Primera meditación de Cuaresma del padre Cantalamessa
al Papa y a la Curia
«"La letra narra lo ocurrido" - La Pascua
de la historia»
CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 12 marzo 2004 (ZENIT.org).-
«"La letra narra lo ocurrido" - La Pascua de la historia» es el tema de la
meditación que dirigió el padre Raniero Cantalamessa, ofm cap, predicador de la
Casa Pontificia, en este segundo viernes de Cuaresma a Juan Pablo II y sus
colaboradores en la Curia romana.
Publicamos el texto de la predicación que tuvo lugar esta mañana en la capilla «Redemptoris
Mater» del Palacio Apostólico Vaticano. «Con ansia he deseado ardientemente
comer esta Pascua con vosotros» (Lucas, 22,15).
Cuaresma 2004 en la Casa Pontificia
Primera predicación
«La letra narra lo ocurrido»
La Pascua de la historia
En toda la tradición cristiana se ha dado una doble manera de leer las
Escrituras, resumida en letra y Espíritu. Letra quiere decir el sentido literal
o el hecho histórico narrado; Espíritu indica el misterio escondido en el hecho
histórico que se comprende sólo a través de la fe. Dentro del sentido
espiritual, se han distinguido, a su vez, tres niveles de significado: el
significado cristológico que subraya la referencia a Cristo y a la Iglesia, el
significado moral que se refiere al actuar cristiano, y el significado
escatológico que se refiere al cumplimiento final.
Este esquema cuatripartito ha sido resumido en un dístico famoso: «Littera gesta
docet, quid credas allegoria. / Moralis, quid agas; quo tendas anagogia». La
letra te enseña lo ocurrido; lo que debes creer, la alegoría. / La moral enseña
qué es lo que hay que hacer; hacia dónde tender, la anagogía.
Esta manera de acercarse a la Escritura despliega toda su pertinencia y
fecundidad cuando se aplica a la Pascua. Un autor medieval lo hace en estos
términos: «La Pascua puede tener un significado histórico, uno alegórico, uno
moral y uno anagógico. Históricamente, la Pascua ocurrió cuando el ángel
exterminador pasó por Egipto; alegóricamente, cuando la Iglesia, en el bautismo,
pasa de la infidelidad a la fe; moralmente, cuando el alma, a través de la
confesión y la contrición, pasa del vicio a la virtud; anagógicamente, cuando
pasamos de la miseria de esta vida a los gozos eternos» (Sicardo de Cremona,
«Mitral», VI, 15 (PL 213, 543).
En las meditaciones cuaresmales de este año quisiera explorar el sentido de la
Pascua de Cristo, siguiendo este método que procede de la tradición más
constante de la Iglesia. Dado que sólo tenemos a nuestra disposición tres
momentos (el viernes 19 de marzo es la fiesta de san José), tendremos que
renunciar a tratar el último sentido, el anagógico, que nos invita a tender
hacia la Pascua eterna del cielo. Lo dejaremos para la meditación personal.
En esta primera meditación reflexionemos sobre la dimensión histórica de la
Pascua, es decir, sobre los acontecimientos en los que encuentra su origen. Si
habláramos de la Pascua en general, la «letra» que habría que examinar serían
las narraciones del Éxodo, que hablan de la inmolación del cordero en Egipto;
concentrándonos en la Pascua cristiana, la «letra» son las narraciones de la
pasión y resurrección de Cristo.
1. La letra, ¿narra verdaderamente lo ocurrido?
En este sentido, surge una pregunta muy actual: la letra, ¿refiere
verdaderamente, en este caso, a «los hechos», como dice el dístico antiguo, o
más bien ofrece una versión «tendenciosa» de ellos, que responde a fines
apologéticos? Como reacción a una reciente película sobre la Pasión de Cristo,
se ha difundido en este sentido una opinión que no puede dejarse sin respuesta.
La tesis adoptada por revistas de difusión mundial y divulgada en Italia incluso
por un telediario de la noche, es, en resumidas cuentas, la siguiente. El
director, ateniéndose estrictamente a las narraciones evangélicas de la Pasión,
ha ignorado los resultados de la ciencia exegética moderna. Esta afirma que, al
contar los hechos, Marcos y, detrás de él los demás evangelistas, han atribuido
la responsabilidad de la muerte de Cristo a los judíos para ganarse el favor del
poder político romano y tranquilizarlo ante la nueva religión. En realidad, el
motivo principal de la condena de Jesús fue de carácter político y no religioso,
es decir, a causa de la amenaza que él constituía para el orden establecido (Cf.
John Meacham, «Who killed Jesus?» --¿Quién mató a Jesús?»--, en «Newsweek», 16
de febrero de 2004, páginas 49-57).
Hay que decir, ante todo, que independientemente de cuál sea la explicación que
se dé de las circunstancias externas y de las motivaciones jurídicas de la
muerte de Cristo, éstas no afectan en lo más mínimo al sentido real de su
muerte, que depende de lo que él pensaba, y no de lo que pensaban los demás. Y
el sentido que él daba a su muerte lo dejó claro anticipadamente, en el momento
de la institución de la Eucaristía: «Tomad y comed todos de él, porque esto es
mi Cuerpo, que será entregado por vosotros».
Una vez hecha esta aclaración, hay que observar sin embargo la seriedad de lo
que nos estamos jugando con estas discusiones. La fe cristiana es una fe basada
en la historia; la compatibilidad con la historia no es menos necesaria que la
compatibilidad con la razón. No es suficiente decir que los evangelios «no nos
han caído del cielo ya perfectamente redactados, sino que son producidos por
manos y corazones humanos», sometidos a condicionamientos y prejuicios. Esto lo
admite hoy todo cultor serio de los estudios bíblicos. El problema consiste en
saber si son narraciones honestas o no; si el prejuicio es inconsciente, o si es
una tesis conscientemente asumida y llevada adelante según su antojo.
Dado que afronté este problema cuando enseñaba historia de los orígenes
cristianos en la Universidad Católica de Milán (Cf. Los resultados de la
investigación en "Los primeros cristianos, la política y el estado» [«I primi
cristiani, la politica e lo stato»], «Vita e Pensiero» [año 54, n.6,
noviembre-diciembre de 1972], en particular «Jesús y la revolución» [«Gesù e la
rivoluzione»], pp. 5-18 y «Diez años de estudios sobre el proceso de Jesús y
sobre Jesús y los zelotes» [«Dieci anni di studi sul processo di Gesù e su Gesù
e gli zeloti»], pp. 108-136), me parece que es mi deber ofrecer una pequeña
contribución para aclarar esta discusión. Hay que negar enérgicamente que la
investigación histórica moderna haya llegado a conclusiones diferentes de las
que se sacaban de la lectura de los Evangelios sobre la condena de Cristo.
La tesis de la motivación esencialmente política de la condena de Cristo surgió
en los últimos cincuenta años por dos preocupaciones y tuvo dos razones de ser.
La primera, fue el epílogo trágico del antisemitismo con el Holocausto, la
segunda la afirmación en los años sesenta y setenta de la así llamada teología
de la revolución. Si no se quería que Che Guevara conquistar el lugar de Cristo
en el corazón de las nuevas generaciones, no quedaba otra solución que hacer de
él su discípulo. Los dos puntos de vista, por caminos diferentes, llegaban
esencialmente a una conclusión común: Jesús fue un simpatizante del movimiento
zelote, que buscaba levantar con la fuerza el yugo de la dominación romana y de
las clases ricas locales que lo apoyaban. Se veían pruebas de esto en el hecho
de que uno de sus discípulos se llamaba Simón «Zelotes» (con este mismo
razonamiento se podía defender la tesis de que Jesús colaboraba con los romanos,
habiendo llamado a su seguimiento a Mateo el «Publicano»), o el apodo de Judas «Iscariote»,
que podía ser una deformación de «Sicariote», el nombre con el que se designaba
al ala más radical del partido zelote, así como otros hechos, como la expulsión
del templo de los mercaderes, la entrada triunfal en Jerusalén, la
multiplicación de los panes y el intento de hacerle rey...
En pocos años, la tesis del Jesús revolucionario ha sido abandonada como algo
imposible de sostener. Terminaba por atribuir a Jesús precisamente la idea de un
Mesías que se impone con la fuerza sobre esa misma fuerza contra la que lucho
durante toda su vida. Ha quedado en pie, sin embargo, la otra tesis, sugerida
por el deseo de quitar todo pretexto al antisemitismo.
Se trata de una preocupación justa, pero es sabido que el daño más grave que se
le puede hacer a una causa justa es el de defenderla con argumentos equivocados.
La lucha contra el antisemitismo tiene que basarse sobre un fundamento más
seguro que el de una hipótesis discutible como ésta. El Concilio Vaticano II lo
formula así: «Aunque las autoridades de los judíos con sus seguidores reclamaron
la muerte de Cristo, sin embargo, lo que en su Pasión se hizo, no puede ser
imputado ni indistintamente a todos los judíos que entonces vivían, ni a los
judíos de hoy» («Nostra aetate», 4).
En esta afirmación se da una cierta convergencia con la misma tradición judía
del pasado. De las noticias sobre la muerte de Jesús, presentes en el «Talmud» y
en otras fuentes judías (si bien tardías e históricamente contradictorias) surge
un elemento: la tradición judía nunca ha negado una participación de las
autoridades de la época en la condena de Cristo. No fundamentó su defensa
negando el hecho; en todo caso, negó que desde el punto de vista judío
constituyera un delito o que su condena haya sido injusta (Cf. J. Blinzler, «El
proceso de Jesús» --«Il Processo di Gesù», Brescia 1966, pp.32 ss).
Esta versión es compatible con la de las fuentes del Nuevo Testamento que, si
bien por una parte destacan la participación de las autoridades judías en la
condena de Cristo, por otra la excusan, atribuyéndola a la ignorancia (Cf. Lucas
23,34; Hechos 3, 17; 1 Corintios 2,8). Sólo Dios, que escruta los corazones,
sabe hasta qué punto esta ignorancia se debió a la objetiva dificultad para
reconocer como verdadera la reivindicación mesiánica de Cristo o a motivos menos
excusables (Juan 5, 44 menciona entre éstos la búsqueda de la gloria humana) y
ninguno de nosotros puede dar un juicio definitivo, ni sobre Judas, ni sobre
Caifás, ni sobre Pilatos.
Se llega así a una constatación fundamental: ninguna fórmula de fe del Nuevo
Testamento y de la Iglesia dice que Jesús murió «a causa de los pecados de los
judíos»; todas dicen que «murió a causa de "nuestros" pecados», es decir, de los
pecados de todos.
El falta de responsabilidad del pueblo judío en cuanto tal en la muerte de Jesús
se debe a una certeza bíblica que los cristianos tienen en común con los judíos,
pero que por desgracia por muchos siglos ha sido olvidada por motivos extraños:
«El que peque es quien morirá; el hijo no cargará con la culpa de su padre, ni
el padre con la culpa de su hijo» (Ezequiel 18, 20). La doctrina de la Iglesia
reconoce un solo pecado que se transmite por herencia de padres a hijos, el
pecado original.
Si se consideraba a los judíos de las generaciones futuras responsables de la
muerte de Cristo, por el mismo motivo se debería haber considerado como
responsables y acusar de deicidio a los romanos de las generaciones futuras,
incluidos los papas de familias romanas, pues está claro que, desde el punto de
vista jurídico, la condena de Cristo y su ejecución (la forma de la crucifixión
lo confirma) deben imputarse en último término a la autoridad romana.
Como creyentes, quizá tenemos que superar la afirmación de la no culpabilidad
del pueblo judío y ver en el sufrimiento injusto que por este motivo ha sufrido
en la historia como algo que le pone de parte del Siervo sufriente de Dios y,
por tanto, para nosotros cristianos, de parte de Jesús. Edith Stein había
comprendido en este sentido el drama que se estaba gestando para ella y para su
pueblo en la Alemania de Hitler: «Allí, bajo la cruz, comprendí el destino del
pueblo de Dios. Pensé: aquellos que saben que esta es la cruz de Cristo tienen
el deber de cargar con ella, en nombre de todos los demás».
En vez de hablar de la responsabilidad del pueblo judío por la muerte de Cristo
se debería hablar de la responsabilidad del pueblo cristiano por la muerte de
los judíos. Es lo que Juan Pablo II hizo en el mes de marzo del año jubilar, al
poner en una fisura del muro de las lamentaciones de Jerusalén la petición de
perdón por los sufrimientos causados por los cristianos al pueblo de Israel.
Un comunicado del Congreso Judío de Canadá dice que la película de Gibson puede
convertirse, si queremos, en una «oportunidad» para judíos y cristianos para
avanzar en el camino de la reconciliación y de la amistad (Cf. Canadian Jewish
Congress statement to our fellow Canadians of the Christian faith in advance of
the release of The Passion of the Christ,
http://www.cjc.ca/template.php?action=news&story=631). Para mí, y estoy
seguro que para muchos cristianos, todo lo que se ha escrito sobre esta película
(la película no, pues no la he visto) ha servido para aumentar el sentimiento de
la inmensa gratitud que debemos al pueblo judío por haber dado al mundo a Jesús
de Nazaret y por el precio incalculable que ha tenido que pagar a causa de este
don.
2. ¿Podemos seguir creyendo todavía en las narraciones de la pasión?
Una vez dejado claro el rechazo del antisemitismo, podemos volver a afrontar la
cuestión del carácter atendible de las narraciones de la pasión, la única que
nos interesa en esta sede. Quisiera hacer presentes algunos hechos que inducen a
tomar con mucha cautela la tesis, según la cual, han sido escritos con la
preocupación de tranquilizar a las autoridades del imperio sobre los cristianos.
Esta tesis acaba colocando los escritos apostólicos en el mismo género literario
de las Apologías, dirigidas por autores cristianos del siglo II a los
emperadores romanos para convencerles de la bondad de su religión. Se olvida que
surgieron para el uso interno de la comunidad cristiana, sin pensar en lectores
ajenos a ella y de hecho nunca lo fueron. (El primer autor pagano que demuestra
haber leído las fuentes cristianas es Celso, en el siglo II, y no precisamente
por motivos políticos).
Sabemos que las narraciones de la pasión, en unidades más breves y en forma
oral, circulaban en las comunidades ya mucho antes de la redacción final de los
evangelios, incluido el de Marcos. Pablo, en su carta más antigua, escrita en
torno al año 50, ofrece la misma versión fundamental de los evangelios sobre la
muerte de Cristo (Cf. 1 Tesalonicenes 2,15). Sobre los hechos acaecidos en
Jerusalén poco antes de su llegada a la ciudad debía haber sido informado mejor
que nosotros, modernos, pues al inicio había defendido los motivos de esta
condena.
Durante esta fase más antigua, el cristianismo se consideraba todavía destinado
principalmente a Israel; las comunidades en las que se habían formado las
primeras tradiciones estaban constituidas en su mayoría por judíos convertidos;
Mateo se preocupa por mostrar que Jesús vino para dar cumplimiento a la ley, no
para abolir la ley. Si se hubiera dado, por tanto, una preocupación apologética,
ésta hubiera debido llevar a presentar la condena de Jesús como una obra más
bien de paganos que de las autoridades judías, con el fin de tranquilizar a los
judíos de Palestina y de la diáspora.
Muchos de los equívocos surgen por el hecho de que proyectamos al inicio de la
Iglesia la situación posterior de contraposición entre judíos y cristianos,
mientras que, hasta la afirmación de comunidades compuestas en su mayoría por
gentiles, se daba otro tipo de contraposición, es decir, judíos creyentes (en
Cristo) y judíos no creyentes en él La distinción se daba dentro de la común
identidad judía. Los discípulos de Jesús podían decir con Pablo: «¿Son judíos?
¡También yo!». Esto da un sentido totalmente diferente a la polémica antijudía
de los autores del Nuevo Testamento con respecto a la del cristianismo
posterior, al igual que son totalmente diferentes los ataques contra el pueblo
de Israel de Moisés y de los profetas a los lanzados por ciertos Padres de la
Iglesia o por Lutero.
Por otra parte, cuando Marcos y los demás evangelistas escriben su evangelio ya
se había dado la persecución de Nerón; esto debería haber llevado a ver en Jesús
la primera víctima del poder romano y en los mártires cristianos víctimas que
habían sufrido la misma suerte del Maestro. Se da una confirmación de esto en el
Apocalipsis, escrito tras la persecución de Domiciano, durante la cual Roma fue
objeto de un ataque feroz («Babilonia», la «Bestia», la «prostituta») a causa de
la sangre de los mártires (Cf. Apocalipsis. 13 ss.).
No es posible leer las narraciones de la Pasión ignorando todo lo que las
precede. El evangelio atestigua, en cierto sentido en cada página, un contraste
religioso creciente entre Jesús y un grupo influyente de judíos (fariseos,
doctores de la ley, escribas) sobre la observancia del sábado, sobre la actitud
hacia los pecadores y los publicanos, sobre lo puro y lo impuro. Jeremías
demostró la motivación antifarisea que se da en casi todas las parábolas de
Jesús (Cf. J. Jeremias, «Die Gleichnisse Jesu», Gottingen 1962). No es posible
eliminar esta premisa sin desintegrar completamente los evangelios y hacerlos
incomprensibles. Una vez demostrada esta confrontación, ¿cómo es posible no
pensar que no desempeñó un papel en el momento del ajuste final de cuentas y que
las autoridades judías se decidieron a denunciar a Jesús a Pilatos sólo por
miedo a una intervención armada de los romanos, como si lo hicieran de mala
gana?
Uno de los argumentos más aducidos contra la veracidad de las narraciones
evangélicas es la imagen que nos ofrecen de un Pilatos sensible a razones de
justicia, que se preocupa por la suerte de un desconocido judío, pues se sabe
que era un tipo duro y cruel, capaz de ahogar en la sangre el indicio más mínimo
de revuelta.
Aquí se da una equivocación. Pilatos no trata de salvar a Jesús por compasión
por la víctima, sino únicamente por el espíritu de revancha contra sus
acusadores con los cuales tenía lugar una guerra de sordos desde su llegada a
Judea. Si los primeros cristianos se equivocaron en algo fue en atribuir la
decisión de Pilatos a sentimientos de justicia y de piedad por Jesús (para
Tertuliano era cristiano en secreto y ¡la Iglesia copta lo ha canonizado junto a
su mujer!). En realidad, lo que le movía era únicamente la voluntad de no dar
ninguna satisfacción a sus odiados jefes judíos. Si se lee con un mínimo de
psicología el diálogo entre él y los acusadores de Jesús, es posible darse
cuenta de que los evangelistas también se dieron cuenta de esta motivación.
Como conclusión, hay que decir que la discusión sobre los motivos de la condena
de Cristo en los años posteriores a la segunda guerra mundial ha producido una
avalancha de hipótesis críticas, que con frecuencia están en mutua
contradicción, pero no ha logrado el consenso de la mayoría de los historiadores
en ningún aspecto importante. Cada vez que se quería eliminar una dificultad,
surgían racimos de otras nuevas. Alguien, por ejemplo, trató de eliminar el
proceso ante el Sanedrín por considerarlo como antihistórico, pero pronto fue
posible darse cuenta de que de este modo ya no se podía explicar el episodio
seguramente histórico de la negación de Pedro, intrínsecamente ligado al momento
y al lugar de ese proceso.
Las narraciones evangélicas presentan, sin duda, numerosas discrepancias en los
detalles y puntos oscuros pero, si se presta atención, esto confirma su carácter
«ingenuo», narraciones surgidas de la vida y de los recuerdos de personas
diferentes, que no buscan demostrar una tesis. Un índice de honestidad de las
narraciones de la Pasión lo constituye el papel que desempeñan sus mismo
autores: uno lo reniega; otro lo traiciona, y todos huyen ignominiosamente en el
momento crucial. No se equivocaba totalmente el biblista Lucien Cerfaux cuando
decía: «Estamos persuadidos de que la manera más sencilla del Evangelio es
también la más científica» (Cf. L. Cerfaux, «Jésus aux origines de la tradition»,
Lovaina, 1968, traducción italiana, Roma 1970, p. 15).
Esto deja abierta la cuestión sobre el uso que se hace del material evangélico.
El hecho de que en el pasado se haya utilizado de manera impropia, con
tergiversaciones antijudías, es algo reconocido hoy por todos y firmemente
condenado por la Iglesia en apropiados documentos. Si esto es lo que sucede en
la película en cuestión, los pareceres parecen muy divergentes y dejo a quien la
haya visto que decida. A la luz de las observaciones que hemos hecho, se puede
decir que la película debe ser reprobada si lleva a creer que todos los judíos
del tiempo y los venidos después son los responsables de lo sucedido; no es
contraria a la verdad histórica si se limita a mostrar que un grupo influyente
de ellos tuvo una papel determinante.
3. Jesús callaba
Si bien sigue habiendo disparidad de opiniones sobre el papel y la conducta de
los diferentes personajes y poderes involucrados en la pasión de Cristo, gracias
a Dios hay unanimidad sobre su conducta. Dignidad sobrehumana, calma, libertad
absoluta. Ni un solo gesto o palabra que desmienta lo que había predicado en su
evangelio, especialmente en las Bienaventuranzas.
Y sin embargo no había nada en él que se parezca al orgulloso desprecio del
dolor propio del estoico. Su reacción ante el sufrimiento y la crueldad es
humanísima: tiembla y suda sangre en Getsemaní, quisiera que se alejara de él el
cáliz, busca apoyo en sus discípulos, grita su desolación en la cruz.
Una película de hace algunos años --«La última tentación de Jesús»-- le mostraba
en la cruz frente a las tentaciones de la carne. Se constató con razón la
absurdidad psicológica de esa representación. Si Jesús pudo sentir una tentación
mientras estaba colgado de la cruz, con la carne desgarrada y los enemigos
insultándoles, no fue ciertamente la de la atracción de la carne, sino más bien
la del desdén, la de la ira, y la de los sentimientos de venganza.
El Salterio le ofrecía palabras de fuego para hacerlo: «Levántate, Señor,
destrúyelos...», pero él no cita ninguno de estos salmos de imprecación, sólo
cita el Salmo 22, que es una sentida invocación al Padre: «Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado?». «Al ser insultado, no respondía con insultos, al
padecer, no amenazaba», dice de él la Primera Carta de Pedro (2, 23). ¡Qué
contraste si se compara con el modelo de martirio propuesto en el libro de los
Macabeos! (Cf. 2 Macabeos 7).
Sería posible pasar la vida sumergiéndose en esta perfección de la santidad de
Cristo y nunca se tocaría el fondo. Nos encontramos ante lo infinito en el orden
ético. No hay recuerdo de otra muerte semejante a ésta en la historia. Habría
que detenerse al meditar en la pasión en la santidad del protagonista y no tanto
en la maldad y vileza de quien le rodea.
Quisiera subrayar un rasgo de esta sobrehumana grandeza de Cristo en la Pasión:
su silencio. «Jesus autem tacebat» (Mateo 26, 63). Calla ante Caifás, calla ante
Pilatos que se irrita por su silencio, calla ante Herodes que esperaba verle
hacer un milagro (Cf. Lucas 23, 8).
Jesús no calla por prejuicios o por protesta. No deja sin respuesta ninguna de
las preguntas que se le dirigen cuando la verdad está en juego, pero también en
este caso se trata de palabras breves, pronunciadas sin ira. El silencio es en
sólo y únicamente amor.
El silencio de Jesús en la Pasión es la clave para comprender el silencio de
Dios. Cuando el ruido de las palabras se hace demasiado estridente, la única
manera de decir algo es callándose. El silencio de Jesús de hecho inquieta,
irrita, saca a la luz la falta de verdad de las propias palabras, como cuando
callaba ante los acusadores de la adultera.
«Hay que callarse ante aquello de lo que no se puede hablar»: este eslogan
famoso del positivsmo lingüístico que (contra la intención de su autor) ha
servido para excluir la posibilidad de toda afirmación sobre Dios y sobre la
misma teología, puede tener un sentido verdadero y profundo, y lo tiene en el
caso de Jesús. «Tengo muchas cosas que decir, o más bien una sola pero tan
grande como el mar», exclama al estar cerca de la muerte la heroína de una ópera
lírica. Estas palabras se podrían poner en labios de Jesús. Él sólo tenía una
cosa que decir, pero tan grande que los hombres no estaban preparados para
acogerla. Había tratado de decirla pronunciando, ante Pilatos, la palabra
«¡verdad!», pero conocemos el desenlace.
Esta primera meditación, sobre la dimensión histórica, la «letra» de la Pascua,
no es el lugar para las aplicaciones morales que vendrán después. Cada quien
debe más bien reflexionar por su cuenta sobre lo que le dice a él o a la Iglesia
este aspecto de Cristo en su Pasión. Lo que sí está en la línea de las
consideraciones históricas que hemos desarrollado es la apertura de nuestro
espíritu a una admiración sin límites, al entusiasmo y a la acción de agracias a
Cristo. Conmovernos ante la grandeza de su amor y la majestuosidad de su
sufrimiento, diciendo desde lo profundo del corazón: «Adoramus te, Christe, et
benedicimus tibi, quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum»: «Te adoramos,
oh Cristo, y te bendecimos, pues con tu santa Cruz redimiste al mundo».
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]
ZS04031230