Jueves

25ª semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Eclesiastés 1,2-11

2 Vanidad de vanidades, dice Qohélet, vanidad de vanidades; todo es vanidad. 3 ¿Qué provecho saca el hombre de todos los afanes que persigue bajo el sol? 4 Una generación pasa, otra generación viene, y la tierra permanece siempre. 5 Sale el sol, se pone el sol y corre hacia el lugar de donde volverá a salir. 6 Sopla al sur y sopla al norte y, gira que te gira, el viento reanuda su carrera. 7 Todos los ríos van al mar, pero el mar nunca se llena, y, sin embargo, los ríos van siempre al mismo lugar.

8 Todas las cosas cansan, y nadie es capaz de explicarlo; ni el ojo se sacia de ver, ni el oído de oír. 9 Lo que fue, eso será; lo que se hizo, se hará: nada hay nuevo bajo el sol. 10 Y si de algo se dice: «Esto es nuevo», eso ya existió en los siglos que nos precedieron. 11 No queda recuerdo de los antepasados, y de los que vendrán detrás tampoco quedará recuerdo entre sus sucesores.


«Todo es vanidad» (v.
2), responde el libro del Eclesiastés al preguntarse por el sentido de la vida. «Vanidad», en hebreo hevel, es una palabra que puede significar muchas cosas, pero todas relacionadas con la imagen del soplo, de la niebla, del humo, de algo, en suma, inconsistente: tal vez de lejos te encanta, pero cuando lo tienes entre las manos te decepciona. Así es la vida del hombre: una realidad engañosa, caduca y absurda. Qohélet se muestra verdaderamente drástico y provocador. ¿Cuáles son las razones de una afirmación tan negativa? Por ejemplo, el estridente contraste entre la precariedad del hombre y el permanecer de la naturaleza: «Una generación pasa, otra generación viene, y la tierra permanece siempre» (v 4).

Todos dicen que el hombre es más importante que las cosas; sin embargo, el hombre desaparece, mientras que las cosas permanecen. Y, además, si miras más allá de las apariencias, te das cuenta de que el hombre está como dentro de un círculo en el que se debate impotente sin comprender la razón. Todo se mueve, pero, en realidad, todo sigue igual. Todo vuelve al punto de partida, como el movimiento del sol, del viento y del agua de los ríos.

También el afán del hombre («Todos sus días son sufrimiento, disgusto sus fatigas, y ni de noche descansa»: 1,23) es un dar vueltas sobre sí mismo, un hacer y un deshacer, sin llegar nunca a un atracadero definitivo. El mundo nuevo que el hombre se esfuerza en construir huye continuamente de sus manos, y así cada generación comienza desde el principio.

Quizás Qohélet esté pensando sin más en la esperanza mesiánica de los profetas y la contesta. Se trata de una esperanza religiosa, aunque siempre terrestre. Pero, entonces, ¿cómo se puede hablar verdaderamente de novedad? Siempre estará el límite de la muerte, el ojo del hombre continuará sin saciarse de ver y el oído sin cansarse de oír, y siempre se le escapará al hombre el sentido del conjunto.

Así pues, ¿todo es vanidad? El Nuevo Testamento nos brindará una precisión esencial: todo es vanidad, pero no la caridad.

 

Evangelio: Lucas 9,7-9

En aquel tiempo, 7 el tetrarca Herodes oyó todo lo que estaba sucediendo y no sabía qué pensar, porque unos decían que Juan había resucitado de entre los muertos, 8 otros que Elías había aparecido, otros que uno de los antiguos profetas había resucitado. 9 Herodes dijo:

-Yo mandé decapitar a Juan. ¿Quién es, pues, éste de quien oigo decir tales cosas?

Y buscaba una ocasión para conocerlo.


Herodes está perplejo: ¿quién es ese Jesús de quien tanto se habla? En la corte se hacen diferentes conjeturas: es Juan, que ha resucitado; es Elías, es un profeta. Como podemos ver, la gente capta algo de la grandeza de Jesús, pero su error fundamental es comparar a Jesús con figuras del pasado, con figuras ya conocidas. Jesús es una novedad y, para comprenderlo, es preciso mirarle a él mismo, no a otro.

Herodes es un hombre culto, práctico. Quisiera reunirse con Jesús e informarse personalmente de quién es. Pero ¿de qué le serviría? Se reunirá con él, en efecto, más tarde, durante la pasión, pero no conseguirá comprender nada de Jesús e intentará comprender e intentará ocultar su propia torpeza recurriendo a un humor vulgar. La fe no nace de semejantes verificaciones ni está hecha para hombres como Herodes.


MEDITATIO

La amarga página del libro del Eclesiastés depende mucho del momento en el que la leas: si te encuentras en la plenitud de tus fuerzas o estás comprometido con tareas absorbentes, te parecerá muy amarga e incluso inoportuna. Si te encuentras desconsolado o en un momento de hacer balance de tu vida, te parecerá como luz solar y despiadadamente verdadera. Ahora bien, por encima de los estados de ánimo, se trata de una página realista y necesaria. Y lo es porque fotografía la situación del hombre en el mundo, destinado a pasar, a desaparecer, a no dejar huella. Es una página que tanto poetas como pensadores han retomado de continuo y representado con acentos conmovedores y a menudo desesperados. Sin embargo, para ti, cristiano, es sólo el primer paso, al que no debe dejar de seguir el segundo: la seguridad de que es a partir de esta nada como se puede construir el todo, si lo aceptas de Dios, si lo orientas a él, si lo usas como quiere la voluntad que lo ha creado y lo puede y lo quiere conservar.

Estamos, pues, ante una doble meditación sobre la nada y sobre el todo. Sobre el cómo no dejarse absorber por la nada y, por consiguiente, deshacerse en humo, y sobre el cómo dar consistencia a estas apariencias tan frágiles. Una doble meditación en la que están comprometidos a fondo el realismo de la razón y el realismo de la fe, en la que un realismo presupone el otro, en la que uno completa al otro. El libro del Eclesiastés es un libro necesario para la formación de la conciencia cristiana, con tal de que no sea el único. El misterio pascual, fundamento de la fe, empareja muerte y resurrección, denota y victoria, fracaso y reconocimiento de la perennidad de quien permanece fiel a Dios.


ORATIO

Sé bien, oh Señor, que no me dejas pasar por alto las ocasiones para que reflexione sobre la «infinita vanidad del todo». Quieres que no me aferre a nada, porque el todo de este mundo es nada cuando está separado de ti. Una nada que se arrastra en la nada. Te doy gracias por recordármelo hoy con las vigorosas palabras de Qohélet. Pero tú no quieres que me detenga aquí, porque la vida así sería demasiado desconsolada. Me haces entrever que «todo es vanidad», excepto amarte a ti. Tu amor da consistencia a las cosas, las sustrae de la nada, las redime de la vanidad y las coloca en tu Reino.

Concédeme, mi amantísimo Señor, este amor tuyo para que no me detenga en las cosas que pasan, para que mantenga fija la mirada en ti, origen y fin de todas las cosas. Concédeme tu amor para que pueda rescatar las cosas que toco por su vanidad. Concédeme ese gran amor tuyo que me proyecta hacia ti cuando el sentido de la nada, de la vanidad, de la oscuridad, quiere encerrarme en un pesimismo sin esperanza. Porque, como sé muy bien, querido Señor mío, tú cavas en mí un vacío para llenarlo de ti. Tú remueves lo que pasa para atraerme hacia el Reino de las realidades perennes. Ayúdame a mantener viva en mí esta certeza, para ascender cada día más cerca de ti.


CONTEMPLATIO

¿Qué te aprovecha disputar altas cosas de la Trinidad, si careces de humildad, por donde desagradas a la Trinidad?

Por cierto, las palabras subidas no hacen santo ni justo, mas la virtuosa vida hace al hombre amable a Dios.

Más deseo sentir la contrición que saber definirla.

Si supieses toda la Biblia a la letra y los dichos de todos los filósofos, ¿qué te aprovecharía todo sin caridad y gracia de Dios?

«Vanidad de vanidades y todo vanidad» (Ecl 1,2), sino amar y servir solamente a Dios.

Suma sabiduría es, por el desprecio del mundo, ir a los reinos celestiales.

Vanidad es, pues, buscar riquezas perecederas y esperar en ellas.

También es vanidad desear honras y ensalzarse vanamente.

Vanidad es seguir el apetito de la carne y desear aquello por donde después te sea necesario ser castigado gravemente.

Vanidad es desear larga vida y no cuidar que sea buena.

Vanidad es mirar solamente a esta presente vida y no prever lo venidero.

Vanidad es amar lo que tan presto se pasa y no buscar con solicitud el gozo perdurable.

Acuérdate frecuentemente de ese dicho de la Escritura: «No se harta la vista de ver ni el oído de oír» (Ecl 1,8).

Procura, pues, desviar tu corazón de lo visible y traspasarlo a lo invisible, porque los que siguen su sensualidad manchan su conciencia y pierden la gracia de Dios (Tomás de Kempis, Imitación de Cristo, I, 2, San Pablo, Madrid 1997, pp. 36-37).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Concédeme, oh Dios, la sabiduría del corazón» (de la liturgia).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

La existencia humana está sostenida, en sus dimensiones esenciales, por una desconocida fuerza ascensional, es decir, por una tensión del espíritu que tiende hacia valores todavía lejanos. Eso es lo que los antiguos filósofos definieron como extensio animi ad magna y nosotros quisiéramos llamar «esperanza primordial».

La conciencia del hombre está hecha para el futuro. El momento presente está todavía sumergido en la oscuridad. Lo que vivimos ahora es, por lo general, decepcionante. La vida humana sigue siendo, por tanto, siempre preludio de otra. El hombre sigue creándose siempre nuevos deseos; sus expectativas no se aplacan nunca, sino que se proyectan infaliblemente hacia el futuro, hacia el Reino del «todavía no». Y, efectivamente, existe en él un impulso imposible de suprimir que le impulsa hacia un «buen fin». Esta esperanza en un futuro mejor echa sus raíces en el deseo de ser feliz propio de la naturaleza humana. Estamos, como es evidente, frente al «motor» de todo pensamiento y actividad, de todo sueño y de toda aspiración del hombre. En consecuencia, el «nacimiento» del hombre está continuamente en devenir, hasta el momento de su muerte. Esta «esperanza primordial» se resuelve, por lo que respecta a la concepción cristiana de la vida, en la esperanza del cielo. El hombre se ha sentido atraído siempre por lo desconocido como por una realidad más bella y digna de conquistar. La realidad última, hacia la cual tendemos, en medio de las múltiples expresiones de la esperanza primordial, es la «patria», el «instante pleno y completo». Según la expresión de Abelardo, es «aquella comunión en la que el deseo no previene a la cosa, ni el cumplimiento se revela inferior a la expectativa» (L. Boros, Vivere nella speranza, Brescia 31972, pp. 95ss [edición española: Vivir de esperanza, Verbo Divino, Estella 1974]).