Parte 1.

 

Origen de la Misa.

 

1. La "Coena Dominica."

La Cena Ritual de la Pascua. La Institución de la Eucaristía. El Rito Eucarístico en la era Apostólica. La Eucaristía y el Ágape.

2. Los Orígenes de la Eucaristía.

Los Supuestos Antecedentes Judaicos. El Dualismo Litúrgico de H. Lletzmann. Las Pseudo-eucaristías Gnósticas. Las Ofrendas Sacrificio de Wetter. La Teoría Formista. La Teoría Sincretista. El Misterio Cristiano.

3. La Misa Primitiva.

Preliminares. Los Escritos de San Justino. El Ritual Judaico en la Liturgia Primitiva. La Reunión Litúrgica Dominical. Orden de la Misa Didáctica. El Orden de la Misa Sacrifical. Conclusión.

 

La Cena Ritual de la Pascua.

No cabe duda de que el rito observado por Jesús en la última cena, la Coena Dominica según la frase de San Pablo, ha sido el punto de partida y la norma fundamental sobre la que se ha ido formando la liturgia eucarística. De no admitirse este término a quo, sería inexplicable la uniformidad substancial de disciplina que con respecto a la eucaristía se observa, a distancia de un siglo, en todas las principales comunidades cristianas, hallando su exponente máximo en San Justino (150). Una evolución espontánea del culto habría desembocado al cabo de cien años no en la unidad, sino en una variedad, por no decir confusión general. Los evangelistas comprendieron la capital importancia del rito seguido por Cristo, y lo fijaron en sus escritos con una diligencia que no advertimos en la narración de otros hechos evangélicos.

Es necesario, por tanto, estudiar, antes que nada, todo aquello qué sucedió en la última cena desde el punto de vista histórico litúrgico, que es el que, entre otros muchos importantes también, nos interesa más particularmente en estas páginas.

Las fuentes sobre las cuales entablamos discusión son los Evangelios sinópticos y la primera Carta de San Pablo a los Corintios (11:24-26), que nos transmiten el relato de la institución de la eucaristía.

 

Del examen superficial de los cuatro textos citados se deduce fácilmente que se pueden clasificar en dos grupos: Mateo-Marcos y Lucas-Pablo. Esto hace claramente suponer la existencia de dos tradiciones literarias paralelas, que, en último análisis, se unen en una fuente común, constituida por la tradición oral de los testigos presenciales, los apóstoles. De las dos, la del segundo grupo, Lucas-Pablo (fuente paulina), es considerada como la más antigua y expresiva. Aun dentro de este grupo, el relato de Pablo, despojado de esa forma simétrica que vemos en el primer grupo (fuente petrina), se suele tener como el más antiguo de todos. Es verdad que el Apóstol no estuvo presente en la última cena, pero vivió y habló con quienes la presenciaron; y su rectitud está fuera de toda sospecha. Sea como fuere, el cuádruple testimonio de los documentos del Nuevo Testamento se presenta substancialmente idéntico, formando un bloque compacto, de una autoridad histórica como no la poseen la mayor parte de los acontecimientos contemporáneos de Cristo.

Un punto preliminar, que, con la mayor parte de los exegetas católicos, damos por resuelto es el carácter pascual de la última cena. Según eso, Cristo celebró en aquella noche memorable la tradicional cena de Pascua. Por consiguiente, los nuevos ritos que Jesús realizó sobre el pan y sobre el vino no fueron diversos de los que eran propios del ritual judaico de Pascua. Solamente fueron nuevos en cuanto que recibieron de Cristo un carácter y un contenido substancialmente distinto.

 

Veamos de perfilar el cuadro del banquete pascual según los detalles que nos han conservado los libros talmúdicos.

Al anochecer, una vez que los comensales habían ocupado sus puestos en la mesa, el cabeza de familia daba comienzo a la cena, llenando una primera copa de vino tinto, aligerado con agua, y dando gracias con la siguiente fórmula, que se repetía también sobre las otras tres copas: "¡Bendito seas tú, Yavé, Dios nuestro, por haber criado el fruto de la vida!" Luego bebían todos esta primera copa y se lavaban las manos.

A continuación se colocaban sobre la mesa las hierbas amargas, que recordaban la comida de Egipto, y que las condimentaban con el choroseh; luego, dos panes amasados con harina de trigo sin levadura (ácimos), y, por último, el cordero pascual, todo entero, asado. Entonces, el padre de familia, tomando en sus manos los panes, los levantaba en alto, diciendo: "Este es el pan de la miseria, que nuestros padres comieron en Egipto. ¡Quien tenga hambre, se acerque! ¡El que tenga necesidad, que venga y celebre la Pascua!"

Llena una segunda copa, el más joven de los comensales debía preguntar: "¿Por qué esta noche es tan distinta de las demás?" El padre de familia respondía, haciendo un recuento de todas las vicisitudes del pueble elegido desde Terah, padre de Abrahám, hasta la liberación del poder de Egipto y la promulgación de la ley. Explicaba el significado del cordero, de las hierbas, del pan ácimo, y concluía exhortando a dar gracias al Señor por todo: "Cantemos, pues, ante El, Aleluya." Y se recitaba la primera parte del Hallel menor, que comprendía les salmos 112, Laúdate, pueri, Dominum, y 113, In exitu Israel a Egipto, hasta el versículo Non nobis, Domine...; después bebían todos la segunda copa de vino.

Hecho esto, se lavaban de nuevo las manos, después de lo cual el cabeza de familia, tomando uno de los dos panes ácimos, lo partía y, habiéndolo bendecido con la correspondiente fórmula, lo probaba y distribuía entre los presentes, que, a su vez, comían también.

En este momento comenzaba la cena propiamente dicha. Se comía primero el cordero con las lechugas amargas compuestas, y se consumían también los otros alimentos que tal vez se hubieren preparado, advirtiendo, sin embargo, que el último bocado debía ser de la carne del cordero.

Acabada la cena y lavadas las manos, se escanciaba la tercera copa, que no podía beberse sino después de una bendición especial. Por esto, en los escritos rabínicos se designa esta tercera copa con el nombre de calix benedictionis, por razón de la fórmula, que tenía un marcado carácter de acción de gracias. A continuación se daba remate al rito con la cuarta copa, la más memorable de todas, llamada precisamente copa de Pascua o copa del Halhl menor, que constaba de cuatro salmos, a saber: la continuación del salmo In exitu desde el versículo Non nobis, Domine; el 114, Dilexi quoniam exaudiet Dominus; el 115, Credidi propter quod locutus sum; el 116, Laudaie Dominum omnes gentes, y el 117, Confitemini Domino quoniam bonus. Tras dos breves oraciones de alabanza al Señor, se entonaba el Hallel mayor, que abarca todo el salmo 135, Confitemini Domino quoniam bonus. Después del canto, se recitaba una eulogía, a la que todos respondían Amen. Seguidamente era bendecido el cáliz, y, una vez bebido, terminaba la ceremonia con una eulogia final de acción de gracias.

El rito que acabamos de describir podría esquematizarse de la siguiente manera:

 

Bendición y sunción del primer cáliz.

Colocación en la mesa de las hierbas, panes ácimos y cordero.

Exegesis de la noche pascual.

Hallel menor (primera parte).

Sunción del segundo cáliz.

Bendición, fracción y comida del pan ácimo.

Cena

Comida del cordero, hierbas y otros manjares. Conclusión

Lavatorio de las manos.

Bendición y sunción del tercer cáliz (benedictionis).

Hallel menor (parte segunda).

Hallel mayor.

Sunción del cuarto cáliz (de Pascua).

Acción de gracias final.

 

La Institución de la Eucaristía.

¿En qué momento de la última cena instituyó Jesús la eucaristía?

San Mateo y San Marcos la sitúan genéricamente en el curso del banquete, manducantibus illis, y casi no suponen intervalo de tiempo entre la consagración del pan y la del vino. Lucas y Pablo, en cambio, indican que la consagración del vino tuvo lugar postquam coenavit, después de acabada la cena, es decir, antes del Hallel mayor; porque, además, como hacen notar Mateo y Marcos, Jesús, habiendo dicho este himno con los discípulos, salió del cenáculo: Hymno dicto, exierunt... La consagración del pan tuvo lugar, por consiguiente, antes de la cena propiamente dicha, cuando el cabeza de familia, una vez recitada la eulogia sobre el pan ácimo, partía éste, comía de él y lo daba a comer a todos los asistentes. Mateo y Marcos, sin decirlo expresamente, lo dejan suponer, pues en el relato de la institución usan para el pan el término benedicens; y, en efecto, la fórmula que se pronunciaba sobre el pan era toda ella de alabanza a Dios: "Seas alabado, i oh Señor!" ... La consagración del vino, por el contrario, excluida la cuarta copa, que se bebía después del Hallel mayor, debió tener lugar al tiempo de beber el tercer cáliz, el cáliz de la bendición, esto es, de la acción de gracias, por razón del acentuado carácter eucarístico de la fórmula empleada para bendecirlo: "Te damos gracias, ¡oh Señor!.".. También aquí Mateo y Marcos demuestran estar bien informados, porque no usan ya la palabra benedicens, sino ευχαριστήσας = gratías agens. A su vez, San Pablo, si bien menos claramente, alude a ello cuando llama al cáliz eucarístico cáliz de la bendición: Calix benedictionis cui benedicimus, nonne communicatio sanguinis Christi esto Para comprender el aparente contraste entre Mateo-Marcos y Lucas-Pablo y la extraña falta de referencia en los sinópticos a las distintas fases de la cena pascual, hay que tener presente una consideración de capital importancia. Mateo y Marcos, al referir, bastantes años después del suceso, todo lo que había acontecido en la última cena, no narraron el mero hecho histórico de la institución eucarística, sino que inconscientemente reflejaron en sus escritos aquella situación litúrgica que había para entonces cristalizado y que con frecuencia debía de actuarse ante sus ojos. Puesto que la Iglesia, desvinculándose muy pronto del judaísmo, no tuvo ya interés por el ritual de Pascua, que consideró caducado, sino que de aquel rito, a la sazón superado, conservó solamente la memoria de los dos momentos que eran para ella de capital importancia: la consagración del pan y la del vino. Es verdad que estos dos hechos litúrgicos se habían producido separados; pero ahora, que se repetían cada semana y acaso cada día, no podían menos de aproximarse y de seguir el uno al otro. Mateo y Marcos reflejan precisamente esta situación de hecho, que se verificó bastante pronto en la Iglesia naciente. Consideramos fundada, por tanto, la indicación de Weitzácher de que el relato de la institución, tal como se halla en los sinópticos, tiene un sabor litúrgico. Mías aún, como observa Harnm, la narración evangélica representa probablemente la más antigua forma litúrgica de consagración eucarística.

 

El Rito Eucarístico en la era Apostólica.

Según esto, podemos con verosimilitud reconstruir de la siguiente forma la celebración de la eucaristía en la era apostólica:

Reunidos los fieles al anochecer en la casa designada (la domus ecclesiae) para la celebración de la cena del Señor, toman sitio todos en torno a las mesas destinadas al efecto. Se ha hecho la separación de sexos. En el centro, en el puesto de honor, la mesa reservada al clero. Tomado el ágape fraterno y después de dar gracias a Dios, los diáconos colocan sucesivamente sobre la mesa, delante del celebrante, el pan y el vino para la función eucarística.

El celebrante inicia el rito bendiciendo el pan con la fórmula judaica u otra similar y lo consagra con las mismas palabras de Cristo, encuadrándolas en una fórmula histórica, como podía ser la actual: El Señor Jesús, la víspera de su pasión, tomó el pan en sus santas manos y, después de haberlo bendecido, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: Esto es mi cuerpo... Dicho esto, parte el pan, toma un bocado y lo distribuye a todos los presentes.

Un rito parecido se sigue con respecto al vino. Después de recitarse una fórmula apropiada de bendición, el celebrante consagra el vino con las palabras de Cristo, precedidas de un breve preámbulo histórico como éste: De modo semejante, acabada la cena, Jesús tomó un cáliz de vino, lo bendijo y lo dio a sus discípulos, diciendo: Este es el cáliz de mi sangre... A continuación, los diáconos dan a beber a todos del cáliz. Por lo tanto, las dos especies eucarísticas se recibían en dos tiempos distintos. Después de la sunción del cáliz, se recitaba, conforme a la usanza judía, una fórmula de acción de gracias.

De esta simplicidad inicial de rito se pasó pronto a una primera fase de estabilización. Los dos ritos de la consagración, divididos prácticamente por la comunión, pero idealmente unidos, formando un todo, el convite sacrifical, fueron luego reunidos, distribuyéndose la comunión contemporáneamente bajo las dos especies. Además, el grafías agens, es decir, la fórmula eucarística pronunciada por Cristo en la última cena, debió de sugerir la idea de introducir la narración de la institución con un preámbulo eucológico (anáfora) que tuviera no sólo un contenido teológico del estilo de las eucologías judaicas, sino, sobre todo, un contenido cristológico. Es decir, se daba a Dios gracias por la creación y por todos los beneficios (tema teológico), añadiendo entre éstos el de la redención por medio de Jesucristo, su Hijo; el cual antes de su pasión había tomado el pan, etc. (tema cristológico). Es también probable, por no decir cierto, que a las palabras consagratorias se hiciera seguir, según el mandato de Cristo: Hoc facite in meam commemorationem... Mortem Domini annuntiabitis, doñee veniam, una anamnesis o conmemoración de su muerte redentora y de su resurrección gloriosa. Y todavía podría preguntarse: Se concluía la anamnesis con una epiclesis, es decir, con una invocación al Logos o al Espíritu Santo, a fin de obtener que los elementos eucarísticos fueran provechosos a quienes iban a recibirlos? La respuesta afirmativa es sumamente probable.

Los escritos del Nuevo Testamento, en los que desearíamos encontrar amplia información acerca del ritual eucarístico de la era apostólica, son más bien parcos en detalles. Con todo, no faltan algunos, si bien en forma fragmentaria.

Por orden de tiempo, encontramos las conocidas expresiones de San Pablo en la primera a los Corintios, que son las más antiguas que poseemos, escritas alrededor del año 56 ó 57, y que reflejan una práctica bien conocida y enseñada por el Apóstol cuando en el 52 ó 53 fundara aquella comunidad. El quiere conseguir que no frecuenten los banquetes sagrados que solían ofrecerse en los templos de los ídolos, por ser éste un acto intrínsecamente malo. Y lo explica, demostrando que el comer alimentos ofrecidos a los ídolos constituye una adhesión, una comunión con los demonios; del mismo modo que comer el pan y el vino consagrados es entrar en comunión con Cristo: El cáliz de la bendición que nosotros Bendecimos, ¿no es acaso la comunión de la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo del Señor? Y poco después agrega: No podéis beber el cáliz del Señor y el cáliz de los demonios. Evidentemente, aquí San Pablo nos coloca ante el rito eucarístico; tenemos una mesa sobre la que están los dos elementos sacramentales; una oración consagratoria recitada por el Apóstol sobre el pan y el vino, una distribución de uno y otro a los fieles en comunión. Estos sen los rasgos generales de nuestra misa.

 

San Pablo en el texto citado, y después de él San Lucas, al narrar el episodio de Emaús (24:30-35), así como también en los Hechos en varios lugares (2:42; 2:46; 20:6 s.), aluden a una ceremonia vinculada a la comida, ceremonia denominada fractio pañis, o división del pan, ¿Qué sentido y alcance debemos darle?

Es cierto que en las comidas semirituales que hacían los judíos se acostumbraba a partir un pan, es decir, fraccionarlo, para comerlo entre todos los presentes, como señal de fraternidad y de amistad. La ceremonia no tenía nombre alguno especial, pero iba siempre acompañada de una breve fórmula de acción de gracias a Dios, una eulogia, o, por mejor decir, una eucharistia. El término griego equivale al vocablo hebreo beraah = bendición, porque en la práctica rabínica se consideraba bendecida una cosa si antes de hacer uso de ella se había dado gracias por la misma. San Juan, y con él San Mateo y San Marcos, usan precisamente el término εόχοφιστήσας para indicar el rito y la fσrmula de bendición que Jesucristo empleó en el acto de la multiplicación de los panes. La primera generación cristiana, procedente del judaísmo, mantuvo en un principio las comidas tradicionales en común, símbolo y vínculo de su unión fraternal; pero atribuyó importancia especial al convite característico, sacramental, que evocaba la última cena del Maestro, y durante el cual se distribuía a los hermanos el pan místico, como lo había hecho y había mandado hacer el mismo Jesús. A este banquete y a este rito se le llamó la fractio panis por excelencia. Tal fue el nombre más antiguo del rito eucarístico; el de eucharistia vino algo más tarde.

Pero hemos de interpretar en el mismo sentido todos los pasajes arriba citados? Es preciso examinarlos separadamente.

La fractio panis que Cristo resucitado ejecutó en Emaús ante los dos discípulos, se cree generalmente que no tuvo carácter eucarístico; debió de ser la bendición ordinaria del pan con que iniciaban los judíos las comidas principales. A no ser que queramos dar un significado peculiar a la frase de los Hechos lo reconocieron al partir el pan, y supongamos que Jesús tuviera una manera especial, conocida de los apóstoles, de bendecir el pan, o que en aquel momento se trasluciese de sus palabras y de su rostro una fuerza o luz sobrehumanas. Bastante más interesante para nuestro objeto es el pasaje de los Hechos 2:42: Perseveraban en oír la enseñanza de los apóstoles, en la vida común, en la Fracción Del Pan y en la oración· Si esta fracción del pan debiera significar una comida ordinaria, no habría por qué insistir en que los fieles eran perseverantes, ni por qué insertarla entre dos actos eminentemente litúrgicos, como son la predicación de los apóstoles a los miembros de la comunidad, es decir, a los bautizados, y la oración en común. Aquí se trata, sin duda, de una comida litúrgica, que no puede ser otra sino la eucaristía.

Menos significativa, a nuestro juicio, se nos presenta la misma frase en el versículo 46 del mismo capítulo: Todos acordes acudían con asiduidad al templo, partían el pan en las casas y tomaban su alimento con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios en medio del general favor del pueblo. El contexto de este pasaje hace alusión a la vida familiar de los primeros fieles, de la misma manera que poco antes, en el versículo 42, se había hecho referencia a su vida litúrgica, que se desarrollaba en torno a la mesa eucarística. Por eso, en armonía con el contexto, obsérvese cómo, en las expresiones frangentes circa domos panem, el término αρτον sin artνculo no designa "el pan" eucarístico, sino el pan común; y la frase κατά οίκον, en singular (por mαs que la Vulgata emplea el plural domos), tiene un sentido distributivo, como si dijera "en cada casa," "cada uno en su propia casa." Consiguientemente, la fractio pañis de que se habla en el versículo 46, o bien se refiere, como juzgamos más probable, al alimento cotidiano que alegremente cada cual tomaba en su casa, o bien, si se prefiere la interpretación tradicional, a la eucaristía, pero asociada a un rito agápico.

La primera descripción de un rito ciertamente eucarístico la hallamos en los Hechos de los Apóstoles 20:6 s. La reunión eucarística tiene lugar en Tróade, donde se acostumbra ya a celebrarla regularmente el primer día de la semana, el domingo, una sabbathi. Tiene una finalidad esencialmente litúrgica: ad frangendum panem; que podríamos traducir: a confeccionar la eucaristía. Interviene en la reunión San Pablo, y él mismo celebra el rito. La sala donde tiene lugar la reunión está situada en el tercer piso de la casa y se halla profusamente iluminada. El Apóstol debía partir al día siguiente, y acaso per eso se entretiene más de lo acostumbrado hablando; acaso también por el incidente ocurrido al jovencito Eutiquio. Por fin, pasada la medianoche, consagra la eucaristía y, frangensque panem et gustans, tomándola él primero, la distribuye quizás a tcdos, y disuelve la reunión, próximo ya el amanecer.

 

La Eucaristía y el Ágape.

Lo que hasta aquí llevamos dicho, se refiere al rito esencialmente eucarístico. Pero los textos del Nuevo Testamento y los de la era subapostólica atestiguan indiscutiblemente que, si no en todas partes, al menos en muchas comunidades, por abuso o de buena fe, la Coena Dominica iba unida o, meljor dicho, formaba la conclusión de una comida, en cierto modo ritual, llamada ágape (amor, convite de caridad), que se había introducido con el fin de repetir lo que Cristo había hecho en la última cena antes de consagrar la eucaristía. Tenía asimismo por objeto asociar en la conmemoración de Cristo a todos los hermanos que creían en El, fuesen ricos o pobres y de cualquier condición.

El primer testimonio, cronológicamente hablando, es el ya mencionado de los Hechos, 2:46, donde se dice que los nuevos cristianos: quotidie... perdurantes unanimiter in templo Et Frangentes Circa Domos Panem, Sumebant Cibum cum exultaííone et simplicitate coráis, collaudantes Dominum· Este pasaje, como observamos antes, no tiene ciertamente toda la precisión y claridad que serían de desear; pero, si la fradio pañis de que se habla se interpreta, como muchos creen, del pan eucarístico, entonces San Lucas en este lugar quiere decir que, en la comunidad primitiva de Jerusalén, la celebración de la eucaristía iba acompañada de un sencillo y alegre convite, en el que se intercalaban himnos de alabanza al Señor. Indudablemente, ésas son las líneas generales del ágape.

Pero el texto clásico es el de la Carta primera de San Pablo a los de Corinto (1 Cor. 11:18-34). Se lamenta el Santo de las divisiones existentes entre aquellos fieles, motivadas por el diverso modo de celebrar la cena del Señor: Cuando os reunís, no es ya para comer la cena del Señor; señal de que en algún tiempo fue para eso. Y el Apóstol indica en seguida dónde está la desviación: unusquisque enim suam coenam praesumit ad manducandum; et alius quidem esurit, alius autem ebrius est. Evidentemente, una comida en tales condiciones no era un convite, una comida en común, ni mucho menos una comida de caridad, un ágape; lo mismo era que cada uno comiera en su casa. Numquid — añade — donos non habetis ad manducandum, et feíbendum? aut ecclesiam Dei contemnitis et confunditis eos qui non habent? Quid dicam vobis Laudo vos? in hoc non laudo. Y, después de haber recordado la institución de la eucaristía tal como la aprendió del mismo Cristo y la gravedad del delito de quien la recibe después de una acción indigna, concluye: Itaque, fratres meiy cum conüenitis ad manducandum, invicem expectate. Si quis esurit, domi manducet, ut non in iudicium conveniatis.

A juicio nuestro, la impresión que se saca de las palabras de San Pablo es que éste condena no el ágape en sí, sino los abusos que lo acompañaban. "Es claro — escribe Funk — que lo que desea el Apóstol no es que el banquete se haga en las casas particulares, sino que desaparezca esa desigualdad, odiosa e incompatible con la unidad y la comunión cristianas. De otro modo, ¿cómo podría lamentarse de que cada cual tome antes de la hora la propia cena exhortar a los corintios a esperarse mutuamente cuando se reúnen para comer? Aquí aparece claramente que no se trata sólo de la eucaristía, sino de algo más. Además, la celebración de la eucaristía no era función de los particulares; era, pues, inútil suplicar a los simples fieles que se aguardaran unos a otros para la celebración eucarística. Estas palabras se entienden únicamente admitiendo la existencia de una cena costeada por todos, y que venía a ser, por tanto, una cena común; esto es lo que entonces no se observaba en Corinto."

Tales abusos, nada extraños por lo demás, parece se daban también en otras partes. En la carta de San Judas, escrita alrededor del año 65 después de Cristo y dirigida, a lo que parece, a una iglesia de Siria, se censura severamente a ciertos fieles relajados, que en los ágapes observaban una conducta incorrecta, estando en la mesa sin educación y no pensando más que en sí mismos. Hi sunt in epulis oestris rnaculae, convivantes sine íímore, semetipsos pascentes. En este texto es donde aparece por vez primera el sugestivo nombre de ágape aplicado al banquete cristiano.

 

En cuanto a las modalidades del ágape, es difícil poder dar una respuesta precisa, careciendo de datos suficientes por lo menos de la época que estudiamos. Sabemos por San Ignacio de Antioquía, que el ágape lo presidía el obispo, lo mismo que la eucaristía: Non licet sine episcopo neque baptizare, neque agapen celebrare. La presencia del jefe de la comunidad, acompañado de su clero, encuadrando el acto en un marco de oraciones, de cantos populares religiosos, de exhortaciones piadosas, como lo describe Tertuliano, contribuía a mantener el carácter semi-litúrgico del convite. En realidad, éste no tanto servía para saciar el apetito, cuanto a mantener vivo y hacer eficaz el ejercicio de la caridad. Por eso, San Pablo había recomendado que, si alguien se sentía acuciado por el hambre, comiera primero en su casa: sí quis esurit, domimanducet.

De conformidad con esta impronta casi sagrada del banquete agápico, el Apóstol deseaba fuesen excluidos de él los pecadores públicos: cum eiusrnodi nec cibum sumare (1 Cor. 5:11); asimismo, la oración tenía una parte tan importante como los manjares. Prueba de ello son las tres hermosas fórmulas contenidas en la Didaché (c.910), restos, probablemente, de un antiquísimo himno cristológico, y que, según creemos, se refieren no a la eucaristía, como quisieron algunos, sino al ágape. En parte muestran afinidad de conceptos y de expresiones con fórmulas rituales judaicas del tiempo; en parte son originales, rezumando un suave fervor de fe y un sentido bastante vivo de la inminente parusía del Señor. Las dos primeras fórmulas servían, como dice la rúbrica que las precede, de preparación, y la tercera, de acción de gracias después del banquete; o bien, como dice Baumstark, de introducción a la anáfora eucarística que seguía inmediatamente.

Ofrecemos aquí el texto de la última, que lleva al final algunas fórmulas litúrgicas interesantes: Capítulo 10. "Después de haber comido, dad gracias así:

Te damos gracias, Padre santo, por tu santo nombre, que has hecho habitar en nuestros corazones, y por la ciencia, la fe y la inmortalidad que nos has dado a conocer por medio de Jesús, tu siervo; la ti gloria en los siglos!Tú, Señor omnipotente, criaste todas las cosas para tu nombre, comida y bebida diste a gustar a los hombres, a fin de que te den gracias; a nosotros, además, nos regalaste un manjar espiritual y una bebida (espiritual) y vida eterna por medio de tu siervo. Principalmente te damos gracias porque eres poderoso; la ti la gloria en los siglos! Acuérdate, ¡oh Señor! de tu Iglesia para librarla de todo mal y perfeccionarla en tu amor; reúnela de los cuatro vientos, una vez santificada, en el reino tuyo que para ella preparaste; ¡porque tuyo es el poder y tuya la gloria en los siglos!

¡Venga tu gracia y pase este mundo! ¡Hosanna al Dios de David! ¡Todo el que es santo, que venga! ¡El que no lo es, se convierta! Maran atha! Amén."

10. El ágape no duró mucho tiempo en la Iglesia, máxime en Occidente, sea por los desórdenes a los que fácilmente daba ocasión (como en Corinto), sea por las dificultades prácticas que presentaba al ir aumentado el número de los fieles, se lo separó pronto del rito eucarístico propiamente dicho. Este quedó como el verdadero acto del culto, celebrado el domingo, mientras que el ágape se convirtió en una función extralitúrgica, autónoma, que se tenía en días y horas distintas y, muy probablemente, sin ningún carácter obligatorio. De hecho, no tomaban parte en él más que los pobres y el clero, y aun éste, más por obligación que por simpatía.

¿Cuándo sucedió esta separación? Hacia el fin del siglo I, y en alguna iglesia, algo más tarde. En Siria, la Dídaché, escrita hacia el año 90, podría ser el primer testimonio de tal separación. En Bitinia, en el 114, cuando Plinio el Joven escribió la conocida carta a Trajano, la separación era ya un hecho consumado. La reunión matinal es enteramente eucarística, al paso que la agápica tiene lugar más tarde (rursus coéundi). En Alejandría, por el contrarío, en tiempo de Clemente Alejandrino, están todavía unidos ágape y eucaristía; lo mismo se deduce de la Epistula A postolorum, redactada hacia el 130140. En Roma, San Clemente, escribiendo la primera Carta a los Corintios en el 97, invita a los hermanos a acudir a la iglesia para dar gracias a Dios, sin aludir a ningún otro deber. Lo cierto es que cincuenta años más tarde, cuando San Justino escribió su famosa Apología (c.152), el ágape había desaparecido completamente del rito sacrifical; la prueba es que no hace la menor alusión.

 

 

2. Los Orígenes de la Eucaristía.

Hasta aquí, basándonos en los datos históricos que nos ofrecen los libros del Nuevo Testamento, hemos procurado trazar la estructura de la eucaristía apostólica. Hemos hecho notar que la eucaristía surgió como consecuencia de las palabras y de los hechos de Cristo realizados en la última cena; palabras y hechos que, según su expreso mandato, debían ser reiterados, como en efecto los reiteraron los apóstoles, conmemorando eficazmente la muerte redentora del Maestro. Este es el origen y ésta fue siempre substancialmente la interpretación católica del misterio eucarístico.

Muy diverso es el modo de pensar de la crítica independiente. Sus representantes — que son legión especialmente en Alemania — en su mayor parte se colocan en un punto de vista crítico o filológico; otros, pocos, de los cuales únicamente debemos ocuparnos, parten de supuestos histórico litúrgicos, y, rechazando toda relación entre la última cena y la eucaristía, poniendo el origen de ésta quién en algún rito de la liturgia judaica, quién en elementos culturales paganos oportunamente elaborados y cristianizados, quién, por último, en deformaciones fantásticas de la primitiva tradición. Pero la eucaristía queda despojada de su esencial carácter de sacrificio en todos estos sistemas.

Pasaremos revista a las principales de estas teorías para someterlas a una crítica objetiva.

 

Los Supuestos Antecedentes Judaicos.

Fue Pablo Drews (1912) de los primeros que lanzaron la hipótesis, más tarde adoptada y desarrollada diversamente por Von der Goltz y otros muchos, según la cual Jesucristo no celebró en la última cena el tradicional banquete pascual, ni mucho menos instituyó un rito nuevo, sino que sencillamente comió con sus discípulos el llamado Kiddusch, que más tarde, después de haber desaparecido el Maestro, lo repitieron aquéllos hasta transformarlo poco a poco en un rito independiente, la eucaristía.

Según Von der Goltz, los judíos acostumbraban celebrar el Kiddusch de la manera siguiente: la tarde anterior al sábado y a ciertas solemnidades, el cabeza de familia, antes de la cena, bendice una copa de vino y un pan, diciendo: "Alabado seas tú, Señor, Dios nuestro, que has creado el fruto de la vid. Alabado seas, Señor, Dios nuestro, que produces el pan del seno de la tierra." Después de cada bendición, el padre de familia toma una parte de lo que acaba de ser bendecido y pasa lo restante a los comensales. De ordinario, sin embargo, se reserva una parte del pan bendecido para después de la cena, así como también un poco de vino; hecho esto, se procede a la cena ordinaria.

Terminada la cena, se recita la gran oración, de la cual son excluidos los forasteros, los esclavos y las mujeres, y por medie de la cual se dan gracias a Dios por la comida y la bebida y por la tierra de Palestina, se celebran los beneficios recibidos de Dios y se le conjura a que envíe al profeta Elias y acelere los días del Mesías. Todos responden Amen, y entonces se distribuye a los presentes el pan y el vino guardados al principio.

La prueba de que el Kiddusch fue el tipo ritual en el que se inspiró la práctica eucarística primitiva está, según Drews, en la Didaché. El domingo, después de la confesión de los pecados, los cristianos se reúnen y toman parte en un banquete. En primer lugar se bendice el vino, luego el pan, con fórmulas en todo semejantes a las de los judíos; viene a continuación la cena y, una vez saciados, una oración de acción de gracias, la cual, como la correspondiente oración judaica, asume al final un carácter escatológico: Maran atha!... Domine, veni! En este momento se distribuyen los elementos eucarísticos.

 

La hipótesis de Drews y de su escuela se funda en una interpretación arbitraria de los escritos rabínicos y en la confusión de los diversos ritos y fórmulas.

La palabra rabínica Kiddusch, que significa santificación, designa la ceremonia y la oración con que los judíos proclaman la santidad del sábado y de algunas fiestas principales, la hora en que, según el cómputo hebreo, comenzaban las primeras vísperas de esos días, consagrados al descanso y al culto. El Kiddusch consistía únicamente en beber de una copa de vino mezclado con agua después de haber recitado sobre él una doble bendición: la primera para el vino y la segunda para el día festivo. Al pan no se hace la menor alusión. Todavía hoy se cumple este rito el viernes por la noche, bien en casa, bien en la sinagoga. El que preside, toma la copa de vino en su mano y, después de recordar los tres primeros versículos del capítulo 2 del Génesis y de recitar la mencionada bendición del pan, pronuncia la siguiente:

Para el sábado: "Seas alabado, eterno Dios nuestro, Rey del universo, que nos has santificado con tus mandamientos, nos has escogido para pueblo tuyo y por amor nos has otorgado el día santo del sábado en recuerdo de tu creación. Este día es, entre las solemnidades, la primera; ella nos recuerda que nos de las te salir de Egipto, nos escogiste y santificaste entre todos los pueblos y nos dejaste la herencia de amor el día santo del sábado."

Dicho esto, el padre de familia bebe de la copa y la pasa luego a la mujer y a los hijos, continuando luego con la cena, si es que la había.

Que el Kiddusch se celebraba en la forma precisa que acabamos de explicar está comprobado por la diligente investigación de Mangenot sobre las fuentes talmúdicas y escritos rabínicos. ¿De dónde, pues, han sacado Drews y compañía la bendición del pan y la gran oración escatológica? La primera —dice Mangenot— no es otra cosa que la consabida bendición del pan y del vino antes de comer los días ordinarios; la gran oración es la que se recitaba al acabar la cena del día sabático. Por lo tanto, cómo es posible argumentar valiéndose de ritos y fórmulas que nada tienen que ver con el Kiddusch?

Además de esto, como ya dijimos, creemos que Jesús instituyó la eucaristía durante el banquete de Pascua. Los sinópticos lo dicen demasiado claro para ponerlo en duda. Además, éstos, con San Pablo, afirman expresamente que la institución eucarística tuvo lugar no antes, sino durante la cena: manducantibus illis... postquam coenavit... Por otra parte, mientras el Kiddusch admitía solamente una copa de vino, los más antiguos testimonios acerca del rito eucarístico —San Pablo, los sinópticos, San Ignacio nos lo describen siempre celebrado con pan y vino. Es verdad que San Lucas (22:17), antes de relatar la institución eucarística, recuerda cómo Jesús bendijo una copa de vino y la ofreció a los apóstoles. Podría muy bien tratarse del Kiddusch. De todas formas, está fuera de toda duda que las palabras de Cristo al instituir la eucaristía no entraban para nada en la fórmula del Kiddusch.

Es inverosímil, por tanto, que los apóstoles hayan querido modelar, conforme a un rito que sabían ellos que precedía al banquete pascual, el ritual de la cena del Señor, insertándolo en la narración evangélica después de la misma cena, postquam coenavit. Si así fuese, habrían colocado el ágape antes, no después de la eucaristía.

Habría además que demostrar cómo un simple rito de introducción al banquete, aun suponiendo que ese rito abarcase también el pan, se desarrolló en pocos años, hasta convertirse en la cena del Señor, con la estructura precisa y el sentido realístico que tiene ya en San Pablo y San Ignacio de Antioquía. Escribe Reville: "El pan que comían juntos los discípulos restablecía místicamente la comunión de vida que tuvieron un tiempo con el Maestro." Respondemos: Está bien; pero cómo de una mística exaltación puede pasarse a creer que el pan y el vino bendecidos se han convertido en el cuerpo y la sangre del Señor y cómo esta fe ha quedado esculpida en tres Evangelios distintos y en poco tiempo ha sido uniformemente aceptada en las comunidades de la Siria, de Asia, Grecia, Italia, etc.? Es muy difícil de concebir. La génesis de la eucaristía no tiene explicación suprimido el hecho de su institución en la última cena.

Finalmente, el ejemplo de la Didaché no prueba nada. Si es innegable, en las tres conocidas oraciones, un fuerte sabor judaico, aunque transfigurado por un profundo sentido cristiano, nosotros, con muchos críticos, lo relacionamos no con la eucaristía, sino con el ágape, que constituía el preludio de aquélla. La precedencia de la oración del vino sobre la del pan no tiene importancia; tanto menos cuanto que inmediatamente después se invierte el orden, dándose gracias a Dios por haber dado cibum potumque hominibus cd fruendum.., ncbis aatem splritualem ciburn et potum.

 

El Dualismo Litúrgico de H. Lletzmann.

14. Hans Lietzmann (+ 1943), historiador y liturgista, expuso sus puntos de vista sobre el origen y desarrollo del rito eucarístico en la obra Misa y cena del Señor. Según él, la misa no sería más que el resultado de la evolución de dos elementos, banquete y sacrificio, que surgieron en función de des factores históricos distintos, el uno jerosolimitano y el otro paulino.

El factor jerosolimitano va vinculado a la costumbre, frecuente entre los pequeños grupos o sociedades de amigos, llamadas chabiiróth (en singular chabúrah, de chaber — amigo), de hacer mancomunadamente comidas semirrituales. Una de ellas era la que se hacía la tarde antecedente al sábado, en la cual se bendecía y se partía un pan, que luego era distribuido entre los amigos. Los apóstoles habían constituido con Jesús una asociación (chabúrah), siendo El el jefe reconocido. A El correspondía en los banquetes rituales bendecir y partir el pan, como en efecto lo había hecho en la última cena. Una vez desaparecido El, los discípulos, con el grupo de los primeros fieles, continuaron reuniéndose fraternalmente en torno a la mesa, considerando a Jesús como si estuviera siempre presente en medio de ellos bendiciendo y partiendo el pan, mientras ellos esperaban su próximo retorno. Los elementos del banquete, que simbolizaban la presencia y la fuerza del Señor, se fueron considerando como santos, similitudo de su cuerpo y de su sangre; eran tenidos como alimento "pneumático," y como en ellos residía el "nombre," es decir, la fuerza del Señor, se les creyó capaces de conferir a quien los tomaba la espiritualidad y la vida eterna.

Lietzmann funda su teoría en el examen de las antiguas anáforas, tanto orientales como occidentales. Sobre todo, en la anáfora egipcia, atribuida a Serapión de Thmuis (362), en Egipto, la comarca adonde no llegó la actividad apostólica de San Pablo. La anáfora de Serapión, compuesta hacia la mitad del siglo IV, representa, según Lietzmann, el tipo litúrgico primitivo y genuino del rito eucarístico, cuando de la comida tomada en común estaba desterrada toda idea de sacrificio, y no la forma actual que presenta la anáfora, que, debido a una reforma posterior, no conserva el orden primitivo. En un principio no contenía las palabras de la institución, sino solamente el diálogo que precede al prefacio, el prefacio, el Sanctus y la primera epiclesis. Su carácter sacrifical consistía únicamente en la oblación de los dones depuestos sobre el altar, sin ningún entronque con la última cena ni con la muerte del Señor. Avanzando el tiempo, y por el influjo de las doctrinas de San Pablo, se añadió el relato de la institución asociado a la anamnesis, y, por último, también la segunda epiclesis, tomada de las liturgias siríacas. Además, la eucaristía primitiva no admitía, el vino, sino solamente pan y agua, puesto que ni Jesús ni sus discípulos bebían vino. San Lucas lo confirma al narrar el episodio de Emaús, y los Hechos hablan también exclusivamente de pan (fractio pañis); lo cual confirman asimismo Las celebraciones eucarísticas descritas en los más antiguos apócrifos.

El factor paulino, en cambio, que trae su origen de la práctica enseñada por el Apóstol a las iglesias por él fundadas, práctica que aparece en la primera Carta a los Corintios (c. 11), no fue originariamente más que la simple repetición de la última cena juntamente con la conmemoración de la pasión de Cristo. Más tarde, aquel simple banquete, por obra de San Pablo, influido por los misterios helénicos, acentuó su carácter místico, dio entrada a la idea de sacrificio, y le fue atribuido un valor expiatorio de perdón de los pecados. Este tipo paulino halló su exponente en la anáfora romana de San Hipólito. La primera parte de la misma, de carácter exclusivamente cristológico e inspirada totalmente en los conceptos paulinos de la carta a los de Filipos (2:5-11) y de la primera a Timoteo (3:16), desarrolla, en torno al relato de la institución, la conmemoración de la muerte y resurrección del Señor. Por el contrario, en la segunda parte, sin trabazón substancial con la primera, entra ya la idea del sacrificio tal como la expone San Pablo en la primera a los Corintios (10:10-16). Este segundo tipo constituyó la práctica habitual eucarística de las numerosas comunidades paulinas y llegó a suplantar al otro tipo, más antiguo, de Jerusalén, imponiéndose a toda la Iglesia como la liturgia oficial.

 

La tesis elaborada por Lietzmann no responde a los datos históricos conocidos y comúnmente admitidos. En efecto:

1) El carácter de chabúrah, que Lietzmann y, más recientemente, (**) Dix atribuyen a la última cena, uno de los presupuestos en que funda aquél su teoría, contrasta de plano con las referencias de los sinópticos. Particularmente San Lucas, que es considerado como la fuente más antigua y limpia de influencias eclesiásticas, declara expresamente y repetidas veces que Jesús en aquella circunstancia deseaba celebrar la Pascua. La dificultad de armonizar la narración sinóptica con San Juan no puede desvirtuar unos datos tan explícitos.

2) La teoría de Lietzmann llega necesariamente a suponer que, antes de la larga elaboración que acabó al adoptarse el rito eucarístico paulino, transcurrió un período de tiempo durante el cual no existió verdadera eucaristía. Ahora bien: esto, como ya lo demostramos, está en abierta contradicción con los datos de los Hechos y con la tradición histórica y dogmática de la Iglesia. La primera Carta a los Corintios, escrita alrededor del 55-56 después de Cristo, supone la Coena Dominica arraigada ya y celebrada regularmente en aquella comunidad.

3) La anáfora de Serapión contiene en su correspondiente lugar las palabras de la institución, lo mismo las relativas al pan como las relativas al vino. Para demostrar su tesis, Lietzmann se ve obligado a considerarlas como interpoladas posteriormente, junto con la segunda epiclesis del Logos que viene inmediatamente después, y que se enlaza con aquéllas. Pero todo esto es subjetivo y arbitrario. La mayor parte de los críticos ven en la anáfora suficiente homogeneidad y unidad lógica de ideas, y reconocen que la epiclesis del Verbo no sólo es auténtica y se encuentra en otros escritos contemporáneos a Serapión, sino que se remonta mucho más arriba, por lo menos hasta el siglo II, como luego veremos. Si en ella se encuentran inserciones posteriores, son precisamente el prefacio, el Sanctus y la primera epiclesis, añadidas al final del siglo III o a principios del siglo IV, y que desvían la trayectoria lógica de la oración

 

4) Que la eucaristía se celebrara primitivamente sólo con pan, o con pan y agua, dista mucho de estar demostrado. No existe antes del 150 ningún documento escrito o monumental que aluda a una eucaristía de este género. Los sinópticos, que, como dijimos, reflejan el uso litúrgico de los primeros decenios de la Iglesia, hablan expresamente de pan y vino. La perícopa Lucas 22:20, cuya autenticidad muchos la niegan por omitirla alguncs manuscritos occidentales, es ciertamente genuina; como también lo es la mención del vino en San Justino. Los famosos y conocidos frescos de la cripta de Lucina, en Roma, atribuidos al principio del siglo II, y que representan un canastillo de panes eucarísticos con un pez debajo, dejan ver claramente entre los nombres de la cesta un cáliz de vidrio con vino tinto dentro. Ni podemos olvidar la insigne estela de Abercio (principios del s. III), testimonio de una misma experiencia litúrgica desde Roma hasta el Eufrates, y que dice que en todas partes la fe le ofreció vino bueno, mezclado, juntamente con pan. Es verdad que los apócrifos en sus pseudoeucaristías hablan de pan y agua; pero porque son todos de origen gnóstico, y ya se sabe que los marcionitas con sus adeptos, por ideal moral, por encratismo, tenían prohibido el uso del vino, considerado como algo diabólico. La frase frangere panem puede que hubiera significado alguna vez la acción aislada de partir el pan, como era costumbre hacer al comienzo de las comidas rituales judaicas, pero en les Hechos (2:42; 20:7), como demostramos antes, designa un todo más complejo (pars pro toto), es decir, el rito eucarístico completo, que abarca el pan y el vino. En este sentido más amplio, encontramos también esa expresión en San Ignacio de Antioquía, en su carta a los de Efeso, y en la Dídaché (c.14).

5) En cuanto a la anáfora de San Hipólito, es preciso admitir, por el contrario, que existe una íntima y lógica relación entre la primera y la segunda partes, esto es, entre el relato de la institución y la idea del sacrificio contenida en la anamnesis. La oblación conmemorativa que allí encontramos intercalada: Memores igitur mortis et resurrectionis eius (Christi), offerimus Tibí panem et calicem, Tibí gratias agens..., se presenta efectivamente como consecuencia natural; no se puede ofrecer a Dios el sacrificio si antes no se inmola la víctima. Lietzmann opina que la anáfora de San Hipólito, precisamente por ser toda ella de sabor cristológico, es primitiva. Probablemente hay que decir lo contrario. En ella hallamos reducido a la mínima expresión aquella acción de gracias al Señor por la creación del mundo y del hombre (tema teológico), que era un concepto fundamental en los formularios judaicos, y que ciertamente pasó a las fórmulas cristianas primitivas, como se deduce por San Justino (Dial, cum Triph., 41:1) y como puede verse en las anáforas orientales antiguas. En esto, la oración eucarística de!a Traditio se muestra expresión personal de su autor, comenzando a apartarse de la línea primitiva de la anáfora. Es la primera evolución romana del canon.

En conclusión: San Pablo no elaboró ninguna eucaristía personal. La práctica per él inculcada la recibió de la tradición primitiva, de la cual él mismo declara ser un eslabón y que se remonta en su origen hasta el mismo Cristo. Confrontando los textos Mc. 14:22-25 y I Cor. 1 1:23-26, se demuestra que ambos tienen como base una única y uniforme tradición eucarística. San Pablo, por lo demás, proclamaba tener la misma fe, no sólo de las iglesias entre las cuales había vivido desde su conversión, sino también de las de Judea, que supone tanto como decir de la iglesia madre de Jerusalén. Esto aparece evidente en la Epístola a los Galatas, no ya sólo por la alusión que hace a su visita a Pedro en Jerusalén (Gal. 1:28), sino más todavía por su afirmación de que los fieles de Judea lo consideraban como apóstol de la misma fe profesada por ellos (Ibíd., V. 23). Por lo demás, no hay en los antiguos documentos nada que pueda hacer sospechar ni remotamente una divergencia substancial tocante a la eucaristía, centro del culto cristiano, entre los apóstoles y San Pablo. No hay que olvidar que San Pablo se convirtió solamente tres o cuatro años después de la muerte de Cristo.

 

Las Pseudo-eucaristías Gnósticas.

Hemos aludido a algunas ceremonias eucarísticas celebradas en los conventículos gnósticos, y que forman una parte característica de sus libros apócrifos. No estará de más decir aquí una palabra de propósito.

El gnosticismo (de γνώσις = conocimiento, contemplaciσn superior del mundo) fue una manifestación del pensamiento, extraña y a primera vista indescifrable, que desde los siglos I al III impugnó la tradición evangélica. Tomando en préstamo del neoplatonismo algunos conceptos cosmológicos y del cristianismo otros soteriológicos, trató de satisfacer las tendencias sincretistas de aquel período histórico, hasta que murió sofocado por la corriente sana y positiva del cristianismo. No puede negarse la importancia que el gnosticismo tuvo en la vida de la Iglesia antigua, ni desconocer el peligro que representó para la ortodoxia aquel movimiento religioso tan intenso y, aparentemente al menos, tan afín al cristianismo. Pero tampoco conviene exagerar su trascendencia, como lo han hecho algunos escritores, según los cuales parece como si la Iglesia, habiendo presentado combate al gnosticismo, hubiera evitado a duras penas una fatal derrota sacrificando a su formidable antagonista la propia integridad doctrinal y litúrgica. Harnack, por ejemplo, no tiene empacho en afirmar que el ritualismo católico comenzó en el siglo II para oponerse a las liturgias gnósticas y que la Iglesia logró superarlas tan sólo adoptando sus formas litúrgicas.

 

Para comprobar cuan poco de verdad hay en tales afirmaciones, plácenos trazar brevemente el cuadro de las liturgias eucarísticas gnósticas, cuyos detalles los hallamos suficientemente expuestos bien sea en los escritos gnósticos originales que hoy, se conservan, bien en las referencias que los Padres heresiólogos, como San Ireneo, San Hipólito, Tertuliano, San Epifanio, consignaron en sus obras. La crítica sana reconoce hoy día que tales referencias son substancialmente atendibles.

Los Acta lohannis, de la segunda mitad del siglo II, nos dan la descripción más antigua de una eucaristía gnóstica. La escena tiene lugar en Efeso, en domingo, delante de todos los hermanes reunidos. Comienza con un breve discurso del apóstol, quien añade a continuación esta oración:

"¡Oh Jesús! que llevas incrustada esta corona sobre tus cabellos; tú, que has adornado con estas flores la flor imperecedera de tu rostro; tú, que nos has dirigido estas palabras; tú, que solo cuidas de tus servidores y eres el solo médico que los salvas; tú, el único bienhechor, el único humilde, el único clemente, el único amigo de los hombres, el único salvador y justo; tú, que siempre lo ves todo, que estás en todo; Señor, tú, que con tus dones y con tu misericordia proteges a los que en ti esperan; tú, que conoces tan bien las asechanzas de nuestro eterno enemigo y todos los asaltos que nos da; tú, único Señor, socorre a tus servidores con tu providencia. Así sea, Señor."

 

Acabada la oración, el apóstol pasa a consagrar la eucaristía.

"Pidiendo luego el pan, dio gracias de esta manera: ¿Qué alabanza, que ofrenda, qué acción de gracias, te rendiremos nosotros al partir este pan, sino tu solo, oh Señor Jesús? Nosotros glorificamos tu nombre, dicho por el Padre; glorificamos tu nombre, dicho por el Hijo; glorificamos tu entrada por la puerta. Glorificamos tu resurrección, que tuviste a bien manifestárnosla. Glorificamos en ti el camino, la semilla, la palabra, la gracia, la fe, la sal, la piedra preciosa, el tesoro, el arado, la fibra, la grandeza, la diadema; el Hijo del hombre que nos ha sido revelado, que nos ha dado la verdad, la paz, la gnosis, la fuerza, la norma, la confianza, la esperanza, el amor, la libertad y el refugio en ti. Porque tú solo eres., ¡oh Señor! la raíz de la inmortalidad, la fuente de la incorruptibilidad y la sede donde radican los eones. Tú has dicho todo esto por nosotros para que, llamándote con estos nombres, aprendamos a conocer tu grandeza, hasta ahora desconocida para nosotros, pero conocida de los puros y representada en el único hombre que eres tú.

Y, partiendo el pan, lo distribuyó a cada uno de nosotros, suplicando a cada uno de los hermanos que fuesen dignos de la gracia del Señor y de la santísima eucaristía. Y él comió a su vez, diciendo: Que esta porción me sea vínculo de unión con vosotros y la paz sea con vosotros, amados míos."

El rito eucarístico aquí descrito, fuera del esquema general — homilía, oración, ofertorio, anáfora, comunión —, se distingue radicalmente del que en la misma época nos delinea San Justino. Aquí la materia del sacrificio es solamente el pan sin vino ni agua; la anáfora va dirigida al Hijo (Jesús), y recuerda la de los Santos Addeo y Maris de Edesa; falta la narración de la institución con las palabras sacramentales, así como también toda alusión al carácter sacrifical del rito: por último, el desarrollo de las ideas sigue un curso totalmente diverso del que fue el primitivo y después el tradicional en la Iglesia.

San Hipólito recuerda a un tal Marcos, originario del Asia, pero que vino después a las Galias, discípulo de la escuela gnóstica de Valentino. Refiere cuál era su rito eucarístico o, por mejor decir, los procedimientos de hábil prestidigitador con los cuales evocaba sobre el altar a la Gracia, uno de los eones supremos de su sistema:

"Con frecuencia, tomando una copa, como si fuese un sacerdote consagrante, y prolongando la oración epiclética, lograba hacer que el líquido apareciese primero de color purpúreo y luego rojo claro, de modo que los presentes, víctimas del engaño, creían haber descendido la Gracia, que daba a la bebida aquel aspecto sanguinolento. A muchos engañó aquel impostor, pero ya se ha convencido y ha cesado. Echaba ocultamente en el líquido unos polvillos capaces de colorearlo y, charlando, esperaba hasta que se disolviesen. Entonces él entregaba otra copa llena de aquel líquido a una mujer para que la consagrase, mientras él permanecía junto a ella con una copa más grande, pero vacía. Y, una vez que la mujer la había consagrado, echaba una parte en su propia copa y de ésta otra vez a aquélla, diciendo estas palabras: "La Gracia, incomprensible e inefable, que es antes de todas las cosas, Une tu hombre interior y acreciente en ti su conocimiento depositando en buena tierra el grano de mostaza. Con estas y otras palabras dejaba en todos los presentes la impresión de ser un taumaturgo, porque hacía llenarse la copa grande con el líquido de la pequeña y la rebasaba abundantemente."

El relato de Hipólito da a entender la poca seriedad, por no usar otro término peor, que reinaba en las iglesias de los gnósticos. La parodia eucarística de los marcosianos era todavía menos extravagante que la de la secta gnóstica de los ofitas, en la cual la protagonista era una serpiente, símbolo de las divinidades etónicas. He aquí cómo la describe San Epifanio:

"Alimentan en una cesta a una serpiente, y durante los misterios, poniendo pan en la boca de la cesta, le hacen salir sobre la mesa. La serpiente, una vez fuera, dándose cuenta, perspicaz como es, de la necedad de los presentes, se desliza por encima de la mesa y se enrosca alrededor de los panes. Para ellos éste es el sacrificio perfecto. Después, según me han contado, no sólo parten y distribuyen los panes baboseados por la serpiente., sino que cada uno se acerca a besarla a ella, la cual, por arte de encantamiento o por virtud diabólica, se mantiene inofensiva. La adoran neciamente, y llaman eucaristía a aquellos panes que la serpiente rodeó y tocó con sus anillos. Finalmente, por medio de ella, glorifican al supremo Criador, y así ponen fin a sus misterios."

 

Este cuadro de las pseudo-eucaristías gnósticas, que hemos reproducido directamente de las fuentes, es suficiente para comprender que gran parte del ritual cristiano fue plagiado, no por la Iglesia a los gnósticos, sino por éstos a la Iglesia, por más que ellos lo adoraban luego con ciertos elementos fundamentales para asociarlo, más o menos hábilmente, a sus postulados filosófico-religiosos. Porque hay que tener presente que gran parte de los principales corifeos de la gnosis, como Valentino, Marción, Heraclión, Cerdón, Basílides y Saturnino, fueron primero miembros de la Iglesia, de cuyas filas fueron expulsados tan sólo cuando sus teorías constituyeron un serio peligro. Tertuliano decía, en efecto, de los valentinianos: Valentiniani Jrequentissirnum plañe collegium Inter haereticos, quia plurimum ex apostatis veritatis. Por eso precisamente, los escritos gnósticos, para acreditarse ante el pueblo como revelaciones de Cristo o doctrina de los apóstoles, llevaron siempre o casi siempre los títulos de los libros cristianos, llamándose Evangelio de Judas, de Felipe, de Tomás, de los Egipcios; Hechos de San Pedro, de San Juan, de Santo Tomás; Apocalipsis de San Pablo, de San Bartolomé.

Además, sin temor de exagerar, podemos decir que las liturgias gnósticas fueron, como es natural, el reflejo de las creencias de la secta, es decir, la amalgama más disparatada y heterogénea que imaginarse puede de paganismo, judaismo, dualismo pérsico, neoplatonismo y cristianismo. De aquí tan extraña mezcla de ceremonias cristianas, ritos y palabras mágicas, exóticas, oraciones obscuras e incomprensibles, nombres rabínicos y mitológicos, signos extrañes y misteriosos, que Amelineau los compara con los jeroglíficos egipcios; en fin, fenómenos morbosos de exaltación religiosa y prácticas de la más desenfrenada sensualidad, tan monstruosa, que San Ireneo casi quiere ponerlas en duda.

Después de todo esto, no sabríamos decir en verdad qué es lo que la Iglesia pudo haber aprendido de tales prácticas y trasladado a su ritual eucarístico. Los elementos litúrgicos, que, según Harnack, traían su origen de la lucha contra los gnósticos, no sólo preexistían a ella, sino que incluso se desarrollaron por su propia fuerza de expansión y no para contrarrestar los ataques de la gnosis. El fastuoso y deslumbrante ceremonial de las reuniones gnósticas, que Harnack supone haber movido a la Iglesia a imitarlo, si es que tal era, pudo tan sólo apresurar, pero de ninguna manera producir, semejante desarrollo, ya que el ritual cristiano estaba ya naturalmente orientado y encaminado hacia tal perfección. Pero es éste un campo de muy secundaria importancia. Un influjo, en cambio, que el gnosticismo ejerció sobre la vida litúrgica cristiana lo hallamos en el canto popular. Los fieles conocían muy bien este género de canto. Basta ver cómo lo recomienda San Pablo; pero entre tanto, como los líderes de las sectas gnósticas se servían en gran escala de canciones populares con buena música para esparcir sus doctrinas, es probable que los obispos opusieran una propaganda del mismo estilo, vivo y fecundo. Es un hecho que, en el siglo III, los llamados psalmi idiotici, entre los cuales había muchos de valor dudoso, estaban muy en boga entre los fieles, razón por la cual en el siglo siguiente el concilio de Laodicea intervino, dictando medidas muy severas.

 

Las Ofrendas Sacrificio de Wetter.

Otra teoría que presenta muchos puntos de contacto con la de Lietzmann, si bien es anterior en el tiempo, ha sido expuesta por G. P. Wetter, liturgista sueco, según el cual nuestro rito eucarístico nació de la compenetración, al cabo de un largo proceso evolutivo, de dos elementos: a) las ofrendas de los fieles; b) el misterio de Jesús.

En cuanto a las primeras, Wetter, después de examinar las liturgias orientales y occidentales, comprueba la existencia de una serie imponente de oraciones que tienen por objeto presentar a Dios las ofrendas de los fieles, o bien interceder por los oferentes o implorar el poder divino sobre los dones ofrecidos (epiclesis). Tales ofertas constituyen en las liturgias un elemento antiquísimo y de importancia primordial. Todo esto, según el autor, autoriza a remontarse a un período primitivo, en el cual el punto central del culto lo constituía el hecho de la aportación a la reunión de los fieles (ágape) de toda clase de artículos alimenticios, y en primer lugar del pan y del vino. Estos dones eran ofrecidos a Dios por el que presidía la reunión por medio de oraciones, a las que seguía una epiclesis para pedir a Dios que hiciera descender al Espíritu o al Verbo sobre aquellos mismos dones, de forma que le fueran agradables; se añadían también algunas fórmulas impetratorias en favor de los donantes, cuyos nombres eran leídos, y se recitaban otras fórmulas de arrepentimiento y de acción de gracias.

En cuanto al segundo elemento, Wetter supone que los primeros fieles, en un momento determinado, introdujeron en su rito agápico el misterio de Jesús. El ágape fraterno que estaban celebrando evocaba su presencia; el que lo presidía recordaba en la anáfora sus obras, la última cena, la pasión, la resurrección y la inminente parusía; con la oración de la epiclesis invocaba la virtud divina de Jesús, de manera que los fieles, enardecidos por el afecto y la tendencia hacia El, lo consideraban como presente en medio de ellos. Su atención se concentraba sobre el pan y el vino, que vinieron a ser los elementos materiales del "misterio de Jesús" y fueron considerados como el símbolo de Cristo.

Este nuevo elemento fue adquiriendo poco a poco mayor importancia, hasta que se sobrepuso al antiguo (ofrendas), dando origen a la misa, con una desviación esencial. En efecto, las ofrendas decayeron y fueron desterradas del rito eucarístico propiamente dicho (ágapes, eulogías); en la misa, reducidas a los simples elementos del pan y del vino, quedaron como materia del sacrificio, al paso que las antiguas fórmulas de ofrenda, epiclesis, etc., compuestas para las ofrendas quedaron también y fueron recitadas sobre los dos elementos sacramentales.

 

La teoría de Wetter es fácil de rebatir: 1) El hecho de llevar los alimentos para la celebración del ágape se encuentra ciertamente relacionado con la cena del Señor en alguna comunidad; pero en ningún caso tiene carácter litúrgico. Es simplemente una contribución caritativa al ágape. Tanto es así, que ningún texto antiguo atribuye a ese hecho la importancia primordial de que habla Wetter, como si se tratase del factor esencial de la Coena Dominica. El texto clásico de San Pablo a los de Corinto lo muestra como un preparativo de la cena, una parte importante de la misma, pero distinta y subordinada al núcleo central, que es la celebración del rito eucarístico con el pan y el vino, según la tradición proveniente del Señor. Este era para el Apóstol y para los corintios el objeto principal, la verdadera finalidad de la reunión litúrgica.

De manera semejante se expresaba algún tiempo después San Justino refiriéndose precisamente a la época primitiva: "Dios ha aceptado los sacrificios que Jesucristo prescribiera ofrecerle en su nombre, es decir, aquellos que, mediante la eucaristía del pan y del vino, se ofrecen en toda la tierra. Estos son los únicos que los cristianos aprendieron por la tradición a celebrar, y en la conmemoración de este su alimento húmedo y seco recuerdan la pasión que por Apt. 2: 2 ellos sufrió el Hijo de Dios. Los elementos eucarísticos eran, pues, los únicos que encerraban razón de sacrificio precisamente porque las otras ofrendas eran cosa completamente distinta.

A este propósito, Wetter tergiversa totalmente Asentido de uno de los pasajes de la Traditio, que dice así: Si quis oleum offert, secundum pañis oblaüonem et vini et non ad sermonem, dicat, sed simili virtute grafías referat dicens. De aquí deduce Wetter que el aceite era consagrado juntamente con el pan y el vino, siendo así que Hipólito quiere decir todo lo contrario, esto es, que el aceite ofrecido debía bendecirse, pero no con la misma fórmula de la oblación del pan y del vino.

2) Independientemente de las ofrendas, la Iglesia desde un principio interpretó el misterio eucarístico como verdadero sacrificio. La mención de la sangre en las palabras de la institución y la relación establecida por Cristo entre la cena y el misterio de la cruz son dos datos indiscutibles. San Pablo contrapone la cena a los banquetes sacrifícales de los paganos y la designa como el fruto principal del sacrificio de Cristo. La Didaché llama al misterio eucarístico una oblación y un sacrificio, y descubre en él la realización de la profecía de Malaquías. Al correr del tiempo, la distinción, cada vez más acentuada, entre el ágape y la eucaristía contribuyó a esclarecer la noción de sacrificio, que en San Justino y luego en San Ireneo y Tertuliano alcanza su madurez. Querer, pues, colocar en las solas ofrendas la esencia primera del sacrificio cristiano, es desconocer el espíritu y la letra de los más importantes testimonios de la Iglesia apostólica.

3) Admitamos que la unión primitiva de la eucaristía con el ágape hubiera dado origen al rito de llevar los alimentos al altar, rito rodeado más tarde de cierta pompa sobre todo en Oriente. Mientras que, al principio, del conjunto de los alimentos regalados por los más ricos y repartidos fraternalmente entre los pobres se apartaban el pan y el vino para el servicio eucarístico, una vez que el ágape se separó de la eucaristía y se desarrolló como institución independiente, todos los fieles creyéronse en el deber de llevar a la reunión litúrgica dones de diversas clases (fruta, aceitunas, uvas, queso, etc.), pero sobre todo pan y vino. Los primeros, depuestos sobre el altar, fueron bendecidos con una simple bendición dada al final de la anáfora, como observa ya la Traditio, de Hipólito; en cambio, al pan y al vino, la verdadera y única oblatio, se reservaba la solemne consagración sacramental.

De esta práctica poseemos una ilustración monumental en el mosaico que el obispo Teodoro mandó construir en el 315 sobre el pavimento de la basílica de Aquileya. En el panel central aparece en pie la figura simbólica de la Iglesia entre el cesto de los panes eucarísticos y el cántaro del vino: he ahí la eucaristía; en los paneles laterales, unos jovencitos llevan otras ofrendas, como uvas, trigo, guirnaldas de flores, palomas. Es cierto, por lo demás, que la ofrenda de los fieles consistía principalmente en pan. Conocido es el texto de San Cipriano dirigiéndose a la mujer avara: Dominicum celebrare te ere As quae corbam omnino non respicis, quae in dominicum Sine Sacrificio venís, quae partem de sacrificio quod pauper obtulit surnis.

La teoría de Wetter nos parece, per tanto, unilateral. Sólo tiene en cuenta el elemento genérico — las ofertas —, descuidando el elemento específico, que es la oferta propia del sacrificio, la ofrenda del pan y del vino. Ahora bien: las primeras tuvieron en la Iglesia y tienen valor solamente en función de la ofrenda sacrifical de Cristo, es decir, el pan y el vino consagrados. El canon romano lo da a entender bastante claramente con aquella fórmula: Offerimus maiestati tuae De Tuis Donis Ac Datis, hostiam puram, hostiam sanctam, hostiam immaculatam, Panem sanctum vitae aeternae et Calicem salutis perpetuae.

4) Del hecho, en verdad extraño, de que alguna rara anáfora oriental, como la de los Santos Adeo y Maris, carezca de las palabras de la institución, concluye Wetter que existió un rito primordial eucarístico, consistente en una comida ritual, pero sin el relato de la institución, y, por tanto, sin consagración del pan y del vino, pues a éstos no se daba importancia. "El punto central —dice— giraba en torno al misterio" de Cristo, muerto y resucitado, a imitación del cual debían los cristianos resucitar y divinizarse, lo mismo que los mistas de los cultos orientales." Todo esto es una pura invención de la fantasía del autor. No existe prueba ninguna histórica de haberse celebrado en un principio un rito eucarístico independientemente de los elementos de pan y vino. La omisión de las palabras institucionales en la anáfora de Edesa es debida a un simple motivo de reverencia; ciertamente, al principio las contenía, porque todavía conserva la anamnesis. Si hubieran sido una inserción litúrgica posterior, tendríamos ciertamente muchos otros ejemplos rnás importantes.

5) No es el caso de detenernos a examinar los pretendidos factores psicológicos que, según Wetter, conmovieron y exaltaron a los discípulos cuando estaban juntos a la mesa hasta el punto de hacerles ver a Jesucristo como si estuviera vivo en el pan y el vino. ¿En qué pruebas fundan Wetter, y otros con él, afirmaciones de tan capital importancia? ¿El sentimiento pudo dar origen a la eucaristía? Aquí no estamos ya en el terreno de la historia, sino en el reino de la fantasía.

 

La Teoría Formista.

22. No es más que la aplicación a la eucaristía de un método admitido no ha mucho por la crítica independiente y aplicado a toda la historia evangélica. Según esta teoría, la composición de los Evangelios sería el resultado de una antigua tradición oral, creada y elaborada por la primitiva comunidad cristiana conforme a ciertas leyes psicológicas y a las exigencias particulares del momento histórico, y transmitida en múltiples formas, hasta que fue recogida y registrada de cualquier manera por los evangelistas.

Dibelio aplica a la eucaristía esta teoría de la siguiente forma: los primeros fieles, para satisfacer su necesidad de unidad y de culto, crearon el rito eucarístico, y para darle un fundamento histórico inventaron el relato de la última cena. Todo esto se deduce sencillamente reconstruyendo la primitiva forma de la tradición eucarística a través de los testimonios de Marcos (14:22-25) y Pablo (1 Cor. 11:23-25). Aquélla estaba constituida por las palabras pronunciadas tanto sobre el pan: Esto es mi cuerpo, sin la interpretación dada por el Apóstol: que será entregado a la muerte por vosotros, como sobre el vino, según narra San Pablo: Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, pero también sin la añadidura de Marcos: que será derramada por muchos, y sin la frase escatológica paulina donec veniam. Por tanto, aparece claro el significado original de la cena eucarística, que fue inventada como símbolo de comunión, como una expresiva figura de unión íntima de los fieles entre sí y con Cristo, para mantener la cual era necesario un frugal banquete en común:. El carácter realístico y sacrifical que asumió más tarde la eucaristía representa un desarrollo ulterior de la primitiva tradición, debido a influencias helénicas.

23. a) La teoría de las formas apela substancialmente a la tradición o catcquesis primitiva. El principio es verdadero; de hecho, a ella apelaron explícitamente dos escritores de la prinera generación cristiana, San Pablo y San Lucas. San Pablo se refiere a ella en la narración de la institución eucarística que hace a los corintios, y que podemos parafrasearla así: "Yo he aprendido, por una tradición que se remonta al Salvador, lo que ya os tengo enseñado, tal como El me lo comunicó a mí mismo." San Lucas, al comenzar su Evangelio, afirma haberse informado de cuanto habían transmitido y enseñado (sicut tradiderunt = καθώς ποφέδοσαν) los que desde el principio fueron testigos oculares de los hechos que estα para narrar.

Ambos, pues, se encontraron frente a una tradición, que dejaron consignada en sus páginas. Tradición única, que no sólo existía, sino que corría con autoridad y valor por las iglesias conocidas por ellos. Es la tradición católica, la que atestigua desde el siglo I la Didaché, y en el siglo II, San Ignacio, San Justino, San Ireneo y después todos los Padres. San Justino en particular tiene interés en poner de relieve el carácter tradicional del rito eucarístico, que describe en su primera apología. Cristo mandó ofrecer ; lo prescribieron los apóstoles; y nosotros —dice— hacemos, con respecto a la eucaristía, lo que hemos aprendido de la tradición de ellos.

b) Contra la teoría de las formas milita un elemental criterio cronológico. ¿Cómo es posible que en el breve período de los veinte años que median entre la muerte de Cristo y la composición del Evangelio de San Mateo y de la primera Epístola a los Corintios se creara por la actividad psicológica, grande si se quiere, de una comunidad una tradición puramente fantástica? La comunidad, como tal, tiene capacidad de excitación, no de creación. No es ella, por regla general, la que produce las grandes obras, sino solamente una fuerte personalidad individual. Y, además, ¿cómo iba a ser eso posible viviendo todavía, como dice San Lucas, los testigos oculares y auriculares de los hechos de Cristo?

No cabe duda que pudo haber desde el principio quien trabajara con la fantasía en torno de la vida del Señor; prueba de ello son los Evangelios apócrifos. Pero éstos la Iglesia los repudió enérgicamente en honor de la tradición verdadera y auténtica por ella custodiada. San Pablo ponía en guardia a los gálatas y anatematizaba a los que anunciaren un Evangelio distinto del suyo. Refiere Tertuliano que aquel presbítero asiático autor de la fantástica narración sobre Pablo Apóstol y Tecla, convicto y confeso, fue oficialmente depuesto.

c) La teoría que nos ocupa se apoya principalmente sobre una supuesta falta de organicidad de los Evangelios, como si fueran éstos un informe aglomerado de materiales más o menos históricos que formaban parte de la catequesis primitiva. Esto es falso. El Evangelio de San Marcos, por ejemplo, que Dibelio gusta de poner en antagonismo con San Pablo en el relato de la institución, demuestra, como lo han confesado los mismos críticos acatólicos, una homogeneidad de composición, una cohesión entre las palabras y los hechos de Cristo, hasta incluso una unidad de estilo tales, que no se puede menos de reconocer en su autor, no a un torpe coleccionista de materiales, sino a un escritor inteligente, que con diligencia compuso y coordinó las fuentes de su narración. Es, por consiguiente, arbitrario aceptar, como hace Dibelio, las palabras de Marcos: Este es mi cuerpo, y a renglón seguido considerar glosa personal de San Pablo las palabras entregado por vosotros, y rechazar la cláusula de Marcos relativa a la sangre: que será derramada para muchos, únicamente en aras del prejuicio antisacrifical de la escuela racionalista.

d) La escuela que patrocina la teoría de las formas, a diferencia de otras escuelas independientes, tiene de bueno que da valor a la tradición oral anterior a los Evangelios. Pero cuando pretende que tal tradición trae su origen no del terreno positivo de los hechos sucedidos, sino de elementos subjetivos nacidos en la imaginación calenturienta de los jefes de una comunidad, sin saber precisar dónde, cuándo ni por obra de quién, entonces, evidentemente, introduce en el examen de los escritos neotestamentarios unos criterios tan apriorísticos, que no pueden absolutamente tomarse en consideración. El silencio de una tal pseudotradición nunca podrá tener mayor peso que los testimonios históricos positivos y terminantes que nos ofrecen los documentos apostólicos.

 

La Teoría Sincretista.

La escuela racionalista, que con frecuencia recurre a la historia de las religiones para explicar naturalmente los orígenes cristianos, aplica su método sobre todo al tratar del bautismo y de la eucaristía.

En un primer tiempo, afirmó brutalmente la tesis de que ambos sacramentos se derivaban conjuntamente de la confluencia de corrientes y doctrinas religiosas orientales-helénicas. En la mayor parte de ellas — agregan — había ritos de iniciación y prácticas teofágicas, que tenían por objeto la incorporación de las fuerzas de la divinidad mediante la comida de determinados alimentos. En época más reciente, muchos críticos, entre ellos Loisy, visto lo absurdo y arbitrario de las primeras teorías sincretistas, comenzaron a hablar sólo de influencias indirectas, así como de una amplia asimilación de los elementos más vitales existentes en las religiones de los misterios. Esos misterios, influyendo la concepción cristiana primitiva, la transformaron, hasta crear el tipo del "misterio cristiano." Una tal elaboración constituyó principalmente la obra de San Pablo. Inconscientemente, y sin ninguna intención de copiar a la letra una tilde del ritual pagano, el Apóstol se inspiró en él para dar la doctrina y la forma a los dos sacramentos.

Es cierto — limitándonos a la eucaristía — que en algunas religiones antiguas de Babilonia y de Egipto y también en el culto mosaico se encuentran ya convites sagrados que se parecen a la comunión eucarística. Pero igualmente es cierto que, excepciones hechas del culto judaico, tales ritos eran desconocidos de los primeros fieles.

Mayor interés presentan los ritos de algunos cultos orientales y griegos, como los misterios de Eleusis, de Attis, de Dionisos y de Mitra, en los cuales las analogías externas entre sus banquetes y la eucaristía son más destacadas y llamativas. En las orgías de Dionisos o Sabacio, mientras las mujeres se embriagaban ejecutando una danza sagrada, los adeptos cortaban en pedazos la víctima (un toro), que representaba a Dios, y comían aquella carne cruda. En los misterios de Cibeles y de Attis, al iniciando se le daban unos alimentos y unas bebidas, de las que debía esperar la salud y la vida. En algún caso se añadía el rito del taurobolio, o sea una especie de bautismo de sangre, durante el cual el fiel sorbía determinada cantidad de la misma. A las personas que eran iniciadas en los misterios de Eleusis se suministraba el ciceon, es decir, una mezcla de agua, harina de cebada y menta selvática, con lo cual quedaban introducidas a la intimidad de la diosa. En el ritual de Mitra se servía al adepto una cena de pan y agua, que San Justino y Tertuliano denuncian como parodia diabólica de la eucaristía. La comida quería significar la conmemoración del festín que el dios Mitra tuviera con el Sol. En algunas representaciones que han llegado a nosotros, se ve a los dos dioses sentados, con otros invitados, ante una mesa, sobre la cual hay algunos panes que llevan el signo de la cruz, y un vaso.

 

Después de aludir a algunas de las analogías más notables, haremos a continuación algunas observaciones generales, principalmente de carácter histórico litúrgico, dejando a un lado otras, no menos interesantes, de tipo teológico.

1) El sincretismo religioso, tal como se manifiesta en el ritual de les misterios, no existía aún, al menos tan perfectamente desarrollado, en tiempo de San Pablo. Su origen primero, su desarrollo y hasta el área precisa de su difusión son cosas bastante difíciles de determinar. Generalmente se admite que cuando adquirió verdadera consistencia fue hacia el final del siglo I o principio del II, bajo la influencia de la filosofía griega. Por lo que al culto de Mitra se refiere, consta que fue introducido en el mundo romano alrededor del año 80 después de Cristo. Sus primeras conquistas — según Cumont — las consigue fuera de los principales centros del mundo helénico (Asia Menor, Egipto, Grecia, Macedonia), que fueron, por el contrario, donde el cristianismo se difundió principalmente gracias al apostolado de San Pablo. Por lo tanto, qué influencia eficaz pudieron el ercer sobre el ritual eucarístico, el cual lo hallamos ya claramente delineado por el Apóstol en la primera Carta a los Corintios, escrita hacia el año 55 ó 56?

2) Se ha dicho que el mismo San Pablo, en esta misma Carta y pasaje, reconoce y pone de relieve la afinidad entre la cena cristiana y los sacrificios paganos. Y es verdad; de otro modo, su argumentación carecería de fundamento. "Todo aquel que come la carne inmolada a los ídolos, toma parte en el culto del dios al que ha sido ofrecida. Un cristiano, pues, no puede probar esa carne sin cometer un acto de idolatría." Como se ve, el Apóstol reconoce una correlación externa entre las dos instituciones; pero no sólo las distingue netamente, sino que las contrapone en perfecta antítesis. Para él, la mensa dominica no es la mensa demoniorum; entre las dos mesas no puede haber ningún contacto. La pagana es una abominación idolátrica que suscita la indignación del Apóstol. ¿Cómo, pues, iba él a tomar de unos mitos tan detestables sus ideas sobre la eucaristía y el sacrificio, esto es, las concepciones fundamentales de su doctrina?

3) Por lo demás, este recurrir al paganismo para explicarse el origen del rito eucarístico es absolutamente superfluo. Un principio de sana crítica histórica enunciado por Ciernen establece que los orígenes de una creencia o de un rito cristiano no deben buscarse fuera del cristianismo o del judaísmo sino cuando sea absolutamente imposible hallar dentro de los mismos la explicación. "Ahora bien: la noción de sacrificio es una idea judía. La promesa de un banquete mesiánico se encuentra reiteradamente en los Libros sagrados. El concepto de la alianza entre los fieles y Dios estaba en la misma raíz de la religión profesada por San Pablo. Era creencia general que el sacrificio daba participación del altar de Yavé, autorizaba a comer y beber con alegría delante de El y creaba una unión a través de la sangre. El Apóstol en sus escritos hace siempre alusión o referencia a los ritos mosaicos, a acontecimientos y a instituciones judaicas. Relaciona la inmolación de Cristo con los sacrificios de Israel, con la antigua alianza, con la cena del cordero pascual. Cierto es que, en el Antiguo Testamento, las víctimas son cosas sagradas, pero no tanto como el cuerpo y la sangre de Cristo. Pero no importa. Una vez que Cristo se ha inmolado por nosotros, las concepciones judaicas de San Pablo sobre el sacrificio le autorizan a pensar que nosotros participamos de la carne de Cristo como de nuestra víctima expiatoria." Esta fue la evolución primera del culto a través de la eucaristía, evolución dispuesta por Cristo y subrayada con agudeza por el Apóstol. He aquí cómo explica esto muy bien el escritor Botte:

"El cristianismo paulino es una mística; es decir, no trata solamente de establecer entre Dios y el hombre una relación mutua, sino de realizar una unión íntima con Dios. El hombre que se da a El mediante la fe en Cristo queda inundado del espíritu de Cristo; no vive ya la propia vida, sino la vida de Cristo. Sin embargo, este vivir en Cristo no será completo y definitivo más que cuando llegue la parusía. Mientras el cristiano permanece aquí abajo, debe ir perfeccionando su conformación con la imagen de Cristo mediante la acción de su espíritu.

Esta concepción mística de la religión no se encuentra en los cultos oficiales del paganismo grecoromano, fríos y utilitarios; ni en los del judaismo, que tendía a reducir las relaciones del hombre con Dios a una contabilidad comercial. A lo más, podría verse alguna semejanza en los misterios de ciertos cultos paganos. Pero entre estas orgías y la mística paulina existe la misma diferencia que entre los sacrificios paganos y el sacrificio redentor de Cristo. Tanto más que, para San Pablo, esta mística es colectiva y cultural. Colectiva, porque se realiza en las almas a través de la Iglesia, cuerpo místico de Cristo; cultual, porque la eucaristía es la renovación ritual del sacrificio de Cristo y porque, participando en este rito, la Iglesia adquiere vida y unidad."

 

4) Entre la naturaleza de los banquetes paganos y la eucaristía no media tan sólo una diferencia substancial en cuanto a su respectiva concepción mística, sino, sobre todo, en cuanto a su directa finalidad. Por más que se admita que por los primeros se pretendía poner al fiel en una especie de comunión íntima con la divinidad, hay que excluir absolutamente que los manjares de los banquetes fueran considerados como substancia de los mismos dioses; ningún texto antiguo nos autoriza a afirmarlo, si bien algún crítico lo hace. La eucaristía, en cambio, es para nosotros comer la persona misma de Cristo, porque el pan y el vino se convierten en su mismo cuerpo y sangre. Esta doctrina es exclusiva del cristianismo, una invención original de Cristo, que no tiene igual ni parecido efectivo en ninguna religión pagana.

5) Las teorías sincretistas están en contradicción con el más elemental sentido de correlación histórica. En efecto, una nueva tendencia filosófica o religiosa que fuese la resultante de un choque de ideas helénicas y asiáticas podía surgir y aclimatarse en cualquier parte, menos en una aldea palestinense obscura y desconocida, sin importancia política ni cultural. El gran centro donde hicieron su aparición la filosofía helenoasiática, La mística neoplatónica y las teogonias gnósticas y gnostizantes fue Alejandría. Otras grandes ciudades de Siria o del Asia Menor más o menos cosmopolitas pudieron contribuir en proporción diversa, ampliando, desviando o modificando ese contagio mimético de ideas y de tendencias. Pero a nadie se le ocurrirá localizar fenómenos de esta naturaleza en Nazaret, en Jerusalén, ni tampoco en Tarso. Puede muy bien admitirse que San Pablo, que aquí había nacido en los primeros años de la era cristiana, durante su formación religiosa en Tarso o como discípulo de Gamaliel entrara en conocimiento, si no en contacto, con elementos paganos; pero él estaba demasiado orgulloso de su fe y embebido del judaismo rígido para influir notablemente por el paganismo. Hasta Loisy lo reconoce.

6) La teoría de Loisy supone que el Apóstol introdujo en el cristianismo primitivo una transformación radical. Tal suposición es del todo inverosímil. La historia de San Pablo en la Iglesia comienza cuando ya todo está constituido. La Iglesia tiene ya el pleno ejercicio de la autoridad de Pedro y del Colegio Apostólico, los sacramentos, el culto diario y, sobre todo, el sacrificio, la fractio pañis. Ahora bien: salvo el incidente con San Pedro sobre el valor de la ley judía, no nos consta que la concepción paulina de la salvación, de la redención por Cristo, de los sacramentos, encontrara oposición por parte de los apóstoles.

Tanto menos puede pensarse que San Pablo impusiera, como conforme a la realidad histórica, un relato de la última cena y de la institución eucarística que fuese sólo producto de su imaginación, interpretando místicamente la coena dominica, en uso ya entre las primitivas comunidades. Si, en realidad, la intención de Cristo de instituir un rito sacramental que fuese memorial perpetuo de su muerte redentora y si las palabras que San Pablo pone en boca del Salvador: "Este es mi cuerpo; ésta es mi sangre," no fuesen más que una creación de la fantasía del Apóstol, sugestionado inconscientemente por los ritos análogos de los misterios paganos, no se comprendería cómo todo esto pudo ser aceptado sin la menor protesta por la totalidad de las comunidades cristianas viviendo todavía aquellos que habían tomado parte con Jesús en la ultima cena. No se explica cómo semejante relato fantástico pudo penetrar en la tradición evangélica más remota, la de los sinópticos, y sobreponerse, deformándolos substancialmente, a los recuerdos auténticos de los testigos inmediatos del hecho.

7) Loisy, y con él otros, niegan, sí, que San Pablo imitara de intento el ritual pagano de los misterios, pero insinúan que sufrió inconscientemente influjos a través de las comunidades cristianas prepaulinas, helenizadas, de Damasco y de Antioquía, en medio de las cuales vivió bastante tiempo. Trátase de una suposición muy poco fundada. Es en extremo difícil admitir, mientras no se pruebe lo contrario, que se contaminaran de elementos paganos tales comunidades en los poquísimos años que corrieron desde su fundación, debida a inmediatos discípulos del Señor; más aún, dadas las relaciones íntimas que mantuvieron con la iglesia de Jerusalén. Sobre todo en Antioquía, vivían, sin duda, personas iniciadas en los diversos cultos de las divinidades griegas y orientales; esas personas iban aumentando, y el Apóstol pudo quizás tratar con alguna para convertirla; pero de este contacto problemático a una asimilación propiamente tal hay un gran trecho. Si se comprobara que San Pablo había sido iniciado en aquellos misterios o que se hubiera ocupado ex profeso de ellos, podríamos acaso sospechar de una tal influencia secreta; pero todo esto no sólo no se demuestra, sino que repugna con la manera de ser y las explícitas declaraciones del Apóstol. Es, pues, inadmisible la teoría.

 

A las observaciones de carácter general arriba expuestas, añadiremos algunas críticas de índole particular.

a) En los misterios eleusinos, la degustación del ciceon era un rito de importancia secundaria, que formaba parte del cuadro inferior de la iniciación de los fieles. En realidad, no entraba para nada en la celebración de los misterios, cuyo punto culminante, como es sabido, consistía en la traditio sacrorum, la entrega material o moral de las cosas sagradas pertenecientes a los misterios, y en la epopteia contemplación de las funciones sagradas más íntimas por el iniciado, situado en medio de una gran luz que repentinamente iluminaba el santuario. En la liturgia cristiana, por el contrario, la eucaristía es el centro del culto, y aun podríamos decir todo el culto; es el sacrificio. La participación de la víctima es parte integrante, y el catecúmeno no comulga sólo una vez, al ser bautizado, sino que la eucaristía se convierte en su alimento cotidiano.

b) Nadie ha sabido hasta ahora explicar en qué consistía la comida sagrada de los misterios de Attis. Apenas conocemos el símbolo suyo, bastante obscuro, cuya fórmula latina nos la ha conservado Fírmico: De tympano manducavi, de cymbalo bibi et religionis secreta perdidici; de estas palabras puede deducirse que al iniciando se le daba comida y bebida en los instrumentos mismos que se empleaban para la música de la orgía, al objeto de hacerlo comensal de la divinidad. Tales instrumentos eran del particular agrado de Cibeles y Attis. Según Loisy, que en todas partes ve la cena, la comida era pan, y la bebida, vino. El P. Lagrange cree que se trataba de hierbas y leche. De todos modos, es cierto que el iniciado no consideraba aquellos alimentos como substancia de la divinidad. Por tanto, salvo una analogía externa, no acabamos de ver qué relación seria puede haber entre aquel rito y la eucaristía cristiana. El tauróbolo era una ceremonia más bien rara, propia de muy pocos, y que por eso era recordada en sus epitafios sepulcrales.

c) En cuanto al banquete ritual del culto de Mitra, que para San Justino y Tertuliano es un plagio del rito eucarístico, no puede decirse que sea esta afirmación un ingenuo artificio polémico. Se explica fácilmente que el culto del "Sol invicto," entrando a principios del siglo II a formar parte de la constelación religiosa del imperio, sintiese de un modo especial la influencia del cristianismo. Este había echado raíces profundas en todas partes, pero sobre todo en Capadocia (que, como siempre, fue la puerta por la que el culto de Mitra pasó a Occidente). El cristianismo, como religio nova, parecía ser el más terrible rival del mitraísmo. La política mejor para suplantar o debilitar a aquél era la de asimilarse sus partes más características tanto en la organización jerárquica como en los usos litúrgicos. De hecho, todos los historiadores, y Harnack entre ellos, admiten la enorme, la soberbia capacidad de asimilación y adaptación del mitraísmo.

Por lo demás, ni San Justino, ni Tertuliano hablan de vino en el banquete de Mitra, sino sólo de pan y agua. Cumont opina que, andando el tiempo, fue introducido el vino, y Petazzoni lo afirma categóricamente. Son suposiciones que carecen de todo fundamento documental. Además, la analogía vista por San Justino no podía ser sino muy superficial, porque los elementos del banquete pagano no simbolizan ni el cuerpo ni la sangre de Mitra. Loisy ha querido relacionar este banquete con el toro muerto por Mitra; el pan y la bebida eran la substancia del toro divino, del toro místico, el dios Mitra. Pero téngase en cuenta que de ningún documento del mitraísmo, así entre los persas como entre los helenísticos y romanos, puede deducirse ni remotamente la identificación de Mitra con el toro. Esto priva de todo fundamento a la afirmación de Loisy.

 

El Misterio Cristiano.

Del examen objetivo, aunque somero, de las teorías sincretistas, hoy tan de moda, podemos deducir hasta que punto son superficiales y anticientíficas, al pretender demostrar por simples analogías rituales, a veces no bien probadas, una efectiva dependencia histórica de nuestros ritos eucarísticos. Debemos, por consiguiente, sostener con todo aplomo que la eucaristía ha tenido siempre, en el principio y en los tiempos posteriores, aquella divina originalidad que Cristo, su autor, le imprimiera.

Con todo, el conocimiento más profundo de las corrientes religiosas que al socaire del politeísmo oficial circulaban en el mundo greco-romano, manifestándose en la mística burda de los misterios y procurando satisfacer de alguna manera las ansias de vida y de inmortalidad de muchas almas, puede ser de gran utilidad. Sobre todo, puede dar a conocer la oportunidad del nuevo culto cristiano, que, en forma mucho más perfecta, encarnaba no mitos lejanos y fabulosos, sino la realidad histórica de un Dios redentor, santificador y remunerador de las almas.

Por esta razón, recientemente dom Casel (1948), estudiando la anamnesis, o sea la conmemoración de la muerte redentora de Cristo en la antigua liturgia, ha procurado demostrar cómo a los dos aspectos tradicionales de la eucaristía, sacrificio y sacramento, puede añadirse un tercero, el misterio, conforme al tipo de las religiones paganas, en cuanto que contiene todas las notas que los historiadores de las religiones han atribuido al "misterio" cultural.

El misterio pagano puede, en efecto, definirse: un conjunto de ritos que conmemoran un argumento mítico y tienden a realizar actualmente, con el simbolismo del ritual, lo mismo que representan.

En los misterios paganos más desarrollados, como los de Eleusis, encontramos:

a) Una iniciación, que se hace mediante ritos secretos (μυστήρια, de μύω = cerrar (los labios), a lo que precede una catequesis impartida por el hierofante o por los mistagogos, con ayunos y abstinencias. Esos ritos secretos consistνan principalmente en un baño sagrado, que hacía en cierto modo renacer al iniciando. Los mistas, o iniciandos, eleusinos tomaban este baño en las aguas del río Ilissus (cerca de Atenas). Seguidamente venía una representación litúrgica, que hacía referencia al nacimiento de Dionisos de Persefone (pequeños misterios).

b) La admisión del mista al conocimiento de ciertas doctrinas sagradas y a la participación en las ceremonias culturales propias del misterio, entre las cuales estaba generalmente el banquete litúrgico, que ponía a los fieles en comunión con la divinidad, le aseguraba la salvación y, después de la muerte, una eternidad feliz. En Atenas, los iniciados, después de una purificación en el mar, que los hacía epopti, se dirigían en procesión a Eleusis para tomar parte en el templo de los misterios, el telesterion, y en las escenas simbólicas que les mostraba el hierofante. Estas se componían de los δρώμενα, acciones sagradas misteriosas; los δεικνύμενα, sνmbolos sacros, y los λεγόμενα, palabras misteriosas, en prosa o verso, y cantos acompañados por instrumentos músicos. El banquete de los epiopti era llamado ciceon, y lo tomaban con ceremonias muy raras (grandes misterios).

c) El secreto riguroso que envolvía el rito entero, y prohibía a los mistas revelar a quien fuera lo que habían visto y oído.

d) Elementos energéticos, como la danza, la embriaguez, la exaltación, iluminación improvisada del telesterion, etcétera, con lo cual se pretendía enfervorizar, transformar al iniciado, despojándolo en cierto modo del cuerpo para revestirlo del poder de la divinidad.

 

No es difícil observar cómo el ritual eucarístico, que, sobre todo en la liturgia antigua, constituía la parte esencial del culto cristiano, camina paralelo al ritual de los misterios en sus líneas generales, excepción hecha, naturalmente, del contenido y significado principal propio de cada uno de ellos. El catecúmeno se prepara, mediante una instrucción preliminar, con ayunos, exorcismos y, por último, con una ablución en el agua, por medio de la cual nace a una nueva vida. Solamente el bautizado puede asistir al sacrificio eucarístico, a ios santos misterios, y participar del alimento sagrado, el pan y el vino, convertidos en cuerpo y sangre de Jesucristo, prenda para él de salvación y de inmortalidad feliz. Todo bautizado tiene la obligación de guardar secreto sobre los elementos más importantes de su fe y del culto. El obispo en la celebración de la misa, y especialmente al pronunciar en alta voz ante los fieles la oración eucarística, hace el recuento de los acontecimientos principales de la historia religiosa del cristianismo: la creación del mundo y del ser humano, la caída de los primeros padres, el diluvio, la promulgación de la ley por medio de Moisés, los beneficios insignes concedidos al pueblo judío, pasando al Nuevo Testamento, evoca los episodios de la obra redentora de Cristo: su nacimiento de una virgen, su apostolado terreno de caridad, de doctrina, de santidad, y, por último, su pasión y su muerte expiatoria para rescatar la humanidad del poder del infierno y del pecado.

Y a las palabras conmemorativas de los grandes beneficios de Dios, el celebrante, conforme al τούτο ποιείτε de Cristo, asocia la acción. Llegado a este momento de su oración, repite los actos que Cristo realizó en la última cena y mandó hacer en memoria suya. Toma el pan, lo bendice, lo consagra, y hace otro tanto con el vino, invocando sobre los elementos eucarísticos la acción del Espíritu Santo a fin de que sean provechosos a los que de ellos participen. Acabada la magna oración, se distribuyen el pan y el vino eucarísticos como sagrado alimento a todos los presentes. Evidentemente, en la celebración del misterio eucarístico, centro del culto cristiano, Cristo se presenta, en la persona del sacerdote, como el divino Protagonista, que renueva ante los suyos el drama redentor. Siempre que comiereis de este pan y bebiereis de este cáliz, anunciaréis la muerte del Señor. No se trata ciertamente de un espectáculo naturalístico, sino de un rito simbóli comístico, de una verdadera actio ritualis, pero que no se limita a conmerorar fríamente el hecho histórico de la vida y muerte redentora de Cristo, sino que lo reproduce esencialmente, extrayendo de él toda la eficacia santificadora en beneficio de las almas. Tal es el misterio cristiano.

 

San Pablo es el primero que ha trazado las líneas generales del "misterio cristiano." El resume toda su teología en lo que con diversos nombres llama Mysterium Def, Mysterium Christi, Mysterium Evangelii, Mysterium fidei, y sencillamente Mysterium; entendiendo por "misterio" el plan o designio divino en orden a la salvación de la humanidad. Plan secreto, impenetrable, concebido ab aeterno por Dios Padre, revelado y ejecutado por Jesucristo y para Jesucristo bajo la acción del Espíritu Santo. La realización histórica del misterio de Dios es llamada por el Apóstol la economía del misterio (οικονομία του μυστήριου), que se ha ido desarrollando como un drama divino, teniendo por actores a Dios y al ser humano; por protagonista, a Cristo, y como objetivo final, la salvación eterna de la humanidad. Por tanto, el drama, todo él de fondo soteriológico, tuvo su punto culminante en la muerte redentora del Señor. Muerte que viene místicamente renovada y eficazmente conmemorada con la Coena Dominica, porque así lo dispuso Jesús: Quotiescumque manducabais panem hunc et calicem bibetis. mortem Domini annuntiabitis doñee veniat. Así, pues, el rito eucarístico es la celebración cultural del "misterio cristiano."

 

Los Padres a partir del siglo II, cuando escriben sobre la eucaristía, la ven encuadrada en la misma luz. Es decir, que ponen de relieve la oblación sacrifical de Cristo, que se repite en la conmemoración del misterio cristiano, esto es, en la realización del simbolismo ritual de la misa.

San Justino afirma que la eucaristía fue instituida en recuerdo (εις ανάμνεσιν) de Cristo; a saber: el pan, en recuerdo de la encarnación del Verbo, y el vino, en recuerdo de la sangre derramada por la salud de los creyentes. En otro lugar dice que la anamnesis es una conmemoración eficaz de la pasión del Salvador, y constituye, por lo tanto, un verdadero sacrificio, que él pone en parangón con el cuadro ritual de los misterios de Mitra.

San Cipriano es bien explícito acerca del carácter sacrifical de la misa: Et quia passionis eius mentionem in sacrificiis ómnibus facimus — Passio Est Enim Dominí Sacrificium Quod Offerimus — nihil aliud quam quod Ule fecit, faceré debemus. Scriptura enim dicit: Quotiescumque ergo calicem in Commemoratíonem Domini Et Passionis Eius Offerimus, id quod constat Dominum fecisse faciamus. Estas palabras indican claramente que el sacrificio eucarístico consiste en la conmemoración de la pasión del Salvador y que esta conmemoración es (bajo forma de rito) la misma pasión. Teneos, pues, por una parte, la muerte histórica, cruenta, de Cristo, y, por otra, su conmemoración, su sacramentum, es decir, una acción ritual que encierra en sí la eficacia del hecho histórico, un mysterium. Este es el término que usa ya San Justino, y tal debía ser el uso corriente en el siglo II entre los gnósticos, que, sin duda, lo tomaron de la Iglesia.

Los Padres latinos, comenzando por Tertuliano, para designar el drama ritual sagrado no usan el término mysterium, sino sacramentum. Por eso se encuentran con frecuencia las expresiones sacramentum calicis, sacramentum crucis, sacramentum Domini. Para ellos, la eucaristía es misterio, en cuanto rito sagrado y rito sacramental, o sea, como con más precisión se expresaba San Cipriano, en cuanto rito de conmemoración simbólica y eficaz.

Misterio y sacramento son también, en los textos clásicos de la liturgia romana, los dos términos técnicos para designar el carácter propio del ritual eucarístico.

En conclusión, el misterio eucarístico aparece en los Padres y en la liturgia como un conjunto de ritos cuya eficacia saludable consiste en hacer presente la obra redentora de Cristo y cuyo fin inmediato es obtener, mediante esta representación objetiva y eficaz, la salvación eterna de los fieles.

 

Este punto de vista desde el que se considera al culto cristiano, y particularmente la eucaristía, permite ver, como ya dijimos, algunas analogías entre el misterio cristiano y el misterio pagano. Casel no las niega; antes que él las admitieron los Padres y escritores eclesiásticos. Pero son analogías externas y aparentes tan sólo. De hecho, como arriba vimos, existe entre ambos misterios un abismo insondable: Cristo es una figura histórica, no un mito; Cristo en la eucaristía está vivo y presente, al paso que los protagonistas de los misterios sen una ficción teatral. A juzgar las cosas sin pasión, hay que reconocer que el substrato ritual de los dos misterios lo constituyen, en su máxima parte, un conjunto de ceremonias simbólicas, que son expresión natural de ciertas exigencias psicológicas y actitudes genéricas del alma religiosa. Tales exigencias y posturas no tienen mi color específicamente propio, sino que reciben su valor concreto y su significado del sentimiento y de la fe religiosa que las informa. El banquete sagrado, por ejemplo — prescindiendo del carácter sacrifical y realístico propio de la eucaristía, del que carecen absolutamente los festines paganos —, se halla dondequiera, empezando por el culto judaico. La comida de un alimento vivificador es de un simbolismo demasiado natural y demasiado rico para no ser, si no inventado, al menos admitido y explotado en todos los misterios.

Con razón hace notar Prim que el carácter muchas veces orgiástico, salvaje y sensual de los misterios paganos distaba enormemente de la índole tranquila, mística, de los ritos cristianos. Pero advierte también que, por más que el ritual de los misterios fuese burdo y de poca calidad, el sentimiento que animaba a los asistentes era sincero y profundamente religioso. "Entrar en contacto, en conversación con Dios, aproximarse, entregarse, zambullirse en la divinidad, sentir su presencia, tal era el ansia de no pocos hombres de aquel tiempo; ansia tanto más fuerte por el hecho de que la religión filosófica había insistido unilateralmente en la inteligencia y sus derechos."

He aquí por qué los misterios helénicos, no con sus ritos, sino con las exigencias espirituales, que despertaban, sin satisfacerlas, en sus adeptos la necesidad y la esperanza de una salvación, la conciencia de poder entrar en relación activa con la divinidad, la confianza de que un pseudo-Dios salvador les consiguiera un beneficio en esta o en la otra vida, contribuyeron a crear una mentalidad religiosa, que se mantuvo más cerca del cristianismo que el frío legalismo judío y que preparó aquella plenitud de los tiempos en que apareció Cristo en todo su esplendor. Casel aplica a los misterios lo que Clemente de Alejandría escribió sobre la filosofía griega, la cual precedió y preparó el camino al Evangelio. "Ciertamente —escribe Goossens—, si la noción de misterio y de piedad mistérica entrañase un algo específicamente pagano, desde luego sería inaceptable, no pudiéndose compaginar a Cristo con Belial, las tinieblas del paganismo con la luz del Evangelio. Pero, si se reconoce en los misterios una forma, una actitud de piedad cultural connatural al alma humana, lo mismo que la oración y el sacrificio, un eidos, esto es, un tipo de piedad universalmente extendido y realizado tanto en las religiones paganas como en el cristianismo, aunque en grado diverso según la perfección mayor o menor del culto, ningún inconveniente hay en aplicar a la eucaristía el tipo cultural de misterio. La utilidad de este nuevo aspecto eucarístico es clara: baste pensar en la imponente tradición patrística, que en él se engarza; constituye, además, un tipo cultual sui generis, distinto de la oración, de los sacramentos, del sacrificio."

Sin embargo, es preciso reconocer que la concepción de Casel, si bien se halla lo suficientemente fundada para merecer toda nuestra atención, habrá de mantenerse dentro de unos justos límites para no dar ocasión a peligrosas desviaciones.

 

 

3. La Misa Primitiva.

 

Preliminares.

La secuencia de hipótesis que de cien y más años a esta parte han inventado críticos católicos y racionalistas sobre el origen y las formas primitivas de la Coena Dominica, se debe no sólo a la suprema importancia que tiene en la historia del dogma cristiano, sino también a la escasez y dificultad de los documentos que nos la han transmitido, y que únicamente ellos pueden ilustrárnosla.

Si, a pesar de todo, el cuadro de la liturgia apostólica presenta obscuridades y lagunas, hemos de reconocer que queda iluminada suficientemente con la tradición litúrgica algún tanto posterior. Esta en el siglo II, especialmente a través de los escritos de San Justino, se nos muestra menos avara de dates y bastante rica de interesantes detalles. Y no hay serio motivo para sospechar que durante este período subapostólico (que puede extenderse hasta el 165 d. C.), con la muerte presunta de los últimos discípulos de los apóstoles, fuera alterada substancialmente la estructura de la Coena Dominica; porque, si prescindimos del ágape, en el cual se injertó en un principio, y del cual, como ya dijimos, se separó muy pronto, los elementos fundamentales de la eucaristía quedaron inmutables.

Ellos, sin duda, como se trataba del acto esencial del culto, corazón de la vida religiosa de la Iglesia, pudieren sufrir algún desarrollo exterior, en el sentido de que las formas rituales debieron poco a poco cristalizar en una forma más ordenada, estable y bastante uniforme entre las varias comunidades cristianas; sin embargo, llevan todavía visiblemente la impronta de simplicidad, espiritualidad y libertad originarias. Podemos, por tanto, creer que, a mediados del siglo II, la eucaristía se celebraba generalmente conforme al tipo ritual que nos describe San Justino, y cuyo esquema concuerda con los datos suministrados por los libros del Nuevo Testamento. Nos lo demuestra la comparación que sigue:

 

Asamblea eucarística en el día del sol (Apol. 1:67).

Lectura de las Memorias de los apóstoles y de los escritos de los profetas (1:67).

Sermón del presidente sobre 1 a s lecturas hechas (1:67).

Oraciones por cada categoría de personas (1:67-65). Beso de paz (1:67).

Presentación sobre el altar de pan, vino y agua (1:67-65).

El presidente recita la oración eucarística de consagración (1:67-65).

El pan y el vino son consagrados con las palabras de Jesús (1:66).

Todos los presentes dicen Amén (1:65-67).

Distribución de las especies eucarísticas a los asistentes (1:65-67).

 

Nuevo Testamento

 

Asamblea en el primer día de la semana para la "fractio pañis" (Act. 20:7;1 Cor. 16:1-2).

Lectura del Evangelio y de las Cartas Apostólicas (2 Cor. 8:18; Act. 15:30; 1 Thess. 5:27; Col. 4:16).

Predicación de la palabra de Dios (Act. 20:7; 1 Cor. 14:26).

Oraciones por todos los hombres (1 Tim. 2:12).

Beso de paz (Rom. 16:16; 1 Cor. 16:20).

El presidente, imitando a Cristo, toma el pan y el vino (1 Cor. 11:23-25; Mt. 26:21-26-27; Mc. 14:22-23; Lc. 22:19-20).

El presidente bendice y da gracias a Dios sobre los elementos eucarísticos (1 Cor. 10:16; 11:24).

El presidente repite lo que dijo Cristo (1 Cor. 11:23-25; Mt., Mc., Lc.).

Los fieles responden Amén (1 Cor. 14:16).

Comunión bajo las dos especies (1 Cor. 10:16-22; 11: 26-29; Mt., Mc., Lc.).

 

Tiene, por lo tanto, excepcional interés para la historia litúrgica el estudio detallado de la misa en el período subapostólico. He aquí por qué hemos creído necesario tratar este tema de propósito, recogiendo de los escritos de los siglos I y II todas aquellas noticias que a él se refieren segura o probablemente. La reconstrucción de esta arcaica liturgia nos permitirá penetrar íntimamente en la vida de la Iglesia, dándonos la posibilidad de formarnos una idea bastante exacta y completa del ritual de la misa tal como aproximadamente debía de ser, con ligeras diferencias, en Roma y en las principales comunidades de Oriente. Ritual todavía de tipo único, universal, y, por lo mismo, anterior a las variantes regionales, que más tarde darán origen a las grandes familias litúrgicas.

 

Los Escritos de San Justino.

34. Hemos aludido a la descripción de la misa hecha por San Justino (+ 165). Es la primera que se encuentra en la historia litúrgica, y por la época y el criterio con que fue escrita resulta para nosotros fuente preciosa de información.

San Justino Mártir nació, hacia el año 1001-10, en Flavio Neapolis (Naplusa de Palestina), de familia pagana. Joven todavía, atraído por la filosofía, estudió los diversos sistemas; hasta que en el 130, hallándose en Cesárea, se convirtió al cristianismo, "la única filosofía verdaderamente segura y provechosa." De Palestina pasó, como maestro, a Efeso y después a Roma, donde abrió una escuela de doctrina cristiana, que confirmó con la propia sangre el año 165-166.

En el 152, probablemente en Roma, San Justino dirigió una apología, la primera, al emperador Antonino Pío (138-161), al Senado y al pueblo romanos con el fin de deshacer las calumnias que circulaban contra los cristianos. Por esto describe con gran sencillez cuanto se hacía en sus reuniones, a saber, los ritos del bautismo y de la misa dominical, mirando no tanto al uso local de Roma cuanto al general de todas las comunidades cristianas, pues él las había conocido personalmente a través de sus viajes2. Su testimonio reviste, por lo tanto, un valor excepcional.

 

Después de haber tratado sumariamente la moralidad de la vida cristiana, Justino pasa a hablar del bautismo (c. 61-64) y del ritual eucarístico (c. 65-67). He aquí, a propósito de este último, sus palabras:

 

"En cuanto a nosotros, después de bautizar al que cree y se ha unido a nosotros, lo conducimos ante los hermanos, como nosotros los llamamos, al lugar donde se hallan reunidos. Una vez juntos todos, rezamos con fervor por nosotros y por el bautizado y por todos los demás que hay en el mundo a fin de ser aliados; nosotros, que hemos conocido la verdad, gente de buena vida y fieles a los mandatos recibidos, y para merecer la salvación eterna. Acabadas las oraciones, nos saludamos mutuamente con un beso. Después, al que preside la reunión, se ofrece pan y una copa de agua y de vino aguado. El, tomando estas cosas, eleva una plegaria de alabanza y gloria al Padre del universo en el nombre del Hijo y del Espíritu Santo, y da amplias gracias a Dios, que se dignó darnos tales dones. Cuando el que preside acaba las oraciones y acciones de gracias, todo el pueblo presente aclama diciendo Amen. Amen significa en hebreo Así sea."

Después que el presidente ha dado gracias y todo el pueblo ha contestado, los que nosotros llamamos diáconos dan a gustar a cada uno de los presentes el pan, el vino y el agua sobre que se dieron gracias y las llevan a los ausentes."

 

San Justino hace a continuación una breve y clara síntesis de la doctrina eucarística.

Este alimento es llamado por nosotros eucaristía. A ninguno es permitido comer de él, sino a quien cree ser verdadero lo que nosotros enseñamos, ha sido bautizado con el bautismo de la remisión de los pecados y de la regeneración y vive como Cristo manda. Porque nosotros no comemos estas cosas como si fueran pan y bebida vulgares, sino de la misma manera como Cristo nuestro Salvador, por medio del Verbo de Dios, tomó carne y sangre, así también el alimento, hecho eucarístico mediante la palabra que viene de El — alimento de que nuestra sangre y carne se nutren con vistas a la transformación —, es, según nos han enseñado, la carne y la sangre de Jesucristo encarnado. Los apóstoles, en efecto, en las memorias que escribieron, y que nosotros llamamos Evangelios, nos han referido que a ellos les fue dada esta orden: Jesús, tomando el pan dio gracias y dijo: Haced esto en memoria mía. Esto es mi cuerpo. Y del mismo modo, tomando una copa, dio gracias, diciendo: Esto es mi sangre. Y a ellos solos Jesús dio a gustar... Desde entonces, hacemos siempre entre nosotros conmemoración de estas cosas."

Aquí viene la descripción del servicio eucarístico dominical, en el cual, a diferencia del anterior, hace alusión a la parte introductoria de la misa.

"En el día del sol, todos aquellos que viven en las ciudades o en los campos se reúnen en un mismo lugar. Entonces se leen las memorias de los apóstoles y los escritos de los profetas, mientras hay tiempo. Luego, cuando el lector ha terminado, el que preside toma la palabra para amonestar a los presentes y exhortarles a imitar las hermosas lecciones escuchadas. Después nos levantamos todos y entonamos oraciones, y, como arriba dijimos, se trae el pan, el vino y el agua, y el que preside, eleva oraciones y acciones de gracias según tiene por conveniente, y el pueblo responde Amen. Entonces tiene lugar la distribución de las cosas eucarísticas a cada uno, y se llevan a los ausentes por medio de los diáconos. Los que son ricos y quieren dar, dan lo que les place. Lo que así se recauda es llevado al presidente, el cual se encarga de socorrer a los huérfanos, a las viudas..."

Estos son los preciosos pormenores referentes a la misa que nos da el Apologista, y que nosotros tratamos de analizar meticulosamente para poner en evidencia todo su contenido histórico-litúrgico, ilustrándolo, cuando sea necesario, con otros testimonios contemporáneos.

Antes de iniciar esta labor es indispensable exponer algunos datos en torno al ritual judaico de las sinagogas por la influencia directa que el ejerció sobre el servicio litúrgico de la Iglesia primitiva.

 

El Ritual Judaico en la Liturgia Primitiva.

Las sinagogas eran para los judíos los lugares ordinarios de instrucción y de oración, estando los sacrificios exclusivamente reservados para el templo. Su origen es obscuro. Los Hechos parece que las hacen remontar a una época bastante antigua. En tiempo de Nuestro Señor había al menos una en cada aldea de Judea y de Galilea, como también en muchas ciudades del imperio romano. Para fundar una sinagoga bastaban, según las tradiciones rabínicas, diez personas suficientemente ricas para no verse obligadas al trabajo manual. Ellas constituían los llamados beméhazzeneseth, hijos de la sinagoga, una especie de cofradía con sus priores, que eran tres, llamados arquisinagogos, uno de los cuales, primus ínter pares, llevaba la dirección de los demás, miraba por la buena marcha de la sinagoga y presidía las reuniones. Había, además, un chazzan, una especie de sacristán, que se ocupaba de la parte material del servicio.

La sinagoga era una sala rectangular, más o menos amplia. En el fondo, sobre un plano elevado, había algo así como un tabernáculo. Era el armario santo (térah), que contenía los rollos de la ley y de los demás libros divinos. Estaba cubierto por un velo. Junto a las gradas que conducían a esta especie de santuario estaban los asientos del presidente, de los ancianos y del oficiante. Estos estaban vueltos al pueblo, que se colocaba en el recinto alrededor del ambón, reservado al lector o predicador, separados los hombres de las mujeres.

 

El servicio litúrgico en las sinagogas se celebraba el sábado y el segundo (lunes) y quinto (jueves) días de la semana por la mañana (hacia la hora tercia) contemporáneamente al sacrificium iuge del templo, y por la tarde (después de nona), a la hora del sacrificium vespertinum. El del sábado procedía por el orden siguiente:

 

a) Recitación del "Sifiéma," que comprendía dos bendiciones introductorias, seguidas de una especie de Credo, compuesto de estos tres pasajes de la Escritura: Deut. 49; 11:13-21, y Num. 15:37-41, más una bendición final.

b) Las oraciones "Shémoneh Esreh," consistentes en 18 fórmulas breves de acción de gracias a Dios y de súplicas para varias clases de personas. Eran recitadas por el presidente en alta voz, y el pueblo, en pie, con la cara vuelta a Jerusalén, respondía a cada una de las fórmulas con el Amen.

c) La recitación o canto de los Salmos. Quizás no existió en un principio, pero ciertamente sí en tiempo de Cristo.

d) Lectura de las Escrituras. Se comenzaba leyendo la ley de Moisés (dividida a este fin en 164 secciones) y se continuaba por los profetas (los profetas propiamente dichos: Josué, Jueces, Samuel, Reyes). Este orden de lecturas nos lo confirman el Evangelio y los Hechos.

e) Explicación de la lectura (midrásh), que se hizo necesaria por el hecho de que el texto hebreo era ya ininteligible al pueblo contemporáneo de Cristo. Naturalmente, no se hacía una mera traducción o paráfrasis del texto original, sino un verdadero sermón. En efecto, Jesús en Nazaret, después de la lectura de Isaías, pronunció un discurso en forma. Lo mismo hizo San Pablo en la sinagoga de Antioquía de Pisidia, donde, como forastero, fue invitado a hablar, según la usanza.

f) La bendición del sacerdote, si estaba presente. Era impartida con la mano derecha levantada, pronunciando la fórmula prescrita por Moisés. Si faltaba el sacerdote, el presidente recitaba una oración final pro pace: Da nobis pacem et omni populo Israel.., Tu, Domine, qui beneclixisti populo tuo cum pace. Amen.

g) La colecta por los pobres. Con este acto de caridad se terminaba el servicio litúrgico del sábado.

 

El esquema que acabamos de trazar sobre el oficio sabático de la sinagoga presenta una sorprendente analogía con el prólogo de nuestra misa (missa catechumenorum), el antiquísimo rito de vigilia. Confrontándolo con ésta, según nos la describe San Justino, tenemos:

 

Oraciones de súplica (Shemoneh Esreh).

Salmos. Salmos.

Lecturas (ley y profetas). Lecturas (ley, profetas, Evangelios).

Sermón. Sermón.

Bendición del sacerdote pro Oraciones de súplica.

pace. Colecta por los pobres. Colecta por los pobres.

 

Evidentemente, esta uniformidad no se debe a una semejanza fortuita, sino a una verdadera continuidad de culto, admitida de intento por los primeros fieles. Estos, como es sabido, en Palestina, y, fuera de Palestina, en el mundo grecoromano, eran reclutados en su mayoría entre el elemento judío propiamente dicho o entre la amplia clientela del proselitismo; y durante algún tiempo no hay duda que continuaron frecuentando habitualmente los piadosos ejercicios de las sinagogas. Vemos a San Pablo cómo en Efeso interviene casi durante tres meses en la sinagoga con asiduidad, disputans ac suadens de regno Deí, según dicen los Hechos, pero participando entre tanto él y sus discípulos en el servicio religioso de aquella colonia judía.

En lo sucesivo, sin embargo, a medida que el surco que separaba a los nuevos creyentes de sus antiguos correligionarios se iba ahondando y la desconfianza de éstos se convertía, por fin, en abierta y violenta contradicción, no quedaba a los fieles, expulsados de las sinagogas, sino refugiarse en sus propias casas y trasladar allá el servicio litúrgico, injertando en él todo lo nuevo que importaba el espíritu cristiano, esto es, la lectura de los nuevos Libros sagrados (Evangelio, cartas apostólicas) y fórmulas de oraciones conforme a conceptos más amplios y generosos.

 

Y así sucedió en efecto. El estudio de los documentos eclesiásticos más antiguos nos revela dos tipos de reuniones cristianas en la Iglesia naciente: las eucarísticas, exclusivamente reservadas a los bautizados, en las cuales los apóstoles, abandonando los sacrificios del templo, realizaban la fractio panis, y las que llamaremos alitúrgicas, o sea sin celebración eucarística, en las que se continuaba la labor de instrucción y de oración, propia de la sinagoga, si bien renovada con nuevos elementos cristianos.

A estas últimas, a las cuales podía asistir cualquiera, hallamos alusiones en las cartas paulinas, como en la dirigida a los de Corinto, donde el Apóstol dice que los fieles se reúnen no sólo para la cena del Señor, sino también para la instrucción y la oración, el canto de los salmos, la enseñanza, las visiones, las profecías: Cum convenitis unusquisque vestrum psalmum habet, apocalipsim habet, linguam habet, interpretationem habet; omnia ad aedificationem fiant.

A ello alude también la Didaché cuando recomienda la observancia de dos días estacionales, el miércoles y el viernes, que siempre fueron alitúrgicos; aluden igualmente pasajes de las cartas de San Ignacio, del Pastor de Hermas, y la famosa relación de Plinio a Trajano, enviada desde Amyso (Bitinia) el año 114. De estas antiquísimas reuniones, cuyo objeto único era la oración, quedan todavía vestigios en algún detalle de la liturgia romana, ambrosiana y mozárabe.

Muy pronto, sin embargo, acaso a principios del siglo II, y en algunas partes, como en Jerusalén, bastante más tarde, las dos reuniones fueron unidas, manteniéndose, no obstante, invariable el carácter propio de cada una. En Roma, San Justino, hacia el 150, describiendo la reunión eucarística dominical, del a entender cómo ya hacía tiempo que los dos servicios se habían unido. Por lo demás, como observa con razón Semeria, uno y otro tendían espontáneamente a la unión. ¿Qué preparación más hermosa y lógica podía concebirse para la eucaristía que el canto de los salmos y la pía lectura de los profetas y del Evangelio?

 

La Reunión Litúrgica Dominical.

40. De las dos reuniones que componían el servicio religioso de los fieles, las eucarísticas eran, con mucho, las más importantes. Se celebraban fuera del templo y de las sinagogas, en alguna casa privada designada al efecto. En Tróade, donde los Hechos recuerdan una memorable fractío pañis, el lugar era un edificio distinguido, de tres pisos, cosa no demasiado común en Oriente. San Justino no da detalles acerca del lugar en que se reunía la comunidad de Roma.

La reunión, por lo menos la que tenía carácter oficial, se celebraba el domingo. Expusimos ya cómo este día, el primero de la semana, vino a substituir para los cristianos al tradicional sábado judío. Esto acaeció sin duda muy pronto, a saber, hacia la mitad del siglo I. En Efeso, donde San Pablo escribió a los gálatas y a los corintios, en el 54-58, la práctica de la reunión dominical debía de estar ya en vigor, pues el Apóstol recomienda que en aquellas iglesias los fieles, en el primer día de la semana, reúnan alguna limosna para enviarla después a los hermanos pobres de Palestina. La función eucarística de Tróade, celebrada probablemente en el 56, fue también en domingo: Una aufem sabbathi, cum convenissemus ad frangendum panern; por el contexto se deduce fácilmente que no se trató entonces de una reunión extraordinaria, motivada por la presencia del Apóstol, sino que era el día acostumbrado para la celebración de la eucaristía.

Podemos, por tanto, creer que, poco después de la mitad del siglo I, el domingo era el día escogido como día litúrgico por excelencia en Asia, Grecia y probablemente en Siria y Palestina. La Didaché es el primer documento que lo prescribe explícitamente: Die dominica congregati, frangite panem et grafías agite, postquam conjessi eritis peccata vestra, ut mundum sit sacrificium vestrum.

San Justino, dirigiéndose a los paganos, no emplea el término cristiano dominica, que habría sido para ellos ininteligible; usa el nombre habitual entre los romanos, dies solis: Die, qui dicitur, solis, omnium, qui in urbibus, et in agris habitant, in unum fít conventus. Nótese cómo, para el Apologista, la reunión litúrgica del domingo, por ser oficial, reviste casi carácter jurídico, por lo que merece ser reconocido y observado; de hecho, todos tenían empeño en participar aunque viviesen lejos: qui in urbibus et in agris habitant, in unum fit conventus. San Ignacio en la carta a San Policarpo le sugiere incluso que tome nota de los presentes con estas palabras: Crebrius conventus fiant; Nominatim omnes quaere.

También el texto de la Didaché hace suponer una especie de obligación en los fieles; y San Ignacio, escribiendo a los de Magnesia, emplea palabras ásperas de censura contra algunos de ellos que, con indiferencia para el domingo, querían mantener la observancia judaica del sábado.

41. La reunión litúrgica dominical la presidía por regla general el obispo. San Justino, como se dirige a los gentiles, lo llama προεστώς των αδελφών, el presidente de los hermanos; pero no cabe duda que se trataba del jefe jerαrquico de la comunidad, es decir, del obispo. En les Hechos, que reflejan todavía la incipiente organización de la Iglesia, los liturgos no son solamente los apóstoles, sino también los profetas y doctores, como en Antioquía y en las comunidades a las cuales va dirigida la Didaché. En las cartas de San Ignacio de Antioquía, es donde la celebración de la eucaristía se reserva expresamente al obispo o a un delegado suyo. Separoitim ab Episcopo — escribe — nenio quid Jaciat eorum quae ad ecclesiam spectant. Valida eucaristía habeatur illa, quae sub episcopo peragitur vel sub eo, cui ipse concesserit... Non licet sine episcopo ñeque baptizare, neque agapen celebrare; sed quodcumque Ule probaverit, hoc et Deo est beneplacitum, ut firmum et validum sit omne quod peragitur. De estas palabras se infiere que podía haber eucaristías privadas, celebradas, sin duda, por sacerdotes en casas particulares, fuera de la ecclesia domestica, que era el lugar oficial de reunión para los fieles. Sin embargo, San Ignacio las declara inválidas, es decir, ilegítimas, a los efectos del culto público, ya que todo acto litúrgico fuera de la iglesia y del obispo no puede ser agradable a Dios.

El obispo tenía como asistentes y ministros en la celebración de la liturgia a sacerdotes y diáconos. La Didaché, después de haber hablado de la eucaristía, agrega: Constituite igitur vobís episcopos et diáconos dignos Domino, donde la partícula igitur, como observa Minas, claramente da a entender que se precisaban obispos y diáconos para la reunión del domingo, esto es, para el sacrificio. También San Ignacio tenía en cuenta esta organización jerárquica y litúrgica al exhortar a mantener entre todos la unidad y la concordia: "Ejecutad todas las cosas en concordia, permaneciendo unidos al obispo, que preside en representación de Dios; a los presbíteros, que representan el senado apostólico, y a los diáconos, que me son especialmente caros por haber sido revestidos del diaconado por Jesucristo." Diríase que San Ignacio, en esta y en otras parecidas exhortaciones de sus cartas, tenía delante de su mente el cuadro jerárquico de la celebración eucarística. En el centro, sobre el trono, el obispo, como presidente; a sus lados, en semicírculo, "da corona espiritual de los presbíteros," y luego, "diáconos, que caminan por los senderos del Señor."

 

Orden de la Misa Didáctica.

 

a) Las lecturas.

Las lecturas, según San Justino, constituían el primer elemento de la sinaxis: Commentaria Apostolorum aut scripta Prophetarum leguntur. Ellas debían de abarcar los libros del Antiguo Testamento, introducidos en la Iglesia con la tradición judía, y, además, los del Nuevo Testamento — Evangelios y cartas de los apóstoles — a medida que se publicaban y eran conocidos.

Sin duda, San Justino, al decir scripta Prophetarum leguntur, quería significar no sólo los libros proféticos propiamente dichos, sino toda la colección canónica del Antiguo Testamento, y en primer lugar los libros de Moisés. En efecto, debía tenerlos a todos en la misma consideración, ya que de todos ellos se sirve igualmente en sus citas de la Escritura.

Expresamente alude San Pablo a una lectura pública de la Thorah al recordar, escribiendo a los corintios, el velo con el cual se cubrían los rollos de la ley por respeto: Usque in hodiernum diem id ipsum velamen in lectione Veteris Testamenti manet non revelatum. Más claramente hace referencia en las cartas a Timoteo. Después de felicitarle porque desde la infancia se ha familiarizado con los Libros sagrados, ιερά γράμματα (tal era el tιrmino técnico entre los judíos de la diáspora para designar el Antiguo Testamento), le recomienda que se entregue a la Lectioni, exhortationi et doctrinae. La lecío, τη αναγνώσει, de que habla el Apóstol se refiere evidentemente a la liturgia, porque αναγνώστης era el tνtulo del lector litúrgico; y la lectura de los libros inspirados ayuda sobremanera a la eficacia del ministerio apostólico, como él explica en otro lugar: Omnis Scriptura divinitus inspirata utilis est ad docendum, ad arguendum, ad corripiendum, ad erudiendum in iustitia. Por lo que a Roma se refiere, tenemos el testimonio de Hegesipo, que nos transmite Eusebio, el cual afirma que cuando visitó en la Urbe al papa Aniceto (155-158), allí, como en otras partes, escuchó quae per Legem ac Prophetas et a Domino ipso praedicata sunt.

 

Las cartas apostólicas, que generalmente iban dirigidas a una determinada comunidad de fieles, debían leerse en la reunión litúrgica. Cuando los apóstoles decidieron en el concilio de Jerusalén la cuestión de la circuncisión, suscitada por los judaizantes de Antioquía, enviaron a esta comunidad una carta por medio de Pablo, Bernabé, Judas y Sila, los cuales, despidiéndose de los apóstoles, se fueron a Antioquía, y, congregada la multitud, hicieron entrega de la misiva: leída la cual quedaron muy consolados. San Pablo, escribiendo a los tesalonicenses, les ruega encarecidamente que su carta sea leída a todos los hermanos: Adiuro vos per Dominum, ut legatur epistula haec ómnibus sanctis fratribus.

Sin embargo, a veces tratábase de una carta circular, que debía mandarse también a las comunidades limítrofes, probablemente las que formaban parte de la misma provincia. En la Carta a los Colosenses, San Pablo recomienda que, una vez leído su mensaje, lo pasen a los hermanos de Laodicea y procuren que la carta de Laodicea se lea en Colosas. La primera Carta de San Pedro cita las diversas comunidades a las que debía ser leída: Petrus, apostolus lesu Christi, electis advenís dispersionis Ponti, Galatiae, Cappadociae, Asiae et Bythyniae. Es de creer, pues, que todos los libros del Nuevo Testamento, aunque en su origen escritos para una comunidad particular, fueran recogidos y difundidos muy pronto en todas las iglesias, no sólo por motivo de la dignidad apostólica de sus autores, sino porque expresamente habían sido designados por los apóstoles como "libros sagrados" de lectura para las asambleas litúrgicas con el mismo título que los libros del Antiguo Testamento. En efecto, los Padres de este tiempo los conocen y los citan; y, hacia el 160, el autor anónimo del llamado "canon muratoriano" los incluye en la lista de los escritos que se debían publicare in Ecclesia populo.

Entre todos ellos, los Evangelios tenían, sin duda, la preferencia. Ya San Pablo, escribiendo en el año 57 a los corintios, del a entender claramente que el Evangelio de San Lucas era bastante leído: Hemos mandado con él a aquel hermano (San Lucas) conocido en todas las iglesias por su Evangelio. Eusebio afirma, fundado en el testimonio de Papías, que San Pedro aprobó el Evangelio de San Marcos y autorizó su lectura en las iglesias. No es de extrañar, pues, que San Justino hable de la lectura de los Evangelios como de un elemento completamente integrado en el servicio litúrgico: Commentaria Apostolorum... leguntur, prout tempus fert. La expresión commentaría Apostolorum se refiere ciertamente no sólo a los cuatro Evangelios, como él mismo declara en otro lugar, sino también a los demás escritos apostólicos, Hechos y cartas. La cláusula prout tempus fert demuestra a las claras que no existía aún un canon que sirviese de norma para la lectura de los Libros santos durante la misa. Los judíos lo tenían para los libros de Moisés, distribuidos en paraschen, o secciones, y para los de los profetas, Haphtare; pero no existe prueba ninguna de que su sistema de lectura haya pasado a la Iglesia. El libro de turno se leía desde el principio hasta el fin (lectio continua) en el códice correspondiente o en los rollos, como se hacía en las sinagogas. La duración de la lectura dependía del tiempo disponible y de la voluntad de quien presidía la asamblea.

El lector originariamente era escogido entre los fieles seglares más capaces por su cultura para desempeñar tal oficio; pero muy pronto, por lo delicado de esta función, hubo de designarse un individuo fijo entre los más dignos. Aunque San Justino habla solamente de dos lecturas, Antiguo Testamento y Evangelios, debían de ser varias, como puede deducirse del antiguo oficie de vigilia. El, en efecto, no alude expresamente a las cartas de San Pablo, que, sin duda, eran leídas. Hacen de ello mención explícita las actas de los mártires escilitanos en Numidia (17 de julio de 180): Saturninas procónsul dixit: Quae est, dicite mihi res doctrinarum in causa et religione vestra? Speratus dixit: Venerandi libri Legis divinae et Epistulae, Pauli Apóstoli, viri usti.

44. También eran admitidas a los honores de la lectura pública, en las asambleas dominicales, las cartas de interés general enviadas a la comunidad por cualquier personaje insigne. Tal, por ejemplo, fue para Corinto la carta de San Clemente Papa, la cual, aun después de muchos años, se leía regularmente en las reuniones eucarísticas. Nos lo atestigua Dionisio, obispo de aquella ciudad (c. 166-170), en una carta a los romanos, de la que Eusebio nos ha conservado algún fragmento: "Hemos celebrado hoy el día santo del domingo, en el cual dimos lectura a vuestra carta; seguiremos leyéndola, así como también la que nos dirigió Clemente, rica en recuerdos y excelentes amonestaciones." También las cartas de San Ignacio a las diversas iglesias del Asia Menor se leían públicamente. Lo hace suponer San Policarpo al mandar la colección de las cartas de San Ignacio de Antioquía, a los de Filipos: "Os enviamos, como es vuestro deseo, las cartas de Ignacio per él dirigidas a vosotros y todas aquellas otras que estaban en nuestro poder; están al final de esta carta. De ellas podréis sacar un gran fruto, porque están llenas de fe, paciencia y edificación cristiana."

Recordaremos últimamente las cartas encíclicas, con las que se comunicaba a las comunidades más lejanas la noticia de algún notable martirio. De esta clase es la carta de los cristianos de Esmirna a los hermanos de Filomela para referir la muerte gloriosa del obispo de aquéllos, San Policarpo (23 de febrero de 155). Al final se recomienda que la lean y la pasen después a las demás iglesias: "Cuando hayáis leído todas estas cosas, mandad la carta a los hermanos más lejanos, para que ellos también glorifiquen al Señor, que sabe hacer la elección entre sus siervos." ¡Cuan noble entusiasmo debía suscitar la lectura de tales cartas en el ánimo de los primeros cristianos!

Era natural que los libres de los herejes fuesen excluidos de las lecturas en las asambleas cristianas; el autor del canon muratoriano los repudia categóricamente: fel enim cum melle miscere non congruit. Pero entre las producciones prohibidas y las Sagradas Escrituras existía una serie de libros no tan claramente definidos, de dudosa autenticidad y de contenido más o menos ortodoxo, que con sus historias noveladas podían despertar la sana curiosidad de los fieles. Algunos quizás entraron durante algún tiempo en el uso litúrgico de alguna comunidad; pero hay que reconocer que la iglesia de Roma fue a este respecto muy circunspecta. El autor del canon muratoriano admite entre los libros canónicos el Apocalipsis de San Pedro, observando, sin embargo, que quídam ex nobis legi in ecclesia nolunt. A propósito del Pastor, de Hermas, compuesto nuperrime temporibus nostris in urbe, admite su lectura privada, pero lo excluye de la oficial: publicare vero in ecclesia populo... non potest.

 

b) El canto de los Salmos e himnos.

 

Con las lecturas consideramos relacionado el canto de los Salmos y de los himnos, elemento litúrgico que nos lo atestiguan repetidas veces los escritos apostólicos y que la tradición unánime de los siglos posteriores consideró siempre como parte principal de las vigilias. San Justino no habla de esto en la descripción de la misa, pero en otros lugares alude con toda certeza; por ejemplo, cuando protesta contra la acusación de ateísmo lanzada sobre los cristianos, los cuales opificem huiusce uniüersitatis colimus... ac gratum ei animum praestantes, rationabiliter Cum Pompis Et Hymnis Celebramus. Prescindiendo del himno que, según San Marcos, fue cantado por Nuestro Señor y los apóstoles al salir del cenáculo, y que probablemente hay que considerarlo como una oración de acción de gracias recitada al final del banquete pascual, San Pablo tiene un texto clásico a este respecto: No os embriaguéis con el vino — escribe a los efesios —, en el cual está la lujuria; sino llenaos del Espíritu Santo, hablando entre vosotros con salmos, himnos y cánticos espirituales, cantando y salmodiando en vuestros corazones al Señor. Como en otro lugar advertimos, estas palabras no pueden referirse a un uso directamente litúrgico; aquí el Apóstol exhorta simplemente a los fieles a que entretengan su espíritu con cánticos sagrados dentro de las paredes de sus casas. Sin embargo, hay que admitir que San Pablo habla de ello como de cosa bien sabida de los efesios; lo que hace suponer que éstos lo tenían como cosa familiar solamente porque era una práctica común en las reuniones litúrgicas. Pero, escribiendo a los corintios, el Apóstol alude expresamente: Cada vez que os reunís, cada uno de vosotros tiene quién un Salmo, quién una enseñanza, quién una revelación...

 

Son tres los géneros de cánticos litúrgicos a que se alude en las cartas paulinas:

 

a) Salmos o sea los 150 salmos del Salterio de David, los cuales, como ya se ha dicho, pasaron de la sinagoga a la Iglesia, y no sólo como texto de oración, sino como elemento musical, es decir, revestidos de aquel atuendo melódico que los caracterizaba en el servicio litúrgico.

b) Himnos, cantos métricos de alabanza a Cristo Redentor. A estos himnos cristológicos alude varias veces San Ignacio de Antioquía. En vuestras reuniones — escribe a los efesios — cantáis en unión de corazones a Jesucristo. Ahora bien: cada uno de vosotros debe hacer coro, a fin de que, unísono en los cantos divinos, mediante la concordia y la unidad, podamos cantar himnos todos juntos al Padre por medio de Jesucristo. Y en la Carta a los Romanos vuelve sobre el mismo pensamiento: No me pidáis otra cosa que ser inmolado por Dios..., para que, convertidos en cantores por la caridad, podáis entonar himnos al Padre por Jesucristo. Conocido es el texto de Plinio en que afirma que los cristianos "acostumbraban, en un día determinado, reunirse antes del alba y cantar recíprocamente un himno a Cristo como a Dios" (carmen Christo, quasi Deo, dicere). Cuál fuese este Carmen es difícil averiguarlo. Mohlberg ve en él una fórmula de oración a modo de letanía, con respuestas del pueblo intercaladas: otros, un himno propiamente dicho a Cristo, dividido en estrofas, según el tipo del salmo responsorial.

Un himno de este tipo parece ser, según una sugestiva hipótesis de Peterson, la tan famosa como misteriosa oración tercera de la Didaché, la cual, si bien reducida después a una oración para recitarse en los ágapes, debió formar parte en su origen de un himno cristológico cantado por un solista con intervención del pueblo.

He aquí el texto de esta oración según la división en estrofas que propone Peterson:

 

Te damos gracias, Padre nuestro, por la santa viña de David, tu siervo, la que nos diste a conocer por medio de Jesús, tu siervo.

¡A ti sea la gloria por los siglos!

Te damos gracias, Padre nuestro, por la vida y el conocimiento que nos manifestaste por medio de Jesús, tu siervo.

A ti sea la gloria por los siglos!

Te damos gracias, Padre santo, por tu santo nombre, que hiciste morar en nuestros corazones, y por el conocimiento, y la fe, y la inmortalidad que nos diste a conocer por medio de Jesús, tu siervo.

¡A ti sea la gloria por los siglos!

Tú, Señor omnipotente, creaste todas las cosas para gloria de tu nombre y diste a los hombres comida y bebida para su sustento a fin de que te den gracias. Nos hiciste gracia de comida y bebida espiritual y de vida eterna por tu siervo. Por todo esto te damos gracias, porque eres poderoso.

¡A ti sea la gloria por los siglos!

Acuérdate. Señor, de tu Iglesia; líbrala de todo mal, hazla

perfecta en tu amor y reúnela de los cuatro vientos, santificada, en el reino tuyo que para ella has preparado.

Porque tuyo es el poder y la gloria por los siglos.

Venga la Gracia y pase este mundo. ¡Hosanna al Dios de David!

El que sea santo, que se acerque. El que no lo sea, que haga penitencia. Maran atha. Amen.

 

Con todo esto, si no podemos afirmar de manera cierta que poseemos alguno de los himnos antiquísimos, no dejan de tener algún viso de verdad algunos escritores modernos que ven fragmentos de tales himnos en ciertos pasajes de las cartas de San Pablo, donde, sobre todo en el texto griego, se aprecia una cadencia rítmica innegable.

Ya es hora de levantaros del sueño, pues nuestra salud está ahora más cercana que cuando creímos. La noche va muy avanzada y se acerca ya el día. Despojémonos de las obras de las tinieblas y vistamos las armas de la luz. Y sin duda que es grande el misterio de la piedad, que se ha manifestado en la carne, ha sido justificado por el espíritu, ha sido mostrado a los ángeles, predicado a las naciones, creído en el mundo, ensalzado en la gloria.

 

Tampoco hay que olvidar las frecuentes doxologías usadas por San Pablo. También ellas fueron compuestas con sublime lirismo y quizás tienen relación más probable con la liturgia apostólica.

El bienaventurado y solo Monarca, Rey de reyes y Señor de los señores, el único inmortal, que habita una luz inaccesible, a quien ningún hombre vio ni puede ver, al cual el honor y el imperio eterno Amén.

Entre las composiciones poéticas de origen privado que circulaban hacia fines del siglo I en los ambientes cristiano-judíos de Egipto y de Palestina, sin entrar quizás nunca en el uso litúrgico, merecen mención especial las llamadas Odas de Salomón, descubiertas en 1909 por Harris en un códice siríaco. Es una colección de 59 poemas, saturados de un profundo simbolismo místico y penetrados de aquellos suaves sentimientos de alabanza y gratitud que eran tan frecuentes en la primitiva época cristiana.

 

c) Cántica spiritualia o sea los cánticos contenidos en los libros del Antiguo Testamento, sin contar los Salmos, y los compuestos o improvisados en virtud del carisma, es decir, bajo una particular moción del Espíritu Santo. Estos cánticos fueron más tarde escritos y aprendidos de memoria. San Pablo, en efecto, llama a los carismas πνευματικά ο πνεύματα.(**)

De estas odas carismáticas improvisadas, por no hablar de los tres cánticos famosos, el Magníficat, el Benedictus y el Nunc dimittis, nos han conservado algún ejemplo los Hechos de los Apóstoles. Cuando Pedro — Juan, liberados de la cárcel, volvieron a la asamblea de los fieles y contaron lo que les había sucedido, todos a una oraron así:

Señor, tú que hiciste el cielo, y la tierra, y el mar, y cuanto en ellos hay; que por boca del nuestro padre David, tu siervo, dijiste: ¿Por qué braman las gentes y los pueblos meditan cosas vanas? Los reyes de la tierra han conspirado y los príncipes se han federado contra el Señor y contra su Cristo.

En efecto, se juntaron en esta ciudad contra tu santo siervo Jesús, a quien ungiste, Herodes y Poncio Pilato, con los gentiles y el pueblo de Israel, para ejecutar cuanto tu mano y tu consejo habían decretado de antemano que sucediese.

Ahora, Señor, mira sus amenazas y da a tu siervo hablar con toda libertad tu palabra, extendiendo tu mano para realizar curaciones, señales y prodigios por el nombre de tu santo siervo Jesús.

Dicho esto, se conmovió el lugar donde estaban reunidos y se vieron todos llenos del Espíritu Santo. Semejante a éste en la forma debió de ser el canto que Pablo y Sila, estando en la cárcel de Filiaos de Macedonia, entonaron hacia la media noche con voz tan potente, que todos los encarcelados lo oyeron. También entonces al canto siguió un fuerte terremoto. Otros vestigios de las primitivas odas carismáticas quieren ver algunos, no sin fundamento, en la Carta de San Pablo a los Efesios (1:314), en la primera a los Corintios (c. 13), el himno a la caridad, y en el Apocalipsis (4:11; 5-9 ss.; 11:17; 15:3).

 

c) La homilía.

Conforme a la usanza judía, a las lecturas debía seguir la exposición de lo leído, o más bien, dado que los fieles, a diferencia de los judíos, entendían los textos de la Escritura, una exhortación parenética. Así lo da a entender San Justino: Deinde, ubi lector desiit, antistes oratione admonet et incitat ad hace praeclara imitanda. El sermón era propio del obispo; éste, en virtud de la ordenación, había recibido el carisma de doctor de su iglesia. Los presbíteros podían hablar, pero después de él y con su permiso.

La predicación en la época apostólica tenía la máxima importancia. La fe proviene del oído, y el oído, de la palabra de Cristo, escribe San Pablo. Nuestro Señor había mandado a los apóstoles a evangelizar a todas las gentes, y ellos hicieron de la predicación su particular ministerio: Nos vero orationi et ministerio verbi instantes crimus; más aún, el Apóstol escribía enfáticamente: Non enim misit me Christus baptizare, sed evangelizare. Los Hechos nos presentan a los apóstoles infatigables por difundir por todas partes la semilla del Evangelio: por las plazas, en el atrio del templo, en las sinagogas de la diáspora y, sobre todo, en las primitivas reuniones litúrgicas: Erant autem (los neófitos) perseverantes in doctrina apostolorum. Un ejemplo clásico de este celo incansable lo tenemos en el episodio de Tróade, donde San Pablo, antes de consagrar la eucaristía, tiene un largo discurso, que dura hasta la media noche: disputabat cum eis... protraxitque sermorzem usque in mediam noctem. El término disputabat hace suponer que se trató de un sermón particularmente animado, con interrupciones de los presentes. Esto no debe extrañarnos, si se tiene en cuenta que, en la Sinagoga, todo el que fuese capaz de hablar podía hacer uso de la palabra.

En la citada Carta a los Corintios, el Apóstol alude claramente a una multiplicidad de discursos pronunciados en una misma reunión. Dice, en efecto, que al salmo u oración sucede, por parte de los hermanos, una instrucción, que puede asumir formas diversas según el espíritu que los mueva: bien una glosolalía, bien la interpretación de una verdad difícil de comprender, bien una enseñanza de sabiduría o bien de ciencia. No es fácil determinar la índole de estos géneros de doctrina de que habla San Pablo. Debían abrazar ideas generales y aplicaciones prácticas, como lo vemos en sus cartas; quizá eran más prácticas que teóricas. Ya sabéis —escribe a los de Tesalónica — qué mandatos os di a vosotros de parte del Señor Jesús.

 

Un texto curioso del Ambrosiáster (h. 375) afirma que, en la Iglesia primitiva, el oficio de la predicación era, al menos de hecho, desempeñado por todos indistintamente: Ómnibus ínter initia concessum est et evangelizare, et baptizare, et Scripturas in ecclesia explanare; como si también a la mujer, cuyos méritos en la actividad misionera durante el siglo I son admitidos por todos, se hubiese exigido el ejercer un ministerio litúrgico de instrucción religiosa. Aparte de que la afirmación del Ambrosiáster está en contradicción abierta con la decisión apostólica referida en los Hechos: Nos vero... ministerio verbi instantes erimus, no se puede ciertamente excluir a priori que en aquella incipiente organización del culto se haya verificado algún caso de este género; pero no es menos cierto que muy pronto San Pablo se preocupó de dictar normas, todas ellas restrictivas del ministerio femenino en la iglesia. Véase cómo escribe a los corintios: Mulireres in ecclesiis taceant, non enim permittitur eis loqui, sed subditas esse, sicut et lex dicit. Si quid autem volunt discere, domi viros suos interrogent. Turpe est enim. mulieri loqui in ecclesia. Esta, pues, debía ser, según el Apóstol, la regla que la mujer tenía que observar en la iglesia, a saber, un respetuoso silencio; regla que se hizo definitiva.

Los famosos Acta Pauli et Theclae, que, como es sabido, estuvieron tan en boga durante el siglo II, ponen en escena a Tecla, encargada por San Pablo de enseñar la palabra de Dios; y sabemos que, en Cartago, algunas mujeres se apoyaban en este documento para reclamar el derecho de enseñar y bautizar (ad licentiam docenal tinguendique); pero tal escrito era apócrifo, y la autoridad eclesiástica, como advierte Tertuliano, había castigado severamente al presbítero asiático que lo había compuesto.

 

No han llegado a nuestras manos homilías que con seguridad podamos atribuir a la época primitiva. Sin embargo, los Hechos nos han dejado bastantes muestras interesantes de la predicación apostólica, como el discurso de San Pedro a los judíos el día de Pentecostés, el de San Pablo a los judío-cristianos en la sinagoga de Pisidia (13:17-41) y el dirigido a los gentiles del Areópago de Atenas (17:22-30). El llamado Sermón de San Pedro, citado por Clemente Alejandrino, del cual quedan algunos fragmentos, no es ciertamente auténtico; no obstante, se trata de un documento de extraordinario valor para conocer los rasgos de la predicación misionera del siglo II.

Puede ser, en cambio, atendible hasta cierto punto la hipótesis recientemente propuesta, según la cual el cuerpo de la primera carta de San Pedro fue en su origen una alocución del apóstol a los recién bautizados en el día de Pascua. También la Carta de Santiago y la de San Pablo a los hebreos muestran, en gran parte, un carácter parenético, qué las hace asemejarse más a restos de homilías primitivas que a cartas. La Epístola a los Hebreos lleva, en efecto, el nombre de λόγος της ποφακλήσεως (** = sermo exhortationis), término con que se designaba en las sinagogas el comentario a las lecturas.

San Justino declara que la predicación del obispo tenía un carácter eminentemente homilético, en relación con las lecturas que el auditorio había escuchado; pero durante el siglo I, en plena campaña misionera, es cierto que los temas de la predicación apostólica tuvieron que ser mucho más amplios. Los Hechos, al llamarla λόγος του κύριου (8:25), λόγος της σωτηρίας (13:26), λο'γος της χάριτος (14:3), λο'γος του ευαγγελίου (15:7), λόγος του σταυρού (1 Cor. 1:18), hacen suponer que los motivos cristológicos, como son el mesianismo de Jesús, su divinidad, su obra salvífica, fueron los temas preferidos. San Pablo subraya ya repetidas veces la dignidad de los διδάσκαλοι, citαndolos a continuación de los apóstoles y profetas; la Didaché los pone en relación con el servicio litúrgico. Es cierto que, si el ministerium verbi fue siempre sobremanera apreciado en la Iglesia, en aquel tiempo debió particularmente reservarse a los obispos, según el precepto del Maestro: fe, docete...,las recomendaciones insistentes del Apóstol: Predica verbum, argüe, obsecra, increpa... in omni doctrina.

 

d) Los fenómenos carismáticos.

Pondremos a continuación algunos datos acerca de las manifestaciones carismáticas, que indudablemente formaban parte de las sinaxis primitivas, si bien nos es desconocida la posición precisa que tuvieron, si es que tuvieron alguna, en el servicio litúrgico. Cornelio a Lapide, Duchesne, Ricciotti, las colocan inmediatamente después de la cena eucarística. Probst cree que con mayor frecuencia se manifestaron en el tiempo destinado a las lecturas y a la predicación. Aduce el hecho de que los fieles durante las revelaciones y profecías permanecían sentados, como era costumbre hacerlo durante la lectura y la predicación, siendo, por el contrario, habitual estar de pie durante la oración.

En confirmación de esto, podría aducirse el hecho de que más tarde, cuando habían ya cesado los carismas como cosa ordinaria, el hereje Apeles, discípulo de Marción, para mejor engañar a los fieles y hacerles suponer que los dones del Espíritu Santo se conservaban intactos en su pequeña iglesia, solía poner, en lugar de las lecturas, ciertas revelaciones, que luego explicaba al pueblo, empleando como médium una muchacha por él seducida. Nosotros nos inclinamos a creer que los carismas se manifestaban principalmente en la primera parte de la sinaxis; pero nada impide el creer que se verificasen también en otros momentos de la liturgia, si se veía que correspondían mejor a la naturaleza y cualidad de la ceremonia que se estaba celebrando. Esto parece indicar lo que más tarde escribía Tertuliano sobre los carismas, que, por gracia extraordinaria, se manifestaban ínter dominica solemnia en una virgen cristiana.

Los carismas fueron un fenómeno exclusivo totalmente de la Iglesia primitiva, a cuya consolidación debían servir sobre todo. Jesús había prometido a sus discípulos una efusión tan abundante del Espíritu Santo, que podrían vencer las dificultades que encontrarían en su apostolado, y en virtud de la cual arrojarían los demonios, hablarían lenguas desconocidas, curarían los enfermos y harían inocuo el veneno. Esta promesa cumplióse el día de Pentecostés, cuando la plenitud de los dones del Espíritu Santo se derramó sobre los apóstoles y los primeros fieles, manifestándose luego públicamente con las obras más portentosas. Y no fue aquélla una gracia pasajera de un día, sino que se mantuvo por mucho tiempo como vivencia ordinaria y común en la Iglesia, manifestándose sus efectos misteriosos en toda clase de individuos y en todas las comunidades.

El centurión Cornelio con su familia, Agabo, las cuatro hilas de Felipe Evangelista, Judas, Sila, por citar sólo algunos nombres, tenían, según afirman los Hechos, el carisma profetice o de la glosolalía. Las comunidades de Antioquía, Efeso, Roma, Galacia, Tesalónica y Corinto eran, según San Pablo, bastante ricas en personas carismáticas, las cuales gozaban probablemente no sólo de gran admiración, sino también de una cierta prerrogativa jurisdiccional.

52. Los carismas nos son conocidos especialmente gracias a San Pablo, que nos ha dejado de ellos una larga enumeración en cuatro lugares de sus epístolas: 1 Cor:12:8-10; 1 Cor. 12:28-30; Rom. 12:6-8; Eph. 4:11. Atendiendo a su finalidad, podemos reducirlos a tres categorías:

 

I. Carismas relacionados con la instrucción de los fieles

1. Apóstol (απόστολος).

2. Profeta (προφήτης).

3. Doctor (διδάσκαλος).

4. Evangelista (ευαγγελιστής).

5. Consolador (παρακαλών).

6. Discurso de sabiduría (λογος σοφίας).

7. Discurso de ciencia (λογος γνώσεως).

8. Discernimiento de espíritus (οιακρίσις πνευμάτων).

9. Glosolalía (γλώσσαις λαλεΐν).

10. Interpretación de lenguas (ερμηνεία γλωσσών).

 

II. Carismas relacionados con el alivio del cuerpo

1. Limosnero (μεταδιδούς).

2. Hospitalero (ελεών).

3. Atendedor (αντιλήψεις)

4. Gracias de curación (χαρίσματα ίαμάτων).

5. Obrador de prodigios (ενεργήματα αυμάτων).

 

III. Carismas en relación con el gobierno de los fieles

1. Pastor (ποιμήν).

2. Presidente (προϊστάμενος).

3. Ministro (διακονία).

4. Don de gobierno (κυβερνήσις).

 

De muchos de estos carismas conocemos muy poca cosa a tan gran distancia de tiempo. Lo confesaba ya San Juan Crisóstomo, que, sin embargo, era competencia en teología paulina. Algunos carismas (tercera categoría) parecen propios de la primitiva época cristiana, cuando no estaba aún constituida en todas partes la jerarquía ordinaria. Otros (primera categoría) presentan un acentuado carácter litúrgico, y su manifestación debía de sobrevenir ordinariamente en las asambleas religiosas de los fieles. Cuando el iluminado sentía dentro del alma la emoción mística del Espíritu, se, alzaba y con verbo inflamado improvisaba un discurso, que podía revestir las formas más diversas: salmo, bendición, cántico, glosolalía. Apenas acababa, los fieles exclamaban con él Amen. No es inverosímil que muchos de estos cánticos fueran pronunciados, conforme a la costumbre oriental, en un estilo elevado, con cadencia melódica y rítmica y con un canto más o menos solemne según las circunstancias. La profecía, por ejemplo, se adaptaba muy bien al estilo poético y al canto.

Estos extraños fenómenos, sin embargo, que, por razón de aquel conjunto ininteligible y misterioso en que iban envueltos, no podían menos de causar profunda impresión sobre los fieles y los infieles, se prestaban fácilmente a abusos y desórdenes. Estos se dieron particularmente en Corinto, ofreciendo ocasión a San Pablo para escribir a aquella iglesia, haciéndole interesantes amonestaciones

Uno de los carismas más apreciado, pero también de los más críticos, era el de las lenguas, la glosolalía. No tenía por objeto la edificación de los fieles, como la profecía, sino la oración y alabanza a Dios. Era un discurso que ninguno de los presentes entendía, formado más bien de frases cortadas e inconexas que de preposiciones unidas. San Pablo lo compara a un estruendo de varios instrumentos o a un sonido de trompa confuso. Pero si el glosólalo, durante la comunicación extática con Dios, alimentaba su propio espíritu, los fieles no podían recabar de ello edificación ninguna, a no ser que otro pneumático o el mismo glosólalo declarase los sentimientos experimentados durante el éxtasis. Esto precisamente quiere el Apóstol que se haga. Nadie haga uso del don de lenguas en la reunión pública si no hay alguien capaz de dar la interpretación, para que no aparezca la Iglesia a los ojos de los infieles como una reunión de locos. Además, por el mismo motivo, los profetas y glosólalos no hablen a la vez, sino por turno, y, si alguno de los que escuchan recibe de Dios una particular inteligencia al respecto, déjesele hablar y que el otro guarde silencio. Y el Apóstol termina recomendando en todo el orden y la templanza: Omnia autem honeste et secundum ordinem fiant.

53. Los carismas, por lo menos en sus formas principales, se mantuvieron en la Iglesia como cosa ordinaria casi durante todo el siglo II. De ellos hablan con frecuencia los Padres de aquel tiempo. El Pastor, de Hermas (hacia el 140), traza así la figura del carismático:

Cuando un hombre poseído del Espíritu divino llega a una reunión de hombres justos (la Iglesia) que tienen fe en el Espíritu divino y en aquella reunión de las personas justas se hace una súplica a Dios, entonces el ángel del espíritu profetice, que está junto a él, hinche a aquel hombre, y así, henchido del Espíritu Santo, habla el individuo a la muchedumbre conforme lo quiere el Señor.

 

San Ireneo da también testimonio de fenómenos carismáticos de revelación y glosolalía: "Oímos en la iglesia a muchos hermanos que tienen los carismas profetices y hablan lenguas de todas clases mediante el Espíritu, revelan las conciencias y exponen los más altos misterios de Dios."

San Justino recuerda todavía los carismas profetices que algunos fieles poseían en su tiempo; pero no parece que los tenga en mucho aprecio ni que los considere cosa muy común. Y es que, al evolucionar el pensamiento católico, al estabilizarse la jerarquía y determinarse mejor las disposiciones litúrgicas, estos dones espirituales necesariamente tenían que cesar. San Pablo lo había anunciado. El Espíritu permaneció siempre en la Iglesia; pero, abandonadas las vías extraordinarias, se limitó a comunicarse a través de los medios ordinarios, los sacramentos.

 

e) Las letanías y el ósculo de paz.

54. Después del sermón, que se escuchaba estando sentados, venía una oración en común, recitada de pie: Postea... — escribe San Justino — consurgimus simul omnes, precesque fundimus. Era la conclusión del oficio de la vigilia y la transición al rito eucarístico propiamente dicho. El Apologista en la primera recensión explica con detalle la índole y los fines de esta oración: "El recién bautizado es conducido desde el baptisterio a aquellos que llamamos hermanos, reunidos para recitar oraciones en común tanto por nosotros mismos cuanto por el bautizado y por todos aquellos que se hallan esparcidos por el mundo, a fin de que Dios nos haga dignos de obrar el bien, de obedecer a sus mandatos y obtener así la salvación eterna." Era, pues, una serie de invocaciones, a modo de letanías, calcadas sobre el modelo de las dieciocho bendiciones (Shemoneh Esreh) recitadas en el servicio litúrgico de las sinagogas y del templo, aunque con contenido estrictamente cristiano.

Fue probablemente San Pablo quien determinó el orden y la práctica de tales invocaciones en la Iglesia primitiva, de donde pasó después a todas las liturgias así de la misa como del oficio canónico. El texto clásico a este propósito se halla en Tim. 2:13: Recomiendo, pues, ante todo que se hagan súplicas, oraciones, votos, acciones de gracias por todos los hombres; por vosotros t¡ por las autoridades constituidas, a fin de que podamos llevar una vida pacífica y tranquila en completa piedad y castidad; porque esto es cosa buena y grata a los ojos de Dios, nuestro Salvador. San Justino las llama "oraciones comunes," queriendo significar que todos los fieles las recitaban al unísono o, mejor, que tomaban parte en ellas, respondiendo a las fórmulas pronunciadas por el celebrante con una aclamación suplicante.

Los últimos capítulos de la primera carta de San Clemente Romano a los corintios, según testimonio unánime de los críticos, contienen una magnífica fórmula litúrgica de oración, de letanía, calcada precisamente sobre los diversos temas de oración insinuados en el texto paulino. Se encomienda a los fieles para que perseveren; a los paganos, para que se conviertan; a los pobres, a los débiles y a los enfermos; y se concluye con la oración por las autoridades todas. He aquí el texto:

(C. 59.) "...Mas nosotros seremos inocentes de este pecado y pediremos con ferviente oración y súplica al Artífice de todas las cosas que guarde íntegro en todo el mundo el número contado de sus escogidos por medio de su amadísimo Hijo Jesucristo, por el que nos llamó de las tinieblas a la luz; de la ignorancia, al conocimiento de la gloria de su nombre, principio de la vida de toda criatura. Abriste los ojos de nuestro corazón para conocerte a ti, el solo Altísimo en las alturas, el Santo que reposa entre los santos. A ti, que abates la altivez de los soberbios, deshaces los pensamientos de las naciones, levantas a los humildes y abates a los que se exaltan. Tú enriqueces y tú empobreces. Tú matas y tú das vida. Tú solo eres bienhechor de los espíritus y Dios de toda carne. Tú miras a los abismos y observas las obras de los hombres; ayudador de los que peligran, salvador de los que desesperan, criador y vigilante de todo espíritu. Tú multiplicas las naciones sobre la tierra, y de entre todas escogiste a los que te aman, por Jesucristo, tu Hijo amado, por el que nos enseñaste, santificaste y honraste. Te rogamos, Señor, que seas nuestra ayuda y protección. Salva a los atribulados, compadécete de los humildes, levanta a los caídos, muéstrate a los necesitados, cura a los enfermos, vuelve a los extraviados de tu pueblo, alimenta a los hambrientos, redime a nuestros cautivos, da salud a los débiles, consuela a los pusilánimes; conozcan todas las naciones que tú eres el solo Dios, y Jesucristo, tu Hijo, y nosotros, tu pueblo y ovejas de (tu) rebaño."

(C. 60.) "Tú has manifestado la ordenación perpetua del mundo por medio de las fuerzas que obran en él. Tú, Señor, fundaste la tierra; tú, que eres fiel en todas las generaciones, justo en tus juicios, admirable en tu fuerza y magnificencia, sabio en la creación y providente en sustentar lo creado, bueno en tus dones visibles y benigno para los que en ti confían. Misericordioso y compasivo, perdona nuestras iniquidades, pecados, faltas y negligencias. No tengas en cuenta todo pecado de tus siervos y siervas, sino purifícanos con la purificación de tu verdad y endereza nuestros pasos en santidad de corazón para caminar y hacer lo acepto y agradable delante de ti y de nuestros príncipes. Sí, ¡oh Señor! muestra tu faz sobre nosotros para el bien en la paz, para ser protegidos por tu poderosa mano, y líbranos de todo pecado tu brazo excelso y de cuantos nos aborrecen sin motivo. Danos concordia y paz, a nosotros y a todos los que habitan, sobre la tierra, como se la diste a nuestros padres, que te invocaron santamente en fe y verdad. Danos ser obedientes a tu omnipotente y santo nombre y a nuestros príncipes y gobernantes sobre la tierra."

(C. 61.) "Tú, Señor, (les) diste la potestad regia por tu fuerza magnífica e inefable, para que, conociendo nosotros el honor y la gloria que por ti les fue dada, nos sometamos a ellos, sin oponerrnos en nada a tu voluntad. Dales, Señor, salud, paz; concordia y constancia para que sin tropiezo el ejerzan la potestad que por ti les fue dada. Porque tú, Señor, Rey celeste de los siglos, das a los; hijos de los hombres gloria y honor y potestad sobre las cosas de la tierra. Endereza tú, Señor, sus consejos conforme a lo bueno y acepto en su presencia, para que, ejerciendo en paz y mansedumbre y piadosamente la potestad que por ti les fue dada, alcancen de ti misericordia. A ti, el solo que puedes hacer esos bienes y mayores que ésos entre nosotros, a ti te confesamos por el Sumo Sacerdote y protector de nuestras almas; Jesucristo, por el cual sea a ti gloria y magnificencia ahora y de generación en generación y por los siglos de los siglos. Amén."

 

La oración de letanía terminaba con el beso de la paz. Sin embargo, San Justino lo recuerda solamente en relación con la liturgia bautismal (c. 65). Los fieles daban al neófito el beso de fraternidad, símbolo del vínculo espiritual que en adelante lo ligaba a la comunidad cristiana, se daba también en la liturgia dominical ordinaria? San Justino no lo dice; pero probablemente es un silencio que nada significa. Porque no es infundada la conjetura de que el abrazo fraterno fuese habitual, en este momento de la misa, ya en las comunidades primitivas. Era un acto de cordialidad que los judíos acostumbraban hacer antes de un banquete de importancia. San Pablo lo inculca frecuentemente al final de sus cartas; y no tanto como una manera de saludo, sino más bien como un rito de carácter litúrgico. De hecho lo llama siempre "ósculo santo": Saludaos mutuamente con el ósculo santo; saludad a todos los hermanos con el ósculo santo.

Según algunos, el ósculo de paz en la época primitiva se daba indistintamente a hombres y mujeres. San Justino, en efecto, no hace a este respecto ninguna reserva. Otros no lo creen probable, porque desde un principio debió estar en vigor el sistema judaico de separación entre hombres y mujeres en las asambleas cristianas.

 

 

El Orden de la Misa Sacrifical.

 

a) La oblación.

56. En este punto comienza el sacrificio, la acción eucarística propiamente dicha, que en San Justino conserva todavía indiscutiblemente aquellos elementos primordiales y simples que debía de poseer en las sinaxis eucarísticas de la edad apostólica. Se llevan las ofrendas para el sacrificio: pan y vino; el presidente da gracias a Dios; bendice los dones pronunciando sobre ellos las palabras de la institución; distribuye el pan y el vino consagrados entre los presentes. Estas fases sucesivas del ritual eucarístico son las mismas que recuerdan los escritos del Nuevo Testamento, y, como dijimos, hacen referencia todas directamente al rito inaugurado por Jesús en la última cena. Puede decirse que la sencillez y la coordinación de las mismas es perfecta.

Analizando, sin embargo, las dos descripciones de la misa hechas por el Apologista, debemos distinguir dos formas de oblación. La primera, en relación con el bautismo, comprende el pan, el vino y una copa de agua: Deinde antistiti fratrum adfertur panis et poculum aquae et vini aqua mixti. San Justino es el primero en mencionar el empleo de una copa de agua en la liturgia bautismal; este uso fue confirmado poco más tarde por la Traditio, y de él ha quedado huella en el sacramentarlo leoniano. La copa, según la Traditio, se le ofrecía al neófito antes de la comunión del vino, y tenía un significado simbólico, como el hecho de beber leche y miel; quería simbolizar la purificación interior del alma, mientras la del cuerpo se realizaba mediante el agua de la fuente bautismal.

La segunda forma, la normal, comprendía solamente pan y vino aguado: Ubi precaví desiimus, panis adjertur et vinum et aqua. El agua se menciona aquí porque servía para rebajar el vino. Sin duda era éste un uso que traía su origen de la última cena, en la cual Nuestro Señor, conforme a las prescripciones rabínicas, había obrado de esta forma en el banquete pascual. San Justino es el primero que atestigua esta tradición en la misa; después de él encontramos una alusión a lo mismo en el famoso epitafio de Abercio de Hierápolis (c. 170), en el Asia Menor: Pides ubique me duxit adposuitque cibum ubique piscem e fonte... vinum optimum habemus, Mixtum, ministramus cum pane.

La teoría de Harnack y de otros, que pretenden que los elementos del sacrificio en San Justino fueron sólo pan y agua y que el uso del vino en la eucaristía no se admitió hasta el siglo III, es, como demostramos arriba, absolutamente destituida de fundamento.

El traer el pan y el vino al altar se hacía, según el Apologista, sin pompa ninguna; todavía es un acto sencillo, ministerial, ejecutado por los diáconos, especialmente encargados de este servicio. Ellos preparaban la cantidad que fuese suficiente para la comunidad de los presentes y ausentes. Por tanto, la expresión Jrangere panem de los Hechos, de San Pablo, de la Didaché y otras semejantes de San Justino hay que entenderlas, como es obvio, no de un solo pan, sino de varios. A confirmar esto vienen dos pinturas existentes en la habitación de Lucina, en el cementerio de Calixto, y que se remontan a los primeros años del siglo II.

En ellas se representa dos veces un pez, que descansa sobre un terreno pintado de verde y adosado a un cesto lleno de panes, el cual del a ver, tras las mimbres con que está un vaso de vidrio lleno de líquido rojo, que evidentemente debe de ser vino. En uno de los canastos, los panes son cinco, y llevan, en la parte alta, una pequeña corona; en el otro son seis, y no llevan signo especial alguno. Algunos quisieron ver en estas pinturas una alusión al milagro de la multiplicación de los panes y peces, y quizás sea así; pero la ampolla de vino indica con toda evidencia que su finalidad principal es representar los elementos eucarísticos.

 

Juntamente con los elementos eucarísticos, ¿se hacían también ofrendas de otro género? San Justino no hace la menor alusión, pero sin duda que las había. La Didaché las recomienda con gran interés a los fieles, a fin de que sirvan para el mantenimiento de los profetas y, en todo caso, de los pobres: Omnes primitias provenientes e torculari área et bobus atque ovibus sumes et dabis primitias prophetis... sin auiem non habetis prophetam, date pauperibus. Sin embargo, no supone que tuvieran relación con el servicio litúrgico, mientras que en Roma debían tenerlo, como más tarde lo dice la Traditio.

San Clemente Romano en la Carta a los Corintios tiene una página interesante acerca del orden que han de observar los fieles en la presentación de las ofrendas. Según Reville, era esta cuestión la que había movido a una parte de ellos a rebelarse contra sus presbíteros. En realidad, nada sabemos sobre las causas de tal conflicto. San Clemente se limita a defender el derecho divino de la jerarquía frente a los seglares, tanto más en las cuestiones relacionadas con el culto.

Cuando San Clemente habla de las oblaciones que deben hacerse en el tiempo y lugar prescriptos por Jesús, quiere referirse, sobre todo, a los dos elementos de la eucaristía, el pan y el vino. Aunque no puede verse en sus palabras una alusión, que sería la primera, a un rito litúrgico de ofertorio colectivo, es preciso admitir que tales oblaciones estaban sujetas a determinadas reglas disciplinares. "Cada uno de vosotros — concluye el pontífice — en su propia línea dé gracias a Dios, conservando limpia la conciencia y respetando la regla establecida en su servicio."

 

b) La plegaria eucarística.

58. Colocados los dones sobre la mesa del altar, el presidente recita sobre ellos la solemne plegaria eucarística. Esta era la "Plegaria" por excelencia; más aún, la única plegaria del rito eucarístico, la que le confería su fisonomía y su significación. ¿Cómo era esta fórmula venerada, que en los labios de los apóstoles y de los obispos, sus discípulos, hacía revivir sacramentalmente, en medio de los fieles, a la persona divina del Maestro? Nosotros no la conocemos y acaso jamás fue escrita, pues, salvo el esquema esencial que nos ha transmitido la tradición litúrgica, su forma se dejaba a la improvisación del celebrante. No obstante, podemos determinar sus líneas fundamentales.

a) Esta plegaria existía efectivamente ya en la época apostólica. San Pablo, amonestando a los corintios para que no tengan comunicación con los ídolos comiendo carnes a ellos inmoladas, escribe: Calix benedictionis, cui benedicimus, nonne communicatio sanguinis Christi est? Et panis, quem frangimus, nonne communicatio corporis Christi est?. En este texto, el verbo ευλογουμεν — benedicimus, quiere evidentemente significar una oración de alabanza y de acción de gracias a Dios pronunciada sobre el cáliz. Lo mismo dígase de la frase "romper el pan". Un buen israelita nunca se permitía "romper el pan" sin hacer una oración antes y después. La eulogía del cáliz y la del pan (sobrentendida) son, por tanto, sinónimas de. No se sigue de esto que San Pablo hable de dos oraciones eucarísticas distintas, para el pan y para el vino, si bien originariamente puede que existieran; afirma solamente que el pan y el vino efectúan la participación del fiel en el cuerpo y en la sangre de Cristo mediante una fórmula eulógica; esto es, con término más apropiado, eucarística, que es la anáfora.

b) Era una oración solemne y prolongada. Lo recuerda San Justino: Antistes preces cum gratiarum actionibus pro üiribus sursum mittit. La forma verbal αναπέμπει (eleva) y el inciso pro viribus (**οση δόναμις αύτω) quieren indicar que el presidente predicaba con todo el fervor de su espíritu, y, por tanto, en un estilo elevado, con fraseología rítmica, propia de la oratoria, y no sin énfasis, e incluso con una modulación particular de la voz. Acerca de la longitud de esta oración, el mismo Apologista escribe en la primera recensión: Quibus ille (se. antistes) acceptis (se. donis) laudem et gloriam Patri... sursum mittit et gratiarum actionem... ProLixe instituit. En esta época también el gnóstico Marco, según dice San Ireneo, pretendía consagrar una pseudoeucaristía con una larga oración. Si la anáfora contenida en las Constituciones apostólicas pudiera considerarse como un ejemplo detallado del desarrollo del tema de la primitiva anáfora, podríamos asegurar que ésta duraba media hora larga; en efecto, se requiere ese tiempo para declamarla convenientemente.

 

El tema de la anáfora primitiva nos lo insinúa San Pablo en el texto arriba citado: Calix... cui benedicimus, etc. La ideología, derivación directa de una fórmula judaica semejante del ritual de la Chaburah, pero completamente renovada en la forma y en el contenido, conforme a la institución de Cristo, era una oración de alabanza a Dios, de glorificación de sus atributos y de acción de gracias por sus beneficios. Tal debía ser también la anáfora primitiva. San Justino nos da una idea análoga de ella. Hecha la presentación de los dones, el presidente laudem et gloriam Patri universorum, per ncmen Filii et Spiritus Sancff, sursum mittit et gratiarum actionem pro eo, quod hisce ab eo dignati sumus, prolixe instLtuit. La anáfora es, pues, en substancia, el desarrollo de un tema teológico y cristológico; en él se proclaman las perfecciones de Dios, uno en tres personas, y se celebran los grandes misterios de la creación, encarnación y redención obrados por su Hijo unigénito. Mejor todavía alude al contenido de esta oración San Justino en su Diálogo cuando escribe: "La ofrenda de harina era figura del pan eucarístico que Nuestro Señor Jesucristo nos mandó consagrar en recuerdo de su pasión...; a fin de que demos gracias a Dios, ya por haber creado el mundo y cuanto en él se encierra para el hombre, ya por habernos librado del pecado en que nacimos, ya por haber destruido de modo absoluto el principado de las potencias enemigas."

En la segunda recensión de la misa y en algún otro pasaje de la Apología, San Justino, refiriéndose siempre al contenido de la anáfora, distingue en ella dos elementos: las oraciones y las eucaristías. No parece que las primeras constituyeran una nueva fórmula de intercesión, ya que ésta sería entonces repetición de la plegaria litánica dicha poco antes. Probablemente los dos términos se refieren en conjunto al tema general de la anáfora, la cual, por el carácter carismático que asumía en los labios del celebrante, tocaba los diversos campos del eucologio.

 

Pero quizás, analizando detenidamente los escritos del Apologista, podamos precisar mejor el contenido de la primitiva oración consagratoria.

a) ¿Contenía el trisagio? Ciertamente no. El Sanctus, como observa Cagin, así como el preámbulo de la alabanza angélica que ordinariamente le acompaña, no cabe duda de que es una interpolación introducida en la gran Plegaria, cuya trayectoria lógica desvía en cierto modo. Si hubiera formado parte de dicha oración, San Justino lo habría advertido. Por consiguiente, no puede considerarse auténtico el dato del Líber pontificalis que atribuye su institución al papa Sixto I (132-142): Hic constituit, ut intra actionem, sacerdos incipiens populo hymnum decantaret: sanctus, sanctus, sanctus Dominus Deus Sabaoth, etc. Con todo, el carácter de himno colectivo del Sanctus halla correspondencia y confirmación plena en un pasaje de la primera carta de San Clemente:

"Nuestra gloria y nuestra confianza sean en Dios; sometámonos a su voluntad; consideremos cómo le asisten y sirven a su querer toda la muchedumbre de sus ángeles. Dice, en efecto, la Escritura: Diez mil miríadas le asistían y mil millares le servían y gritaban: Santo, santo, santo es el Señor de los ejercitos; llena está la creación entera de su gloria. También nosotros consiguientemente, conscientes de nuestro deber, reunidos en concordia en un solo lugar, llamemos fervorosamente a El como de una sola boca, a fin de llegar a ser partícipes de sus magníficas y gloriosas promesas."

Estas últimas expresiones muestran que San Clemente no pretendía sólo evocar el Sanctus de Isaías, sino que tenía presente el uso litúrgico. Por tanto, es preciso admitir que aquí se trata, sí, de un canto colectivo, pero todavía extraño a la anáfora. Del mismo modo que el Tersanctus era familiar a los judíos porque formaba parte de su liturgia matinal, debía serlo también a los cristianos. Agios, agios, agios, sine cessatione, es frase que leemos en las actas de Santa Perpetua, a fines del siglo II.

 

b) Comprendía ciertamente las palabras de la institución. Sobre esto, San Justino es explícito. "Nosotros —dice— no ingerimos estas cosas (los dones consagrados) como si fueran pan y bebida vulgares; sino que de la misma manera que Jesucristo, nuestro Salvador, por medio del Verbo de Dios tomó carne y sangre, así también el alimento, hecho eucarístico mediante una palabra de oración que proviene de él, nos han enseñado que es la carne y la sangre de Jesucristo encarnado. Los apóstoles, en efecto, en las memorias por ellos escritas, y que llamamos Evangelios, nos han referido que recibieron este mandato: Jesús, tomando el pan, dio gracias y dijo: Haced esto en memoria mía; éste es mi cuerpo. Y del mismo modo, tomando una copa, dio gracias, diciendo: Esta es mi sangre. Y a ellos sólo dio a participar...; desde entonces hacemos siempre entre nosotros conmemoración de estas cosas."

En este pasaje, el inciso "de la misma manera que Jesucristo, por medio del verbo de Dios," etc., es muy discutido. Los críticos más modernos ven en las palabras per Verbum Dei Incarnatus I. C. el Verbo personal de Dios, el Logos; es el sentido más conforme a la doctrina de los Padres más antiguos; y en el segundo miembro paralelo, per Verbum Precationis ab eo ortum, traducen estas palabras: "Mediante una palabra (fórmula) de oración proveniente del Verbo". San Justino, pues, querría decir aquí que, así como Jesucristo se encarnó por virtud del Logos. así, por la palabra que de El proviene, al ser pronunciada en la oración de la Iglesia, el alimento con que se nutren los fieles se convierte en su cuerpo y en su sangre.

Pero cabe preguntar: Esta oración transformadora del Logos es la fórmula de la institución usada por El en la última cena, y que, como observa San Justino, es siempre repetida por nosotros, o bien es toda la plegaria eucarística entera, cuyo núcleo central constituyen las palabras de la institución? Esta segunda hipótesis es la más probable; sin embargo, el Apologista hace ver claramente cómo toda la eficacia de aquella "fórmula de oración" se deriva de las palabras de la institución.

En realidad, ninguno de los evangelistas contiene las palabras textuales que pone San Justino; solamente San Pablo tiene una fórmula casi idéntica. Ahora bien: esto da pie para suponer que el Apologista, como hace en otros casos, haya citado de memoria las palabras pronunciadas por Nuestro Señor, limitándose a resumir su substancia; o bien — y esto puede ser una conjetura igualmente plausible — que San Justino se haga eco de aquella tradición oral, litúrgica, apostólica, conforme a la cual se fijó más tarde la narracción de la institución en las diversas liturgias así orientales como occidentales. En efecto, es sabido que, de todas las redacciones que poseemos, ninguna se atiene rigurosamente a la letra de la Escritura, por más que sean uniformes entre sí, en sus líneas generales. En este segundo caso, el testimonio de San Justino sería del más alto valor litúrgico.

c) ¿Admitía también una forma de anamnesis? La respuesta no puede ser más que afirmativa. San Pablo la ordena expresamente: Quotiescumque enim manducabitis panem hunc et calicem Domini bibetis, mortem Domini annuntiabitis doñee veniat. Después de El, la Epistula Apostolorum (hacia el 130-140) viene a confirmar por vez primera lo mismo: "Y vosotros celebráis así el recuerdo de mi muerte, esto es, la Pascua." San Justino habla tres veces del recuerdo de la pasión, que se renueva al celebrar la cena eucarística, y usa precisamente los términos característicos de la anamnesis.

 

d) En cuanto a la existencia de una epiclesis y a su naturaleza, es necesario remontarnos a la mentalidad de los primeros escritores cristianos. Estos, como atribuían al Logos y no al Espíritu Santo la obra de la encarnación, por analogía atribuían a El la concepción de la eucaristía. Esto lo vemos en San Justino. No hay que creer, sin embargo, que la epiclesis se presentara entonces formulada con las expresiones precisas y tajantes que más tarde tuvo.

A juzgar incluso por algunos textos algo posteriores a San Justino, la epiclesis primitiva debió consistir, más que en una fórmula, en la entonación de gran parte de la anáfora con el fin de invocar, por obra del Logos o del Espíritu Santo, el poder de Dios sobre la oblación de la Iglesia para realizar la transformación prodigiosa de los elementos eucarísticos. Durante la anáfora, y constituyendo su punto culminante, se recitaban las palabras de la institución, acabadas las cuales la eucaristía estaba hecha. En el siglo II, el momento preciso de la consagración no se había impuesto aún a la atención especulativa de los escritores. Ahora bien, la epiclesis, en el sentido arriba expuesto, debía formar parte, sin duda, de la plegaria primitiva.

Todavía podemos preguntarnos si ésta no abarcaba, además, una invocación "para consumar el misterio de la muerte de Cristo en la unión de El con su cuerpo místico (los fieles)," según la oración que Cristo había dirigido al Padre en la última cena: ut sínt unum, ut sint consummati in unum. La hipótesis es sugestiva, pues brota espontáneamente de aquel simbolismo eucarístico que ya San Pablo había ilustrado, y al que se alude repetidas veces en los escritos primitivos, donde la eucaristía es considerada en función de la caridad y de la unidad eclesiástica. La epiclesis contenida en la Traditio (216) desarrolla sobre todo. este pensamiento. De todas formas, San Justino guarda silencio absoluto al respecto. En cambio, hace mención de otro concepto, que acaso servía para concluir la anáfora, y que está en relación con la idea epiclética mencionada. Lo hallamos en el Diálogo con Trifón. Después de enumerar los beneficios divinos derramados sobre los seres humanos, a cambio de los cuajes le tributan ellos oraciones e himnos de alabanza, añade: "y nosotros le pedimos que nos haga nacer a la inmortalidad por causa de la fe con que hemos creído en El." Nos inclinamos a ver en estas palabras un reflejo del contenido de la anáfora, que probablemente terminaba con una aspiración vehemente del cielo. La eucaristía era prenda o garantía de inmortalidad. Lo había dicho Jesús, y los escritos primitivos se hacían eco gustoso de este pensamiento. Frangentes panera unum — escribía San Ignacio de Antioquía — qui est Pharmacum Immortalitatis; y la Didaché: Gratías tibí agimus, Pater Sancte..., pro scientia, fide et Immortalitate, quam indicasti nobis per lesum puerum tuurn.

63. La plegaria consagratoria concluía, finalmente, con una doxología trinitaria. Es lógico suponerlo, por más que San Justino nada diga de ella, por lo que él mismo afirma en torno al tema de la anáfora, orientado a la glorificación de la Trinidad. Por lo demás, todos los textos de alguna importancia que conservamos de los primeros siglos, comenzando por las cartas de San Pablo y, más tarde, todas las anáforas, tienen un final doxológico más o menos extenso. Valga como ejemplo contemporáneo a la época de la Apología aquella con que San Palicarpo, atado al patíbulo, concluyó su última oración: "Por tanto, ¡oh Dios! te doy gracias por todo; te bendigo, te glorifico por medio del eterno y celestial Pontífice, Jesucristo, tu Hijo amado, por el cual a ti, con El y con el Espíritu Santo, sea la gloria ahora y por todos los siglos futuros. Amén." Cuando el presidente acaba la solemne oración, todos claman diciendo: "Amén." Era un acto de adhesión plena a los sentimientos expresados por el celebrante y una profesión de fe en la divina eficacia de las palabras sacramentales. El "amén" como aclamación litúrgica después de una eulogía era una antigua costumbre judaica, que pasó desde el tiempo de San Pablo al ritual de las reuniones cristianas.

 

De cuanto llevamos dicho acerca de la plegaria consagratoria en San Justino, se deducen las siguientes importantes conclusiones:

 

1.a Que la institución eucarística realizada por Cristo forma el centro alrededor del cual se desarrolla todo el rito y da por sí solo fundamento y motivo de su celebración;

2.a Que la liturgia descrita por el Apologista no acusa novedad ninguna, sino que se presenta como expresión de una tradición dogmática y litúrgica de mucho tiempo atrás establecida, pacíficamente poseída y difundida por igual en las comunidades por él conocidas;

3.a Que la Iglesia en la oración consagratoria exponía los puntos principales de su doctrina con respecto a Dios y a Jesucristo; era; pues, una praedicatio, como más tarde se llamó a la anáfora, o, si se quiere, una profesión de fe publica y común;

4.a Que la oración consagratoria era entonces, como hoy día, la oración sacrifical, pronunciada por el obispo, como jefe y portavoz de la comunidad, según la concepción auténticamente monárquica y litúrgica de la Iglesia, y el acto eucarístico, por consiguiente, un acto eminentemente social y corporativo.

 

c) La comunión.

65. Dolger, fundándose en dos pasajes paulinos — Rom. 8:15; Gal. 4:6 —, cree que, desde la época apostólica, los neófitos antes de recibir la comunión recitaban, juntamente con los fieles, la oración dominical, como después fue uso común en la Iglesia. La hipótesis no tiene nada de inverosímil; más aún, halla confirmación en algunas expresiones de San Gregorio Magno en su famosa carta a Juan de Siracusa. Queriéndose él justificar de haber ordenado se hiciera la recitación del Pater noster inmediatamente después del canon, escribe: Orationem vero dominicam idcirco mox post precem dicimus, quia mos apostolorum fuit, at ad ipsam solummodo orationem oblationis hostiam consecrarent.

Mucho discuten los liturgistas sobre qué quiso decir San Gregorio con estas palabras. La mayor parte las entienden en su sentido más obvio, esto es, que los apóstoles consagraban la eucaristía con la oración dominical. Pero tal afirmación, de suyo extraña, mucho más en boca de San Gregorio, choca con el sentido lógico de la reforma, ya que. si él creía que los apóstoles consagraban con el Pater noster, debía haber substituido con él la plegaria eucarística (el canon). Otros tratan de salvar la dificultad puntuando la frase de esta manera:... ad ipsam solummodo orationem oblationis, hostiam consecrarent, o bien refiriendo el término ipsam orationem no al Pater noster, sino a la plegaria; sin embargo, queda siempre el mismo contrasentido. Probablemente la explicación más aceptable es una de las que propone Lambot, quien sugiere la interpretación de la palabra consecrarent en el sentido de frangerent; o, si no, dar a la preposición ad el significado de juntamente. En este segundo caso, San Gregorio vendría a decir que los apóstoles consagraban la eucaristía con la fórmula tradicional transmitida por Cristo, acompañada antes o después por la recitación del Pater noster.

Hay que observar, sin embargo, que, si originariamente pudo ser ésta la práctica de muchas comunidades orientales, Roma debió ignorarla, ya que ni San Justino ni la Traditio dicen una palabra de ello.

66. Los panes ofrecidos y consagrados se debían dividir para poder distribuirlos entre los fieles. La frase frangere, panem, que se encuentra con tanta frecuencia en los escritos apostólicos con un significado ya técnico, sinónimo de eucaristía, no perdió su significado real primitivo, el de designar la división del pan a fin de ofrecerlo a los invitados, Además, el modo de hacer esta operación ya entonces debía recordar aquel sentido sacrifical que encontramos ya en San Pablo: (cuerpo) que será Despedazado por vosotros. Por eso, se rompía, no se cortaba el pan. San Ignacio de Antioquía, lo dice expresamente: panem unum.

Poseemos una representación gráfica de la fracción del pan en un famoso fresco, llamado Fractio panis, descubierto por Wilpert, y que se remonta a los primeros años del siglo II. Se halla en Roma, en un cubículo llamado capilla Griega, del cementerio de Priscila. Representa el momento en que el oficiante, teniendo ante sí un cáliz con dos asas, parte el pan consagrado para darlo en comunión, juntamente con el vino, a los fieles.

 

Dividido el pan en pequeños trozos, todos reciben la comunión bajo las dos especies: según San Justino, la distribuyen los diáconos: lam vero postquam antistes gratias egit et omnis populus acclamavit, ii qui apud nos vocaniur diaconi, unicuique eorum, qui adsunt, distibuunt gustando, panem et vinum et aquam de quihus gratiae actae sunt. No nos dice la relación del Apologista cuál era el rito de la comunión; pero podemos deducirlo de un fragmento de carta de Dionisio de Corinto (165170). Este, escribiendo al papa Sixto I (132-42), le había expuesto el caso de un fiel suyo que, habiendo sido bautizado por los herejes, solicitaba ser rebautizado. "El caso es —dice Dionisio— que este tal ha asistido frecuentemente a la eucaristía, ha respondido con los demás "Amen," se ha acercado a la mesa extendiendo las manos para recibir el sagrado alimento, ha ingerido el cuerpo y la sangre de Jesucristo; ¿cómo iba yo a rebautizarlo?." El pan consagrado se recibía, pues, en las manos, estando de pie.

Sólo los bautizados podían acercarse a la comunión. San Justino lo afirma expresamente: "Este alimento lo llamamos eucaristía. De él solamente pueden participar lícitamente los que creen en la verdad de nuestra doctrina, han sido purificados con el baño del perdón de los pecados y de la regeneración y viven conforme a los mandamientos de Cristo."

Por tanto, a los herejes y los penitentes no eran admitidos a la eucaristía. De los docetas escribe San Ignacio de Antioquía: "Se abstienen de la eucaristía y de la oración (es decir, de las reuniones eucarísticas y de las simplemente eucológicas), porque no creen que la eucaristía es la carne de nuestro Salvador, Cristo Jesús, que padeció por nosotros y fue resucitado por el Padre."

 

Los elementos consagrados se distribuyen no sólo a los fieles presentes, sino también a los ausentes. Los diáconos tienen la misión de llevar la eucaristía a domicilio.

La eucaristía debía, pues, conservarse en un lugar apropiado. Cabe preguntar si fuera del templo se llevaba bajo ambas especies. Probablemente no, sino sólo bajo la especie de pan. Con el nombre de "ausentes" hemos de entender, en primer lugar, los enfermos o los legítimamente impedidos, y después, las personas de alguna consideración aunque estuvieran lejos. A éstas se llevaba la eucaristía en señal de comunión. Según San Ireneo, el uso estaba ya en vigor a mediados del siglo II. Sabemos que el papa Víctor (193-203) continuó mandando la eucaristía a los obispos de Asia a pesar de su disensión sobre la fecha de la Pascua. Es bastante probable que el envío de las hostias consagradas, llamadas después por los latinos fermentum, se introdujera por imitación de una costumbre pagana análoga. Cuando alguno ofrecía un sacrificio y lo consumaba comiendo las carnes inmoladas, enviaba parte de ellas a quien por ventura no había podido asistir, significándole así que lo había tenido presente en el sacrificio.

¿Seguía a la comunión una acción de gracias? Los documentos más antiguos no hacen alusión ninguna, pero no puede excluirse absolutamente. Cristo al final de la cena recitó con los apóstoles un himno.

Muchos críticos relacionan con la comunión la tercera de las tres oraciones contenidas en la Didaché, y que transcribimos más arriba, considerándola como acción de gracias después del banquete agápico.

 

d) La colecta en favor de los pobres.

69. Consumado el sacrificio con la comunión, la función litúrgica había terminado. Pero desde un principio se había introducido la piadosa costumbre de cerrar la sinaxis con un acto de caridad cristiana, recogiendo limosnas voluntarias a beneficio de los pobres locales y de las comunidades cristianas más necesitadas. La costumbre tenía antecedentes en la Sinagoga, donde se hacía una colecta semejante al final del servicio litúrgico.

San Pablo recomienda frecuentemente se hagan colectas en favor de la iglesia de Jerusalén. A los corintios les pide en particular que lo hagan todos los primeros días de la semana, esto es, en la reunión eucarística que debía celebrarse regularmente el domingo. "En cuanto a las colectas por los santos —escribe—, hacedlas vosotros como lo he ordenado a las iglesias de Galacia. Todo primer día de la semana, cada uno de vosotros separe y vaya reuniendo en casa lo que le parezca para no esperar a hacer las colectas cuando yo llegue."

Y en la Carta a los Romanos habla de estas colectas que él había llevado a los hermanos de Jerusalén, a quienes tanta satisfacción habían proporcionado. También en Roma, según testimonio de San Justino, los fieles acostumbraban a ser generosos en estas limosnas para los pobres. Después de describir la sinaxis dominical, añade: "Los que son ricos y quieren dar, dan lo que tienen por conveniente. Lo que de esta forma se recoge, viene presentado al presidente, el cual se encarga de socorrer a los huérfanos y a las viudas, a los que se encuentran en necesidad por causa de enfermedades u otros motivos, a los encarcelados y a los extranjeros que están de paso; en una palabra, a todos los menesterosos."

Que estas palabras del santo apologista eran verdaderas y que en Roma era tradicional aquella costumbre benéfica, nos lo atestigua un fragmento de carta escrita a los romanos por Dionisio, obispo de Corinto, hacia el año 175. En ella, Dionisio alaba a los romanos por su antiquísima costumbre, iam inde ab ipso religionis exordio, de ser caritativos en socorrer a los pobres; costumbre que el papa Sotero (y 182) había estimulado todavía desplegando su inagotable caridad para con todos los hermanos.

 

Conclusión.

Llegados al término de esta reseña, en la que hemos procurado tratar sintéticamente el ritual eucarístico de la época apostólica y subapostólica, inventariando todos los textos que pueden contribuir a esclarecer cada uno de sus aspectos, se impone una conclusión: hay que reconocer la autenticidad substancial de misa Ortodoxa. El método históricocrítico que hemos seguido nos ha permitido remontarnos, salvo un lapso de unos veinte años, hasta sus mismos orígenes, esto es, hasta Cristo, autor de la eucaristía. Sus formas esenciales se las dio El mismo, y los apóstoles las recibieron de sus manos y las tradujeron en un ritual, cuyas líneas fundamentales reflejan fielmente la voluntad del divino Fundador.