Martes

31a semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Filipenses 2,5-11

Hermanos: 5 Tened, pues, los sentimientos que corresponden a quienes están unidos a Cristo Jesús.

6 El cual, siendo de condición divina,
no consideró como presa codiciable
el ser igual a Dios.
7 Al contrario, se despojó de su grandeza,
tomó la condición de esclavo
y se hizo semejante a los hombres.
Y en su condición de hombre,
8 se humilló a sí mismo
haciéndose obediente hasta la muerte,
y una muerte de cruz.
9 Por eso Dios lo exaltó
y le dio el nombre que está
por encima de todo nombre,
10 para que ante el nombre de Jesús
doble la rodilla
todo lo que hay en los cielos,
en la tierra y en los abismos,
11 y toda lengua proclame
que Jesucristo es Señor,
para gloria de Dios Padre.


La liturgia nos presenta hoy una de las páginas más intensas y más bellas de todo el Nuevo Testamento. Con bastante probabilidad, Pablo se hace testigo de una tradición anterior a él que había acuñado un himno cristológico de importancia fundamental. El himno está introducido por una exhortación apostólica que nos invita a hacer nuestros
«los sentimientos que corresponden a quienes están unidos a Cristo Jesús» (v. 5). No se trata de una vaga recomendación, sino de una indicación autorizada para caminar siguiendo el ejemplo de Jesús, es decir, a vivir como él vivió. A continuación viene el himno cristológico, que la liturgia pone de relieve con mucha frecuencia. El carácter ejemplar de Cristo se fundamenta aquí en «su misterio», y éste, a su vez, ilumina la vida de cada cristiano.

El himno se subdivide en dos partes. Los vv. 6-8 describen la katabasi, o sea, el abajamiento de Jesús, que de Dios se hizo hombre, «tomó la condición de esclavo» y se humilló «hasta la muerte, y una muerte de cruz». Los vv 9-11 describen, en cambio, la anábasi, o sea, la elevación de Jesús por obra de Dios Padre, que lo resucitó y «le dio el nombre que está por encima de todo nombre», adorable en el cielo y en la tierra, un nombre que debe ser proclamado a todo el mundo: «Jesucristo es Señor» (v 1 la). El misterio de Cristo está sintetizado de una manera lineal y completa: la fe de cada cristiano encuentra aquí su centro y su síntesis gracias a la mediación de Pablo, que se hizo no sólo evangelizador, sino también -e incluso antes- discípulo y testigo de este misterio.

 

Evangelio: Lucas 14,15-24

En aquel tiempo, 15 uno de los convidados le dijo a Jesús:

—Dichoso el que pueda participar en el banquete del Reino de Dios.

16 Jesús le respondió:

—Un hombre daba una gran cena e invitó a muchos. 17 A la hora de la cena, envió a su criado a decir a los invitados: «Venid, que ya está todo preparado». 18 Pero todos, uno tras otro, comenzaron a excusarse. El primero le dijo: «He comprado un campo y necesito ir a verlo; te ruego que me excuses». 19 Otro dijo: «He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlas; te ruego que me excuses». 20 Y otro dijo: «Acabo de casarme y, por tanto, no puedo ir». 21 El criado regresó y refirió lo sucedido a su señor. Entonces el señor se irritó y dijo a su criado: «Sal de prisa a las plazas y calles de la ciudad y trae aquí a los pobres y a los lisiados, a los ciegos y a los cojos». 22 El criado dijo: «Señor, se ha hecho como mandaste y todavía hay sitio». 23 El señor le dijo entonces: «Sal por los caminos y las veredas y convence a la gente para que entre, hasta que se llene mi casa. 24 Pues os digo que ninguno de aquellos que habían sido invitados probará mi cena».


El paso de una comida común a la imagen del banquete mesiánico es bastante lógico y espontáneo para Lucas: por eso este evangelista establece un nexo entre la parábola precedente (leída en el fragmento de ayer) y la de ahora insertando entre ambas la expresión: «Dichoso el que pueda participar en el banquete del Reino de Dios» (v. 15). Esta exclamación tiene por objeto la participación en la comunión con Dios en el tiempo de la «resurrección de los justos»: la dimensión escatológica de nuestra fe y de nuestra experiencia religiosa es más que evidente.

La parábola contempla diferentes invitaciones y otros tantos rechazos por parte de aquellos que, por no haber percibido la novedad de la presencia de Jesús, no sienten ninguna necesidad de salvación y se sustraen así al beneficio de un don maravilloso. Es interesante destacar, como hacen algunos exégetas, que en esta parábola está esbozada la historia de la salvación: casi podría decirse que cada invitación y cada rechazo corresponden a otras tantas estaciones de una historia visitada por Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo.

La «cima» de la parábola debe ser situada ciertamente en la expresión que pone Lucas en boca del señor de la casa: «Sal de prisa a las plazas y calles de la ciudad y trae aquí a los pobres y a los lisiados, a los ciegos y a los cojos» (v. 21). Es como decir que en el banquete mesiánico participarán los excluidos y serán excluidos de él, en cambio, los que tenían derecho. La ley que caracteriza a la nueva alianza aparece confirmada una vez más; se afirma de nuevo la complacencia del Padre; la finalidad primera y central de la enseñanza y de la presencia de Jesús entre nosotros encuentran aquí una afirmación renovada.


MEDITATIO

La parábola que nos presenta el evangelio de hoy pertenece a una de esas que los estudiosos llaman «parábolas de la invitación divina»: tenemos aquí una clave de lectura no sólo del texto evangélico, sino de toda la liturgia de la Palabra de este día. Por un lado, sobresale claramente la figura de aquel que invita, el Padre, que, por medio de su Hijo, vuelve a expresar en cada tiempo y en cada lugar su propia voluntad salvífica universal. Al mismo tiempo, se perfila también con claridad la figura de aquel que, en nombre de Dios Padre, se hizo «Evangelio» por nosotros, en el sentido de que Jesús no se contentó con hablar en nombre de Dios, sino que es Palabra de Dios encarnada, es decir, viviente en medio de nosotros.

Junto a la figura de Dios Padre y de Jesucristo, aparece también en la parábola la figura de los invitados, esto es, de nosotros y de todos aquellos que, en distintos tiempos y lugares, han entrado en contacto con la Buena Nueva de Jesús salvador. Aquí es donde se capta el carácter dramático del relato, que, para nosotros, ya no es sólo una parábola, en el sentido literario del término, sino que se convierte en una historia viva, punzante, siempre actual. En ella, cada uno de nosotros está llamado a «jugarse» a sí mismo con la plena libertad de su decisión, pero también con la responsabilidad que implican sus opciones. Es bueno para nosotros que, de la parábola, mane claro el anuncio de lo que complace a Dios, de aquello para lo que vino Jesús al mundo, de lo que constituye el objeto de la predicación apostólica: Dios ama, prefiere y quiere como hijos suyos amadísimos a aquellos a quienes la sociedad margina y considera frecuentemente seres insignificantes e inútiles. La invitación dirigida a cada uno de nosotros consiste, por tanto, en ser pobres en el sentido evangélico del término, a saber: en tener un corazón consciente de su propio pecado, traspasado por el dolor y deseoso de encontrar al Médico celestial.


ORATIO

Libérame, Señor, de los obstáculos que intentan atarme a un pasado glorioso o cargado de injusticias y de resentimiento o a un presente mezquino o cautivador; hazme libre de seguirte por los caminos del Evangelio y de la historia para anunciar y difundir la verdadera libertad.

Señor, dame la fuerza necesaria para salir de una muchedumbre acomodadiza que, presa por completo de sus propios fines y de sus propias metas, se vuelve sorda e insensible a tus invitaciones y las rechaza presentando como excusas necesidades apremiantes; hazme sensible y dispuesto a tus llamadas, en todas las estaciones de mi vida, para anunciar y dejar aparecer tu voluntad.

Señor, ayúdame a seguir con honestidad y constancia mi misión -por pequeña o grande que sea-, contrarrestada a veces, trabajosa y en absoluto popular, porque deseo seguirte sólo a ti, que eres el único camino verdadero: fiel sin volverme nunca hacia atrás, cueste lo que cueste, para anunciar y servir tu proyecto de salvación.


CONTEMPLATIO

¿Qué es la compunción cristiana? Es la íntima experiencia del alma que -frente a la muerte y resurrección del Señor- percibe la entidad y la gravedad de su pecado en relación con la inmensidad de la majestad de Dios y de su amor absolutamente gratuito, tal como se revela en los padecimientos y en la muerte de Cristo y, al mismo tiempo, en el poder liberador y pleno de su señorío de Resucitado. La compunción se siente como una transfixión del corazón: como una punción que hace salir el veneno del mal, que atenúa y vence su dureza, que infunde junto con el dolor del pecado la certeza profunda y sosegada de haber encontrado por fin al Médico omnipotente: y por eso es un sentimiento de reposo y de humilde y amoroso reconocimiento, por un lado, de nuestra indignidad y, por otro, del inexpresable amor divino, que nos acoge en el perdón y en la paz, en Cristo y por Cristo, el Crucificado-Resucitado.

En el don de la compunción se injerta o el deseo del bautismo en el nombre de Jesús o, para los que ya estamos bautizados, la reactualización de nuestro bautismo y, por consiguiente, de sus energías sanadoras y elevadoras, a través del don renovado del Espíritu Santo. Tal es -al menos en su inicio y con posibilidades de crecimiento y desarrollo infinito- la compunción cristiana, tan fundamental y tan discriminadora para el cristiano y, a fortiori, para el monje, que puede considerarse, antes que nada, un «hombre compungido», más que un hombre «aislado», más que un monje que vive en la soledad. Sin la compunción -siempre actualmente renovada incluso en los estadios más avanzados de la vida espiritual- me parece que no puede haber verdad total ni progreso real en el camino hacia Dios (G. Dossetti).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Jesucristo es Señor» (Flp 2,11).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Estar vestido de este «yo» hecho de opiniones de personas indiferentes, de condecoraciones insignificantes, de «intervenciones» protocolarias. Oprimido en esta camisa de fuerza de lo inmediato. Salir de todo esto, desnudo, sobre el abismo del alba, aceptado, invulnerable, libre: en la luz, con la luz, de luz. Uno, real en el uno. Salir fuera de mí mismo en cuanto obstáculo para mí mismo en esta consumación.

¿Por qué privarte de ello -dices-, si la cosa no hace mal a nadie y a ti te hace bien? ¿Por qué, si no está en contradicción con la decisión que has tomado? Tu misma reacción al olvidar esta promesa -como reacción a una traición y a una debilidad humillante- es una respuesta suficiente a tu pregunta.

Todo en el presente, nada para el presente. Nada para el futuro que tenga que ver con tu nombre o tu sosiego. Sólo si tu esfuerzo ha sido guiado por una entrega al deber en la que te hayas olvidado por completo de ti mismo podrás conservar la fe en todo su valor. Ahora bien, si ha sido así, tu esfuerzo hacia la meta te habrá enseñado a alegrarte cuando otros la alcancen (D. Hammarksold).