TRIDUO PASCUAL
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SUMARIO: I. La fiesta de pascua en los orígenes cristianos - II. El triduo pascual y su significación - III. Celebración litúrgica del santo triduo - IV. Viernes santo, primer día del triduo - V. Sábado santo, segundo día del triduo - VI. Domingo de resurrección, tercer día del triduo.


I. La fiesta de pascua en los orígenes cristianos

La pascua inaugura el año litúrgico de Israel. La Sagrada Escritura la llama hag ha-pesah, "fiesta de la pascua" (Ex 34,25); pero a menudo es mencionada por el sobrenombre de hag ha-massot, "fiesta de los ácimos", con la que se la asocia frecuentemente, e incluso confunde. Su origen es anterior a la instalación de los israelitas en Canaán. Los diez capítulos que le dedica la Misná (versión de la antigua tradición oral judía) en el tratado de las fiestas vienen a continuación de la fiesta del sábado. El nombre se refiere ya sea a la comida pascual o bien a la misma fiesta. Se puede afirmar con seguridad que en tiempos de Jesús era considerada como la fiesta más importante del año.

Aparte de una investigación que resulta compleja en muchos puntos, el aspecto pascual de la cena de Jesús, según los sinópticos y 1 Cor, no ofrece dificultad. Ahí nace la pascua de los cristianos. El marco pascual de la cena y los ritos litúrgicos transformados en nuevos dan paso a la nueva pascua.

Hacia el año 57 d.C., Pablo, escribiendo a los corintios, precisaba con exactitud el objeto de nuestra pascua: "Cristo, nuestra pascua, ha sido inmolado" (1 Cor 5,7). En el lenguaje del cuarto evangelio, Cristo es el cordero pascual que quita el pecado del mundo (Jn 1,29) y, como a tal, no se le rompe ningún hueso (Jn 19,33.36). Las tres pascuas escalonadas en el ministerio público de Jesús (Jn 2,13; 6,4; 11; 55), al insistir que se trata de la pascua judía, ¿no muestran acaso la intención de aquel que con su muerte va a sustituir la pascua judía? Es normal que el anuncio pascual sea el centro de la predicación apostólica (Lc 24,26, etc.), y sobre todo los discursos kerygmáticos de Pedro y Pablo. Muy pronto el memorial de la muerte de Cristo ocupará, sobrepasándolo, el memorial del Exodo (1 Cor 11,25ss). En el interior del NT, la progresiva "pascualización" de Jesús será completa en el momento de captarse la novedad absoluta de la inmolación pascual unida a la resurrección. La vida de la comunidad, nacida justamente de la pascua de Jesús, transcurre precisamente anunciando y celebrando el paso de Jesús de este mundo-al Padre por amor a los hombres (Jn 13,1).

Una cuestión muy viva en la iglesia primitiva, acerca del día que debía celebrarse la pascua, nos proporciona unos primeros datos sobre su arraigo en la comunidad. Una parte de la iglesia del Asia Menor, amparándose en el apóstol Juan, siguiendo al judaísmo oficial, mantiene el 14 de nisán. Otra corriente, podríamos llamar universal, defiende la del domingo después de este día. Esta coincidía, en interpretar la expresión de Lev 23,15 de celebrarla a partir del día siguiente al sábado, con otros calendarios, como el que seguían el grupo disidente samaritano y el esénico de Qumrán.

La cuestión nos es conocida por el testimonio de Eusebio de Cesarea. El obispo Polícrates, de Efeso, como cabeza de los obispos de Asia, se dirige al obispo Víctor (195 d.C.), cabeza de la iglesia de Roma. La controversia se centra acerca del día de la celebración de la pascua, esto es, el día que hay que poner fin al ayuno. Víctor, convencido de que en su favor obra la tradición apostólica de la celebración del domingo, quiere separar de la unión común las iglesias del Asia. Por la carta de Ireneo —partidario también del domingo—a Víctor, en nombre de los hermanos de la Galia, sabemos que la misma cuestión se había planteado anteriormente entre Policarpo de Esmirna y Aniceto de Roma, que no obstante vivieron en paz. Antes, Eusebio nos advierte de los sínodos habidos, donde los obispos eran unánimes en que el misterio de la resurrección no debía celebrarse otro día que el domingo.

Al margen de quién tiene razón --posiblemente las dos partes si se matiza un poco—, nos interesa aquí el testimonio tan primitivo de la fiesta, que además avala su posición en la tradición apostólica. De todas formas, ya mucho antes del concilio de Nicea (325) todas las iglesias celebraban la pascua el domingo.

En el siglo II es fácil ampliar el testimonio de la celebración pascual. Basta citar dos nombres. La Epístola Apostolorum y la homilía pascual del obispo Melitón de Sardes. Ambas siguen la práctica cuartodecimana. En la primera, escrita alrededor del año 150, se contempla la celebración pascual como una memoria de la muerte gloriosa celebrada en una vigilia nocturna.

La homilía de Melitón (166-180) es un comentario a la pascua del éxodo en comparación con la cristiana. La primera salva a Israel por la sangre del cordero, la segunda salva a los hombres por la plegaria y muerte de Cristo. La vigilia, el ayuno, la fiesta y la eucaristía pascual son una página excelente de la literatura del siglo III, ofrecida por la Didascalia Apostolorum.

La tradición alejandrina, siríaca, griega o latina llena por doquier los primeros siglos, de tal manera que lo mejor es ciertamente recurrir a sus páginas admirables a fin de poder captar los múltiples matices de la pascua.

Respecto al contenido teológico de la fiesta, si bien es verdad que hasta el s. III la tradición más bien unitaria es la asiática, no lo es menos que en el plano histórico litúrgico se concreta en una doble práctica. La fiesta aniversario de la pasión, así como la de la resurrección, comportaba una acentuación diversa de uno de los dos extremos del único misterio pascual.

El concilio de Nicea (325) confirmó la unidad del día de la celebración, de tiempo ya conquistada, acordando que los hermanos de Oriente hicieran como los romanos, alejandrinos y todos los demás, de manera que todos unánimemente, en el mismo día, elevaran su oración en el día de la pascua. La decisión del concilio se fue estabilizando pacíficamente en toda la iglesia hasta la reforma del calendario por Gregorio XIII (1582), reforma que fue rechazada por el patriarca de Constantinopla en nombre de la fidelidad al concilio de Nicea.


II. El triduo pascual y su significación

La pascua de los primitivos cristianos, entremezclada con la experiencia de la comunidad apostólica, giraba en torno a una sola celebración. El criterio místico de la concentración dominaba sobre el cronológico de los tres días, que se impuso más adelante. La pascua era la gran celebración nocturna de la noche, de tal manera que hasta finales del s. ni era la única fiesta anual. Su celebración concentraba la unidad de la historia de salvación desde la creación a la parusía.

Pronto esta vigilia pascual fue precedida de uno o más días de ayuno, los cuales se transformaron progresivamente en el triduo del viernes, sábado y domingo, dedicados, respectivamente, a la muerte, sepultura y resurrección del Señor. El paso presuponía ya una aceptación del domingo después del 14 de nisán como el día de pascua.

El triduo pascual, vislumbrado ya en Orígenes, nos lo descubre no como una indicación cronológica, sino de sentido teológico y litúrgico. Comentando Os 6,2, dice: Prima die nobis passio Salvatoris est et secunda, qua descendit in infernum, tertia autem resurrectionis est dies, añadiendo unas líneas más abajo la expresión el misterio del tercer día.

Una celebración de los días anteriores a la vigilia pascual, consistente en el ayuno, la encontramos en Tertuliano, y supone una costumbre arraigada. Fundamenta la práctica, como los únicos días, solos legitimos ieiunorum, prescritos por el evangelio, para el momento que el esposo será quitado; estos ayunos empiezan el viernes dicamus et ieiuniis parascevem.

A principios del s. iii el ayuno del triduo, según la Tradición Apostólica y un poco después en la Didascalia de los Apóstoles, donde se puede leer parascevem tamen et sabbatum integrum ieiunate, nos resultan más conocidos.

Llegados al s. iv, encontramos una formulación teológica litúrgica bien precisa del triduo sacro. En san Ambrosio podemos leer: "Triduo en el que ha sufrido, ha reposado y ha resucitado el que pudo decir destruid este templo y en tres días lo reedificaré". Entre otras escogemos la conocida expresión de Agustín por su tan adecuada formulación: Sacratissimum triduum crucifixi, sepulti et suscitati .

Sin perjuicio de la unidad total del misterio de pascua, los padres tenían buenas razones para consagrar la idea de triduo sacro. El presentar los aspectos sucesivos de la celebración era sin duda la mejor manera para una vivencia cristiana mayor. Las razones bíblicas no faltaban. Por un lado, la tipología bíblica de Jonás y del templo (Mt 12,40; Jn 2,19); por otro, la unidad de los tres momentos del misterio, según viene expresada en diversos lugares del NT, como es el caso de Corintios: "Murió por todos para que los que viven no vivan ya para sí, sino para aquel que por ellos murió y resucitó" (2 Cor 5,15), o bien "fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación" (Rom 4,25).

La doble tradición acerca del nombre de pascua contribuyó también a forjar la teología del triduo. Al entrar en crisis la primitiva, la asiática (pascha-passio), en el s. iv, va adquiriendo preponderancia la occidental al tener conocimiento de la alejandrina (pascha-transitus). La traducción latina de la Vulgada de Ex 12,11 de la palabra pascua como paso, transitus, está en la base del nuevo acento teológico.

Al principio del s. iii, al interpretarse pascua por paso, como lo hace por primera vez Clemente de Alejandría, se funda en la etimología del filósofo judío Filón de Alejandría. La nueva palabra paso resulta muy adecuada para significar el principio y el término del triduo. Será el vehículo de una teología que permite poner de relieve los aspectos morales, ascéticos y doctrinales de la pascua. Los autores cristianos expresan así la dimensión cristológica, sacramental y escatológica de la fiesta.

Vemos cómo en la primitiva concepción del triduo quedaba excluido el jueves santo. La actual concepción popular, tendente a incluirlo, arranca del tiempo de Amalario (s. 1x), y se basa en una concepción superficial y errónea.


III. Celebración litúrgica del santo triduo

Santo triduo pascual es el título del misal, puesto inmediatamente antes de la misa vespertina de la cena del Señor. El epígrafe santísimo triduo pascual de la muerte y resurrección del Señor, en la oración de las horas, encabeza los oficios que empiezan por las vísperas del jueves de la cena del Señor. En el leccionario, con menor precisión, la misa crismal del jueves va precedida de la expresión triduo pascual. El nuevo Ordo lectionum del año 1981, rectificando, pone la misa crismal en la cuaresma, y la palabra triduo precede a la misa de la cena.

Para las normas universales sobre el año litúrgico, el triduo pascual de la pasión y de la resurreción del Señor comienza con la misa vespertina de la cena del Señor, tiene su centro en la vigilia pascual y acaba con las vísperas del domingo de resurrección.

Hasta aquí una síntesis de la normativa actual según los libros litúrgicos promulgados después del concilio Vat. II. La consagración de la palabra triduo es patente; los límites, no tanto. Anteriormente, la expresión no se encuentra ni siquiera en la encíclica Mediator Dei (1947). Después de la cuaresma, sin distinción ni nombre de días, introduce en el tiempo sagrado en que la liturgia nos propone los atroces dolores de Jesucristo (n. 198). A continuación habla de la solemnidad pascual, que conmemora el triunfo de Cristo (n. 199).

No obstante la novedad, ni el lenguaje ni mucho menos el contenido es de ahora. Las bases son bíblicas y patrísticas. De todas maneras, éstas en ningún caso incluían el jueves santo, ni siquiera parcialmente. Para la iglesia, el triduo pascual de la pasión y resurrección del Señor es el punto culminante de todo el año litúrgico.

El triduo pascual, propiamente, comprende los tres días de la muerte, sepultura y resurrección del Señor. Así se explica que la liturgia de las Horas del jueves tenga el carácter de una feria de cuaresma. En todo caso, las vísperas de los que no participan en la misa vespertina, que ocupa el lugar de las primeras vísperas, y la propia eucaristía, son como la introducción del triduo.

Los historiadores de la liturgia encuentran dificultad para poder avalar con una remota antigüedad una misa vespertina para el jueves. Es cierto que la Italia del s. vi presenta un antiguo uso de dos misas para este día, una matutina y otra por la tarde. Si hay que creer a san Agustín, la práctica vacilante de dos misas sería debida a la diversidad de costumbres sobre la práctica del ayuno, que curiosamente se rompía por el baño. Los cristianos que lo realizaban, y decidían así romper el ayuno cuaresmal por la tarde, podían comulgar en esta segunda misa, instituida para ellos. Es una explicación probable.

Es el viejo sacramentario Gelasiano el que nos ha familiarizado con la expresión misa Caenae Dominicae, en el hanc igitur de la misa de reconciliación, de la cual no hay ninguna alusión en el s. v. Conviene recordar además, que la referencia es matutina, puesto que se vincula al ayuno: dies ieiunii Caenae Dominicae. Misa que, por otra parte, no tiene liturgia de la palabra, como tampoco la tiene la última del grupo item feria V Missa ad vesperum. Pequeños indicios históricos, que evidencian el aserto anterior del jueves no incluido en el triduo. La actual concepción popular tendente a incluirlo viene del alegorismo de Amalario (s. ix), y de una concepción que establece un paralelismo erróneo entre el jueves, viernes y sábado.

Los primeros días del triduo no son preferentemente penitenciales, sino contemplativos del misterio de Cristo y de la espera escatológica de su triunfo. Entre estos signos hay que contar también el ayuno del viernes y del sábado, expresamente diferenciados del de la cuaresma, para llegar a la alegría de la resurrección.

El Ordo de 1955, al establecer la celebración vespertina del jueves, había iniciado el camino de la recuperación como noche de la cena del Señor. La promulgación del nuevo Ordo en 1970, con las oraciones y lecturas apropiadas, ha consolidado su significado. Una eucaristía todavía con signos de austeridad, que celebrando el Natale Calicis nos prepara para la gran eucaristía del año, la de la noche santa. Sobriedad, que, según el Ordo, hay que mantener incluso para el lugar de la reserva que sigue a continuación.

No se olvide que la única celebración litúrgica de estos días, en los orígenes, era la de la vigilia pascual. Es esta dinámica propia, que va de la austeridad a la alegría y de la muerte a la vida, la que lleva impresa el orden y sentido de las celebraciones del triduo, desde este prólogo del jueves, bien significado en la lectura profética de la pascua del Éxodo.


IV. Viernes santo, primer día del triduo

La ausencia de datos sobre la celebración litúrgica del viernes santo primitivo inclina a pensar que ésta no existía. Del gran ayuno pascual del viernes y sábado, testimoniado por la Traditio Apostolica y Didascalia de los Apóstoles, entre otros documentos, más bien parece deducirse una práctica tendente a potenciar la reunión habitual del viernes por el ayuno y la contemplación. Lo dicho anteriormente no quita que la praxis del viernes esté en relación cercana con los tiempos apostólicos. Quizá sea éste el sentido de la tradición bizantina cuando, intentando crear esta conexión apostólica, afirma: "Esta costumbre de no comer nada el gran viernes nos ha sido transmitida por las disposiciones de los santos apóstoles". Vienen muy a propósito las palabras del canon 8 del IV concilio de Toledo, expresión de la praxis litúrgica hispánica anterior, y un poco de la iglesia en general, reprobando a aquellas personas que rompen abusivamente el ayuno después de la hora de nona en este día de la dominicae passionis, quebrantando así la norma de la iglesia universal.

Es probable que esta reunión del viernes se llenara poco a poco de contenido celebrativo. Es comúnmente admitido que el servicio de lecturas, cantos y oraciones de este viernes, de tanta sobriedad en la liturgia romana, refleja las reuniones alitúrgicas de los primeros siglos, según eran observadas en Africa y Roma. El viejo comes de Wüzburgo permite deducir, con cierta probabilidad, que las lecturas del viernes anteriores a la reforma del concilio Vat. II estarían ya en uso en el s. vi. En cuanto a la lectura del cuarto evangelio, Egeria nos dice que esto ocurría ya en Jerusalén allá por el año 384.

El esquema primitivo sería el fondo arcaico que ha persistido en la celebración histórica del viernes santos: dos lecturas del AT, seguidas del tracto y, a continuación, el evangelio. Al final, unas oraciones solemnes por todas las necesidades de la iglesia y de los hombres.

La liturgia de la palabra, según el Ordo Romanus XXIII —testigo de la liturgia romana por lo menos del s. viii-- tiene lugar hacia el final de la adoración de la cruz. La liturgia de la palabra era, y es, la parte más importante de la celebración. Según el Ordo Romanus XXIV, en un tiempo existieron separadas ambas prácticas, reservando la adoración de la cruz para las primeras horas de la tarde. El viejo sacramentario Gelasiano describe seguramente la celebración más popular, presidida por un presbítero, y anterior en algún punto a la papal. Comienza con un silencio, seguido de dos oraciones y de las tres lecturas, y vienen después las oraciones solemnes. A continuación siguen la adoración de la cruz y el rito reciente de la comunión de la reserva eucarística.

La movilidad de la adoración de la cruz no le quita el segundo lugar en importancia a la celebración del viernes. Su origen jerosolimitano es descrito por el relato de viaje de Egeria. En Roma alcanzó gran desarrollo en la procesión que partía de la basílica constantiniana de la Santa Cruz y terminaba en la del Laterano. Como se ha dicho más arriba, a continuación seguía la liturgia de la palabra. Por el Ordo Romanus XXIII, que nos la describe, sabemos también que ni el papa ni los diáconos comulgaban. El rito de presantificados, desarrollado en los títulos, la liturgia papal lo ignoraba todavía en el s. xl. El póntifical de curia del s. xiii declara que sólo comulga el pontífice. Ampliado al obispo y sacerdote que preside, éste fue el uso en vigor hasta el año 1055.

La celebración actual. La liturgia de la palabra con su conclusión, las oraciones solemnes, continúa siendo el centro de la celebración. El silencio impresionante con que empieza —el nihil canentes del antiguo sacramentario— es expresión de la sobriedad de siempre, propia de este día. La reforma actual, al cambiar las dos primeras lecturas tradicionales, se ha inclinado por una acentuación de lo que podríamos llamar el anuncio de la pasión. Un análisis atento del cuarto cántico del siervo de Yavé descubre una profecía del misterio de pascua. El salmo 30, como responsorial, continúa la meditación de la voluntad interior de oblación del que puede decir: "Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu". El fragmento de la carta a los Hebreos de la segunda lectura es una síntesis de la teología de la salvación pascual en Jesucristo, por. su gran obediencia.

Esta celebración de la palabra encuentra su cima en el evangelio de la pasión según san Juan, reservado desde siempre para este momento. En él, como el de la gran hora de Jesús entregado a los suyos por amor, se hacen más visibles que en ninguna otra narración sus características pascuales, sacramentales y de la sublime realeza y divinidad de quien va a una muerte abierta a la glorificación.

Las oraciones con que concluye la liturgia de la palabra no son unas oraciones, sino las oraciones solemnes, según el sacramentario gregoriano. Son probablemente un sustrato anterior al s. v, y ya universalizado en éste. Es la plegaria del pueblo sacerdotal, asociado activamente a la salvación universal del viernes.

La adoración de la cruz no como objeto sino como signo es un acto de fe y una proclamación de la victoria pascual de Jesús. Los cantos que la acompañan subrayan este carácter triunfal. El que mejor la sintetiza es el magnífico Crucem tuam, procedente del oficio bizantino de la mañana de pascua.

La conveniencia de unirse en comunión con el pontífice que se entrega para liberar a su pueblo ha prevalecido en la liturgia actual sobre el inconveniente de la doble comunión del triduo en la controvertida cuestión histórica.


V. Sábado santo, segundo día del triduo

Sin el menor intento de materializar las cosas en detrimento de su simbolismo y sentido más profundo, excluido igualmente un pobre historicismo, afirmamos, no obstante, como característico, que el sábado es el segundo día del sagrado triduo. El significado del día está puesto de relieve por la presentación que el misal hace del mismo. La iglesia, dice, durante el sábado santo permanece junto al sepulcro del Señor meditando su pasión. El gran sábado de la liturgia bizantina está envuelto en los mismos sentimientos.

Lo más probable es que el ayuno fuera la única forma de celebración primitiva. Por lo menos la tradición ha visto siempre este sábado como un día alitúrgico, es decir, en el que la iglesia se abstiene de la celebración eucarística. Por ello el altar queda desnudo. La tendencia cuartodecimana, más judaizante, cediendo pronto a favor de la celebración en domingo, contribuyó a allanar las cosas y facilitó el sentido y comprensión del segundo día.

El sacramentario gelasiano, testigo de una tradición anterior, nos permite saber cómo Roma dedicaba la mañana de este sábado a la última preparación bautismal. En efecto, era el momento del séptimo escrutinio, que no comportaba la celebración de la misa. Durante el mismo tenía lugar el rito del Effatá y la antigua recitación del símbolo por parte del catecúmeno (redditio), transformada más adelante, al desaparecer el bautismo de adultos, en la recitación por parte del sacerdote. El ritual del bautismo actual prevé la posibilidad de los ritos prebautismales para esta mañana, en el supuesto del bautismo por la noche pascual.

La sobriedad celebrativa de la mañana del sábado no se vio alterada ni por el absorbente alegorismo de un Amalario (s. ix), que, partiendo de la ausencia de misa, nos dice que el oficio de esta mañana es como una ilustración de la futura noche"

El sábado, como día de oración y reposo, encuentra en la oración de las horas su única celebración. Tiene un marcado acento de una celebración pública del oficio de lecturas con asistencia del pueblo 'En este oficio de lecturas, de acuerdo con el gran silencio y reposo del Señor —según la antigua homilía que en él se lee—, pregustamos la salvación universal anunciada a los justos del AT: "Dios hecho hombre se ha dormido y ha despertado a los que dormían desde hace siglos..., ha puesto en movimiento a la región de los muertos", en el misterioso encuentro con los que se hallaban en dicha prisión (1 Pe 3,19). En el oficio la iglesia confía participar del reposo y triunfo del Señor. En las vísperas, celebradas pocas horas antes de la vigilia pascual, domina esta esperanza ante la inminencia de la resurrección.

La mala interpretación del sábado santo llevó progresivamente a anticipar la celebración vigiliar a la mañana. Para el Ordo Romanus XXIII, el momento de empezar es ya hora quasi VII, y para el sacramentario Gelasiano, VIII hora diei mediante, es decir, que en los ss. vnvm existían en Roma dos tradiciones que empezaban la celebración de la vigilia a la una y a las dos y media, respectivamente. A partir del s. xtv la celebración pasa a las primeras horas de la mañana. La oscuridad de estos largos últimos siglos fue redimida restituyendo la vigilia a su significado originario en la primera restauración del papa Pío XII, el año 1951.


VI. Domingo de resurrección, tercer día del triduo

El domingo de resurrección fundamentalmente es una vigilia,_la vigilia pascual. La pascua del Exodo era ya noche de vigilias en honor de Yavé (Ex 12,42). El apócrifo Epístola Apostolorum (s. II) subraya este aspecto, que probablemente se remonta a los tiempos apostólicos. La tradición de la iglesia queda muy bien expresada en las conocidas palabras de san Agustín. El razonamiento del santo obispo es lógico. Si san Pablo nos invita a imitarle en sus vigilias continuas, con cuánta más razón no deberá hacerse esta noche, que es la madre de todas las santas vigilias en la que todo el mundo vela. En otra homilía de la vigilia afirma que la repetición anual de la pascua, en la luminosa solemnidad de esta noche, renovando la memoria de la resurrección del Señor, en cierto modo la realizamos

Es esta tradición la que recoge el misal actual al advertir que se trata de una celebración nocturna, y que por lo tanto no ha de empezar antes del inicio de la noche y ha de terminar antes del amanecer; así se da cumplimiento al mandato del Señor de tener encendidas las lámparas (Lc 12,35ss).

La noche santa rompe el ayuno, y es la inauguración de la gran fiesta de alegría cincuentenaria. Es el tercer día del triduo, como el paso del duelo a la fiesta, de la muerte a la vida, juntamente con el Señor. De todos los tiempos, es la noche de la celebración sacramental de la pascua por la palabra, el bautismo y la eucaristía. La originalidad de la pascua es el hecho de ser la eucaristía que alcanza su máxima expresividad por encima de las restantes celebraciones del año. El esquema habitual que constituye toda celebración se da en un grado mayor. La liturgia de la palabra es mucho más larga que la habitual; y la liturgia sacramental no sólo celebra la eucaristía, sino también el bautismo.

Previo al elemento más primitivo, consistente en la liturgia de la palabra, el paso del tiempo añadió oportunamente una apertura que se realiza por el rito del fuego nuevo y de la proclamación de la pascua.

El antiquísimo rito del lucernario, utilitario y simbólico, de Jerusalén y del Oriente, dará lugar al del alumbramiento del cirio pascual. La liturgia papal del s. viii no conocía todavía este rito. Sólo en el s. xii entrará en ella la bendición del mismo y la procesión. Las ceremonias del sacramentario Gelasiano, no obstante, nos permiten saber que en el s. vii ya existía la ceremonia del cirio y su bendición, efectuada en la celebración de los presbíteros romanos de los arrabales de Roma.

La alegría y acción de gracias pascual del Africa de Agustín o de la Italia del norte, pasando por la exuberancia hispano-visigótica y galicana, creó las maravillosas loas del cirio con el bellísimo Exultet de la temprana edad media. Esta bendición, hecha por un diácono, estaba en uso en Italia ya en el s. v.

La complicada historia de las lecturas bíblicas de la vigilia pascual no quita su importancia central en la liturgia, sino al contrario. Haciéndose eco de esta tradición, la liturgia actual no teme afirmar que ellas constituyen el elemento fundamental de la vigilia. Las fuentes en las que se inspiran para Roma los sacramentarios Gelasiano y Gregoriano nos acercan al período del dominio bizantino (550-750), que establecía el bilingüismo. En todo caso es un hecho general en la liturgia de pascua. Incluso asomándonos a la liturgia comparada, descubrimos probablemente un núcleo universal de organización. Buena muestra de ello es el hecho que los tres primeros actuales, comparados con las tradiciones occidental y oriental, se encuentran en ocho tradiciones distintas. La tradición bizantina y, particularmente, la de Jerusalén son las más próximas al sistema occidental. La liturgia de la palabra es el memorial agradecido por la salvación, recordada por unas referencias históricas-base, que culminan en el Cristo de la pascua. Las tres últimas lecturas están más directamente orientadas hacia la celebración inmediata del bautismo. A la lectura del NT (Rom 6,3-11), igualmente bautismal, sigue el relato evangélico de la resurrección. Las oraciones del final de las lecturas continúan su vieja función, heredada de los sacramentariós, de actualizar la salvación en Cristo, anunciada en la lectura, al tiempo que los responsorios bíblicos invitan a la contemplación agradecida de la misma.

La organización bautismal en la noche de pascua en el Gelasianum vetus y en el Gregoriano, recoge una tradición que le es anterior. Ya Tertuliano nota que el tiempo más apto para el bautismo es el domingo de pascua o los días de la cincuentena que son su continuación. Ciertamente, el s. lv es la gran época de la noche pascual como gran noche del bautismo. La noche del año 387 fue la del bautismo de Agustín por el obispo de Milán, san Ambrosio. Es el tiempo que nos ha legado las grandes catequesis, preparatorias y mistagógicas, de Ambrosio de Milán, Cirilo de Jerusalén, Teodoro de Mopsuestia, Agustín, Juan Crisóstomo...

En este contexto pascual nacen los formularios y ritos bautismales, con procesión al baptisterio, bendición del agua —un texto de los más célebres de la liturgia romana— la triple profesión de fe, con la triple inmersión, la unción y la crismación, que confirmará al hasta poco antes catecúmeno, hecho ya neófito.

Hoy continúa siendo la noche por excelencia del bautismo por la entrañable vinculación del sacramento con el misterio de la muerte y resurrección, de acuerdo con la teología paulina.

La gran vigilia llega a la cima con la eucaristía nocturna, que inicia el domingo de resurrección. Es la eucaristía por antonomasia, en que el neófito y todo cristiano ha sido adentrado en la comunión con Cristo, nuestra pascua, en la espera de la venida gloriosa del Señor. La eucaristía pascual, culminación del memorial de la muerte y resurrección del Señor hasta que venga. El paso de la austeridad a la alegría es la iniciación de la fiesta para siempre, simbolizada en pentecostés (= cincuenta días).

La vigilia dominical termina antes de amanecer. En un principio era la única celebración del domingo. Para encontrar una segunda misa de pascua en la liturgia romana habrá que aguardar siglos; seguramente hasta después del papa san León (+ 461). Fuera de Roma, hay testimonios anteriores, como es el caso de Africa, en tiempos de san Agustín, entre otros.

Las II vísperas del domingo son el final del tercer día del triduo. Para la liturgia romana de los sacramentarios era la ocasión para una nueva convocación de los nuevos bautizados junto con el pueblo en la basílica lateranense. La descripción detallada la ofrece el Ordo Romanus XXVII. Aunque representa la noticia escrita más antigua de su ordenación, el rito le es muy anterior. Estas vísperas, así como todo el oficio actual propio del día, como corresponde, en efecto, al I domingo de pascua que empieza la cincuentena, respiran esta ambientación propia de "la máxima solemnidad de la pascua".

Joan Bellavista


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