LA CUARESMA

Julián López Martín

 

«En el tiempo de la gracia te escucho,
en el día de la salvación te ayudo.
Pues mirad: ahora es el tiempo de la gracia,
ahora es el día de la salvaciones (2 Cor 6,2).

Pocos tiempos litúrgicos, en su retorno anual, habrán dejado tan profunda huella como la Cuaresma en el pueblo cristiano. Este ha sido de verdad uno de los «tiempos fuertes», resultado de una larga historia multisecular de haber convocado a la «milicia cristiana» para la puesta a punto de las armas de la luz (cf. Rom 13,12), para luchar contra nuestro enemigo el diablo (cf. Ef 6,11-17; 1 Pe 5,8).

En efecto, la Cuaresma que nosotros celebramos es una síntesis de un triple itinerario ascético y sacramental: la preparación de los catecúmenos al bautismo, la penitencia pública y la preparación de toda la comunidad cristiana para la Pascua. Denominador común de este triple itinerario interdependiente ha sido la cuarentena de días que el Señor quiso cumplir, como dice San Agustín, «para aleccionarnos para la victoria» (In Ps. 60,3). El simbolismo bíblico de los cuarenta días, como período de prueba y de tentación, de éxodo a través del desierto -el de Israel duró cuarenta años-, pero también de gracia y de acción divina en favor de su pueblo, ha sido decisivo para configurar la fisonomía de la Cuaresma cristiana. Moisés, Elías y, sobre todo, el propio Jesús, cuando a continuación del bautismo es llevado por el Espíritu al desierto (cf. Lc 4,1-2), han consagrado este tiempo, al que la liturgia no duda en llamar «sacramento cuaresmal» (col. dom. I), es decir, período sagrado de salvación y signo de la gracia de Cristo por voluntad de la Iglesia.

La Cuaresma es, entonces, un verdadero sacramental puesto a disposición de toda la comunidad cristiana para que reviva y renueve cada año el paso de la muerte a la vida, de la esclavitud del pecado a la libertad de los hijos de Dios (cf. Rom 8,21) que un día se realizó en el bautismo de cada uno (cf. Rom 6,3-11; Col 2,12). Es esta dimensión pascual y bautismal la que el concilio Vaticano II quiso poner de relieve al hablar de la Cuaresma:

.Puesto que el tiempo cuaresmal prepara a los fieles, entregados más intensamente a oír la Palabra de Dios y a la oración, para que celebren el misterio pascual, sobre todo mediante el recuerdo o la preparación del bautismo y mediante la penitencia, dése particular relieve en la liturgia y en la catequesis litúrgica al doble carácter de dicho tiempo» (SC 109).

El recuerdo del bautismo y la penitencia, entendida ésta no sólo como práctica ascética, sino especialmente como sacramento, son los principales elementos en que se asienta la Cuaresma y el objetivo que ha presidido la reforma de este tiempo litúrgico después del concilio, a base, naturalmente, de la rica herencia de la tradición cuaresmal.

1. HISTORIA DE LA CUARESMA
Cuaresma/Historia

El tiempo de Cuaresma no es anterior al siglo IV y en muchas Iglesias es ciertamente posterior. Sin embargo, la celebración de la Pascua contó siempre con una cierta preparación, consistente en un ayuno de dos o de tres días de duración. En la antigüedad solamente se celebraba la eucaristía los domingos, pero se ayunaba todos los miércoles y viernes del año, excepto durante el tiempo pascual. Por eso, muy pronto, el ayuno que precedía a la solemnidad de la Pascua, iniciado en realidad el miércoles precedente, terminó por abarcar la semana entera.

Ya en el siglo IV este ayuno se extiende a otras dos semanas más, dejando los domingos, en los que también estaba prohibido ayunar. Esta época es la que conoce el mayor esplendor del catecumenado de adultos, cuya última etapa, la inmediatamente anterior a la recepción de los sacramentos de la iniciación cristiana, se desarrollaba en estas semanas anteriores a la Pascua. También es entonces cuando mayor impulso recibe otra importantísima institución pastoral de la Iglesia antigua: la penitencia pública de los grandes pecados, con el rito de la reconciliación de los penitentes en la mañana del Jueves santo. Aunque este modo de obtener el perdón de los pecados duraba varios años, lo mismo que el catecumenado, sin embargo, todos los años, al comenzar el período de preparación para la Pascua y a su término, en la mañana del Jueves Santo, se celebraban los ritos de entrada en el orden de los penitentes y el rito de la reconciliación, respectivamente.

Entre una y otra celebración terminarán por transcurrir cuarenta días, sin duda por influjo del ayuno del Señor en el desierto. A finales del siglo IV, Roma ya tenía organizada así la Cuaresma, participando en ella no solamente los catecúmenos y los penitentes, sino toda la comunidad. Por cierto que el rito de entrada en la penitencia pública es lo que ha dado lugar al miércoles de Ceniza.

Ahora bien, dado que los domingos no eran días de ayuno, el historiador de la Cuaresma advierte muchas fluctuaciones a la hora de empezar la cuenta atrás de los cuarenta días a partir del comienzo del primitivo ayuno prepascual, o sea, el Jueves Santo, o a partir del domingo de Pascua o incluso del actual domingo de Ramos. El resultado es una acumulación de estratos o períodos superpuestos, de manera que ya en el siglo VII no sólo hay una Cuadragésima -40 días, desde el domingo I de Cuaresma hasta el Jueves Santo inclusive-, sino también una Quincuagésima -50 días, contados desde el domingo anterior al I de Cuaresma hasta el de Pascua-, una Sexagésima -60 días, que avanzan hacia atrás otro domingo más y concluyen, asombrosamente; el miércoles de la octava de Pascua- y una Septuagésima -70 días, a base de ganar otro domingo aún y concluir en el II de Pascua.

Esta especie de Precuaresma, en la que se usaba el color morado y se suprimía el Gloria y el Aleluya, ha durado hasta la promulgación del nuevo Calendario romano en 1969. La reforma litúrgica ha devuelto la Cuaresma al substrato más clásico, el de la Cuadragésima, aunque ha conservado el miércoles de Ceniza y las ferias que le siguen, pero en realidad fuera de la cuenta de los cuarenta días.

En la antigüedad, más importante aún que este movimiento de números fue el modo como progresivamente fueron llenándose de celebraciones las semanas de la Cuaresma, hasta dar lugar a la compleja liturgia estacional de la Iglesia de Roma durante este período. La Cuaresma más antigua tenía únicamente como días litúrgicos, en los que la comunidad se reunía -hacía estación cada vez en una iglesia distinta-, los miércoles y los viernes. Más tarde, en tiempos del papa San León (440-461), se añadieron también los lunes, y, posteriormente, los martes y los sábados. Finalmente, en el siglo VIII, durante el pontificado del papa Gregorio II (715-731), se completará la semana, dotándose de celebración también al jueves.

2. ESTRUCTURA ACTUAL DE LA CUARESMA

El tiempo de Cuaresma dura desde el miércoles de Ceniza hasta las primeras horas de la tarde del Jueves Santo. La misa de la cena del Señor pertenece ya al Triduo pascual. Ahora bien, como el miércoles de Ceniza es un día laboral, para la mayoría de los cristianos la Cuaresma comienza con su domingo I, a pesar de que el citado día es de ayuno y abstinencia.

La Cuaresma descansa sobre los domingos, denominados I, II, III, IV y V de Cuaresma, y Domingo de Ramos, en la pasión del Señor, el último. Las ferias avanzan independientemente de los domingos, aunque en su temática litúrgica guardan una cierta relación con ellos. La importancia de estas ferias es grande, pues ya el mismo Vaticano II (cf. SC 35,4) y ahora el nuevo Código de Derecho Canónico recomiendan convocar al pueblo y tener una breve homilía (can. 767,3).

Para dar cumplimiento a la disposición conciliar, que insistía en la acentuación de los elementos bautismales de la Cuaresma, además de los propios de la penitencia, y dado que el Leccionario dominical comprende tres ciclos de lecturas, se ha querido que el ciclo «A» sea como el prototipo de lo que debe ser este tiempo litúrgico. Para ello, después de mantener en los domingos I y II los temas tradicionales de las tentaciones del Señor y de la transfiguración, por lo demás comunes a los tres ciclos, se han recuperado para los domingos III, IV y V los evangelios clásicos de la Cuaresma catecumenal: la samaritana, el ciego de nacimiento y la resurrección de Lázaro. Estos domingos en los ciclos «B» y «C» se ocupan de aspectos del misterio pascual y de la llamada a la conversión.

El domingo de Ramos se centra en la proclamación de la pasión del Señor, leída cada año según un evangelista sinóptico, de la misma manera que se hace en los domingos I y II, en los que los episodios de las tentaciones y de la transfiguración se toman también de cada uno de los citados evangelistas. Y es que el Leccionario dominical ha asignado un evangelio a cada uno de los tres ciclos de que consta: Mateo para el ciclo «A», Marcos, completado con Juan, para el «B» y Lucas para el «C».

A partir del domingo V de Cuaresma, antes domingo I de Pasión, se mantienen algunos aspectos que recuerdan el antiguo período, dedicado a preparar más intensamente a los fieles para la celebración del misterio  pascual.

Por otra parte, las lecturas del Antiguo Testamento de todos los domingos forman entre sí, dentro de cada uno de los ciclos, unas series dotadas de fisonomía propia, presentando los distintos momentos de la historia de la salvación; todo ello sin romper su relación con el resto de las lecturas del domingo respectivo.

La Cuaresma comprende también las cuatro primeras ferias de la Semana Santa. Estos días tienen un marcado carácter de introducción en la celebración de la pasión del Señor, a excepción de la misa crismal, en la que se bendicen y consagran los óleos en la mañana del Jueves Santo. Esta misa es como un paréntesis dedicado a poner de relieve cómo del misterio pascual brotan los sacramentos de la Iglesia.

3. EL MIERCOLES DE CENIZA

La liturgia renovada ha querido mantener la importancia tradicional de este día, originariamente destinado a introducir a los penitentes en la penitencia pública, entre otros ritos, mediante la imposición de la ceniza. El gesto es de origen bíblico y judío, como señal de luto y de dolor. Cuando en el siglo IX la penitencia pública empezó a dar paso a la confesión privada y a la absolución individual de los pecados, el rito de la imposición de la ceniza, lejos de desaparecer, fue aplicado a todos los fieles.

Hoy la ceniza es contemplada en el Misal no tanto como un recuerdo de que el hombre es polvo (cf. Gén 3,19), cuanto como un signo de una voluntad de conversión y de renovación pascual. Por eso se han introducido nuevos textos y una nueva fórmula al imponerla: «Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15). Asimismo resulta significativo el momento en que debe hacerse el rito: después de la homilía, para mostrar cómo la conversión y la penitencia surgen de la interpelación que nos hace la Palabra divina.

Por su parte, las lecturas contienen una fuerte llamada a la interiorización de las obras penitenciales de la Cuaresma (Mt 6,1-6.16-18: ev.) y a la autenticidad de la conversión (JI 2,12-18; l.a lect.). La segunda lectura es un magnífico pregón cuaresmal: «Os lo pedimos por Cristo: dejaos reconciliar con Dios... Ahora es el tiempo de la gracia, ahora es el día de la salvación» (2 Cor 5,20-6,2). La Liturgia de las Horas completa todo este programa con textos de los profetas, especialmente Is 58,1-12: «El ayuno que yo quiero es éste: abrir las prisiones injustas...», y con un rico texto de San Clemente Romano (lect. patr.).

El espíritu que debe presidir la Cuaresma está sintetizado en la oración siguiente:

«Señor, fortalécenos con tu auxilio al empezar la Cuaresma para que nos mantengamos en espíritu de conversión; que la austeridad penitencial de estos días nos ayude en el combate cristiano contra las fuerzas del mal» (col.).

4. DOMINGO I DE CUARESMA: CRISTO TENTADO POR EL DIABLO

El protagonismo que ocupa Cristo en todo el ciclo de los misterios del Señor que se van recordando a lo largo del año litúrgico tiene en este domingo una expresión ejemplar. Para comprenderlo es preciso situarnos en la clave adecuada, es decir, en lo que los distintos hechos y momentos de la vida histórica de Jesús representan para nosotros. Es esta vida completa, evocada en el curso de un año, lo que da la medida de la obra de nuestra progresiva asimilación a Jesucristo, el Hijo de Dios imagen de la gloria del Padre (cf. Rom 8,29; 2 Cor 3,18; 4,6). El episodio de las tentaciones, proclamado por la liturgia de este domingo, no es sólo un momento decisivo en la vida de Jesús; es, sobre todo, el drama de Adán en el paraíso, de Israel en el desierto y de cada cristiano en esta vida. «En Cristo estabas siendo tentado tú», dirá San Agustín, mientras el prefacio de la misa desvela el sentido de este primer domingo cuaresmal:

«Porque Cristo, al abstenerse durante cuarenta días de tomar alimento, inauguró la práctica de nuestra penitencia cuaresmal, y, al rechazar las tentaciones del enemigo, nos enseñó a sofocar la fuerza del pecado; de este modo, celebrando con sinceridad el misterio de esta Pascua, podremos pasar un día a la Pascua que no acaba».

 

Jesús, en efecto, atravesó el mar Rojo de su bautismo en el Jordán (cf. Lc 4,1) y se adentra en el desierto, donde es tentado. En el bautismo ha sido investido para la misión, pero antes tiene que superar la prueba del desierto, donde el tentador tratará de impedir la realización de su plan divino, que desemboca en la cruz. Es justamente ésta la experiencia del catecúmeno y del cristiano en su itinerario prebautismal y penitencial de los sacramentos hasta llegar al banquete eucarístico, que sella, en el primero, la iniciación cristiana y, en el segundo, la conversión y la reconciliación con Dios. En esto consiste «el misterio de esta Pascua», como dice el prefacio; es decir, el paso nuestro a través del desierto cuaresmal para llegar cada año a la celebración jubilosa de la resurrección y, al final de nuestra vida, «a la Pascua que no acaba».

Todos los restantes textos bíblicos y litúrgicos de este domingo no hacen sino dar vueltas en torno a este gran contenido fundamental. Las lecturas del Antiguo Testamento nos presentan los primeros momentos del hombre y del pueblo de Dios, momentos de tentación y de caída; las segundas lecturas completan el mensaje haciéndonos reflexionar sobre el pecado, sobre el bautismo y sobre la fe. El evangelio contiene el relato de las tentaciones, cada año según un evangelista. He aquí el cuadro completo de la liturgia de la Palabra:

Año A Año B Año C
1ª. lect. Gén 2,7-9; 3,1-7

Gén 9,8-15

Dt 26,4-10
Salmo r. 50  24  90
2ª. lect. Rom 5 12-19 1 Pe 3,18-22 Rom 10,8-13
vers. Mt 4,4b = =
ev. Mt 4,1-11 Mc 1,12-15 Lc 4,1-13

 

Pero el cristiano sólo vencerá la tentación si cumple el gran aviso-consigna para toda la Cuaresma y para toda su vida: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda la palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4 = Dt 8,3). Palabra salida de la boca de Dios, alimento principal del creyente, es el propio Cristo, que se nos da en la mesa doble de la Palabra y del sacramento:

«Después de recibir el pan del cielo que alimenta la fe, consolida la esperanza y fortalece el amor, te rogamos, Dios nuestro, que nos hagas sentir hambre de Cristo, pan vivo y verdadero, y nos hagas vivir constantemente de toda palabra que sale de tu boca» (posc.).

 

5. DOMINGO II DE CUARESMA:
CRISTO
ES TRANSFIGURADO

He aquí el segundo momento transcendental que la Cuaresma nos pone delante, contemplando a Cristo y mostrándonos en él el misterio de nuestra transformación interior por los sacramentos. Jesús, bautizado para la misión salvadora, superada la tentación que se interponía en su camino, es transfigurado por su propia gloria de Verbo divino y es confirmado por la nube luminosa del Espíritu y la voz del Padre con vistas al sacrificio pascual de la muerte y resurrección. Los creyentes son llamados a escuchar con más fidelidad la Palabra, para que también ellos, bautizados y confirmados, a través de la experiencia penitencial de la Cuaresma, se encaminen hacia su perfecta identificación con Cristo glorioso (cf. 1 Cor 15,49.51-57; Ef 4,22-24).

San León Magno, en la lectura patrística del Oficio, comentando el episodio, señala tres vertientes del mismo. La primera, «alejar de los corazones de los discípulos el escándalo de la cruz»; la segunda, «fundamentar la esperanza de la Iglesia santa, ya que el cuerpo de Cristo en su totalidad podría comprender cuál habría de ser su transformación y sus miembros podrían contar con la promesa de su participación en aquel honor que brillaba de antemano en la cabeza»; y la tercera, «la confirmación de la fe de todos» en la redención de Cristo gracias al testimonio de Moisés y de Elías y del propio Señor, es decir, por la unidad de los dos Testamentos.

De manera aún más sintética, el prefacio de la misa recuerda también cómo Cristo,

«después de anunciar su muerte a los discípulos, les mostró en el monte santo el esplendor de su gloria, para testimoniar, de acuerdo con la ley y los profetas, que la pasión es el camino de la resurrección».

Para completar esta enseñanza fundamental de que «por la cruz se llega a la luz», según el dicho popular, las primeras lecturas proponen la figura de Abrahán, a la vez que evocan otra etapa de la historia de la salvación, la representada por el patriarca padre del pueblo de los creyentes, dispuesto a sacrificar a su hijo único -figura de Cristo- y depositario de la primera alianza. Las segundas lecturas nos hablan de nuestra futura transformación gloriosa a imagen de Cristo y del amor infinito de Dios hacia nosotros:

Año A Año B Año C
1ª. lect. Gén 12,1-4a Gén 22,1-2.9ss Gén 15,5-12.17-18
Salmo r. 32 115 115
2ª. lect. 2 Tim 1,8-10 Rom 8,31-34 Flp 3,17-4,1
vers. Mt 17,5 = =
ev. Mt 17,1-9 Mc 9,1-9

Lc 9,28-36

Las oraciones de la misa y algunos textos del Oficio divino se sitúan en otro plano, más contemplativo, y piden que la eucaristía, en la que se nos da el cuerpo glorioso de Cristo (posc.), «borre nuestros pecados, santifique los cuerpos y las almas de los fieles y nos prepare a celebrar dignamente las fiestas de Pascua» (superobl.). Es muy significativa esta toma de conciencia de la necesidad de limpieza interior ante el misterio de Cristo transfigurado. En esta purificación juega -¡cómo no!- un decisivo papel la escucha de la Palabra de Cristo, tal como lo manda la voz del Padre, que se deja oír sobre el hijo amado. Esta es la respuesta, hecha plegaria, de la iglesia:

«Señor, Padre Santo, tú que nos has mandado escuchar a tu Hijo, el Predilecto,
alégranos con el gozo interior de tu palabra;
y, purificados por ella,
contemplaremos con mirada limpia
la gloria de tus
obras» (col.).

Un bello complemento doctrinal y espiritual al contenido de este domingo de Cuaresma lo constituyen los textos de la misa y del Oficio de la fiesta de la Transfiguración del Señor, el 6 de agosto.

 

6. LOS DOMINGOS III, IV Y V DEL AÑO «A»:
LOS SIGNOS
DE LA VIDA

Los fieles que han entrado en la Cuaresma siguiendo a Cristo y con él vencen las pruebas contemplando el rostro transfigurado de su Señor, centran su atención en el misterio de su propia transformación interior. Era necesario, pues, que el cuadro cristológico de nuestra asimilación al Hijo de Dios se completase con la iniciación, mejor reiniciación, a los sacramentos que consagran el comienzo de la vida cristiana: el bautismo, la confirmación y la primera comunión. Para el cristiano adulto esta reiniciación pasa necesariamente por la penitencia, segundo bautismo y paso previo para acceder a la eucaristía, especialmente si ha pecado gravemente.

A todo esto están dedicados los domingos III, IV y V de la Cuaresma del año «A», presididos por los evangelios de la Samaritana, del ciego de nacimiento y de la resurrección de Lázaro. Se trata de tres pasajes evangélicos que en la antigüedad formaban parte de las misas de los escrutinios cuaresmales de los candidatos al bautismo, las cuales tenían lugar precisamente en estos mismos domingos. Más tarde, al perder importancia el catecumenado de adultos, estas misas fueron desplazadas a los días entre semana, a excepción del evangelio de la resurrección de Lázaro, sin duda a causa de su interés evocativo de la pasión y resurrección del Señor. Este evangelio contribuyó a que el domingo V de Cuaresma fuese popularmente conocido como el domingo de Lázaro. La recuperación de todos estos evangelios ha estado marcada por el deseo de afirmar la temática bautismal de la Cuaresma (cf. SC 109).

Ante la extraordinaria relevancia de estos evangelios, es justo que todo el resto de lecturas, cantos y oraciones no hagan sino profundizar en los aspectos catequéticos, doctrinales y espirituales de cada uno de ellos. El Leccionario de la misa presenta el siguiente panorama en los tres domingos: 

Dom.

1.° lect.

Salmo r.

2.° lect.

Vers.

Evang.

CICLO «A»

III 

Ex 17,3-7

94 

  Rom 5,1-2.5-8

Jn 4,42

Jn 4,5-42

IV 

1 Sam 16,1ss

22 

Ef 5,8-14

Jn 8,12

Jn 9,1-41

Ez 37,12-14

129 

Rom 8,8-11

Jn 11,25

  Jn 11,1-45

 

El domingo III, basándose en el episodio del pozo de Jacob y en el diálogo de Jesús con la mujer samaritana sobre el don de Dios y el agua viva, se centra en el simbolismo sacramental de este elemento del bautismo, es decir, en el Espíritu Santo derramado en nuestros corazones (2.° lect.), el manantial que salta hasta la vida eterna (evang.) para colmar totalmente la sed del hombre (l.° lect. y salmo r.). San Agustín comenta bellísimamente este evangelio en la lectura patrística del Oficio, y el prefacio de la misa, inspirado en la liturgia hispanomozárabe, recuerda cómo Cristo, «cuando pidió de beber a la Samaritana, ya había infundido en ella la gracia de la fe».

El domingo IV propone otro bello símbolo bautismal: la luz que cura la ceguera de la humanidad, ceguera de nacimiento. Por eso, el bautismo fue llamado sacramento de la iluminación por los Santos Padres. Mientras la primera lectura evoca la elección de David, figura de Cristo, Buen Pastor que guía a su pueblo «aunque camine por cañadas oscuras» (cf. salmo r.), la segunda invita a caminar como hijos de la luz, al tiempo que dice al que está en pecado: «Levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz. Nuevamente, San Agustín comenta el evangelio, y el prefacio señala también los efectos de la redención de Cristo:

«Porque él se dignó hacerse hombre 
para conducir al género humano, peregrino en tinieblas, 
al esplendor de la fe; 
y a los que nacieron esclavos del pecado 
los hizo renacer por el bautismo, 
transformándolos en hijos adoptivos del Padre».

La resurrección de Lázaro, en el domingo V, habla de la vida que es Cristo mismo en el misterio pascual en virtud del Espíritu Santo. Ese Espíritu resucitó a Jesús, del mismo modo que puso en pie al pueblo de Israel sepultado en su desgracia (l.° y 2.° lect.). En el bautismo y en la penitencia, el Cristo «que como hombre lloró a su amigo Lázaro, como Dios y Señor de la vida lo levantó del sepulcro», para mostrar cómo «por medio de sus sacramentos» devuelve a los hombres a la vida nueva (pref.).

 

7. LOS DOMINGOS III, IV Y V DE LOS AÑOS «B» Y «C»

Las lecturas, especialmente los evangelios, de los domingos III, IV y V del ciclo «A» pueden tomarse todos los años, si razones pastorales lo aconsejan así. Sin embargo, el Leccionario de la misa, que es lo que configura el contenido celebrativo de cada día, propone los formularios de la liturgia de la Palabra para los ciclos «B» y «C». Cada domingo, por tanto, dentro del respectivo ciclo, tiene unidad propia, la señalada por el evangelio, al que se acomodan las dos primeras lecturas. Por cierto, las del Antiguo Testamento continúan presentando las etapas de la historia de la salvación que iniciaron en el domingo I de Cuaresma. He aquí el cuadro:

Dom.

1ª lect.

Salmo r.

2.° lect.

Vers.

Evang

CICLO «B»

III 

Ex 20, 1-17

18

1 Cor 1,22-25

Jn 4,42

Jn 2,13-25

IV 

2 Cor 36,14ss

136

Ef 2,4-10

Jn 3,16

Jn 12,20-33

V    

Jer 31,31-34

50

Heb 5,7-9

Jn 12,26

CICLO «C»

III

Ex 3,1-8ss

102 

1 Cor 10,1-6

Mt 4,17

Lc 13,1-9

IV 

Jos 5,9-12

33 

2 Cor 5,17-21

Lc 15,18

Lc 15,1-3.11-32

Is 43,16-21

125 Flp 3,8-14 Jl 2,12  Jn 8,1-11

    

Los grandes temas del ciclo «B», tomados del evangelio de San Juan, proponen aspectos del misterio pascual a base de las comparaciones que el Señor hace del templo (dom. III), de la serpiente de bronce levantada por Moisés en el desierto (dom. IV) y del grano de trigo que cae en tierra para morir y dar fruto (dom. V). En cambio, los evangelios del tercer ciclo, de San Lucas, excepto el último, aunque parece en realidad una página arrancada del evangelista de la misericordia, giran en torno a la compasión divina hacia el pecador: actitud de Jesús ante unos hechos luctuosos (dom.III), el hijo pródigo (dom. IV) y el perdón de la mujer adúltera (dom. V).

En el domingo V, por lo demás, se mira ya a la pasión del Señor, aspecto fundamentalmente destacado por las oraciones de la misa y por la mayoría de los textos del Oficio divino; en concreto, por la lectura patrística, esta vez de San Atanasio, de una de sus cartas sobre la fecha de la Pascua. Así expresa la colecta de la misa los sentimientos de Cristo en vísperas de los acontecimientos centrales de su vida:

«Te rogamos, Señor Dios nuestro, que tu gracia nos ayude, 
para que vivamos siempre de aquel mismo amor
que movió a tu Hijo a entregarse a la muerte
por la salvación del mundo».

 

8. EL DOMINGO DE RAMOS EN LA PASION DEL SEÑOR

Es el último domingo de la Cuaresma, a pesar de que da paso ya a la Semana Santa. De nuevo la liturgia y la piedad popular se unen en la síntesis de este día, verdadera celebración dominical de la pasión y, a la vez, conmemoración de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. Por eso, el título del domingo ha querido unir ambos aspectos, por lo demás perfectamente coherentes, pues la entrada del Señor en la Ciudad Santa, que va a ser escenario de los hechos culminantes de su vida, significa la definitiva visita de Dios a su pueblo (cf. Mt 21,5.9; Lc 7,16; 19,44).

La procesión de los ramos, rito de entrada de la misa, se empezó a celebrar en Jerusalén; de forma que la peregrina gallega Egeria la describe en su Diario de viaje, escrito hacia el año 380. Después se extiende a todo el Oriente, a España (siglo VII, a las Galias y, finalmente, a Roma (siglo XI o XII). La procesión está precedida de la bendición de los ramos y de la proclamación del evangelio de la entrada de Jesús en Jerusalén; detalle importantísimo, porque revela cómo la liturgia no se limita a recordar hechos pasados, sino que actualiza y revive lo que recuerda, de forma que los fieles realmente reciben y aclaman a Cristo, representado en el obispo o en el sacerdote que preside a la comunidad. Por eso, la rúbrica dispone que marche a la cabeza de su pueblo, detrás de la cruz, en la procesión. La lectura del relato evangélico se hace cada año según un evangelio sinóptico.

Sin embargo, el centro de la celebración lo va a ocupar la pasión del Señor, leída también, cada año, según un sinóptico. De este modo, con las peculiaridades catequéticas y de acentos propios de cada evangelista, se prepara la proclamación de la pasión según San Juan, que se hará el Viernes Santo, el relato de más fuerte colorido pascual, reservado por ello para dicho día por la liturgia. La pasión del Señor es el gran tema que la Iglesia medita a lo largo de todo el domingo.

Así, comienza pidiendo en la misa que «las enseñanzas de la pasión nos sirvan de testimonio (col.), para concentrarse en seguida en el tercero de los cantos del poema del Siervo de Yahveh (Is 50,4-7: 1ª lect.) y en el imponente himno de la carta a los Filipenses, que revela el misterio del anonadamiento de Cristo y de su posterior exaltación (Flp 2,6-11: 2ª lect.). Entre ambas lecturas se canta el salmo que recitó el Señor en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Sal 21). Jesús, es, en efecto, el justo perseguido por los impíos, que, no obstante, muere para dar la vida:

«Cristo, nuestro Señor, siendo inocente, 
se entregó a la muerte por los pecadores, 
y aceptó la injusticia de ser contado entre los criminales.
De esta forma, al morir, destruyó nuestra culpa,
y al resucitar, fuimos justificados» (pref.).

Por supuesto, la Iglesia no olvida que la pasión desemboca en la resurrección, ni, menos aún, que la eucaristía «actualiza el único sacrificio de Cristo» (superobl.). Esta síntesis entre pasión y glorificación, de la que es un anticipo la entrada triunfal de la misa -la procesión-, aparece continuamente en el Oficio divino. Baste citar, por ejemplo, esta antífona de los Laudes:

«Con los ángeles y los niños 
cantemos al triunfador de la muerte: 
"Hosanna en el cielo"» (ant. 2).

El Lunes, Martes y Miércoles Santos prolongan este ambiente prepascual del domingo de Ramos. Las primeras lecturas recogen los cantos del Siervo: Is 42,1-7; 49,1-6 y 50,4-9, mientras los evangelios narran episodios que hablan de la inminencia de la pasión: la unción en Betania (Jn 12,1-11), el anuncio de la negación de Pedro y de la traición de Judas (Jn 13,21-33.36-38) y la revelación de ésta (Mt 26,14-25).

 

9. LAS FERIAS DE LA CUARESMA

El tiempo de Cuaresma era el único en contar en la liturgia romana con formularios propios para la misa y el Oficio de cada uno de los días. Esta herencia, naturalmente, ha pasado a los actuales libros litúrgicos, si bien adaptada a la esctructura del tiempo y a la ordenación de los textos dentro de ella. Como hemos hecho con otros tiempos, tan sólo nos vamos a fijar en el Leccionario de la misa y en el del Oficio de lectura.

Las lecturas del período cuaresmal han sido escogidas en función de los temas propios de la catequesis y de la espiritualidad de este tiempo. En la misa, las primeras lecturas pertenecen al Antiguo Testamento y armonizan con el evangelio. Desde el lunes de la cuarta semana se ofrece una lectura semicontinua del evangelio de San Juan, evangelio que ya no se dejará, salvo algún día de la Semana Santa y de la octava pascual, hasta el domingo de Pentecostés. Este uso del cuarto evangelio en las últimas semanas de la Cuaresma y durante todo el tiempo pascual es una característica propia de la liturgia romana.

En las semanas tercera, cuarta y quinta se han previsto unos formularios de lecturas a voluntad, de forma que puedan leerse en cualquier día de aquéllas los evangelios de la Samaritana, del ciego de nacimiento y de la resurrección de Lázaro, si solamente se leen en el ciclo "A" en los domingos correspondientes.

En cuanto al Leccionario bíblico del Oficio de lectura, durante las tres primeras semanas se lee de manera casi continuada el libro del Exodo, la historia de Israel a través del desierto, profecía de la Cuaresma cristiana. Esta lectura se completa con pasajes del Levítico y del libro de los Números en la cuarta semana. A partir del domingo V y hasta el mismo Triduo pascual inclusive se lee la carta a los Hebreos, interpretación de la antigua alianza a la luz del misterio pascual de Cristo. Sin embargo, en los primeros días de la Semana Santa estas lecturas se toman de los cantos del Siervo y de Lamentaciones del profeta Jeremías.

Por su parte, el Leccionario patrístico presenta enorme variedad de temas, todos ellos relacionados con la Cuaresma y el misterio pascual. Convenientemente. agrupados, son éstos:

a)La Cuaresma, tiempo de tentación y de victoria
Afraates: miércoles I. 
San Agustín: domingo I. martes II. 
San Atanasio: domingo V. 
Constitución Gaudium et spes: sábado IV. 
San Gregorio Nacianceno: sábado V. 
San León: domingo II. 

b) La Cuaresma, tiempo de gracia y de perdón 
San Ireneo: miércoles II. 
San Hilario: jueves II. 
Teófilo de Antioquía: miércoles III. 
Máximo el Confesor: miércoles IV. 

c) La penitencia cuaresmal 
Clemente Romano: miércoles de Ceniza. 
San Gregorio Nacianceno: sábado III. 
San León: jueves después de Ceniza. 
San Pedro Crisólogo: martes III. 

d) La plegaria 
San Cipriano: martes I. 
San Juan Crisóstomo: viernes después de Ceniza. 
Tertuliano: jueves III. 

e) La caridad fraterna 
San Ambrosio: viernes II. 
Asterio de Amasea: jueves I. 
San Basilio: lunes III. 
Elredo: viernes I. 
San Gregorio Nacianceno: lunes I. 
San Ireneo: sábado después de Ceniza. 
San León: martes IV. 

f) Cristo y su misión redentora 
San Agustín: miércoles V. 
San Andrés de Creta: domingo de Ramos. 
San Atanasio: viernes IV. 
San Basilio: Martes Santo. 
Constitución Gaudium et spes: sábado I. 
San Fulgencio de Ruspe: viernes V. 
San Juan Crisóstomo: lunes II.
San Juan Fisher: lunes V.
Orígenes: lunes IV.

La pasión del Señor
San Agustín: martes II. Miércoles Santo.
San León: jueves IV. martes V.
San Melitón: Jueves Santo. 

h) El bautismo
San Agustín: domingo III. domingo IV. 

i) La Iglesia

Constitución Lumen gentium: jueves V.
San Ireneo: viernes II.

El Año Litúrgico
BAC popular
Madrid- 1984, págs 155-173