Jueves

33ª semana del Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Apocalipsis 5,1-10

Yo, Juan, 1 en la mano derecha del que estaba sentado en el trono vi un libro escrito por dentro y por fuera y sellado con siete sellos. 2 Y vi también un ángel pleno de vigor que clamaba con voz potente:

3 Y nadie en el cielo, ni en la tierra ni debajo de la tierra podía abrir el libro y ver su contenido.4' Entonces yo me eché a llorar desconsoladamente, porque nadie era digno de abrir el libro y ver su contenido. 5 Y uno de los ancianos me dijo:

6 Vi entonces en medio del trono, de los cuatro seres vivientes y de los ancianos, un Cordero en pie con señales de haber sido degollado. Tenía siete cuernos y siete ojos, que son los siete espíritus de Dios enviados por toda la tierra. 7 Se acercó el Cordero y tomó el libro de la mano derecha del que estaba sentado en el trono; 8 y cuando tomó el libro, los cuatro seres vivientes y los veinticuatro ancianos se postraron ante el Cordero. Tenía cada uno una cítara y copas de oro llenas de perfumes, que son las oraciones de los santos. 9 Cantaban un cántico nuevo que decía:

Eres digno de recibir el libro
y romper sus sellos,
porque has sido degollado
y con tu sangre has adquirido para Dios
hombres de toda raza,
lengua, pueblo y nación,
10 y los has constituido en reino
para nuestro Dios
y en sacerdotes
que reinarán sobre la tierra.


También este capítulo del libro del Apocalipsis se caracteriza por una visión grandiosa y sencilla al mismo tiempo. Esta visión nos aporta un mensaje claro: la historia humana es, ciertamente, un misterio, porque en ella está la presencia de Dios, pero es un misterio, al menos en parte, comprensible, porque Dios mismo nos ofrece la clave de lectura de la misma.

El símbolo del libro «sellado con siete sellos» (v 1) se puede interpretar con bastante facilidad: todo queda envuelto en el misterio si no hay alguien que venga a «romper sus sellos» (v 2). Este es Jesús, el Cordero inmolado, el único «digno de recibir el libro y romper sus sellos, porque has sido degollado y con tu sangre has adquirido para Dios hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación» (v. 9). También el símbolo del llanto tiene un significado evidente: mientras no venga Jesús a romper los sellos de ese libro, cada uno de nosotros está como condenado a vivir en medio de la tristeza y de la amargura más profundas. Se alude así al drama de todos aquellos que, por diferentes motivos, tienen los ojos cerrados para el gran acontecimiento de salvación que se sitúa en el centro de la historia humana y la ilumina con la luz del día.

En contraste con el llanto de los que no pueden leer su contenido, se eleva el «cántico nuevo» (v 9) de los que siguen al Cordero y son introducidos por él en la comprensión del misterio. Esos forman el reino de sacerdotes (v. 10) que Jesús ha constituido para su Dios y nuestro Dios, salvándolos del pecado. Se trata de ese sacerdocio universal del que participan todos los que, por medio del bautismo, han sido lavados con la sangre del Cordero y revestidos con sus vestiduras blancas.

 

Evangelio: Lucas 19,41-44

En aquel tiempo, Jesús, 41 cuando se fue acercando, al ver la ciudad, lloró por ella 42 y dijo:

-¡Si en este día comprendieras tú también los caminos de la paz! Pero tus ojos siguen cerrados. 43 Llegará un día en el que tus enemigos te rodearán con trincheras, te cercarán y te acosarán por todas partes; 44 te pisotearán a ti y a tus hijos dentro de tus murallas. No dejarán piedra sobre piedra en tu recinto, por no haber reconocido el momento en el que Dios ha venido a salvarte.


Comparada con la página del evangelio de Marcos, ésta de Lucas presenta una característica peculiar. En efecto, mientras que Marcos insiste más en la incredulidad del pueblo frente a la persona y al mensaje de Jesús, Lucas subraya más el lamento y el llanto de Jesús por Jerusalén, y esto crea un fuerte contraste con las aclamaciones de alabanza dirigidas a Jesús poco antes (cf. Lc 19,38). Es ésta una de las raras veces que sor-prendemos a Jesús llorando, lo que constituye un signo no sólo de su auténtica humanidad, sino también de su plena participación en el drama de una humanidad a la que le cuesta trabajo entrar en el proyecto salvífico de Dios, al que incluso se resiste en ocasiones. Jesús nos salva no sólo con su omnipotencia divina, sino también con su debilidad humana.

El lamento de Jesús contiene un juicio y presenta una motivación. El primero está contenido en las palabras «tus ojos siguen cerrados [por Dios]» (v 42), que, con unos términos drásticos y fuertes, atribuyen directamente a Dios -estamos frente a lo que se llama «pasiva teológica»- lo que, en realidad, depende de la libre decisión humana. La motivación la expresan las palabras «si en este día comprendieras» (v 42), que corresponden a una afirmación: ni has comprendido ni quieres comprender. Pero lo que más importa es destacar dos elementos positivos que caracterizan el lamento de Jesús: la paz y el tiempo de la visita.

La paz, efectivamente, es el don mesiánico por excelencia, y Jesús ha venido a proclamarla para todos y a ofrecerla a cada uno. Es necesario abrirse a ella y acogerla como don para poder caminar detrás de Jesús hasta el final de su itinerario. El tiempo del que habla Jesús es el kairós, es decir, el «tiempo providencial» en el que Dios visita a su pueblo para liberarlo y para introducirlo en su Reino. Con estos dos «toques» aclara Jesús la finalidad de su martirio, ahora próximo.


MEDITATIO

Entre las dos lecturas de esta liturgia no resulta difícil captar una analogía temática: por un lado, el llanto de quien teme no poder leer el mensaje del libro; por otro, el lamento de Jesús por Jerusalén. Todo esto nos trae también a la memoria las lamentaciones que, ya en el Antiguo Testamento, expresan el dolor de Dios por la infidelidad de su pueblo. Por consiguiente, es justo que nos preguntemos qué significado se debe atribuir a este llanto y a este lamento.

Hemos de señalar, en primer lugar, el contraste entre «este día», caracterizado por la falta de respuesta de los contemporáneos de Jesús a su mensaje de paz, y «un día», ése en el que aparecerá el castigo de Dios dirigido a todos los que hayan ignorado deliberadamente su invitación a la salvación. Es en el corazón de la historia donde Dios, por medio de Jesús, quiere entrar y ser acogido: ése es el significado de la «visita» que desea hacer a todas sus criaturas. El tiempo es sagrado para Dios y para nosotros; es decisivo para Dios y para nosotros; es un don inmenso que nunca terminaremos de apreciar adecuadamente. Hemos de señalar aún la serie de verbos en futuro que caracterizan el lamento de Jesús: no se trata sólo de una amenaza, y mucho menos de un castigo que llegue al hombre desde fuera; se trata más bien de un sufrimiento profundo para Dios o para nosotros, un sufrimiento que no tiene sólo una relevancia negativa, sino también una positiva: es el sufrimiento que, a lo largo de toda la historia, se transforma en gracia, en cuanto cada uno de nosotros se enmienda y se convierte a su Señor.


ORATIO

«El camino de la paz» es un sueño que ha tenido la historia desde siempre, pero Jerusalén, escondiéndose detrás de sus muros, rechaza tu paz gritando: «¿Por qué?». Oh Señor, calma mis arrebatos de violencia para que, reconociendo tu paz, pueda decir: «¿Por qué no?».

La paz es un sueño que se va realizando día a día, semana a semana, mes a mes, a través de acciones concretas que modifican nuestros pensamientos, desgastan lentamente los viejos muros y crean en silencio nuevas aperturas. Oh Señor, haz que mis gestos de paz puedan contribuir a un futuro mejor, en el que el mundo pueda esperar y decir: «¿Por qué no?».

La paz no es el paraíso de unos pocos, sino un signo que abarca a la humanidad. Es una fuerza que, luchando contra la injusticia, la miseria, la ignorancia, la prepotencia, obra en favor del bien de todos sin discriminación. Oh Señor, dame el valor de desafiar la desaprobación de los poderosos o las críticas de los pusilánimes, para que, sin hacer víctimas ni entre los débiles ni entre los fuertes, pueda ser creíble y, frente a tu paz, puedan gritar todos: «¿Por qué no?». Oh Señor, haz que mis gestos de paz puedan contribuir a un futuro mejor, para que el mundo, esperando, pueda decir: «¿Por qué no?».


CONTEMPLATIO

Para realizar una obra tan grande, Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la misa, sea en la persona del ministro, «ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz», sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su fuerza en los sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su Palabra, pues, cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es él quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, pues él mismo prometió: «Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20).

Realmente, en esta obra tan grande por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima esposa, la Iglesia, que invoca a su Señor y por él tributa culto al Padre Eterno.

Con razón, entonces, se considera la liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella, los signos sensibles significan y cada uno a su manera realizan la santificación del hombre, y así el cuerpo místico de Jesucristo, es decir, la cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro (Sacrosanctum concilium 7).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«¿Quién es digno de abrir el libro y romper sus sellos?» (Ap 5,2).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

A diferencia de tantos personajes antiguos, de Jesús no nos ha quedado ninguna imagen, ninguna escultura, ni siquiera una descripción física: a diferencia, por ejemplo, de su antepasado David, de Jesús ignoramos su aspecto, no conocemos su rostro. A pesar de todo, nuestra imaginación, aunque también nuestra misma «idea» de Dios, está condicionada por las innumerables imágenes del rostro de Jesús: iconos, frescos, cuadros, han intentado mostrarnos lo invisible, colmar la laguna dejada por quienes vieron el rostro de Jesús, por quienes vieron posarse su mirada sobre su propio rostro. Una vez ganada la batalla contra los iconoclastas, la imagen sagrada ha encontrado un terreno firme en el cristianismo, sin poder proporcionar nunca, no obstante, el «verdadero icono» de aquel que dijo de sí mismo: «El que me ve a mí ve al Padre» (Jn 14,9).

Los evangelios sinópticos nombran siete veces el rostro de Jesús, pero sin describirlo nunca: cinco veces lo hacen con referencia a la pasión y dos a propósito de la transfiguración. Entre estos dos polos -pasión y transfiguración- está situada la identidad perceptible de aquel a quien define Pablo como «la imagen del Dios invisible» (Col 1,15). Rostro desfigurado y rostro transfigurado, el Hijo del hombre es al mismo tiempo manifestación y ocultación de la imagen de Dios. Ante él se aparta la mirada y nos cubrimos el rostro, porque «no tiene apariencia, ni belleza, ni esplendor» (Is 53,2ss), o bien nos quedamos deslumbrados por su rostro «resplandeciente como el sol (Mt 17,2) (E. Bianchi).