Los Sacramentarios Mixtos.

 

Los Exorcismos.

Entre los ritos de purificación o lustratorios, el más importante después del agua bendita es el exorcismo.

El exorcismo, mediante fórmulas y gestos apropiados unidos a la invocación de la soberana virtud de Dios, tiene el fin de hacer desaparecer los malos influjos espiritistas que dañan a las personas y a las cosas. Los antiguos pueblos de Asiría, Babilonia, Egipto y, relativamente más tarde, también los hebreos conocían las prácticas exorcísticas. El libro de Tobías recuerda al ángel Rafael, que arrojó de Sara el espíritu maligno que había dado muerte a sus primeros maridos; Nuestro Señor, polemizando contra los fariseos, se acoge a sus exorcismos: Si yo arrojo los demonios..., ¿en virtud de quién los arrojaron vuestros hijos? Jesús declaraba que había venido a combatir a Satanás y a su reino, es decir, sus obras. Entre éstas estaban en primera línea los obsesos, poseídos visiblemente por él. Los evangelistas nos narran cómo muchas veces Jesús los curaba arrojando el demonio. San Lucas parece resumir el ministerio de Jesús en la predicación y en la liberación de los obsesos. Al entregar sus poderes a los doce apóstoles, les dio también expresamente la potestad de arrojar el demonio; potestad que después extendió a los setenta y dos discípulos. Estos la ejercitaron inmediatamente; y cuando después de aquellos ensayos felizmente realizados manifestaron al Maestro su satisfacción, Jesús los puso en guardia contra la fácil tentación del orgullo.

San Marcos, finalmente, refiere la declaración de Jesús en su despedida a los apóstoles, y entre los poderes concedidos a cuantos hubiesen creído en él, encontramos también el exorcístico: in nomine meo daemonia eiicient.

 

La Iglesia antigua, adoctrinada por los ejemplos de Cristo y obediente a su palabra, no sólo ejerció un poder sobre los individuos que consideraba poseídos por el demonio, sea por una específica obsesión material (energumeni), sea por una obsesión tísica, en cuanto que eran esclavos de los propios instintos malvados, sino que, persuadida de que también la vida social, impregnada de idolatría, estaba radicalmente viciada por sus perniciosas influencias, trató de liberarla, multiplicando sobre cada cosa los exorcismos y los conjuros. Era uno de los méritos que Tertuliano reivindicaba a los cristianos:

Si no estuviésemos nosotros, ¿quién podría substraeros al influjo maléfico de aquellos espíritus que se insinúan ocultamente y dañan vuestros cuerpos y vuestras mentes; liberaros digo de los asaltos de los poderes demoníacos? Somos precisamente nosotros los que realizamos esto, pero sin que por esto aspiremos a premios y recompensas de ninguna clase.

San Cipriano, a su vez, afirma vigorosamente la victoriosa eficacia de la lucha implantada por los creyentes contra los demonios:

Ven a oír con tus propios oídos a los demonios, ven a verlos con tus propios ojos en aquellos momentos en los que, cediendo a nuestros conjuros, a nuestros látigos espirituales y a la tortura de nuestras palabras, abandonan los cuerpos de los que habían tomado posesión y, bramando y gimiendo con voz humana y por divino poder hechos sensibles a los golpes y a los azotes, se ven obligados a reconocer el juicio que les pesa. Ven y cerciórate por ti mismo de esto que nosotros decimos; y, puesto que pudiste creer a los dioses, cree al menos a aquellos mismos que tú honras...; verás que a nosotros nos suplican aquellos a quienes tú suplicas, nos temen aquellos a quienes tú adoras. Verás cómo están vencidos bajo nuestra mano y tiemblan en nuestro poder aquellos que tú colocas tan en alto, honrándolos como señores.

Toda la literatura cristiana de los tres primeros siglos se refiere frecuentemente a la obra de aquellos hermanos en la fe que, dotados de un carisma particular, exorcizaban, según la amonestación de Jesús, con la oración y con el ayuno. Cada comunidad debía poseer un buen número, que poco a poco formaren una corporación independiente con el nombre de exorcistas, y obtuvieron en seguida reconocimiento oficial en los grados del clero menor. Con esto, la Iglesia procuró distinguir claramente sus exorcistas, que obraban con recta intención, en nombre de Cristo, de los embusteros y hechiceros paganos. Los Canones Hippolyti ponían en guardia contra éstos y prohibían absolutamente su adhesión a la fe. Sabemos que ellos en buena hora habían recogido en sus fórmulas mágicas los nombres de los patriarcas, de Salomón y del mismo Jesucristo.

La Iglesia tomó también otra importante precaución, la de diagnosticar con seguridad los casos de obsesión diabólica. Es cierto que entre los antiguos, y hasta en las tardías épocas de la Edad Media, se consideraron como tales los fenómenos epilépticos, histéricos, psicopatológicos y no pocas formas de locura o de enfermedades que presentaban síntomas extraordinarios. Con todo, el examen práctico de cada uno de los casos debía frecuentemente ser arduo e incierto. Por esto, el obispo, con exclusión de otro cualquiera, fue pronto investido de la facultad de decidir sobre el particular y de realizar o de delegar los exorcismos. En el 416, el papa Inocencio I, a una consulta de Decencio de Gubio, declaraba que esto no podían hacerlo los sacerdotes o les diáconos si no poseían delegación episcopal: nam eis (a los obsesos) manus imponenda non est, nisi episcopus aucíoritatem dederit id efjiciendi. Ut autem fíat, epíscopi est imperare ut manus eis vel a presbítero vel a caeteris cíericis imponaiur. El papa Gelasio 1 (+ 496), en una carta para indagar la realidad de una obsesión, sugiere dar en alimento al obseso presunto, durante treinta días seguidos, carne; ésta, en efecto, era considerada como un estimulante del demonio, mientras que su abstención contribuía a arrojarlo más fácilmente. Algunos, en cambio que podían ofrecer una prudente probabilidad, aparecen todavía señalados en el ritual romano: Ignota lingua loqui pluribus verbis vel loquentem inteliigere; distantía et occulta fratefacere; vires supra aetatis seu condiiionis naturam ostendere; et id genus alia, quae cum plurima concurrunt, maiora sunt indicia.

 

Dos elementos se introdujeron desde un principio en el rito exorcístico: una oración a Cristo para que viniese en ayuda del infeliz poseído por el maligno espíritu; él mismo la había indicado particularmente en estos casos, y un apostrofe de mandato o conjuro dirigido al demonio en nombre de Jesús para que abandonase aquella criatura de Dios. San Ireneo recuerda las invocaciones de Cristo cuando escribe que el exorcista nec invocatíonibus angelicis facit aliquid, nec incantationibus nec rdiqua prava curiosiíate, se¿ munde et puré et manifesté Orationes dirigens ad Dominum, qui omnia fecit, et nomen Domini nostri lesu Christi invocans, virtutes ad utilitates hominum, sed non ad seductionem perficit.

La intimación a Satanás la había hecho Cristo mismo en tal circunstancia. Al energúmeno de la sinagoga de Cafarnaún comminatus est dicens: Obmutesce et exi de homlne. El recurrir al nombre de Jesús, es decir, según el uso semítico, a su virtud soberana, era también un mandato suyo: In nomine meo daemonia eiicient. San Pablo había dado ya ejemplo en Filipos exorcistando a una joven habentem spiritum pythonem. Praecipio tibí — le había intimado— in nomine lesu Christi exire ab ea. Sabemos además por San Justino que en Roma las fórmulas exorcísticas asociaban al nombre de Jesús el recuerdo de los hechos más salientes de su redención. En el diálogo contra los judíos escribe:

Cualquier demonio a quien se conjure en el nombre del Hijo de Dios — engendrado antes de toda criatura, que nació de una virgen, se hizo hombre sujeto al dolor, fue crucificado por vuestro pueblo bajo Poncio Pilato, murió y resucitó de entre los muertos y subió a los cielos — ; cualquier demonio, digo, a quien se conjure en este nombre, queda vencido y superado. Pero probado vosotros a conjurar por todos los nombres de los reyes, de los justos, profetas o patriarcas que han vivido entre vosotros, y veréis que ni un solo demonio huirá vencido.

La costumbre de Roma era, sin duda, también la de la iglesia de Alejandría. Escribe Orígenes en su libro contra Celso: "La fuerza del exorcismo se halla en el nombre de Jesús, el cual se pronuncia mientras se narran hechos de su vida." En la misma obra, defiende además la costumbre de alguna iglesia oriental, debida probablemente a influencias judías, de asociar en las fórmulas exorcísticas al nombre de Jesús los de los tres ángeles: Miguel, Gabriel y Rafael, y los de los grandes profetas: Abrahán, Isaac y Jacob.

 

También los gestos formaban parte del cuadro primitivo del exorcismo: la imposición de las manos, usada ya por Jesús con los energúmenos de Cafarnaún. San Ambrosio con este gesto curó en Florencia del espíritu impuro a la hija de Decencio. Era una de las ceremonias más frecuentes realizada durante los exorcismos sobre los catecúmenos; la señal de la cruz: Quanto terrón sit daernonibus hoc signum — observa Lactancio (+ c. 317) — sciet quo oiderit, quatenus adiurati per Christum, de corporibus, quae (obsedérint), fugiant; las insuflaciones, atestiguadas por Tertuliano y Dionisio Alejandrino; el ayuno, que, según la advertencia de Jesús, era considerado como el coeficiente de exorcismo. En especial se pedía a la persona exorcistada la previa abstinencia de carne y vino; más tarde, durante la Edad Media, encontramos minuciosas prescripciones dietéticas que había que observar en determinados períodos de tiempo, hasta de un año; las unciones del óleo, cuyo valor apotropéutico era universalmente reconocido (con ellas los monjes Santos Macario y Teodosio curaban a los energúmenos); el cilicio y las cenizas, que tanta parte tenían en la disciplina penitencial. Se lee de San Martín de Tours que, admotis energumenis, ceteros iubebat discedere, ac foribus obsecratis, in medio ecclesiae cilicio circumtectus, ciñere respersus, solo stratus orabat.

Los gestos exorcísticos de la primera tradición cristiana no han cambiado substancialmente en los siglos siguientes; se añadieron, en cambio, otros dos: uno, el del agua bendita, de primordial importancia, desconocida, como es sabido, en el ritual antiguo; otro, la imposición de la estola sobre las espaldas del exorciszando, introducido después del siglo X. El ritual romano lo recomienda todavía; algunos, sin embargo, han quedado confinados al campo de los exorcismos prebautismales; otros acompañan a los exorcismos propios prescritos contra los energúmenos.

Una práctica especial aconseja también el ritual al exorcistando, ad arbitrium sacerdotis, la comunión eucarística. Esto está plenamente conforme con la disciplina antigua y medieval. Excepto en España, donde en el siglo III los obsesos podían comulgar solamente en peligro de muerte. El concilio de Órange (441) declaraba: Energumeni baptizati... omnimodis communicent, sacramenti ipsius muniendi ab in cursu daemonii, quo infestantur. En África, un escritor anónimo del siglo V refiere que una joven cristiana quedó libre del demonio después de haber recibido la sagrada comunión.

 

Después de lo que hemos expuesto hasta aquí, podemos creer que pronto debieron aparecer fórmulas exorcísticas escritas, más aún, colecciones a propósito. Orígenes da expreso testimonio de ello, y añade que los exorcistas cristianos, a diferencia de lo que hacían los embusteros gentiles, se servían de fórmulas tan simples, que hasta los menos cultos las usaban sin dificultad. Se duda si tales fórmulas tenían carácter oficial; probablemente, su fondo era más bien fijo y conocido, pero su forma quedaba al arbitrio de cada uno. Al final del siglo IV, Sulpício Severo deploraba la turba verborum de ciertos excrcistas de su tiempo. Con todo, ninguna fórmula de los primeros siglos ha llegado hasta nosotros. Las que se encuentran en los apócrifos gnósticos y las breves frases exorcísticas que encontramcs escritas en los amuletos de los siglos IIIV no pueden considerarse como textos oficiales.

En Occidente, los primeros formularios exorcísticos conocidos son los de los catecúmenos, contenidos en el gelasiano antiguo (Reg. 316), a los cuales es difícil asignar una época precisa. Quizá sean de los siglos V-VI. En cambio, los formularios para los posesos propiamente dichos—excluidos los dos exorcismos intitulados falsamente "de San Ambrosio" y "de San Martín" — se encuentran en los siglos VII-VIII.