Lunes

20ª semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Ezequiel 24,15-24

15 Recibí esta palabra del Señor:

16 -Hijo de hombre, voy a quitarte de repente a la que hace tus delicias, pero tú no te lamentes, no llores, no viertas lágrimas. 17 Suspira en silencio, no hagas luto; ponte el turbante en la cabeza, cálzate las sandalias, no te tapes la barba, no comas lo que te ofrezcan tus vecinos en día de luto.

18 Yo había hablado al pueblo por la mañana, y por la tarde murió mi esposa. Al día siguiente hice lo que se me había mandado. 19 El pueblo me dijo:

20 Yo les respondí:


Con el capítulo 24 se cierra la primera parte del libro de Ezequiel y también la primera parte de la actividad del profeta. Ezequiel, sacerdote, llevado a Babilonia en la primera deportación judía, fue llamado por Dios para desarrollar su ministerio en la tierra del exilio. Durante seis años anunció un juicio inminente. Ahora el asedio a Jerusalén está ya a las puertas: Ezequiel recibe la revelación de la fecha exacta y la orden de anunciar el acontecimiento no sólo con palabras, sino con su propia experiencia personal. Se trata de una experiencia dolorosa: le es arrebatada la persona a quien más quiere, su mujer,
«la que hace tus delicias» (v 16), y se le manda también no manifestar ningún signo de duelo (vv. 16ss). Este extraño comportamiento suscita, como es natural, la curiosidad de la gente (v 19). Y éste es el resorte que hace desencadenar la profecía.

Lo que le ha sucedido a Ezequiel debe ser una señal para los israelitas en el exilio. Ha llegado la hora más trágica de su historia: su amada ciudad caerá en manos de los babilonios, sus hijos que se queden en la patria morirán. La catástrofe será tan fuerte y tan imprevista que no tendrán ni la fuerza ni el tiempo necesario para hacer luto y sólo podrán gemir en silencio (vv 22ss). En vez de derramar lágrimas de desesperación y manifestar su dolor al exterior, harán mejor en entrar en la intimidad de su alma para reconocer el mal que ha causado todo esto: haber olvidado a su Dios, que los ama como un esposo ama a su esposa. De este modo conseguirán arrepentirse sinceramente, reanimar su esperanza y volver a ponerse en el camino recto. Reaccionar ante el dolor con llantos y lamentos es algo instintivo, pero las lágrimas no lo son todo y por sí solas no cambian nada; al menos, no sirven para hacer eficaz el potencial salvífico y sapiencial encerrado en el misterio del dolor.

En el camino hacia el Calvario, cargado con la cruz, dirá Jesús a las mujeres que derramaban lágrimas por él: «Mujeres de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos» (Lc 23,28).

 

Evangelio: Mateo 19,16-22

16 En aquel tiempo se acercó uno y le preguntó:

17 Jesús le contestó:

18 Él le preguntó: -¿Cuáles?

Jesús contestó:

20 El joven le dijo:

21 Jesús le dijo:

22 Al oír esto, el joven se fue muy triste porque poseía muchos bienes.


Todos y cada uno deseamos la vida y la felicidad eternas, y cada uno de nosotros pregunta qué debe hacer para obtenerla. Así le preguntaban a Juan el Bautista sus oyentes, movidos por su predicación (cf. Lc 3,10), así le preguntaba la gente a Pedro después del sermón del día de Pentecostés (cf. Hch 2,37). Ahora le plantea la pregunta a Jesús un joven que anda a la búsqueda, un joven que quiere hacer algo para conseguir la vida eterna, que quiere pasar a la acción su deseo profundo. Jesús se complace de la buena voluntad y le guía de manera gradual.

Con la contrapregunta: «¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno?, y la afirmación: «Uno sólo es bueno» (v. 17), recuerda el hecho de que la búsqueda de la vida eterna es, a fin de cuentas, la búsqueda de alguien. Lo «bueno» no es un principio ético abstracto, sino que tiene un rostro. Tras esta premisa, le indica Jesús a su interlocutor el camino según la doctrina tradicional: observar los mandamientos, que son expresiones explícitas de la voluntad divina. Pero el joven no se contenta con algo que le parece bastante obvio y piensa que todo eso ya lo ha cumplido (v 20). Busca algo más, algo que vaya más allá de lo ya conocido y practicado. Entonces Jesús le hace la propuesta: «Si quieres ser perfecto...» (v. 21). Jesús aprecia el esfuerzo encaminado a ir más allá. Él mismo, en efecto, en el sermón de la montaña, exhorta a no contentarse con el mínimo indispensable, sino a apuntar a lo máximo posible: «Vosotros sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). Ahora pone a este joven en el camino justo, dándole sugerencias concretas: dar todo a los pobres y seguir a Jesús.

Los bienes, mientras no son compartidos con los hermanos, alejan al hombre del Bien sumo, que es Dios: «Porque donde está tu tesoro, allí está también tu corazón» (6,21). Para iniciar el seguimiento de Cristo es necesario tener el corazón en el lugar adecuado. Por desgracia, no es el caso de este joven, que, aunque dotado de buenas intenciones, no consigue despegar. Para él, sus bienes son todavía sus «muchos bienes» (v. 22b). Al final, «se fue muy triste» (v. 22a).


MEDITATIO

A los judíos exiliados se les brinda la ocasión de reconocer el verdadero rostro de Dios en el dolor que va más allá de las lágrimas. «Cuando esto suceda... sabréis que yo soy el Señor». El joven rico, en cambio, por propia iniciativa y repleto de celo juvenil, busca el camino para obtener la vida eterna: pide consejo sobre lo que es bueno y sobre lo que se debe hacer para alcanzarlo.

Tenemos aquí dos modalidades de «trascendencia», es decir, de ir el hombre va más allá de sí mismo. Una toma el camino del descenso hacia abajo. Cuando el hombre toca el fondo de su miseria, cuando experimenta su extrema impotencia, se encuentra ante un momento de gracia en el que se le invita a descubrir la presencia misteriosa del Dios que lo sostiene. «El sufrimiento parece pertenecer a la trascendencia del hombre; es uno de esos puntos en los que el hombre está en cierto sentido "destinado" a superarse a sí mismo»: así escribe Juan Pablo II en la carta apostólica Salvifici doloris (n. 2).

El otro camino es un impulso hacia lo alto. El hombre descubre que puede más, que debe ir más allá de lo que es necesario y se le exige; entonces Dios lo anima y lo impulsa a dar el salto. La vida del hombre es una trama de altos y bajos, de impulsos y caídas, de entusiasmos y depresiones, pero Dios está siempre dispuesto a salirle al encuentro en cualquier punto del camino: «Si subo hasta los cielos, allí estás tú; si me acuesto en el abismo, allí te encuentro» (Sal 139,7).


ORATIO

Señor, tus criaturas menos inteligentes nunca tienen necesidad de preguntarte: «¿Qué debemos hacer?». Las flores se abren espontáneamente a la llegada de la primavera, las estrellas aparecen en el cielo cuando desciende la noche, los pájaros emigran en cuanto empieza a hacer frío. Todos obedecen en silencio a tu Palabra dicha dentro de ellos. Y ninguno te pregunta: «¿Quieres explicarnos la razón de lo que haces?». Les basta con gozar, admirar y alabar.

Sólo nosotros, los seres humanos, la más noble entre todas tus criaturas, te bombardeamos a preguntas, te cansamos con nuestros: ¿qué... cómo... por qué? No aprendemos nunca a conocer tu voluntad por intuición tácita, por sintonía de corazón. Peor aún: tras haber obtenido tu respuesta, nos vamos tristes; tras haber sabido lo que debemos hacer, nos damos cuenta de que en el fondo no queremos ni saber, ni hacer. Señor, ten paciencia con nosotros.


CONTEMPLATIO

«¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno sólo es bueno». ¿Qué es lo que impulsa a Jesús a dar esta respuesta al joven y qué ventaja espera obtener de ella? En primer lugar, Jesús quiere elevar gradualmente su alma, enseñarle a huir de toda adulación, levantarlo de la tierra y acercarlo a Dios. Quiere persuadirle a buscar los bienes futuros, a desear el conocimiento de aquel que es verdaderamente bueno y constituye la raíz y la fuente de todos los bienes, a fin de que dé a Dios la gloria que le es debida. «En cuanto a vosotros, no llaméis a nadie maestro en la tierra»: dice esto para enseñarnos a distinguir entre él y todos los hombres y a reconocer quién es el principio y el origen de todos los seres.

Debemos señalar, por otra parte, que este joven, con semejante deseo, demuestra un fervor insólito para aquel tiempo. Todos los que se acercan a Cristo lo hacen para tentarle o para obtener de él la curación de alguna enfermedad de ellos mismos o de sus propios parientes.

Este joven, en cambio, se acerca a Jesús para preguntarle sobre la vida eterna. Se parece a una tierra feraz donde, no obstante, hay una gran cantidad de zarzas que sofocan la simiente. Considera, por otra parte, que se declara presto a obedecer los mandamientos de Cristo: «¿Qué he de hacer de bueno para obtener la vida eterna?» (Juan Crisóstomo, Commento al vangelio di Matteo, Roma 1967, vol. III, 70ss [edición española: Comentario al evangelio de Mateo [edición de Daniel Ruiz Bueno, BAC, Madrid 1955]).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«No acumuléis tesoros en esta tierra, sino en el cielo» (cf. Mt 6,19).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

La respuesta de Jesús es la que lo desenmascara. Él nombra los mandamientos y, al nombrarlos, los confirma de nuevo como mandamientos de Dios. El joven se siente atrapado de nuevo. Esperaba poder desembocar en una conversación poco comprometedora sobre problemas eternos. Esperaba que Jesús le ofreciese una solución a su conflicto ético. Pero Jesús no se preocupa de su problema, sino de él mismo.

La única respuesta a la preocupación suscitada por el conflicto ético es el mandamiento de Dios, que implica la exigencia de no seguir discutiendo y obedecer por fin. Sólo el diablo ofrece una solución al conflicto ético; continúa preguntando y no te verás obligado a obedecer. Jesús no se fija en el problema del joven, sino en él mismo. No toma en serio el conflicto ético que el joven se toma tan en serio. Lo único que le interesa es que el joven termine escuchando el mandamiento y obedeciendo. Precisamente donde el conflicto ético quiere ser tomado en serio, donde atormenta y esclaviza al hombre, no dejándole llegar al acto de obediencia que le tranquilizaría, es donde se revela toda su impiedad, y es también allí donde conviene desenmascararlo en su ausencia impía de seriedad, como desobediencia definitiva. Sólo es serio el acto de obediencia que pone fin al conflicto y lo destruye, el que nos deja libres para llegar a ser hijos de Dios. Este es el diagnóstico divino que se da al joven (D. Bonhoeffer, El precio de la gracia. El seguimiento, Sígueme, Salamanca 51999, p. 39).