Viernes

28ª semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Efesios 1,11-14

Hermanos:

11 En ese mismo Cristo
también nosotros hemos sido elegidos
y destinados de antemano,
según el designio de quien todo lo hace
conforme al deseo de su voluntad.

12 Así nosotros, los que tenemos puesta
nuestra esperanza en Cristo,
seremos un himno
de alabanza a su gloria.

13 Y vosotros también,
los que acogisteis la Palabra de la verdad,
que es la Buena Noticia que os salva,
al creer en Cristo
habéis sido sellados por él
con el Espíritu Santo prometido,
14 prenda de nuestra herencia,
para la redención del pueblo de Dios
y para ser un himno
de alabanza a su gloria.


Estos versículos son la parte conclusiva del magno himno al plan de la salvación llevado a cabo por Dios mediante la sangre de Jesucristo (cf. Ef 1,1-10). El autor presenta aquí un concepto clave: el de predestinación («destinados de antemano»), que ha generado controversias dramáticas en la historia de la Iglesia. Tal vez sea menos ambiguo el término si lo explicamos a partir del concepto «herencia». Estamos predestinados a la salvación en el sentido de que Dios nos ha redimido en Jesucristo, sin mérito alguno por nuestra parte, haciéndonos así herederos de su misma vida. En consecuencia, todos estamos salvados; ahora bien, puesto que somos libres, podemos rechazar esta herencia y sustraernos con ello a la salvación que se nos ha dado gratuitamente. Predestinados no significa, por tanto, necesariamente salvados. «Dios, que nos ha creado sin nosotros, no puede salvarnos sin nosotros» (Agustín de Hipona).

Sin embargo, la eficacia de la voluntad salvífica de Dios se manifiesta de todos modos con claridad cada vez que la fe está dispuesta a acogerla. Así, tanto judíos («nosotros, los que tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo»: v 12) como paganos («vosotros también»: v 13a), por haber escuchado «la Palabra de la verdad» (v 13) y haber creído en el Evangelio, se han convertido en herederos, recibiendo, sin distinción, a través del bautismo, el anticipo de los bienes futuros: el Espíritu Santo, que hace posible ya en esta tierra la vida que viviremos en plenitud sólo después de la muerte. El himno concluye después con otro término-clave: la «gloria» de Dios, que tiene un significado muy preciso en la Biblia. Se trata de la manifestación de su presencia y de lo que él es. Los cristianos están llamados a ser «un himno de alabanza a su gloria» (v. 14c), o sea, a dejar aparecer, a través de la santidad de su vida, la belleza de Dios: «Mi Padre recibe gloria cuando producís fruto en abundancia» (Jn 15,8a).

 

Evangelio: Lucas 12,1-7

En aquel tiempo, 1 la gente se aglomeraba por millares, hasta pisarse unos a otros. Entonces Jesús, dirigiéndose principalmente a sus discípulos, les dijo:

-Guardaos de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía. 2 Pues nada hay oculto que no haya de manifestarse, nada secreto que no haya de saberse. 3 Por eso, todo lo que digáis en la oscuridad será oído a la luz, y lo que habléis al oído en una habitación será proclamado desde las azoteas.

4 A vosotros, amigos míos, os digo esto: No temáis a los que matan el cuerpo y no pueden hacer nada más. 5 Yo os diré a quién debéis temer: Temed a aquel que, después de matar, tiene poder para arrojar al fuego eterno. A ése es a quien debéis temer. 6 ¿No se venden cinco pájaros por muy poco dinero? Y, sin embargo, Dios no se olvida ni de uno solo de ellos. 7 Más aún, hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. No temáis: vosotros valéis más que todos los pájaros.


El fragmento de hoy une, por comunidad temática, algunas sentencias que tienen un origen autónomo y pertenecen al género mashal, esto es, pequeñas parábolas que toman su significado del contexto en el que han sido insertadas. Los «ayes» dirigidos por Jesús a los fariseos y a los doctores de la Ley al final del capítulo 11 representan la ocasión para invitar a los discípulos a guardarse de la hipocresía farisea.

La intención de esta advertencia no es sólo de naturaleza moral. Lucas dirige su evangelio a comunidades que están viendo terminar el tiempo apostólico sin que se haya producido la parusía (la venida final de Jesús para instaurar el Reino de Dios) y que se ven amenazadas por las persecuciones y por la difusión de falsas doctrinas. En consecuencia, se plantea el problema de la perseverancia y de la fidelidad. Lucas hace frente a este problema pidiendo a los cristianos una actitud de autenticidad y claridad (vv. 2ss) y ofreciéndoles una palabra de consuelo que se convierte en invitación a la confianza en Dios (vv. 4-7).

Alienta a los cristianos a que no obren como los fariseos, cuyas palabras no corresponden a lo que tienen en el corazón y en la mente. Los cristianos deben, más bien, profesar abiertamente y sin temor su fe, cueste lo que cueste, porque, de todos modos, «nada hay oculto que no haya de descubrirse, ni secreto que no haya de saberse y ponerse al descubierto» (8,17). Cuando vuelva el Hijo del hombre, quedarán desenmascaradas las astucias y las mentiras y se revelarán vanas: serán causa de condena, antes que de salvación. El riesgo real, el que corren los cristianos tentados de esconderse o incluso de renegar del Señor Jesucristo por miedo a las persecuciones, no es perder la vida corporal, sino perder la vida verdadera, que es eterna y depende del juicio de Dios. Como ya había recordado Lucas a los discípulos, al presentar las condiciones para seguir a Jesús, «el que quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí [por Jesús], ése la salvará» (9,24). Por otra parte, ¿cómo no abandonarse confiadamente a este Dios que se preocupa con amor hasta de sus criaturas más insignificantes (vv. 6ss)?


MEDITATIO

Nos quedamos sin palabras cuando alcanzamos a tener alguna conciencia del inestimable valor y la incomparable belleza de lo que Dios nos ha dado al crearnos y recrearnos como hijos suyos en Jesucristo. Nos quedamos espantados cuando pensamos que este bien lo pone Dios en nuestras manos y lo confía a nuestra libertad. Dios demuestra tener una confianza inmensa en nosotros, y, por haberse comprometido a no dejar que nos falte nada de lo que nos es necesariopara corresponder a su don, nos inviste de una responsabilidad terrible: nos deja a nosotros determinar nuestra felicidad o infelicidad eterna.

Dios, que envió a su Hijo a la tierra para salvarnos y quiso que tomara nuestra carne para compartir en todo la condición humana, al recordarnos nuestro destino eterno, no quiere sacarnos del mundo en que vivimos y debemos vivir, sino que nos declara su amor y nos sitúa ente una alternativa y nos pide que elijamos: «Te he amado con amor eterno y te he creado para que goces de mí para la eternidad. Tú no eres capaz de llegar a mí, pero yo me ocuparé completamente de ti y haré que puedas. Te pido sólo que te fíes de mí y correspondas a mi amor, testimoniándolo con sencillez y valor. Por ti mismo, solo, no puedes hacer nada: vencerán en ti el miedo, la lógica de la componenda, los instintos del egoísmo y las debilidades de tu naturaleza y me perderás para siempre. ¿Qué es lo que quieres? ¡Elige!».


ORATIO

Señor, tú me envuelves con tu amor. Todo mi ser está encerrado por tu amor: el comienzo de mi existir, el curso de mi vida sobre la tierra, mi destino eterno. Gracias, Dios mío, por haberme soñado. Gracias por haberme vuelto a colmar de dones, por haber dispuesto previamente con cuidado todo aquello de lo que tengo necesidad. Gracias por estimarme. Gracias porque me has creado persona y me respetas, incluso cuando uso mal mi libertad. Gracias, sobre todo, porque no me quieres como un objeto pasivo de tu generosidad, sino que me pides que sea un «tú» que responde un «sí» libre de amor. Atráeme, para que yo pueda ser tu alegría.


CONTEMPLATIO

El Salvador usa una providencia especial y consagra una atención particular a aquellos que abandonan por completo hasta el cuidado de sí mismos para seguirle de un modo más perfecto: éstos tienen una capacidad mayor que los otros para entender bien la Palabra de Dios y también una capacidad mayor de ser atraídos por las dulzuras de sus atenciones. Mientras tengamos cuidado de nosotros mismos –me refiero a un cuidado lleno de inquietud–, nuestro Señor nos deja hacer, pero si le cedemos ese cuidado a él, lo asume enteramente y, según nuestra expoliación sea grande o pequeña, grande o pequeña será su providencia con nosotros. Qué felices son las almas que están muy enamoradas de nuestro Señor y siguen la norma de pensar en él con una ilimitada confianza en su suma bondad y en su providencia (Francisco de Sales, Esortazioni, LXI, 4ss [edición española: Pláticas espirituales, Balmes, Barcelona 1952]).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«No temas, pequeño rebaño:
vuestro Padre ya sabe de qué tenéis necesidad»
(cf.
Lc 12,30.32).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Debemos darnos cuenta de que nosotros «somos la gloria de Dios». Leemos en el libro del Génesis: «Entonces el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, sopló en su nariz un hálito de vida, y el hombre se convirtió en un ser viviente» (Gn 2,7). Nosotros vivimos porque participamos de la respiración de Dios, de la vida de Dios, de la gloria de Dios. La cuestión no es tanto la de «cómo vivir para la gloria de Dios», comola de «cómo vivir lo que somos, cómo realizar nuestro ser más profundo».

Tú eres el lugar donde Dios ha elegido habitar, tú eres el tópos tú theú (el «lugar de Dios»), y la vida espiritual no es otra cosa que permitir la existencia de ese espacio donde Dios pueda morar, crear el espacio donde pueda manifestarse su gloria. Cuando medites, pregúntate a ti mismo: «¿Dónde está la gloria de Dios? Si la gloria de Dios no está aquí donde yo estoy, ¿en qué otra parte puede estar?».

Naturalmente, todo esto es más que una intuición, más que una idea, más que un modo de ver las cosas y, por consiguiente, es más tema de meditación que de estudio. Pero apenas empieces a «darte cuenta», de un modo íntimo y personalísimo, de que eres verdaderamente la gloria de Dios, todo se volverá diferente y tu vida llegará a un viraje decisivo. Entonces, por ejemplo, esas pasiones que parecían tan reales, más reales que el mismo Dios, revelarán su naturaleza ilusoria y, en cierto sentido, se disiparán (H. J. M. Nouwen, Ho ascoltato il silenzio, Brescia 101998).