Jueves

29ª semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Efesios 3,14-21

Hermanos: 14 Doblo mis rodillas ante el Padre, 15 de quien procede toda familia en los cielos y en la tierra, 16 para que, conforme a la riqueza de su gloria, os robustezca con la fuerza de su Espíritu, de modo que crezcáis interiormente. 17 Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, que viváis arraigados y fundamentados en el amor. 18 Así podréis comprender, junto con todos los creyentes, cuál es la anchura, la longitud, la altura y la profundidad 19 del amor de Cristo, un amor que supera todo conocimiento y que os llena de la plenitud misma de Dios.

20 A Dios, que tiene poder sobre todas las cosas y que, en virtud de la fuerza con la que actúa en nosotros, es capaz de hacer mucho más de lo que nosotros pedimos o pensamos, 21 a él la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús por siempre y para siempre. Amén.


Pablo nos anunciaba ayer las maravillas del misterio del amor de Dios que, escondido durante siglos, ha sido revelado en Cristo. Hoy, del asombro que ejercía sobre él este misterio brota una vibrante oración de amor. El apóstol cae de rodillas ante el Padre, origen de toda familia en el cielo y en la tierra (v. 15), y le pide que los cristianos de Efeso sean robustecidos con poder en su interior por el Espíritu Santo (v. 16). Pablo pide en sustancia que su fe sea auténtica y vigorosa, para que Cristo habite en sus corazones y, por esta razón, pueda crecer en ellos el elemento típico y fundador de la pertenencia a Dios en Cristo Jesús: la caridad.

Pablo sabe que sólo los que están «arraigados y fundamentados en el amor» (v 17), en comunión con los otros creyentes, se encuentran en condiciones de comprender «la anchura, la longitud, la altura y la profundidad» del amor que supera con mucho toda medida y categoría humanas (v. 18). Y es que, efectivamente, es por Dios y con la energía de Dios como podemos llevar a cabo nuestra estupenda vocación: la de ser colmados «de la plenitud misma de Dios» (v. 19).

Siempre con el impulso de una profunda admiración, Pablo expresa su alabanza a un Dios que tiene el poder de obrar cosas mucho más grandes de lo que requieren nuestras peticiones y nuestras mismas aspiraciones. Sentimos vibrar en toda la perícopa un conocimiento del misterio de Dios que no es fruto del esfuerzo intelectual, sino de un amor estupefacto, que brota de una actitud profundamente interior y contemplativa.

 

Evangelio: Lucas 12,49-53

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 49 He venido a prender fuego a la tierra, y ¡cómo desearía que ya estuviese ardiendo! 50 Tengo que pasar por la prueba de un bautismo, y estoy angustiado hasta que se cumpla. 51 ¿Creéis que he venido a traer paz a la tierra? Pues no, sino división. 52 Porque de ahora en adelante estarán divididos los cinco miembros de una familia, tres contra dos, y dos contra tres. 53 El padre contra el hijo, y el hijo contra el padre; la madre contra la hija, y la hija contra la madre; la suegra contra la nuera, y la nuera contra la suegra.


Por si acaso la oración de Pablo, leída en clave espiritualista, nos hubiera conducido por caminos aéreos no fundamentados en la realidad, la perícopa del evangelio de hoy está hecha adrede para hacernos caer de toda ilusión. No estamos dispuestos «naturalmente» a acoger toda «la plenitud misma de Dios»; la dilatación de nuestro corazón a las dimensiones de la vocación cristiana no es algo que tenga lugar por un proceso espontáneo. A esta plenitud no se llega sin el combate espiritual. Jesús, que se declaró hasta tal punto por la paz que la convirtió en su saludo y en su don cada vez que se aparece como resucitado, está, sin embargo, decididamente en contra del pacifismo: contra ese pacifismo falso que es hijo de la equivocidad, de la confusión, de la cobardía, de la tristeza.

« ¿ Creéis que he venido a traer paz a la tierra? Pues no, sino división» (v 51). ¿Cómo? ¿No es el mismo Maestro y Señor el que, en su última intercesión por los suyos, oró al Padre para que estuvieran tan unidos que formaran «un solo corazón y una sola alma» (cf. Jn 17)? No se trata de una contradicción, sino de una profundización destinada a obtener una mayor claridad.

Precisamente para abrir su corazón y el ambiente en que vive a la paz de Cristo, que supera todo entendimiento, el seguidor de Jesús debe separarse de cuantos pertenecen, en la mente y en el corazón, a ese mundo que «yace bajo el poder del maligno» (1 Jn 5,19). «No es posible servir a Dios y al dinero» (Mt 6,24), dijo Jesús. Pero aquí no se habla sólo del dinero, sino de cualquier otro ídolo que, hospedado a veces en la mente y en el corazón de sus mismos familiares, le impide al discípulo crecer en el Reino de Dios, fuente de la paz y del amor.


MEDITATIO

En una sociedad como la nuestra, en grave trance, donde reinan el alboroto y la superficialidad, es preciso que nos fortalezca el Espíritu en nuestra propia interioridad. El riesgo que nos amenaza constantemente es el del aplanamiento, el de hacer oídos sordos a una llamada estupenda, como la que nos invita a colmarnos de toda la plenitud de Dios. Sin el asombro y la alegría que suponen el tomar conciencia de que estamos llamados a tan alta dignidad, sin el Espíritu, que -pedido en perseverante oración- viene a hacernos tomar conciencia en nuestro corazón de nuestras enormes riquezas, el ámbito de nuestra vida espiritual se convierte en un ámbito de esclavos.

Por otro lado, para que refulja en nosotros este tesoro adquirido y anunciado con la vida, es menester que la dimensión contemplativa de la Palabra respirada y vivida se haga concretamente posible a lo largo de nuestras jornadas. ¿Cómo? Con la espada de la que nos habla Jesús en el evangelio: nuestro libre y querido separarnos de la mentalidad corriente. Si la paz no equivale a pacifismo, tendré que hacer frente en ocasiones a la contradicción. En ciertos casos, deberé contradecir a los hombres para agradar a Dios. Allí donde se murmura de los ausentes, allí donde se hacen proyectos familiares o comunitarios «inclinados» a la mentalidad mundana dejando de lado la evangélica, allí donde se «roban» haberes sofocando al «ser» y privándole de tiempos y espacios para estar en silencio de adoración con Cristo..., en todos estos casos es preciso tener el coraje de la división.

Sin embargo, con mayor frecuencia tendremos que usar la espada sólo dentro de nosotros: contra el deseo de sobresalir, de ser el centro de afecto y de consensos, contra el desencadenamiento de las pasiones, que, si les damos rienda suelta, obnubilan la mente y el corazón, impidiendo la alegría de la contemplación, de la verdadera vida, que, en cierta medida, ya es bienaventuranza aquí abajo y remisión a aquel amor que ya no tendrá límites en la vida eterna.


ORATIO

Me arrodillo ante ti, oh Padre, de quien procede todo don en el cielo y en la tierra. Y te pido que derrames en mí tu Espíritu, para que me despierte a una fe viva que, por la gracia del Señor Jesús, inhabitando en lo más hondo de mi corazón, me permita comprender algo del amor de mi Dios, que supera toda posibilidad humana de conocer.

Concédeme, oh Padre, cada día el asombro y la veneración de este amor desmesurado. Concédeme la certeza de que tú, con el poder que ya obra en mí y en toda la Iglesia, recibes gloria: incluso a través de mi pequeñez, más allá y por encima de todas mis aspiraciones, si persevero en la lucha contra mi ego y sus mezquinas exigencias, sostenido por tu Espíritu que es Amor.


CONTEMPLATIO

Decía santa María Magdalena de Pazzi a sus hermanas: «¿No sabéis que mi Jesús no es otra cosa que amor; más aún, un loco de amor? Sí, un loco de amor en su entregarse en la cruz. Y siempre lo diré. Eres absolutamente amable, fuerte y alegre. Confortas, alimentas y unes. Eres pena y refrigerio; fatiga y reposo; muerte y vida al mismo tiempo. Por último, ¿qué es lo que no hay en ti? Eres sabio y alegre, grande, inmenso, admirable, impensable, incomprensible, inexpresable. ¡Oh amor, amor!».

Y, dirigiéndose al cielo, decía: «Dame tanta voz, oh Señor mío, que, al llamarte, sea oída desde Oriente a Occidente, para que seas conocido y amado como el verdadero amor. Tú, que eres el único que penetras, traspasas y rompes, ligas, riges y gobiernas todas las cosas, tú eres cielo, tierra, fuego, aire, sangre y agua; tú, Dios y hombre» (M. Buber, Confessioni estatiche, Milán 1987, p. 74).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Aumenta mi fe, Señor: hazla operante en la caridad».


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

El poder de la fe suscitará un nuevo tipo de hombre capaz de dominar su propio poder. Para ello hace falta la fuerza desnuda del espíritu animado por el Espíritu; es necesario crear, siguiendo la estela de la fe y la contemplación, un auténtico estilo de humilde y fuerte soberanía. Una nueva santidad, una santidad hecha de ruptura ascética y transfiguración cósmica, nos permitirá, con el ejemplo y también con una misteriosa transfusión, un cambio progresivo de las mentalidades y la posibilidad de una cultura que sirva de mediación entre el Evangelio y la sociedad, entre el Evangelio y el orden político.

En el fondo, no se trata de negar la violencia, sino de canalizarla y transfigurarla, como hizo la Iglesia en la alta Edad Media al transformar al guerrero salvaje en caballero, al jefe cruel y despótico en «santo príncipe». Para esto se hacen necesarias la ascesis y la aventura, «la lucha interior más dura que una batalla entre hombres», el gusto por servir y crear, la exigencia de iluminar la vida con la belleza «que engendra toda comunión», como decía Dionisio el Areopagita (O. Clément, II potere crocifisso, Magnano 1999, pp. 55ss).