui secundum Deum creatus est in iustitia et sanctítate veritatis. El neomonje deberá llevar después scbre la cabeza la cogulla durante siete días para imitar el chrismale eme los neófitos llevaban durante el mismo tiempo; quia (la profesión religiosa) secundus baftismus est, et iuxta iudicium Patrum ei omnia peccata dimittuntur sicut in vero baptismo.

 

Terminada la parte del elegido con el acto de su oblación a Dios en el monasterio, viene la aceptación del superior y la bendición sobre el neo-monje para que el Señor, recibiéndolo en su servicio, lo llene de las virtudes necesarias y le dé la perseverancia en sus propósitos. El texto de esta bendición, impropiamente llamada por algún autor medieval "consagración," comprende una breve oratio, la cual representa muy probablemente la primitiva fórmula remana, concisa, pero completa.

La segunda fórmula que sigue, muy prolija, está dividida en des párrafos distintos y detalla todas las virtudes que debe practicar un monje. El primer párrafo está sacado en gran parte de la De vita contemplativa, de Pomerio, un escritor galicano del final del siglo V, y el segundo, del Líber Ordinum mozárabe. Con la conclusión de la segunda fórmula termina el rito. El neoprofeso cambia con todcs sus hermanos el beso de paz y después es conducido por el abad y por el decano al puesto destinado a él: et ponant in locum ubi ordo eius contingat. La misa prosigue en el punto en que había sido interrumpida, y sus textos, comprendido el prefacio, están todos saturados por el pensamiento de la función realizada.

 

La "Velatio Virginum."

La virginidad cristiana, que se desposa con Cristo mediante la unión del alma, trajo una visión moral hasta ahora desconocida al mundo pagano. San Pablo ha cantado su divina belleza, y la Iglesia, si bien iguala el mérito de uno y de otro sexo, ha mirado siempre con particular benevolencia al grupo femenino; a aquellas jóvenes que por libre elección han hecho a Dios un perpetuo propositum virginitatis.

El número de estas sagradas vírgenes no debía ser pequeño a! final del siglo II, porque Tertuliano, austero moralista, quería que se distinguiesen de las paganas llevando un velo sobre la mítella, que les servía de cubrecabeza. El velo debía ser su simbólico Ilammeum nupcial. San Cipriano habla de las vírgenes como de una categoría bien distinta y tenida en la máxima consideración: Dei imago, respondens ad sanctimoniam Domini, illustnor portio gregis Christi. La Traditío, de Hipólito, a pesar de que excluye para ellas una formal ceremonia litúrgica, la imposición de las manos, deja entrever que también en Roma formaban un grupo religioso importante y venerado. Pero solamente después de la paz la autoridad eclesiástica juzgó oportuno que este afán de virginidad, profesado hasta entonces en privado, recibiese un reconocimiento oficial y público con el fin de que fuese mejor salvaguardada la seriedad y la fidelidad. Vemos surgir en esta época los primeros monasterios femeninos en Roma, en África y en España; y en seguida se hicieron tan numerosos y florecientes, que hacían exclamar a San Jerónimo: Roma jacta Jerusalem! Crebra virginum monasteria; monachorum innumerabilis multitudo.

Con la fundación de los monasterios es lógico que adquiriese vida también un esbozo de rito litúrgico, constituido substancialmente por la imposición del velo virginal y por una concomitante fórmula de consagración de la virgen a Dios. Este, en efecto, recibió desde el principio el nombre de velatio virginum, consecratio virginum. A mitades del siglo IV era ya de uso frecuente, reservado al obispo, circundado de pompa y fijado en fechas concretas: Pascua, Navidad, Epifanía; a las cuales, en el siglo siguiente el papa Gelasio añadió las fiestas de los apóstoles. En Roma, el papa Liberio (352-366), en una solemne reunión, adstantibus puellis Dei compluribus, celebrada en San Pedro probablemente el día de la Epifanía, dio el velo a Marcelina, hermana de San Ambrosio. Alrededor del 400, un concilio romane distinguió claramente entre las vírgenes que han recibido el crisma del rito litúrgico, virgo velata iam Christo, quae integritatem publico testimonio professa, a sacerdote (el obispo) prece cffusa benedictionis velamen accepít, y las que ciertamente son tales, pero sólo por propósito privado, puella, quae necdum velata est, sed proposuit sic manere. La Iglesia evidentemente no podía tener en cuenta más que el voto emitido públicamente. Escribía, en efecto, en el 410 el papa Inocencio I al obispo de Rúan: "Si una virgen oficialmente consagrada ha faltado a su propósito, no tiene ya acceso a la penitencia, porque es considerada espiritualmente unida a Cristo, como a su Esposo; si, en cambio, no ha recibido todavía el velo y pretende permanecer continente, puede ser admitida a la reconciliación."

Es quizá por tal motivo por el que en los siglos IV-V la práctica eclesiástica más común no admitía a una joven a la velatio sino después de cierta edad. Un concilio de Cartago del 397 la había fijado no antes de los veinticinco años. San Ambrosio, sin embargo, desaprobaba estos límites, y juzgaba que las fervorosas disposiciones de un alma podían muy bien compensar la falta de años; Aiunt plerique maturioris aetatis oirgines esse velandas... spectet aetatem sacerdos, sed fidei et pudoris.

303. No conocemos el ritual romano antiguo de la velatío virginum, del cual el leoniano y el gelasiano refieren solamente la parte eucológica. Está redactada en plural, probablemente porque se refiere a vírgenes ya reunidas en vida cenobítica.

 

La Dedicación de las Iglesias.

 

El primitivo rito romano.

La idea de dedicar una casa a la divinidad es primordial. Cada vez que la comunidad sentía necesidad de ponerse en contacto con su Dios, buscó un lugar apartado del uso común donde Aquél pudiese hacerse presente. Aquel lugar, limitado de alguna manera, sancitus, y por esto hecho santo, ha sido la primera forma de santuario, que en seguida debió expresarse establemente con un edificio (aedes) destinado a albergar el simulacro del dios, a ser su casa. Los antiguos lo colocaban, generalmente, a la manera etrusca, sobre un alto pavimento, en una especie de nicho (celia), que lo resguardase de la intemperie; a veces también circundado de un grandioso grupo arquitectónico, al cual se llegaba por una amplia escalinata. El ara para los sacrificios estaba generalmente, a los pies o a la mitad de la escalinata, a la vista del pueblo, que de esta manera podía participar de la acción sacrifical sin entrar en el templo, el cual no era, como en el cristianismo, lugar de reunión del pueblo, sino simplemente la morada de la divinidad.

Construido el edificio, era dedicado, es decir, donado en propiedad, a la divinidad. La ceremonia la realizaba un magistrado asistido por los pontífices, los cuales, con la mano sobre los muros del templo, recitaban o sugerían las solemnia pontificalis carminis verba, que perfeccionaban la consecratio del templo y del pavimento de la divinidad Finalmente se daba lectura a la lex dedicaüonis, el estatuto del templo, que trataba del ejercicio del culto, de su tutela jurídica, del derecho a la gestión de los bienes y de las ofrendas.

El segundo libro de los Paralipómenos describe las solemnes fiestas celebradas por Salomón cuando fue consagrado, sobre la colina de Sión, el templo de Jerusalén; el libro de los Macabeos recuerda también el rito de purificación cuando el templo fue violado por Antíoco. Es de notar que en ambos casos, más que de una verdadera consagración, se trata de una inauguración solemne del ordinario culto sacrifical, sin alguna santificación especial de los muros.

A pesar de estos precedentes, en los cuales por razones evidentes, la Iglesia no había podido inspirarse, es un hecho que del largo período preconstantiniano no tenemos pruebas auténticas de la existencia de un rito cristiano de dedicación. Se citaba antiguamente un decreto del papa Evaristo (+ 121), incorporado en el Decretum de Graciano, y dos textos, uno de la segunda carta pseudoclementina,y el otro, de las actas de los Santos Trifón y Respicio, pero tales testimonios no merecen atención, porque todos son de tardía composición. Por lo demás, si se piensa en la extrema precariedad de las domus ecclesiae, que casi durante dos siglos sirvieron sobre todo a los fieles como lugar de reunión, es poco verosímil pensar en un rito dedicatorio. Entonces la Iglesia no debía dar mucha importancia al local, sino más bien al acto augusto que se celebraba, la santísima eucaristía.

Con todo, no hay que olvidar algunas antiguas memorias, las cuales, al dar testimonio de la dedicación definitiva de una casa al servicio del culto, hablan de su consagración. Las Recognitiones Clementinae, por ejemplo, del final del siglo II, narran cómo un cierto Teófilo legó a San Pedro su propia habitación (ut) domus suae ingentem basvicam ecclesiae nomine consecrare. No se nos dice cuál era esta consagración; muy probablemente, el término hay que entenderlo en sentido genérico de donación del lugar a Dios para su estable dedicación al servicio litúrgico. Como quiera que sea, es imposible poder precisar detalles no sólo para las mencionadas casas transformadas en iglesias, sino también para los edificios que a partir de la mitad del siglo III fueron de primera intención construidos para el culto, y constituyeron las primeras iglesias propiamente dichas.

La mención más antigua y segura de una dedicación es la descrita por Eusebio (+ c. 340) en la inauguración de la catedral de Tiro, erigida por su obispo Paulino en el 314; y poco más tarde, en el 335, de la constantiniana del Santo Sepulcro, en Jerusalén. El historiador pone de relieve la solemnidad de aquel rito, debida, sobre todo, a la presencia de muchos obispos, pero no alude a ceremonias particulares realizadas en tal ocasión, excepto la celebración de la santa misa. Podemos, por tanto, creer que en el siglo IV. tanto en Oriente como en Occidente, el rito inaugural de una iglesia consistía únicamente en la primera celebración solemne del santo sacrificio.

 

En Roma, esta práctica era todavía normal durante el siglo VI para las iglesias ordinarias urbanas o rurales al servicio de la comunidad. Sí qua sanctorum basílica — escribía el papa Vigilio en el 538 a Profuturo de Praga — a fundamentis etiam fucrit innóvala síñe aliqua dubitatione, cum in oa Missarum fuerit celebrata Solemnitas, totius sanctificatio consecrationis irnpletur. Las repetidas lustraciones del edificio introducidas más tarde en el rito son mencionadas por el papa, pero para excluirlas: nihil iudicamus officere, si per eam minime aqua benedicta iactetur. Es evidente que la celebración eucarística inaugural debía revestir carácter público, porque interesaba directamente a los fieles. Si, en cambio, se trataba de un oratorio privado, su consagración tenía lugar igualmente con el santo sacrificio, pero sin intervención alguna de la comunidad popular. Praedictum oratorium —escribía San Pelagio I (556-581) al obispo Eleuterio— Absque Missis Publicis, solemniter consecrabis. Parecida era la disposición de San Gregorio Magno respecto a las iglesias añejas a los monasterios.

Pero hacia la mitad del siglo IV comienza a aparecer una costumbre que se hará cada vez más común: la de asociar al altar de las nuevas iglesias reliquias, ya fuesen los auténticos huesos de un mártir (caso más bien raro), ya fuesen reliquias consideradas como equivalentes porque habían tenido directo contacto con aquéllas. En tal caso, la dedicación de la iglesia traía consigo una importante ceremonia preliminar: la deposición de las reliquias. Continúa diciendo el papa Vigilio en la aludida carta a Profuturc: Si vero sanctuaria (las reliquias), quae (ecclesia) habebat oblata sunt rursus Earum Depositione Et Missarum Solemnitate Reverentiam sanctificationis accipiet. El ejemplo clásico de este procedimiento nos lo narra San Ambrosio en una carta a su hermana Marcelina.

El había edificado ya en Milán una basílica en honor de los Santos Pedro y Pablo, colocando reliquias suyas traídas de Roma.. En el 386, edificada ya una segunda basílica, el pueblo le expresó el deseo de que hiciese la dedicación, como había hecho con la basílica romana, sicut Romanam basilicam dedices. Facial —responde— si martyrum reliquias invenero. Una luz celestial reveló al santo Obispo el lugar de la basílica Naboriana, donde habían sido colocados los cuerpos de los santos mártires Gervasio y Protasio. Los desenterró y, después de una vigilia nocturna en la basílica de Fausta (ibi vigilia tota nocte), los depuso bajo el altar de la nueva basílica, llamada después Ambrosiana, donde reposa ahora también su cuerpo. Vemos por esto cómo ya en el siglo IV la dedicación de una iglesia podría comprender tres elementos: a) la vigilia nocturna en honor de las reliquias del mártir; b) su deposición bajo la mesa del sacrificio; c) la celebración de la misa. En este caso se venía en substancia a renovar, aunque de manera más solemne, el rito de sepultura con que había sido honrado el cuerpo del mártir al ser sepultado por primera vez.

Este simple ritual, principalmente funerario, se debió conservar en Roma hasta principios del siglo VIII o poco menos. Todavía San Gregorio Magno (+ 604), escribiendo sobre la consagración de una iglesia, alude solamente a la deposición de las reliquias, al canto de los salmos y a la misa inaugural solemnemente celebrada. Pasa en silencio la vigilia nocturna precedente, aunque puede darla por supuesta, siendo entonces de uso común.

 

La Bendición del Agua.

El agua en la historia religiosa de los pueblos fue considerada no sólo como un elemento sagrado, por ser necesaria para la vida, sino como símbolo y medio de la pureza moral exigida para acercarse dignamente a la divinidad. Por esto, los griegos y los romanos colocaban a la entrada de los templos un recipiente de agua o una fuentecita para la purificación de los que entraban. Entre los hebreos, el agua de la fuente de Siloé, en Jerusalén, servía para las minuciosas abluciones rituales y para los usos sagrados del templo.

La Iglesia desde el principio no encontró motivo para apartar a los fieles de tales costumbres, dictadas ya por la necesidad corporal, ya por el sentimiento innato de respeto hacia Dios. Sin embargo, los quiso, como es natural, limpios de toda superstición; porque, como observaba ya Tertuliano X1, habría sido inútil ir a la oración con las manos limpias teniendo el corazón manchado per la culpa. De aquí el que también junto a las basílicas cristianas, en el centro del atrio, se erigiese generalmente un cantharus, del cual brotaba perennemente agua. Lo atestigua Eusebio para la basílica de Ciro, y más tarde San Paulino de Nola para la iglesia por él erigida en honor de San Félix,

Sancta nitens famulis interluit atria lymphis Cantharus, intratumque manus lavat omne ministro.

Naturalmente, el agua del cantharus no estaba bendecida; pero el lavar las manos y la cara de las suciedades materiales debía exigir la limpieza más importante, la del corazón. Es precisamente lo que decían las inscripciones puestas sobre ellos, como esta del papa San León Magno sobre el cantharus de la basílica de San Pablo: Unda lavat carnis maculas, sed crimina purgat Purificatque animas mundior amne fides; y la que adornaba la fíales cantharus de Santa Sofía, en Constantinopla: Lava tus pecados, y no solamente tu rostro.

Pero la Iglesia, mediante especiales oraciones, ha creído oportuno conferir al agua particulares aptitudes para producir sobre las personas o sobre las cosas aquellos efectos espirituales que simbólicamente significan sus propiedades naturales. Bajo este aspecto, en la práctica litúrgica debemos distinguir tres clases principales de agua bendita: a) la bautismal, consagrada con la infusión de los óleos sagrados la noche de Pascua; b) la llamada gregoriana, confeccionada con sal, vino y ceniza, para la consagración de la iglesia y del altar; c) la común, prescrita por el ritual en los exorcismos y en la bendición de personas o cosas. De las dos primeras hemos tratado en su lugar; nos queda por hablar de la tercera.

 

El uso ritual del agua es uno de los más comunes tanto en la liturgia hebrea como en los cultos paganos y mistéricos. Se le confería un carácter sagrado sumergiendo un carbón encendido tomado del altar del sacrificio o bien mezclando ceniza o sal, según los fines a los cuales debía servir. Los romanos ponían en ello un solícito cuidado, porque hubiera sido un mal presagio el que unas pocas gotas nada más hubieran caído mal durante un sacrificio.

Con todo, la Iglesia debió mostrarse muy reacia a introducir en su ceremonial este elemento pagano tan característico, que Tertuliano denunciaba como superstición y magia. No tenemos, en efecto, noticia de que entre las antiguas comunidades cristianas ortodoxas se usase el agua lustral; la encontramos, en cambio, en las iglesias heréticas y gnósticas del Oriente en los siglos II y III. Los Hechos apócrifos de Pedro (s. II) y de Tomás (alrededor del año 232) hablan expresamente de ello. El agua es bendecida por los dos apóstoles con una fórmula epiclética con fin exorcístico y curativo. También en Oriente, al final del siglo III, encontramos las primeras fórmulas ortodoxas de bendición del agua, contenidas en el sacramentarlo de Serapión de Thmuis (+ 362), junto a Alejandría. La primera (V) lleva el título Oratio pro oléis et aquis oblatis, porque presenta juntos los dos elementos — oleo y agua —, cuyos vasos eran presentados separadamente por los fieles al altar inmediatamente después de la anáfora.

Una segunda fórmula (s. VIII) no menos interesante desarrolla las mismas ideas que la precedente. Va dirigida a Cristo e invoca su bendición sobre el agua para que neutralice el influjo maléfico de los malos espíritus, alcance el perdón de los pecadcs y conceda la salud a los cuerpos enfermos en nombre de Aquel qui iudicaturus est vivos et mortuos.

Como se ve, las fórmulas de Serapión contienen ya lo que será después el tema principal de todos los textos eucológicos sobre el agua, recordando los fines esenciales para los cuales se bendice: la liberación de las influencias demoníacas y la curación de las enfermedades. Ni Serapión ni otros escritores en Oriente después de él hacen alusión a elementos extraños que haya que mezclar con el agua; la Iglesia griega, en efecto, ha excluido siempre la sal.

Hay que recordar además que los orientales, a diferencia de los latinos, no practican solamente una bendición privada del agua, sino que han introducido desde la mitad del siglo IV una solemnísima el 6 de enero, todavía en vigor, en memoria de la santificación de las aguas del Jordán realizada con el bautismo del Señor. San Juan Crisóstomo aludiendo a ella en una homilía pronunciada en Antioquía el 6 de enero del 387, observa que el agua bendita en tales circunstancias se conserva incorrupta durante dos o tres años. Esta no se destina al bautismo, sino solamente al uso personal de los fieles. La fórmula de bendición: Magnus es, Domine, et mirabilia opera fua..., está considerada entre las más bellas del ritual bizantino.

En el pasado, como decíamos en su lugar, la solemne ceremonia se realizaba también en varias iglesias latinas donde existían notables colonias de griegos, como en la Italia meridional, en la Magna Grecia, en el litoral véneto, en Aquileya y en la misma Roma. Sin embargo, en general, el formulario adoptado para tal función en la mayor parte de dichas iglesias no tenía nada común con el texto oficial de la Iglesia bizantina.

 

En Occidente aparecen muy tarde los testimonios sobre el agua lustral. Los Padros latinos de los siglos IV-V callan en absoluto. El Líber pontificalis atribuye al papa Alejandro I (105-116) un decreto concebido así: Hic constituit aquam sparsionis (aspersiones) cum sale benedici in habitaculis hominum. Está comúnmente considerado como apócrifo; pero el hecho de que Feliciano en el texto haga mención del Líber indica que a principios del siglo VI, época aproximada de su redacción, el uso del agua lustral era conocido en Roma. Además, si se piensa que el compilador habla de su institución en el siglo II, hace fundadamente suponer que él la había puesto en práctica mucho tiempo antes, es decir, al menos en la mitad del siglo V; lo confirma la norma dictada por el papa Vigilio en el 538 a Profuturo de Praga, diciendo que para consagrar una iglesia reconstruida sin deposición de reliquias no era necesario realizar la aspersión de agua bendita. Con lo que se quiere decir que ésta no podía ser en aquella época una novedad litúrgica ni para Roma ni para España.

En cuanto a la mezcla en la confección del agua ilustrativa hay que recordar que tal era ya la costumbre, largamente difundida en la antigüedad pagana. La Iglesia, adoptándolo cuando ya el ritual idolátrico estaba en decadencia, quiso recristianizarlo. Por lo demás, era común entonces la idea de que la sal poseía una especial virtud repulsiva contra los espíritus malignos.

El primer formulario de bendición del agua lo encontramos en el gelasiano antiguo (Reg. 316) bajo el título Benedictio aquae spargendae in domo, es decir, para lustración de una casa. Consta de ocho fórmulas, divididas en el sacramentarlo (no se comprende por qué) en dos grupos.

 

En las antiguas vidas de los santos, ya orientales, ya occidentales, nos encontramcs frecuentemente con la narración de hechos prodigiosos, especialmente curaciones de enfermedades, obrados por la aplicación de agua u óleo bendecidos por ellos. Citemos algunos: San Juan Crisóstomo curó a un niño salpicándolo con agua sobre la cual había hecho la señal de la cruz; San Cesáreo de Arles (+ 542) arrojó el demonio de la casa de un cierto Elpidiu rociándolo con agua bendecida por él; Sulpicio de Bourges (+ 674) obraba prodigios con el agua en la cual se había lavado las manos.

Aun aceptando la historicidad de estos hechos, es preciso observar que el agua de que aquellos santos se servían para derramar gracias extraordinarias no era agua bendita, en el sentido estrictamente litúrgico que nosotros le damos, mezclada con sal y preparada con fórmulas a propósito. Su eficacia, por tanto, no provenía tanto de la bendición de la Iglesia como de la santidad de la persona que se servía de ella.

Como sucede aun con las cosas mejores, se abusó a veces del agua bendita, haciéndola servir de instrumento a prácticas mágicas y supersticiosas. No faltaron, por tanto, los que atacaron su licitud y pidieron su prohibición. Pero la Iglesia y sus obispos no pretendieron nunca recomendarla como poseedora de una virtud intrínseca, sino solamente porque era efecto de un misericordioso poder divino invocado para el agua en las fórmulas litúrgicas.

 

Los Conjuros Contra los Temporales.

Una de las mayores preocupaciones del ser humano han sido siempre las tempestades, que con terribles granizadas y relámpagos atentaban contra su vida y destruyen en poco rato en los campos el duro trabajo que significaba el lograr el sustento para las familias agrícolas.

Entre los gentiles, excepto una tentativa de explicación científica en Plinio, se creía que aquellas violentas perturbaciones atmosféricas eran un desahogo de las iras de Júpiter, de Eok, de Neptuno, o un fuego complicado de encantamientos y de magias espiritistas.

Posteriormente, los Padres y escritores cristianos admitieron también una intervención de factores sobrenaturales en el origen de tales fenómenos, aunque desde un punto de vista substancialmente diverso del pagano. Estes, apoyados en aquel pasaje de la Carta a los Efesios en el que el Apóstol exhorta a la lucha contra los espíritus malvados in caelestibus, sitúan en la atmósfera superior que circunda la tierra la existencia de una legión innumerable de demonios. Hoc enim (inferior) caelum — escribe San Ambrosio — velut medius quídam Ínter caelum et terram aerius locus dicitur, in quo sunt etiam spiritales nequitiae in caelestibus Según Casiano es tal su numero, que el aire se halla literalmente saturado, y es una providencia grande de Dios el haberlos hecho invisibles a nuestras miradas. Ellos, sin embargo, no permanecen inactivos.

Empapados en estas creencias, el camino mejor para neutralizar y combatir la nefasta actividad aérea, del demonio era la de volverse directamente contra él con los medios espirituales que ofrecía la Iglesia y con los que desde hacía siglos había forjado la ingenua piedad del pueblo.