Inescrutabili
Dei Consilio
Encíclica
de LEÓN XIII
Sobre
los problemas que atañen a la Iglesia y a la fe
Venerables
Hermanos, salud y bendición apostólica
1.
Introducción
Elevados, aunque sin merecerlo, por inescrutables designios de Dios, a la cumbre
de la dignidad Apostólica, al momento sentimos vehemente deseo y necesidad de
dirigiros Nuestras palabras, no sólo para manifestaros los sentimientos de
nuestro amor íntimo, sino para alentaros también a vosotros, que sois los
llamados a compartir con Nos Nuestra solicitud, a sostener juntamente con
Nosotros la lucha de Nuestros tiempos en defensa de la Iglesia de Dios y la
salvación de las almas, cumpliendo en esto el encargo que Dios nos ha confiado.
Pues, desde los primero días de Nuestro Pontificado se Nos presenta a la vista
el triste espectáculo de los males que por todas partes afligen al género
humano: esta tan generalmente difundida subversión de las supremas verdades, en
las cuales, como en sus fundamentos, se sostiene el orden social; esta
arrogancia de los ingenios, que rechaza toda potestad legítima; esta perpetua
causa de discordias de donde nacen intestinos conflictos y guerras crueles y
sangrientas; el desprecio de las leyes que rigen las costumbres y defienden la
justicia; la insaciable codicia de bienes caducos y el olvido de los eternos,
llevada hasta el loco furor con el que se ve a cada paso a tantos infelices que
no temen quitarse la vida; la poca meditada administración, la prodigalidad, la
malversación del los fondos públicos, así como la imprudencia de aquellos
que, cuanto más se equivocan tanto más trabajan por aparecer defensores de la
patria, de la libertad y de todo derecho; esa especie, en fin, de peste
mortífera, que llega hasta lo íntimo de los miembros de la sociedad humana, y
que no la deja descansar, anunciándole a su vez nuevos acontecimientos y
calamitosos sucesos.
2.
La autoridad de la Iglesia despreciada
Nos, empero, estamos persuadidos de que estos males tienen su causa principal en
el desprecio y olvido de aquélla santa y augustísima autoridad de la Iglesia,
que preside al género humano en nombre de Dios, y que es la garantía y apoyo
de toda autoridad legítima.
Esto lo han comprendido perfectamente los enemigos del orden público, y por eso
han pensado que nada era más propicio para minar los fundamentos sociales, que
el dirigir tenazmente sus agresiones contra la Iglesia de Dios; hacerla odiosa y
aborrecible por medio de vergonzosas calumnias, representándola como enemiga de
la civilización; debilitar su fuerza y su autoridad con heridas siempre nuevas,
destruir el supremo poder del Pontífice Romano, que es en la tierra el
guardián y defensor de las normas inmutables de lo bueno y de lo justo. De ahí
es, ciertamente, de donde han salido esas leyes que quebrantan la divina
constitución de la Iglesia católica, cuya promulgación tenemos que deplorar
en la mayor parte de los países; de ahí, el desprecio del poder episcopal; las
trabas puestas al ejercicio del ministerio eclesiástico, la dispersión de las
Órdenes religiosas y la venta en subasta de los bienes que servían para
mantener a los ministros de la Iglesia y a los pobres; de ahí también, el que
las instituciones públicas, consagradas a la caridad y a la beneficencia, se
hayan sustraído a la saludable dirección de la Iglesia; de ahí, en fin, esa
libertad desenfrenada de enseñar y publicar todo lo malo, cuando por el
contrario se viola y oprime de todas maneas el derecho de la Iglesia de instruir
y educar la juventud. Ni tiene otra mira la ocupación del Principado civil, que
la Divina Providencia ha concedido hace largos siglos al Pontífice Romano, para
que él pueda usar libremente y sin trabas, para la eterna salvación de los
pueblos, de la potestad que le confirió Jesucristo.
No hemos hecho mención de todos estos quebrantos, Venerables Hermanos, no para
aumentar la tristeza que esta desgraciadísima situación infunde en vuestros
ánimos, sino porque comprendemos que por ella habéis de conocer perfectamente
la gravedad que han alcanzado las cosas que deben ser objeto de Nuestro
ministerio y de Nuestro celo, y con cuanto empeño debemos dedicarnos a defender
y amparar con todas Nuestras fuerzas a la Iglesia de Cristo y a la dignidad de
esta Sede Apostólica atacada especialmente en los actuales y calamitosos
tiempos con tantas calumnias.
3.
La Iglesia y los principios eternos de verdad y de justicia
Es
bien claro y manifiesto, Venerables Hermanos, que la causa de la civilización
carece de fundamentos sólidos, si no se apoya sobre los principios eternos de
la verdad y sobre las leyes inmutables del Derecho y de la justicia y si un amor
sincero no une estrechamente las voluntades de los hombres, y no arregla
suavemente el orden y la naturaleza de sus deberes recíprocos. ¿Quién es
empero, el que se atreve ya a negar que es la Iglesia la que habiendo difundido
el Evangelio entre las naciones, ha hecho brillar la luz de la verdad en medio
de los pueblos salvajes, imbuidos de supersticiones vergonzosas, y la que les ha
conducido al conociemiento del Divino Autor de todas las cosas y a reflexionar
sobre sí mismos; la que habiendo hecho desaparecer la calamidad de la
esclavitud, ha vuelto a los hombres a la originaria dignidad de su nobilísima
naturaleza; la que, habiendo desplegado en todas partes el estandarte de la
Redención, después de haber introducido y protegido las ciencias y las artes,
y fundado, poniéndolos bajo su amparo, institutos de caridad destinados al
alivio de todas las miserias, se ha cuidado de la cultura del género humano en
la sociedad y en la familia, las ha sacado de su miseria, y las ha formado con
esmero para un género de vida conforme a las dignidad y a los destinos de su
naturaleza? Y si alguno de recta intención, compara esta misma época en que
vivimos, tan hostil a la Religión y a la Iglesia de Jesucristo, con aquellos
afortunadísimos tiempos en los que la Iglesia era respetada como madre,
se quedará convencido de que esta época, llena de perturbación y ruinas,
corre en derechura al precipicio; y que al contrario, los tiempos en que más
han florecido las mejores instituciones, la tranquilidad y la riqueza y
prosperidad públicas, han sido aquellos más sumisos al gobierno de la Iglesia,
y en el que mejor se han observado sus leyes. Y si es una verdad que los
muchísimos beneficios que Nos acabamos de recordar, y que proceden del
ministerio y benéfico influjo de la Iglesia, son obras gloriosas de verdadera
civilización, lo es a su vez que ten lejos está la Iglesia de aborrecerla y
rechazarla, que más bien cree se le debe alabanza por haber hecho con ella los
oficios de maestra, nodriza y madre.
4.
El verdadero progreso aproxima la humanidad a Dios
Antes bien, esa civilización que choca de frente con las santas doctrinas y las
leyes de la Iglesia, no es sino una falsa civilización, y debe considerársela
como un nombre vano y vacío. Y prueba de esto bien manifiesta son los pueblos
que no han visto brillar la luz del Evangelio; y en los que se han podido notar
a veces falsas apariencias de civilización; mas ninguno de sus sólidos y
verdaderos bienes ha podido arraigarse ni florecer en ellos. En manera alguna,
pues, puede considerarse como un progreso de la vida civil, aquel que desprecia
osadamente todo poder legítimo; ni puede llamarse libertad, la que torpe y
miserablemente cunde por la propaganda desenfrenada de los errores, por el libre
goce de perversas concupiscencias, la impunidad de crímenes y maldades, y la
opresión de los buenos ciudadanos, cualquiera que sea la clase a la que
pertenecen. Siendo como son estos principios, falsos, erróneos y perniciosos,
seguramente no tienen la virtud de perfeccionar la naturaleza humana y
engrandecerla, porque el pecado hace a los hombres desgraciados[i];
sino que es consecuencia absolutamente lógica, que, corrompidas las
inteligencias y los corazones, por su propio peso precipiten a los pueblos en un
piélago de desgracias, debiliten el buen orden de cosas, y de esa manera hagan
venir tarde o temprano la pérdida de la tranquilidad pública y la ruina del
Estado.
5.
El Pontificado y la sociedad civil
¿Y qué puede haber más inicuo, si se contemplan las obras del Pontificado
Romano, que el negar cuánto y cuán bien han merecido los Papas de toda la
sociedad civil? Ciertamente, Nuestros predecesores procurando el bien de los
pueblos, nunca titubearon en emprender luchas de toda clase, sobrellevar grandes
trabajos, y, puestos los ojos en el cielo, no inclinaron jamás la frente ante
las amenazas de los impíos, ni consintieron en faltar con vil condescendencia
bajamente a su misión movidos por adulaciones o promesas. Esta Sede Apostólica
fue la que recogió y unió los restos de la antigua desmoronada sociedad. Ella
fue la antorcha amiga, que hizo resplandecer la civilización de los tiempos
cristianos; ella fue el áncora de salvación en las rudísimas tempestades que
azotaron el humano linaje; ella, el vínculo sagrado de concordia, que unió
unas con otras a las naciones lejanas entre sí y de tan diversas costumbres;
ella, el centro común, finalmente, de donde partía así la doctrina de la
Religión y de la fe como los auspicios y consejos en los negocios y la paz.
¿Para qué más? ¡Grande gloria es para los Pontífices Máximos la de haberse
puesto constantemente, como baluarte inquebrantable, para que la sociedad no
volviera a caer en la antigua superstición y barbarie!
¡Ojalá que esta saludable autoridad nunca hubiera sido olvidada y rechazada!
De seguro que ni el Principado civil hubiera perdido aquel esplendor augusto y
sagrado que la Religión le había impreso, único que hace digna y noble la
sumisión, ni hubieran estallado tantas sediciones y guerras, que enlutaron de
estragos y calamidades la tierra, ni los reinos, en otro tiempo florecientes,
hubieran caído al abismo desde lo alto de su grandeza arrastrados por el peso
de toda clase de desventuras. De esto son ejemplo también los pueblos de
Oriente; que rompiendo los suavísimos vínculos que les unían a esta Sede
Apostólica, vieron eclipsarse el esplendor de su antiguo rango, y perdieron, a
la vez, la gloria de las ciencias y de las artes y la dignidad de su imperio.
6.
Italia y el Romano Pontífice
Los insignes beneficios que se derivaron de la Sede Apostólica a todos los
puntos del globo, los ponen de manifiesto los ilustres monumentos de todas las
edades; pero se dejaron sentir especialmente en la región italiana, la cual
cuanto más cercana a dicha Sede Apostólica estaba, tanto más abundantes
frutos recogió de ella. Italia debe reconocerse, en gran parte, deudora a los
Romanos Pontífices de su verdadera gloria y grandeza, con que se elevó sobre
las demás naciones. Su autoridad y paternal benevolencia le han protegido no
sólo una vez contra los ataques de sus enemigos, y le han prestado la ayuda y
socorro necesarios para que la fe católica fuese siempre conservada en toda su
integridad en los corazones de los italianos.
Apelamos especialmente, para no ocuparnos de otros, a los tiempos de San León
Magno, de Alejandro II, de Inocencio III, de San Pío V, de León X y de otros
Pontífices, con cuyo auxilio y protección Italia se libró del horrible
exterminio con que la amenazaban los bárbaros, conservó incorrupta su antigua
fe, entre las tinieblas y miserias de un siglo menos culto, nutrió y mantuvo
viva la luz de las ciencias y el esplendor de las artes. Apelamos a esta,
Nuestra augusta ciudad, Sede del Pontificado, la cual sacó de ellos el mayor
fruto y la singularísima ventaja de llegar a ver, no sólo el inexpugnable
alcázar de la fe, sino también el asilo de las bellas artes, morada de la
sabiduría, admiración y envidia del mundo. Por el esplendor de tales hechos,
que la historia nos ha trasmitido en imperecederos monumentos, fácil es
reconocer que sólo por voluntad hostil y por indigna calumnia, a fin de
engañar a las muchedumbres, se ha podido insinuar, de viva voz y por escrito,
que la Sede Apostólica sea obstáculo a la civilización de los pueblos ya a la
felicidad de Italia.
7.
La soberanía del romano Pontífice
Si todas las esperanzas, pues, de Italia y del mundo universo descansan en
esa influencia saludabilísima para el bien y utilidad común de la que goza la
Autoridad de la Sede Apostólica, y en los lazos muy íntimos que todos los
fieles mantienen con el Romano Pontífice, razón demás hay para que Nos
ocupemos con el más solícito cuidado en conservar incólume e intacata la
dignidad de la Cátedra Romana, y en asegurar más y más la unión de los
miembros con la Cabeza, de los hijos con el Padre.
Por lo tanto, para amparar ante todo y del mejor modo que podamos los derechos
de la libertad de esta Santa Sede, no dejaremos nunca de esforzarnos para que
Nuestra autoridad sea respetada; para que se remuevan los obstáculos que
impiden la plena libertad de Nuestro ministerio y de Nuestra potestad; y que se
Nos restituya a aquel estado de cosas en que la Sabiduría divina desde tiempos
antiguos, había colocado a los Pontífices de Roma. No Nos mueve a pedir este
restablecimiento, Venerables Hermanos, un vano deseo de dominio y de ambición;
sino que así lo exigen Nuestros deberes y los solemnes juramentos que Nos atan;
y además, porque no sólo es necesario este principado para tutelar y conservar
la plena libertad del poder espiritual, sino también porque es evidentísimo
que, cuando se trata del Principado temporal de la Sede Apostólica, se trata a
la vez la causa del bien y de la salvación de la familia humana.
De aquí que nos, en cumplimiento de Nuestro encargo, por el que venimos
obligados a defender los derechos de la Iglesia, de ninguna manera podemos pasar
en silencio las declaraciones y protestas que Nuestro Predecesor Pío IX, de
feliz memoria, hizo repetidamente, ya contra la ocupación del principado civil,
ya contra la violación de los derechos de la Iglesia Romana, las mismas que Nos
por estas Nuestras letras completamente renovamos y confirmamos.
8.
Acercamiento a la Iglesia fuente de autoridad y salvación
Y al mismo tiempo dirigimos Nuestra voz a los Príncipes y supremos Gobernantes
de los pueblos, y una y otra vez les rogamos, en el nombre augusto del
Dios Altísimo, que no repudien el apoyo, que en estos peligrosos tiempos les
ofrece la Iglesia; que se agrupen en común esfuerzo, en torno a esta fuente de
autoridad y salud; que estrechen cada vez más con ella íntimas relaciones de
amor y observancia. Haga Dios que ellos, convencidos de estas verdades, y
reflexionando sobre la doctrina de Cristo, al decir de San Agustín, si se
observa, es la gran salvación del Estado[ii]
y que en la conservación y respeto de la Iglesia están basadas la salud y
prosperidad públicas, dirijan todos sus cuidados y pensamientos a aliviar los
males con que se ven afligidas la Iglesia y su Cabeza visible; y el resultado
sea tal, que los pueblos que ellos gobiernan, conducidos por el camino de la
justicia y de la paz, vengan a disfrutar en adelante una nueva era de
prosperidad y gloria.
Y a fin de que sea cada vez más firme la unión de toda la grey católica con
el Supremo Pastor, Nos dirigimos ahora a vosotros, con afecto muy especial,
Venerables Hermanos, y encarecidamente os exhortamos, a que, con todo el fervor
de vuestro celo sacerdotal y pastoral solicitud, procuréis inflamar en los
fieles que os están confiados el amor a la Religión, que les mueva a unirse
más fuertemente a esta Cátedra de verdad y de justicia, a recibir de ella con
sincera docilidad de inteligencia y de voluntad todas las doctrinas, y a
rechazar en absoluto aquellas opiniones, por generalizadas que estén, que
conozcan ser contrarias a las enseñanzas de la Iglesia.
9.
La doctrina conforme a la fe católica
A este propósito los Romanos Pontífices, Nuestros Predecesores, y últimamente
Pío IX, principalmente en el Concilio Ecuménico ´Vaticano, teniendo en vista
las palabras de San Pablo: Estad sobre aviso, que ninguno os engañe con
filosofías y vanos sofismas, según la tradición de los hombres, según los
elementos del mundo, y no según Cristo[iii],
no dejaron de reprobar, cuando fue necesario, los errores corrientes, y
señalarlos con la Apostólica censura. Y Nos, siguiendo las huellas de Nuestros
Predecesores, desde esta Apostólica Cátedra de verdad, confirmamos y renovamos
todas estas condenaciones rogando con instancia al mismo tiempo al Padre de las
luces que, perfectamente conformes con todos los fieles en un solo espíritu y
en un mismo sentir, piensen y hablen como Nos. Es. empero, de vuestro encargo,
Venerables Hermanos, emplearos con todas vuestras fuerzas para que la semilla de
las celestes doctrinas sea esparcida con mano pródiga en el campo del Señor, y
para que, desde muy temprano, se infundan en el alma de los fieles las
enseñanzas de la fe católica, echen en ella profundas raíces, y sean
precervadas del contagio del error. Cuanto más se afanan los enemigos de la
Religión por enseñar a los ignorantes, y especialmente a la juventud,
doctrinas que ofuscan la inteligencia y corrompen las costumbres, tanto mayor
debe ser el empeño para que no sólo el método de la enseñanza sea apropiado
y sólido, sino principalmente para que la misma enseñanza sea completamente
conforme a la fe católica, tanto en las letras como en la ciencia, muy
principalmente en la filosofía de la cual depende en gran parte la buena
dirección de las demás ciencias, y que no tienda a destruir la revelación
divina, sino que se complazca en allanarle el camino y defenderla de los que la
impugnan, como nos ha enseñado con su ejemplo y con sus escritos el gran
Agustín, el Angélico Doctor y los demás maestros de la sabiduría cristiana.
10.
La corrupción de la familia
Pero la buena educación de la juventud, para que sirva de amparo a la fe, a la
Religión, y a la integridad de las costumbres, debe empezar desde los más
tiernos años en el seno de la familia, la cual, miserablemente trastornada en
nuestros días, no puede volver a su dignidad perdida, sino sometiéndose a las
leyes con que fue instituida en la Iglesia por su divino Autor. El cual,
habiendo elevado a la dignidad de Sacramento el matrimonio, símbolo de su
unión con la Iglesia, no sólo santificó el contrato nupcial, sino que
proporcionó también eficacísimos auxilios a los padres y a los hijos para
conseguir fácilmente, con el cumplimiento de sus mutuos deberes, la felicidad
temporal y eterna. Mas después que leyes impías, desconociendo el carácter
sagrado del matrimonio, le han reducido a la condición de contrato meramente
civil, siguióse desgraciadamente por consecuencia que, profanada la dignidad
del matrimonio cristiano, los ciudadanos vivan en concubinato legal, como si
fuera matrimonio; que desprecien los cónyuges las obligaciones de la fidelidad,
a que mutuamente se obligaron; que los hijos nieguen a los padres la obediencia
y el respeto; que se debiliten los vínculos de los afectos domésticos, y, lo
que es de pésimo ejemplo y muy dañoso a la honestidad de las públicas
costumbres, que muy frecuentemente un amor malsano termine en lamentable y
funestas separaciones.
11.
La restauración de la familia en Dios
Tan deplorables y graves desórdenes, Venerables Hermanos, no pueden menos de
excitar y mover vuestro celos a amonestar con perseverante insistencia a los
fieles confiados a vuestro cuidado, a que presten dócil oído a las enseñanzas
que se refieren a la santidad del matrimonio cristiano y obedezcan las leyes con
que la Iglesia regula los deberes de los cónyuges y de su prole.
Conseguiriase también con esto otro de los más excelentes resultados, la
reforma de cada uno individualmente porque, así como de un tronco corrompido
brotan rama viciadas y frutos miserables, así la corrupción, que contamina las
familias, viene a contagiar y a viciar desgraciadamente a cada uno de los
ciudadanos. Por el contrario, ordenada la sociedad doméstica conforme a la
norma de la vida cristiana, poco a poco se irá acostumbrando cada uno de sus
miembros a amar la Religión y la piedad, a aborrecer las doctrinas falsas y
perniciosas, a ser virtuosos, a respetar a los mayores, y a refrenar ese
estéril sentimiento de egoísmo, que tanto enerva y degrada la humana
naturaleza. A este propósito convendrá mucho regular y fomentar las
asociaciones piadosas, que, con grandísima ventaja de los intereses católicos,
han sido fundadas, en nuestros días sobre todo.
12.
Motivos de esperanza
Grande son ciertamente y superiores las fuerzas del hombre, Venerables Hermanos,
todas estas cosas objeto de Nuestra esperanza y de Nuestros votos; empero,
habiendo hecho Dios capaces de mejoramiento a las naciones de la tierra,
habiendo instituido la Iglesia para salvación de las gentes, y prometiéndole
su benéfica asistencia hasta la consumación de los siglos, Nos abrigamos gran
confianza de que, merced a los trabajos de vuestro celo, los hombres ilustrados
con tantos males y desventuras, han de venir finalmente a buscar la salud y la
felicidad en la sumisión a la Iglesia y al infalible magisterio de la Cátedra
apostólica.
Entre tanto, Venerables Hermanos, antes de poner fina estas Nuestras Letras, no
podemos menos de manifestaros el júbilo que experimentamos por la admirable
unión y concordia en que vivís unos con otros y todos con esta Sede
Apostólica; cuya perfecta unión no sólo es el baluarte más fuerte contra los
asaltos del enemigo, sino un fausto y feliz augurio de mejores tiempos para la
Iglesia; y así como Nos consuela en gran manera esta risueña esperanza, a su
vez convenientemente Nos reanima para sostener alegre y varonilmente en el arduo
cargo que hemos asumido, cuantos trabajos y combates sean necesarios en defensa
de la Iglesia.
Tampoco Nos podemos separar de los motivos de júbilo y esperanza que hemos
expuesto, las demostraciones de amor y reverencia, que en estos primeros días
de Nuestro Pontificado, Vosotros, Venerables Hermanos, y juntamente con vosotros
han dedicado a Nuestra humilde persona, innumerables Sacerdotes y seglares, los
cuales, por medio de reverentes escritos, santas ofrendas, peregrinaciones y
otros piadosos testimonios, han puesto de manifiesto que la adhesión y afecto
que tuvieron hacia Nuestro dignísimo Predecesor, se mantienen en sus corazones
ten firmes, íntegros y estables, que nada pierden de su ardiente fuego en la
persona de su sucesor, tan inferior en merecimientos para sucederle en la
herencia. Por estos brillantísimos testimonios de la piedad Católica,
humildemente alabamos la benigna clemencia del Señor, y a vosotros, Venerables
Hermanos, y a todos aquellos amados Hijos de quienes los hemos recibido, damos
fe públicamente y de lo íntimo del corazón de Nuestra inmensa gratitud,
plenamente confiados, en que, en estas circunstancias críticas y en estos
tiempos difíciles, jamás ha de faltarnos vuestra ardiente adhesión y el
afecto de todos los fieles. Ni dudamos que tan excelentes ejemplos de piedad
filial y de virtud cristiana tendrán gran valor para mover el corazón de Dios
clementísimo a que mire propicio a su grey, y a que de a la Iglesia la paz y la
victoria. Y porque Nos esperamos que más pronta y fácilmente serán concedidas
esa paz y esa victoria, si los fieles dirigen constantemente sus votos y
plegarias a Dios para obtenerla, Nos profundamente os exhortamos, Venerables
Hermanos, a que excitéis con este objetos los fervientes deseos de los fieles,
poniendo como mediadora para con Dios a la Inmaculada Reina de los cielos, y por
intercesores a San José, patrono celestial de la Iglesia, a los Santos
Príncipes d los apóstoles, Pedro y Pablo, a cuyo poderoso patrocinio Nos
encomendamos suplicante Nuestra humilde persona, los órdenes todos de la
jerarquía de la Iglesia y toda la grey del Señor.
13.
Conclusión
Aparte de esto, Nos vivamente deseamos que estos días, en que recordamos
solemnemente la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, sean para vosotros,
Venerables Hermanos, saludables y llenos de santo júbilo, y pedimos a Dios
benignísimo, que con la Sangre del Cordero Inmaculado, con la que fue cancelada
la escritura de nuestra condenación, sean lavadas las culpas contraídas, y con
clemencia mitigado el juicio que a ellas nos sujetan.
La gracia de Nuestro Señor Jesucristo, la caridad de Dios y la comunicación
del Espíritu Santo sea con todos vosotros[iv],
Venerables Hermanos, a quienes a todos y a cada uno, así como a los queridos
hijos del Clero y pueblo de vuestras iglesias, en prenda especial de
benevolencia y como presagio de la protección celestial, Nos concedemos, con el
amor más grande, la Apostólica Bendición.
Dado en Roma, junto a San Pedro, en el solemne día de Pascua, 21 de abril dl
año 1878, primero de Nuestro Pontificado.
León
XIII.