Martes

28a semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Gálatas 5,1-6

Hermanos: 1 Para que seamos libres, nos ha liberado Cristo. Permaneced, pues, firmes y no os dejéis someter de nuevo al yugo de la esclavitud. 2 Soy yo, Pablo, el que os lo digo: Si os circuncidáis, Cristo no os servirá de nada. 3 De nuevo lo afirmo tajantemente: Todo aquel que se deja circuncidar queda obligado a cumplir enteramente la Ley. 4 Los que tratáis de alcanzar la salvación mediante la Ley os separáis de Cristo, perdéis la gracia. 5 Por nuestra parte, esperamos ardientemente alcanzar la salvación por medio de la fe, mediante la acción del Espíritu. 6 Porque, en cuanto seguidores de Cristo, lo mismo da estar circuncidados que no estarlo; lo que vale es la fe que actúa por medio del amor.


El tema principal de la perícopa de hoy es el de la libertad ofrecida por Cristo. Pablo, animado de celo apostólico, llama a los gálatas a la realidad, poniéndoles claramente en guardia contra el peligro en que incurren al querer volver bajo el pesado «yugo de la esclavitud» (v 1) de la Ley. Pablo no pretende proponer la transgresión de la Ley o su abrogación. Jesús afirma en el evangelio (cf Lc 16,17; Mt 5,17ss) que no abolió ni siquiera una pequeña letra de la Ley escrita naturalmente en el corazón del hombre y expresada en el decálogo y en la tradición mosaica. Se trata de no acartonarse en la observancia de unas prescripciones puramente exteriores y de no convertir en absolutos cosas que han sido establecidas en vistas y como preparación a las exigencias más vigorosas del Evangelio.
«La Ley y los profetas llegan hasta Juan; desde entonces se anuncia la buena noticia del Reino de Dios, aunque todos se opongan violentamente» (Lc 16,16).

La verdadera libertad consiste en seguir al Espíritu de Cristo y, a través de él, abrirse a una vida nueva, no sometida ya a los ritos judíos -como si de ellos pudiera derivar una justificación más firme-, a una vida fundamentada en la «fe que actúa por medio del amor» (Gal 5,6). Sólo en Cristo, que «para que seamos libres nos ha liberado» (v. 1), encuentra la Ley su propio significado, y sólo la fe en él nos permite permanecer firmes y perseverar en la gracia. Volver a la circuncisión representa para los gálatas separarse del mismo Cristo y, con ello, decaer de su gracia y de su amor. El peligro para nosotros consiste en confiarnos a prácticas exteriores o en buscar vanas seguridades que nos desarraigan de la esperanza de la justificación que debemos y podemos esperar únicamente de la fe.

 

Evangelio: Lucas 11,37-41

En aquel tiempo, 37 al terminar de hablar, un fariseo le invitó a comer. Jesús entró y se puso a la mesa. 38 El fariseo se extrañó al ver que no se había lavado antes de comer. 39 Pero el Señor le dijo:

—Vosotros, los fariseos, limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras que vuestro interior está lleno de rapiña y de maldad. 40 ¡Insensatos! El que hizo lo de fuera ¿no hizo también lo de dentro? 41 Pues dad limosna de vuestro interior, y todo lo tendréis limpio.


Jesús se aparta de la muchedumbre. Su discurso sobre la honestidad del pensamiento y sobre la pureza de las intenciones prosigue en un contexto que se vuelve plástico y más real por la escena convival en la casa de un fariseo. Jesús se comporta con una extrema libertad y parece provocar adrede la extrañeza y el desdén del fariseo. El Rabí, sin esperar su crítica por haber dejado de observar uno de los muchos preceptos fariseos y sin justificarse por ello, la emprende contra el formalismo y la vanidad de quien se considera justo porque cumple los ritos puntualmente.

De la observación sobre la limpieza de la vajilla pasa Jesús directamente al corazón del hombre. La regla de la «higiene evangélica» exige la exclusión de la avidez y del egoísmo, que engendran la rapiña y la maldad (cf v 39). La actitud contraria, la que califica la «pureza del corazón» -ni que decir tiene-, es la caridad. De la caridad viene la generosidad que sabe dar como limosna cuanto reconoce haber recibido gratuitamente de Dios (v 41).

En el pasaje paralelo de Marcos, los discípulos provocan una explicación sobre esta pureza del corazón: «Nada de lo que entra en el hombre puede mancharlo. Lo que sale de dentro es lo que contamina al hombre. [...] Porque es de dentro, del corazón de los hombres, de donde salen los malos pensamientos, fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, perversidades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, soberbia e insensatez. Todas estas maldades salen de dentro y manchan al hombre» (Mc 7,15.21-23).


MEDITATIO

Los diez mandamientos, las leyes y las prescripciones -incluidas las de la Iglesia- tienen sentido y valor en la medida en que nos ponen en guardia contra las malas inclinaciones, contra los instintos frecuentemente perversos que se ocultan en nosotros. Sin embargo, no tienen que ser ellos los que determinen en cada uno de nosotros el grado de realización del ideal de pureza al que nos invita y desea para nosotros la santidad de Dios. La raíz originaria del pecado se desarrolla en lo íntimo de nuestro espíritu, en nuestro corazón, aunque Dios nos ha hecho bellos por dentro y por fuera, y así es como nos quiere.

No sirve, por tanto, de nada, e incluso es peligroso, confiarse a la ficción de un perfeccionismo exterior. Si ponemos en movimiento «la fe que obra por medio de la caridad», si damos limosna desde nuestro interior, quemando en la caridad todo lo que acabaría por pudrirse si lo dejamos fermentar en el egoísmo del corazón, entonces «todo estará limpio», entonces podremos esperar «de la fe la justificación que esperamos».


ORATIO

Abre, Padre, mi corazón a la luz de tu verdad. Que yo no tenga miedo de dejarla penetrar en mí para reconocer todo el bien que puedo poner a tu servicio y al del prójimo. Que la franqueza y la sinceridad marquen mi pensamiento y mi acción, a fin de que no caiga en la hipocresía disfrazándome de justicia y de perfección, hasta creerme, yo mismo, justo y santo.

Padre, concédenos a mí y a toda tu Iglesia tu Espíritu de verdad, a fin de que la fe produzca realmente obras de caridad y se realice sugestivamente ante el mundo aquella libertad que Cristo nos dio «para que permanezcamos libres».


CONTEMPLATIO

Debemos vigilar nuestra conciencia desde diferentes aspectos. Es preciso vigilarla, en efecto, en relación con Dios, en relación con el prójimo y en relación con las cosas. En relación con Dios, para no acabar despreciando sus mandamientos, ni siquiera en aquellas cosas que nadie ve y de las que nadie pide cuentas. No vigilamos la conciencia en lo secreto ante Dios cuando, por ejemplo, descuidamos la oración; tampoco nos mostramos vigilantes de la santidad de Dios cuando nos dejamos vencer por un pensamiento pasional que sube al corazón y consentimos en él, y cuando sospechamos y condenamos al prójimo sobre la base de apariencias al oírle decir o verle hacer algo. En suma, debemos vigilar todo lo que acontece en lo secreto y nadie ve, excepto Dios y nuestra conciencia. En esto consiste vigilar la conciencia en relación con Dios (Doroteo de Gaza, Insegnamenti spirituali).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Tu Ley, Señor, es mi alegría» (de la liturgia).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

La denuncia del mal constituye sólo el punto de partida, la conditio sine qua non. Lo que cuenta es el deseo ardiente de Dios, la confianza total e incondicionada en él y, sobre todo, el cambio del corazón. A propósito de este último, leemos en el Sal 119: «Te busco de corazón, no dejes que me desvíe de tus mandatos. Dentro del corazón guardo tu promesa» (w. 10ss). Y en el Sal 40,9: «Amo tu voluntad, Dios mío, llevo tu Ley en mi corazón».

Con buscar al Señor no basta. Lo importante es buscarlo en una atmósfera cargada, saturada, de amor. Lo mismo cumple decir en orden al cumplimiento de la Ley. La observancia puramente exterior de los preceptos sigue estando fuera de la «dinámica» de la conversión si no nos preocupamos con el mismo empeño de la calidad de las disposiciones interiores, si no tenemos el coraje de pasar de la fase de la mera «ejecución» a la fase de la «coparticipación». En este sentido, son claras y categóricas las palabras del salmista: «Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, renueva dentro de mí un espíritu firme» (Sal 51,12), «Instrúyeme para que observe tu Ley y la guarde de todo corazón. Guíame por el camino de tus mandatos, que son mi delicia. Inclina mi corazón hacia tus preceptos, apártalo del lucro» (119,34-36).

La Ley adquiere el derecho de entrar en el espacio de la conversión cuando está en condiciones de dejarse esculpir no en la piedra, sino en lo íntimo del espíritu; cuando, dicho con otras palabras, es acogida por el hombre de manera libre y en un clima de incontenible alegría (V. Pasquetb, «Messaggio spirituale del vangeli», en Rivista di vita spirituale [1978]).