Lunes

22a semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: 1 Corintios 2,1-5

1 En lo que a mí toca, hermanos, cuando vine a vuestra ciudad para anunciaros el designio de Dios, no lo hice con alardes de elocuencia o de sabiduría. 2 Pues nunca entre vosotros me he preciado de conocer otra cosa sino a Jesucristo, y a éste crucificado. 3 Me presenté ante vosotros débil, asustado y temblando de miedo. 4 Mi palabra y mi predicación no consistieron en sabios y persuasivos discursos; fue más bien una demostración del poder del Espíritu, 5 para que vuestra fe se fundara no en la sabiduría humana, sino en el poder de Dios.


Frente a una comunidad que amenaza con profanar la pureza de la fe cristiana con algunos principios de la mentalidad grecopagana, Pablo siente el deber de tener que llamar la atención de todos sobre el acontecimiento central del cristianismo: el misterio pascual de Cristo, el Señor.

En sustancia, son tres los pensamientos que remacha: «Sólo Jesucristo, y éste crucificado» (v. 2) constituye el acontecimiento histórico que hemos de creer para llegar a la salvación. La mediación histórica que hemos de acoger consiste en la predicación, y ésta se caracteriza por su debilidad humana («Me presenté ante vosotros débil, asustado y temblando de miedo»: v 3) y no por la prepotente demagogia de ciertos predicadores de otros caminos de salvación. Por último, es la fe, como acogida de la Palabra de la cruz, la que revela el poder del Dios que salva. La vida cristiana no conoce otras características, y el apóstol interviene con todo el peso de su autoridad para reconducir a los cristianos de Corinto al camino recto, aunque esto entrañe fatiga a causa del deber de abandonar determinadas prácticas que son contrarias al carácter específico de la fe en Cristo.

Estos tres acontecimientos -Cristo crucificado, la predicación apostólica y la fe- mantienen entre sí un orden jerárquico: Pablo es muy consciente de ello, y lo experimentó personalmente en el camino de Damasco el día de su conversión. Sin embargo, desde el punto de vista histórico, el mensaje de Cristo crucificado llega a los potenciales creyentes por medio de la predicación apostólica, que se concentra y se agota en la proposición del mensaje pascual de Cristo muerto y resucitado. Es precisamente en este momento providencial cuando, según Pablo, se manifiesta y se vuelve eficaz la «demostración del poder del Espíritu» (v 4), que invade tanto al que evangeliza como a los que son evangelizados.

 

Evangelio: Lucas 4,16-30

En aquel tiempo, Jesús 16 llegó a Nazaret, donde se había criado. Según su costumbre, entró en la sinagoga un sábado y se levantó para hacer la lectura. 17 Le entregaron el libro del profeta Isaías y, al desenrollarlo, encontró el pasaje donde está escrito:

18 El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar la Buena Noticia a los pobres; me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y dar vista a los ciegos, a libertar a los oprimidos 19y a proclamar un año de gracia del Señor.

20 Después enrolló el libro, se lo dio al ayudante y se sentó. Todos los que estaban en la sinagoga tenían sus ojos clavados en él. 21 Y comenzó a decirles:

22 Todos asentían y se admiraban de las palabras de gracia que acababa de pronunciar. Comentaban:

23 Él les dijo:

-Seguramente me recordaréis el proverbio: «Médico, cúrate a ti mismo. Lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún, hazlo también aquí, en tu pueblo».

24 Y añadió:

25 Os aseguro que muchas viudas había en Israel en tiempo de Elías, cuando se cerró el cielo por tres años y seis meses y hubo gran hambre en todo el país; 26 sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda de Sarepta, en la región de Sidón. 27 Y muchos leprosos había en Israel cuando el profeta Eliseo, pero ninguno de ellos fue curado, sino únicamente Naamán el sirio.

28 Al oír esto, todos los que estaban en la sinagoga se llenaron de indignación; 29 se levantaron, le echaron fuera de la ciudad y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que se asentaba su ciudad, con ánimo de despeñarlo. 30 Pero él, abriéndose paso entre ellos, se marchó.


La predicación de Jesús en Nazaret empieza con un rito: entra en la sinagoga, se levanta a leer, le entregan el libro y al abrirlo encuentra el pasaje... (vv l6ss). El momento es muy solemne y Lucas lo subraya con vigor: es una característica que se puede detectar con bastante facilidad en todo el relato. La página profética es proclamada por el mismo Jesús, que no tarda en dar la interpretación de la misma: «Hoy se ha cumplido el pasaje de la Escritura que acabáis de escuchar» (v 11). Jesús es verdadero profeta, incluso el profeta escatológico (c f. Lc 16,16), porque la profecía que proclama se cumple en su predicación, en sus gestos, en su persona. Por eso su tiempo es un kairós -un tiempo providencial- para cualquiera que se abra mediante la escucha a la acogida del mensaje que salva. Y es la presencia de Jesús en persona la que justifica el valor de este «hoy» (v. 21). Lucas registra también la reacción de los presentes: en parte, positivamente estupefactos por las cosas que decía y por el modo como las decía («palabras de gracia»: v 22); en parte, negativamente impresionados y, por eso, críticos respecto al mismo Jesús (w. 28ss). Como siempre, la reacción a la propuesta de salvación es de signo doble y contrario.

Encontramos, a continuación, una larga sección polémica: Jesús intuye que el ánimo de los presentes está, por lo general, indispuesto respecto a su predicación y presenta dos proverbios -el del médico y el del profeta (vv. 23.24)- que dejan entender con claridad lo que Jesús quiere decir. Las dos referencias bíblicas a las viudas de los tiempos de Elías y a los leprosos del tiempo de Eliseo (vv. 25-27) tienen también el objetivo polémico de desmantelar las disposiciones interiores de los presentes. Nada tiene de extraño, por consiguiente, que, al final, Jesús sea objeto de una reticencia común y del rechazo más ciego.


MEDITATIO

Tanto Pablo como Lucas tocan en esta liturgia de la Palabra el tema de la predicación. Este se sitúa en el comienzo del camino de la fe, que por su propia naturaleza lleva a la salvación. Es ésta una ocasión propicia para detenernos en el valor teológico de la predicación, entendida como acto litúrgico que, en cuanto tal, participa de la economía sacramental. Esta última, en efecto, nos viene dada a través de los signos litúrgicos -y entre ellos hemos de enumerar, a buen seguro, la predicación-, los cuales «realizan lo que significan».

La predicación es antes que nada un acontecimiento de gracia: como los habitantes de Corinto, como los contemporáneos de Elías y de Eliseo y como los contemporáneos de Jesús, también nosotros nos encontramos situados no ante un acontecimiento puramente humano, aunque en ocasiones sea digno de admiración, sino ante un gesto que, aunque sea en medio de la debilidad, es portador de un mensaje ajeno -el de Dios- y de una gracia que viene de lo alto. La predicación cristiana se vale de las profecías veterotestamentarias, pero se sitúa en el presente histórico: «Hoy se ha cumplido el pasaje de la Escritura que acabáis de escuchar». La referencia a los tiempos pasados no es, obviamente, un alarde de cultura, sino más bien memoria actualizadora de algunas profecías que contienen una promesa divina. De modo similar, la referencia al presente histórico no es violencia a la libertad de los individuos, sino más bien una invitación autorizada a no prescindir, por pereza o por ligereza, de la Palabra de Dios.

Por último, la predicación apostólica se encuentra en el comienzo de un itinerario de fe que Pablo, entre otros, se encarga de trazar también en los dos primeros capítulos de su primera carta a los cristianos de Tesalónica. Quien tenga la paciencia de leerlos encontrará en ellos un esbozo bastante completo de la «teología de la predicación». De todos modos, aconsejamos sopesar todo esto con lo que escribe Pablo en 1 Tes 2,13: «Por todo ello, no cesamos de dar gracias a Dios, pues al recibir la Palabra de Dios que os anunciamos, la abrazasteis no como palabra de hombre, sino como lo que es en realidad, como Palabra de Dios, que sigue actuando en vosotros los creyentes».


ORATIO

Señor Jesús, hablaste ayer, pero, sordos a tu mensaje de salvación, «todos los que estaban en la sinagoga se llenaron de indignación». Sigues hablando hoy para proclamar de nuevo el amor del Padre que nos libera de toda opresión, pero pocos te escuchan y te aceptan. Hablarás mañana y tu anuncio seguirá siendo de nuevo incómodo y muchos intentarán alejarte. ¿Por qué?

Tu Palabra, Señor, sólo encuentra morada en un corazón abierto al Espíritu y a la sorprendente novedad de tu Evangelio: al que anuncia le es indispensable hacerse un corazón impregnado de verdad, libre de miedos, de objetivos personales, de presiones inútiles; estar preocupado únicamente por hacer conocer al Padre y su amor ilimitado por la humanidad; al que escucha le es indispensable tener un corazón deseoso de conocer al Señor que pasa y le invita. Tu Palabra, Señor, tiene siempre en sí misma el poder de sanar y de curar: con tal de que sea acogida libremente, nos transforma por dentro y obra maravillas.


CONTEMPLATIO

¿Os dais cuenta, hermanos, de lo peligroso que puede resultar callarse? El malvado muere, y muere con razón; muere en su pecado y en su impiedad, pero lo ha matado la negligencia del mal pastor. Pues podría haber encontrado al pastor que vive y que dice: Por mi vida, oráculo del Señor, pero como fue negligente el que recibió el encargo de amonestarlo y no lo hizo, él morirá con razón, y con razón se condenará el otro. En cambio, como dice el texto sagrado: «Si advirtieses al impío, al que yo hubiese amenazado con la muerte: Eres reo de muerte, y él no se preocupa de evitar la espada amenazadora, y viene la espada y acaba con él, él morirá en supecado, y tú, en cambio, habrás salvado tu alma». Por eso precisamente, a nosotros nos toca no callarnos, mas vosotros, en el caso de que nos callemos, no dejéis de escuchar las palabras del Pastor en las sagradas Escrituras (san Agustín, Sermón sobre los pastores, 46,20ss, en CCL 41, 546ss).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Un gran profeta ha surgido entre nosotros» (Lc 7,16).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Cuando se habla de ciencia de la cruz, no hemos de entender la palabra ciencia en el sentido habitual. No se trata de una teoría, es decir, de un simple conjunto de proposiciones verdaderas -reales o hipotéticas- ni de una construcción ideal ensamblada por el proceso lógico del pensamiento. Se trata más bien de una verdad ya admitida -una teología de la cruz-, pero que es una verdad viva, real, activa. Es sembrar en el alma como un grano de trigo, que echa raíces y crece, dando al alma una impronta especial y determinante en su conducta, hasta el punto de resultar claramente discernible en el exterior. En este sentido es en el que [...] hablamos de ciencia de la cruz. De este estilo y de esta fuerza -elementos vitales que actúan en lo más profundo del alma- brota también la concepción de la vida, la imagen que cada hombre se hace de Dios y del mundo, de modo que tales cosas puedan encontrar su expresión en una construcción intelectual, en una teoría [...]. [No obstante], sólo se llega a poseer una scientia crucis cuando experimentamos la cruz hasta el fondo. De eso estuve convencida desde el primer momento, por eso dije de corazón: Ave crux, spes unica (E. Stein, Scientia crucis, Milán 1960, pp. 23ss [edición española: Ciencia de la cruz, Monte Carmelo, Burgos 1994]).