Lunes

24ª semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: 1 Corintios 11,17-26

Hermanos: no puedo alabar el que vuestras reuniones os perjudiquen en lugar de aprovecharos. 18 En primer lugar, ha llegado a mis oídos que, cuando os reunís en asamblea, hay entre vosotros divisiones. Y en parte lo creo, 19 pues hasta es conveniente que haya disensiones entre vosotros, para que salgan a la luz los auténticos cristianos.

20 El caso es que, cuando os reunís en asamblea, ya no es para comer la cena del Señor, 21 pues cada cual empieza comiendo su propia cena, y así resulta que mientras uno pasa hambre, otro se emborracha. 22 Pero ¿es que no tenéis vuestras casas para comer y beber? ¿En tan poco tenéis la Iglesia de Dios, que no os importa avergonzar a los que no tienen nada? ¿Qué voy a deciros? ¿Esperáis que os felicite? ¡Pues no es como para felicitaros!

23 Por lo que a mí toca, del Señor recibí la tradición que os he transmitido, a saber, que Jesús, el Señor, la noche en que iba a ser entregado, tomó pan 24 y, después de dar gracias, lo partió y dijo: «Esto es mi cuerpo, entregado por vosotros; haced esto en memoria mía». 25 Igualmente, después de cenar, tomó el cáliz y dijo: «Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; cuantas veces bebáis de él, hacedlo en memoria mía». 26 Así pues, siempre que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que él venga.


La institución de la eucaristía es una enseñanza recibida de la tradición apostólica que se remonta a Jesús (v. 23), y Pablo tiene el deber de transmitirla a las distintas comunidades. Sobre el valor histórico de estos dos verbos («recibir» - «transmitir») meditaremos más adelante; aquí vamos a considerar el valor que, según Pablo, tiene la celebración eucarística para la vida de la comunidad cristiana de Corinto.

La eucaristía es, en primer lugar una llamada, una vocación divina: no puede ni debe ser reducida a una mera convergencia de diferentes sujetos, aunque sea con intenciones respetables y dignas de alabanza. Al contrario, cada vez que la comunidad se reúne para celebrar la eucaristía, obedece a una invitación-mandato del Señor Jesús. Dicho aún con mayor precisión, la eucaristía es un hacer memoria del Señor muerto y resucitado: no puede ni debe ser alterada su fuerza sobrenatural, que nos pone en comunión personal con aquel de quien hacemos memoria.

La fórmula «Haced esto en memoria mía» (vv. 24ss), que Pablo comparte con Lucas (22,19), no deja lugar a ninguna duda. Los exégetas señalan que Jesús no pretende dejar aquí a sus discípulos un testamento cual-quiera, sino un auténtico memorial (según la terminología técnica hebrea: zikkarón).

Hoy, con una terminología exquisitamente más teológica, diríamos «memoria eficaz y actualizadora», capaz de producir lo que significa. La eucaristía es también comer la cena del Señor: no puede ni debe ser alterada esta dimensión convival de la eucaristía. Éste es el signo elegido por Jesús, un signo que la tradición apostólica respeta de manera escrupulosa; a falta de este signo, no tendríamos el fruto de la presencia sacra-mental de Jesús y de la eficacia salvífica de su muerte y resurrección.

 

Evangelio: Lucas 7,1-10

En aquel tiempo, 1 cuando Jesús terminó de hablar al pueblo, entró en Cafarnaún. 2 Había allí un centurión que tenía un criado a quien quería mucho y que estaba muy enfermo, a punto de morir. 3 Oyó hablar de Jesús y le envió unos ancianos de los judíos para rogarle que viniese a curar a su criado. 4 Los enviados, acercándose a Jesús, le suplicaban con insistencia:

6 Jesús los acompañó. Estaban ya cerca de la casa cuando el centurión envió unos amigos a que le dijeran:

9 Al oír esto Jesús, quedó admirado y, volviéndose a la gente que lo seguía, dijo:

-Os digo que ni en Israel he encontrado una fe tan grande.

10 Y al volver a la casa, los enviados encontraron sano al criado.


El relato de la curación que Lucas nos refiere en este fragmento se concentra más en la fe que obtiene el milagro que en el milagro mismo. La figura del centurión pagano asume de este modo un valor emblemático: no hay duda de que Lucas desea entregarnos un modelo tomado precisamente del mundo pagano.

La fe del centurión se compone de humildad y de confianza: ambas actitudes lo hacen no sólo abierto al don que va a recibir, sino también a la comunidad de los discípulos de Jesús, a la que pueden pertenecer personas de diferente extracción sociológica. Hay un detalle que nos sorprende y que tiene una gran actualidad. Mientras los ancianos judíos recomiendan el centurión a Jesús en virtud de algunos favores que les había hecho («Merece que se lo concedas»: v 4), el centurión envía a decir a Jesús: «Señor, no te molestes. Yo no soy digno de que entres en mi casa» (v. 6). Está claro que para Jesús son más eficaces estas palabras, marcadas por una humildad grande y sincera, que las otras -demasiado interesadas- con las que los ancianos le formulan su recomendación.

Señalemos, por último, que, como Mateo, también Lucas considera este hecho un preludio de la llegada de los paganos a la Iglesia: el asunto le interesa aún más porque él y sólo él sentirá la necesidad de dedicar la segunda parte de su obra, los Hechos de los Apóstoles, a este gran acontecimiento. Se entrevé así el tema de la apertura universalista de la salvación traída por Jesús.


MEDITATIO

En la primera lectura de hoy, Pablo confia a sus comunidades un precioso bien testamentario mediante dos verbos técnico-teológicos («recibir» - «transmitir»: cf asimismo 1 Cor 15,3). Nos preguntamos qué puede enseñarnos este binomio, sobre todo en vistas a nuestro modo de ser una comunidad eucarística.

En primer lugar, aparece aquí la autoconciencia apostólica de Pablo, un rasgo -decíamos también- autobiográfico, aunque en el sentido más elevado del término. En efecto, el apóstol no quiere darse a conocer por sus características personales, sino por su misión, una misión a la que no puede sustraerse. Un elemento esencial e irrenunciable de tal misión apostólica es precisamente la transmisión de la memoria de lo que Jesús dijo e hizo la víspera de su pasión. En segundo lugar, se percibe la centralidad de la eucaristía en el tesoro de las verdades que los apóstoles están obligados a transmitir (por ejemplo, como en 1 Cor 15,3, la verdad histórico salvífica del acontecimiento de la resurrección de Jesús). Es como decir que la comunidad cristiana -y dentro de ella todo verdadero discípulo de Jesús- no puede vivir y mucho menos atestiguar su propia fe si no tiene en el centro de su vida la eucaristía, considerada precisamente como memoria actualizadora del misterio pascual y, por ello, capaz de producir también en nosotros la gracia del misterio que significa. En tercer lugar, se percibe de manera concreta la verdad del dicho: «La eucaristía hace la Iglesia». Sería demasiado poco considerar y afirmar que la Iglesia «hace», es decir, celebra la eucaristía: sería reductor y unilateral. Es preciso que nos remontemos más arriba, al acontecimiento de la pascua de Jesús, del que la eucaristía es «memoria>) fiel y actualizadora.


ORATIO

Oh Señor, la gracia es sólo iniciativa tuya: no es un proyecto humano, y mucho menos puede ser merecida. Gracias, Señor, por tus dones gratuitos.

Oh Señor, tu gracia me precede siempre, anticipando los tiempos y los plazos y superando todas mis expectativas. Que aprenda yo, Señor, a gozar contigo y con mi prójimo por tus dones, por todo signo de tu bondad paterna.

Oh Señor, tu gracia no es nunca abstracta o genérica: la experimentamos siempre de manera concreta en el espacio y en el tiempo y fluye de ordinario en nuestra vida cotidiana. Que yo te reconozca, Señor, mientras caminas conmigo.

Oh Señor, sólo un corazón libre de pretensiones, de prejuicios, de rencores y de orgullo está dispuesto a recibir tu gracia. Hazme capaz de recibirte, Señor, y de apreciar tus sorpresas: sólo así podré experimentar tu amor.

Oh Señor, lo que tú me dices, en lo secreto del corazón, es siempre un gran don para mí, quizás el don más precioso. Gracias, Señor, por la discreción, por la oportunidad y por la abundancia con las que me entregas tu Palabra.


CONTEMPLATIO

El Hijo único de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, tomó nuestra naturaleza a fin de que, hecho hombre, divinizase a los hombres.

Además, entregó por nuestra salvación todo cuanto tomó de nosotros. Porque, por nuestra reconciliación, ofreció, sobre el altar de la cruz, su cuerpo como víctima a Dios, su Padre, y derramó su sangre como precio de nuestra libertad y como baño sagrado que nos lava, para que fuésemos liberados de una miserable esclavitud y purificados de todos nuestros pecados.

Pero, a fin de que guardásemos por siempre jamás en nosotros la memoria de tan gran beneficio, dejó a los fieles, bajo la apariencia de pan y de vino, su cuerpo, para que fuese nuestro alimento, y su sangre, para que fuese nuestra bebida.

¡Oh banquete precioso y admirable, banquete saludable y lleno de toda suavidad! ¿Qué puede haber, en efecto, más precioso que este banquete, en el cual no se nos ofrece, para comer, la carne de becerros o de machos cabríos, como se hacía antiguamente, bajo la ley, sino al mismo Cristo, verdadero Dios?

No hay ningún sacramento más saludable que éste, pues por él se borran los pecados, se aumentan las virtudes y se nutre el alma con la abundancia de todos los dones espirituales.

Se ofrece, en la iglesia, por los vivos y por los difuntos, para que a todos aproveche, ya que ha sido establecido para la salvación de todos.

Finalmente, nadie es capaz de expresar la suavidad de este sacramento, en el cual gustamos la suavidad espiritual en su misma fuente y celebramos la memoria del inmenso y sublime amor que Cristo mostró en su pasión.

Por eso, para que la inmensidad de este amor se imprimiese más profundamente en el corazón de los fieles, en la última cena, cuando, después de celebrar la Pascua con sus discípulos, iba a pasar de este mundo al Padre, Cristo instituyó este sacramento como el memorial perenne de su pasión, como el cumplimiento de las antiguas figuras y la más maravillosa de sus obras, y lo dejó a los suyos como singular consuelo en las tristezas de su ausencia (Tomás de Aquino, Opúsculo 57, 1-4).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Esto es mi cuerpo, entregado por vosotros» (1 Cor 11,24).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Las vidas de los santos católicos bullen de milagros, y no hay razón para dudar de que un gran porcentaje de ellos sean auténticos. El máximo, el genuino milagro, son los santos mismos; el resto está por añadidura. En los manuales de apologética no se ha probado casi nunca a extraer una «prueba» de los milagros de los santos, a diferencia de lo que es, o al menos era, habitual con los de Jesús.

Sin embargo, es de presumir que tanto los unos como los otros, en su mayor parte (no todos necesariamente) han sido milagros discretos, hechos diríamos casi en voz baja, y que han sido los biógrafos (en el caso de Jesús, los evangelistas y sus fuentes) los que han subido el volumen, y lo hicieron precisa-mente porque eran milagros cuyo carácter extraordinario podía ser Ilevad0 a un grado pleno de conciencia sólo después, en el relato de los testigos y en los otros que se originarían a partir de aquí. En más de un caso se ha dado ciertamente un posterior engrandecimiento de los hechos. ¿Quién sabe si los miles de personas hambrientas en el desierto no se dieron cuenta sino en un segundo momento de que había tenido lugar algo anormal? (H. U. von Balthasar, "1 miracoli sottovoce", en íd., Cattolico, Milán 1977, pp. 100ss [edición española: Católico: aspecto del misterio, Encuentro, Madrid 1988]).