Lunes

27ª semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Gálatas 1,6-12

Hermanos: 6 No salgo de mi asombro al ver qué pronto habéis abandonado a quien os llamó mediante la gracia de Cristo y con qué rapidez habéis abrazado otro evangelio. 7 Pero no hay otro evangelio. Lo que pasa es que algunos están desconcertándoos e intentan manipular el evangelio de Cristo. 8 Pues sea maldito cualquiera -yo o incluso un ángel del cielo- que os anuncie un evangelio distinto del que yo os anuncié. 9 Ya os lo dije, y ahora os lo repito: si alguno os anuncia un evangelio distinto del que habéis recibido, ¡caiga sobre él la maldición!

10 Porque, vamos a ver: ¿busco yo ahora el favor de los hombres o el de Dios? ¿Trato acaso de agradar a los hombres? Si todavía tratara de agradar a los hombres, no sería siervo de Cristo.

11 Quiero que sepáis, hermanos, que el Evangelio anunciado por mí no es una invención de hombres, 12 pues no lo recibí ni lo aprendí de hombre alguno; Jesucristo es quien me lo ha revelado.


En su segundo viaje misionero había atravesado Pablo «Frigia y la región de Galacia» (Hch 16,6), a saber, la región que se extiende en torno a la actual Ankara, y había fundado allí comunidades cristianas que visitó después en su tercer viaje (Hch 18,23), en los años 53-57 d. C. Lo que propugnaba Pablo es que el creyente se salva en virtud de la fe en Jesucristo crucificado y resucitado, y no a causa de la sola observancia de la Ley. Esta -dirá Pablo- es libertad. Los cristianos judaizantes, no obstante, pretendían adaptar la práctica del Evangelio a la religión judía y a algunas de sus prácticas (como la circuncisión y otras prescripciones). También la Iglesia que estaba en Galacia padeció esta «intrusión» por parte de los judaizantes. Pretendían éstos nada menos que ironizar sobre la autoridad y la doctrina de Pablo. La reacción del gran convertido de Damasco es vigorosa.

Pablo, dirigiéndose a los «igálatas insensatos! ¿Quién os ha fascinado?» (Gal 3,1), expresa una indignación que no es tanto autodefensa como constatación de que corren el riesgo de abandonar el Evangelio de Cristo o de contaminarlo, subvertirlo. El tono de esta perícopa ya es encendido. Estas palabras encendidas persiguen sobre todo obtener que los gálatas se declaren a favor de Cristo y acojan de modo pleno la única certeza que cuenta: el Evangelio, tal como les ha sido predicado, el Evangelio del Señor Jesús. Precisamente porque está convencido hasta el fondo de que se trata de la única alegre noticia que cuenta, puede declarar Pablo con toda franqueza que con la predicación del Evangelio no busca agradar a los hombres, sino a Dios. Lo que él ha venido a anunciar es, en efecto, la Palabra de Dios, recibida por revelación de Jesús y no por enseñanza humana.


Evangelio: Lucas 10,25-37

En aquel tiempo, 25 se levantó un maestro de la Ley y le dijo para tenderle una trampa:

-Maestro, ¿qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?

26 Jesús le contestó:

-¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?

27 El maestro de la Ley respondió:

-Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo.

28 Jesús le dijo:

-Has respondido correctamente. Haz eso y vivirás.

29 Pero él, queriendo justificarse, preguntó a Jesús:

-¿Y quién es mi prójimo?

30 Jesús le respondió:

-Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos salteadores que, después de desnudarlo y golpearle sin piedad, se alejaron dejándolo medio muerto. 31 Un sacerdote bajaba casualmente por aquel camino y, al verlo, se desvió y pasó de largo. 32 Igualmente un levita que pasó por aquel lugar, al verlo, se desvió y pasó de largo. 33 Pero un samaritano que iba de viaje, al llegar junto a él y verlo, sintió lástima. 34 Se acercó y le vendó las heridas, después de habérselas curado con aceite y vino; luego lo montó en su cabalgadura, lo llevó al mesón y cuidó de él. 35 Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al mesonero, diciendo: «Cuida de él, y lo que gastes de más te lo pagaré a mi vuelta». 36 ¿Quién de los tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?

37 El otro contestó:

-El que tuvo compasión de él.

Jesús le dijo:

-Vete y haz tú lo mismo.


Jesús va de viaje hacia Jerusalén. Un judío, experto legista, durante una parada, se propone «atraparlo» con una pregunta de extrema importancia: ¿qué se debe hacer para alcanzar la vida eterna? Jesús, siguiendo su estilo, responde con otra pregunta que remite al experto legista a la Ley misma de Moisés. ¿Qué está escrito en ella? El hombre responde recordando el precepto del amor total a Dios, tal como aparecía formulado en Dt 6,3 y había sido retomado en el shema' («Escucha, Israel»), recitado a diario por los israelitas. Une a este precepto el del amor al prójimo, tal como aparece en Lv 19,18.

Tras aprobar Jesús esta perfecta síntesis, el legista le plantea otra pregunta-trampa: «¿Y quién es mi prójimo?» (v 29). Si pensamos que en el Antiguo Testamento sólo era «prójimo» el israelita y, más tarde, el emigrante inserto en la comunidad israelita (cf. Lv 19,33ss); si tenemos en cuenta que en la época de Jesús el concepto de «prójimo» prácticamente se refería al miembro de la propia secta (fariseos, celotas, etc.), percibiremos la agitadora fuerza innovadora expresada en el relato de Jesús. Su respuesta no es teórica, sino que se inserta en el orden concreto de la vida con la narración de una parábola que debía recordar a los oyentes hechos acaecidos en la vida diaria.

También es importante el escenario: el camino que lleva desde Jerusalén (740 metros) a Jericó (bajando a 350 metros bajo el nivel del mar) presenta un recorrido impracticable, con un desnivel de 1.000 metros, lleno de quebradas donde se escondían los salteadores. Así pues, la acción es animada y fuerte: al hombre agredido, lacerado y sangrante, lo encuentran casualmente un sacerdote y un levita (en aquella época volvían a casa cada semana después de su turno en el templo de Jerusalén); dos hombres, religiosos por excelencia, ven lo sucedido y pasan de largo; por último, el protagonista del relato, un samaritano mestizo, bastardo y hereje, ve la misma escena y se ocupa del herido. Jesús se complace en describir con vivas pinceladas todas las acciones de este hombre con tan mala fama entre los judíos. Este no se contenta con ver, sino que -sintiendo compasión- se acerca al malaventurado: desinfecta las heridas con el vino, fuertemente alcoholizado, de Palestina, le alivia el dolor con el aceite, le lleva al mesón, donde paga de su propio bolsillo las atenciones que se dispensen a este pobrecillo.

Jesús plantea aún otra pregunta: «¿Quién de los tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?». ¡Ojo!: aquí se encuentra el núcleo del relato. Cuando Jesús, aprobando la respuesta del maestro de la Ley, le dice: «Vete y haz tú lo mismo» (v. 37), desplaza totalmente el centro del problema. La cuestión no es saber quién es nuestro prójimo, puesto que todo hombre que comparta con nosotros la naturaleza humana lo es; se trata más bien de saber cómo se llega a ser prójimo para el otro. El que expresa su propia compasión en el orden concreto de su acción cotidiana es verdadero discípulo de Dios, porque «se hace prójimo» del hombre.


MEDITATIO

También yo estoy llamado a vigilar para que mi fidelidad al Evangelio sea total. No eran sólo los gálatas quienes corrían el riesgo de confundir la verdadera «alegre noticia» que es el Evangelio de Cristo. También hoy circulan ideas confusas y resbaladizas dentro de un falso irenismo, con barullos de actitudes que no tienen nada que ver con el ecumenismo, con el diálogo interreligioso y con el mundo: realidades sacrosantas todas ellas y que hemos de buscar. La palabra de Pablo me interpela en orden a mi anuncio personal de Jesús, que no puede ser «teleguiado» por modas culturales y espiritualistas.

Si quiero agradar a Dios, es preciso que sea siervo alegre del evangelio y, precisamente por eso, libre de amar. Esta es mi verdadera libertad, una libertad que está en plena consonancia con el Evangelio. «El buen samaritano se hace prójimo a pesar de la distancia étnica, social y hasta religiosa. No pide contrapartidas» (C. M. Martini). No se protege en pseudoseguridades o miedos, ni en integrismos para lanzar flechas de juicios puntiagudos sobre quienes no piensan lo mismo.

Seguir el camino del Evangelio de Jesús supone una adhesión plena y, por consiguiente, no sólo mental, sino del corazón y de la vida. Es dentro de mi vida diaria donde Jesús -el buen samaritano por excelencia, que se hizo tan prójimo que me entregó su vida en la cruz- me pide que me convierta. Desde la indiferencia del sacerdote y del levita estoy llamado a «hacerme prójimo» con un corazón atento y cálido. Desde la intolerancia del legista que también anida en mí he de pasar a la mansedumbre, a la escucha, al diálogo. De su dureza de corazón he de convertirme «preocupándome» por quienes están a mi lado, especialmente por los que sufren.

Hacerme prójimo en la familia, en el trabajo, en la parroquia o en el movimiento eclesial significa en la práctica revestirme por dentro de paciencia, de benevolencia, de empatía y simpatía; significa hacer desaparecer las muy posibles sombras de envidia y de celos y deseos de conseguir aprobaciones. Hacerse prójimo significa anegar en el mar de la misericordia de Dios resentimientos, amarguras e intereses recónditos. Hacerme prójimo supone, a fin de cuentas, estar revestido por completo de su amor, que, en el orden concreto, se convierte en disponibilidad para ocuparse, para hacerse cargo del otro.


ORATIO

Señor Jesús, que has dicho: «Sin mí no podéis nada, pero conmigo daréis mucho fruto» (cf. In 15,5), te pido que me ayudes a «introducirme vivo» en tu Evangelio, a creer con plena adhesión de mente y de corazón. Concédeme, pues, hacer desaparecer, con la energía de tu Espíritu, toda la indiferencia, la comodidad y la intolerancia que tanto me hacen asemejarme a quienes, por el camino de Jericó, dejaron en tierra al hombre herido.

Crea en mí, Señor, un corazón nuevo, un corazón capaz de advertir el grito secreto de quien sufre, un corazón tan persuadido de tu amor y tan enamorado de ti que viva sólo para reconocerte, para amarte y «ocuparse» de todo prójimo.


CONTEMPLATIO

La Iglesia tiene necesidad de su perenne pentecostés,
necesita fuego en el corazón,
palabras en los labios,
profecía en la mirada.
La Iglesia necesita ser
Templo del Espíritu Santo,
de una pureza total y de vida interior [...].

La Iglesia necesita recuperar
la sed, el gusto, la certeza de la verdad
y escuchar con inviolable silencio
y con dócil disponibilidad
la voz, el coloquio
en el asentimiento contemplativo del Espíritu,
que nos enseña toda verdad.

Y necesita también la Iglesia
volver a sentir fluir
por todas sus humanas facultades
la onda del amor que se llama caridad
y que ha sido difundida en nuestros corazones
«por el Espíritu Santo que nos ha sido dado»

(Pablo VI, en D. Ange, La Pentecoste perenne, Milán, 1998, pp. 39ss).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Despierta, Jesús, mi corazón: hazlo capaz de amar».


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

«El amor es paciente y bondadoso; no tiene envidia, ni orgullo, ni jactancia.» Si lleváis todos estos ingredientes a vuestra vida, todo lo que hagáis será eterno. Es algo a lo que merece que le dediquemos tiempo. Nadie puede hacerse santo durmiendo. Hacen falta la oración, la meditación y tiempo; el perfeccionamiento tanto en el plano físico como en el espiritual exige preparación y cuidados. Desead esta única cosa a cualquier precio, cambiad este «yo» viejo que tenéis para hacer sitio a la «novedad» del amor, al don de vosotros mismos. Volviendo al pasado, por encima y más allá de los placeres efímeros de la vida, aparecen también momentos en los que habéis podido realizar actos de bondad en favor de aquellos que os rodean: cosas demasiado pequeñas como para que valga la pena hablar de ellas, pero que también os producen la sensación de haber entrado en la verdadera vida.

He visto casi todas las cosas maravillosas que Dios ha hecho, he probado casi todos los placeres que Dios ha proyectado para el hombre. Sin embargo, mirando hacia atrás, veo brotar de la vida ya transcurrida breves experiencias en las que el amor de Dios se reflejaba en una modesta imitación de él, en un pequeño acto de amor mío. Estas son las únicas cosas que sobreviven. Todo lo demás es transitorio. Cualquier otro bien es fruto de la fantasía. Pero los actos de amor que todos ignoran –e ignorarán siempre- no fracasan nunca (E. Drummond, La cosa piú grande del mondo, Roma 1992, pp. 67ss).