Jueves

19ª semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Ezequiel 12,1-12

1 Recibí esta palabra del Señor:

2 —Hijo de hombre, tú vives en medio de un pueblo rebelde. Tienen ojos para ver, y no ven; oídos para oír, y no oyen; son un pueblo rebelde. 3 Y ahora, hijo de hombre, prepara tu equipaje para el destierro y ponte en marcha en pleno día a la vista de ellos; sal de donde vives y vete a otro sitio. Tal vez así comprendan que son un pueblo rebelde. 4 Sacarás tu equipaje de deportado en pleno día, a la vista de todos. Partirás por la tarde como si fueras un deportado. 5 Harás un boquete en la pared y saldrás por él. 6 Te cargarás ante ellos a la espalda tu equipaje, y partirás de noche con la cara cubierta para no ver la tierra, pues serás un símbolo para el pueblo de Israel.

7 Yo hice todo lo que se me había ordenado. Preparé mi equipaje de deportado en pleno día; por la tarde, hice un boquete en la pared con las manos y salí de noche con el equipaje a mis espaldas, a la vista de todos.

8 Por la mañana recibí esta palabra del Señor:

9 —Hijo de hombre, cuando el pueblo de Israel, ese pueblo rebelde, te pregunte qué es lo que haces, 10 contéstales: Así dice el Señor: Este oráculo se refiere al rey de Jerusalén y a todos los israelitas que viven en ella. 11 Diles: Yo soy un símbolo para vosotros; vosotros tendréis que hacer lo que yo he hecho. Seréis deportados, iréis al destierro. Hasta el rey que los gobierna se cargará a las espaldas el equipaje de deportado, saldrá en la oscuridad por una brecha que abrirán en el muro para que salga, y se tapará la cara para no ver su tierra con sus propios ojos.


El profeta, por medio de una acción simbólica, anuncia de nuevo al pueblo el fin próximo de Jerusalén y la deportación a Mesopotamia. Realiza sus gestos «a la vista de ellos», pero éstos «tienen ojos para ver, y no ven; oídos para oír, y no oyen» porque «son un pueblo rebelde» (v. 2). En ellos se cumple lo que dice el salmo de cuantos siguen a los dioses: «Los ídolos de los paganos son plata y oro y han sido fabricados por manos humanas. Tienen boca y no hablan, tienen ojos y no ven, tienen orejas y no oyen, no hay vida en ellos. Sean como ellos quienes los fabrican, los que confían en ellos» (Sal 135,15-18).

El profeta se carga el equipaje de deportado y, en medio de la oscuridad, con el rostro cubierto hasta el punto de no poder ver nada, sale de la ciudad a través de un boquete hecho en la pared: es un mensaje destinado al rey y a sus conciudadanos. Los últimos versículos (vv. 11 ss, tal vez añadidos más tarde) aluden de un modo más claro a los hechos históricos. En tiempos del último asedio a Jerusalén, el rey Sedecías intentó una fuga de noche por un boquete de las murallas, junto con un grupo de combatientes, pero fue detenido y, tras haber asistido al exterminio de sus hijos, fue cegado, deportado a Babilonia y encarcelado allí (2 Re 25,4-7). El rey acabó prisionero y ciego. No se puede bajar más. A este final -repite el profeta- conducen la ceguera religiosa, la presunción frente a los mensajes de Dios, la rebelión contra su señorío. No queda espacio para ninguna esperanza ni para ninguna astucia humana. Lo que hace el pueblo de Dios ha sido denunciado sin remisión: la maldad conduce a un final vergonzoso.

Si tenemos en cuenta que se trata de palabras dirigidas a gente que se encuentra en el exilio, convencida de un próximo retorno a Jerusalén, cuando todavía reina Sedecías, es preciso reconocer que el profeta acaba con todas las ilusiones e invita a pasar de la confianza en los dioses hechos por manos humanas a la fe en el Dios vivo. «Yo (Ezequiel) soy un símbolo para vosotros» (cf v l la). Quiere serlo a cualquier precio, trabajando y sufriendo. Ésa fue su vocación. En esto representa, para nosotros, un ideal y un programa.

 

Evangelio: Mateo 18,21-19,1

En aquel tiempo, 18,21 se acercó Pedro y le preguntó:

22 Jesús le respondió:

28 Nada más salir, aquel siervo encontró a un compañero suyo que le debía cien denarios; lo agarró y le apretó el cuello, diciendo: «¡Paga lo que debes!». 29 El compañero se echó a sus pies, suplicándole: «¡Ten paciencia conmigo y te pagaré!». 30 Pero él no accedió, sino que fue y lo metió en la cárcel hasta que pagara la deuda. 31 Al verlo, sus compañeros se disgustaron mucho y fueron a contar a su señor todo lo ocurrido. 32 Entonces el señor lo llamó y le dijo: «Siervo malvado, yo te perdoné aquella deuda entera porque me lo suplicaste. 33 ¿No debías haber tenido compasión de tu compañero, como yo la tuve de ti?». 34 Entonces su señor, muy enfadado, lo entregó para que lo castigaran hasta que pagase toda la deuda. 35 Lo mismo hará con vosotros mi Padre celestial si no os perdonáis de corazón unos a otros.

19,1 Cuando Jesús terminó este discurso, se marchó de Galilea y se dirigió a la región de Judea, a la otra orilla del Jordán.


Jesús ha hablado ya de la actitud que debemos adoptar con los pecadores, de la necesidad de volver a ganar al hermano que ha pecado (Mt 18,15-22) y de la oración común (18,19ss); ahora pasa al problema de cómo debe comportarse quien ha sido ofendido personalmente.

El judaísmo conocía ya la obligación del perdón de las ofensas, pero había elaborado una especie de «tarifa» que variaba de una escuela a otra. Se comprende así que Pedro preguntara a Jesús cuál era su tarifa, preocupado por saber si era tan severa como la de la escuela que exigía el perdón del propio hermano hasta siete veces (18,21). Jesús responde a Pedro con una parábola que libera el perdón de toda tarifa, para convertirlo en el signo del perdón recibido de Dios, del Reino que se está instaurando en la tierra: «Porque con el Reino de los Cielos sucede lo que...» (18,23).

La parábola comienza con las figuras de un rey y de alguien que le debe diez mil talentos; de este modo, subraya la inconmensurable debilidad del pecador frente a Dios. La acentuación de algunos rasgos (presencia del rey, caer a los pies del rey, postrarse, tener piedad... 18,26) evoca la escena del juicio final. La desproporción entre los diez mil talentos y los cien denarios (semejante a la desproporción que existe entre la viga y la paja: cf. 7,1-5) permite comprender la diferencia radical entre las concepciones humanas y las divinas de la deuda y de la justicia. Por último, también el castigo infligido al siervo (una tortura que durará hasta que haya pagado toda la deuda: 18,34) hace pensar en un suplicio eterno.

La clave de lectura nos la proporciona el último versículo: «Lo mismo hará con vosotros mi Padre celestial si no os perdonáis de corazón unos a otros» (18,35). El perdón de Dios, del que todos tenemos necesidad, se otorga con la condición de que nosotros también seamos capaces de perdonar. Sin embargo, si se lee con atención la parábola, se ve que el perdón que otorgamos a los otros no equivale ciertamente al perdón que Dios nos concede a nosotros. Nuestra misericordia es siempre limitada, aunque sea total; la de Dios es infinita. La nuestra, además, nace de la bondad infinita de Dios. Es un pálido esfuerzo destinado a intentar imitar al Padre (5,48).


MEDITATIO

Dios es alguien que perdona inmensamente. Con la venida de Jesús, el perdón se vuelve inmediatamente perceptible. Para el evangelista Mateo, toda la obra de Jesús está caracterizada por la remisión de los pecados: así en la curación del paralítico (9,2-7), así con su sangre, «que se derrama por todos para el perdón de los pecados» (26,28). Jesús intercede en la cruz por los que le están crucificando: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34).

El perdón de Dios, otorgado con generosidad y misericordia, se vuelve normativo para las relaciones entre los discípulos: «¿No debías haber tenido compasión de tu compañero, como yo la tuve de ti?». La experiencia de haber sido perdonados por Dios debe llevarnos al perdón de los hermanos. Nuestra relación con el otro debe reflejar la de Dios con nosotros; lo que él ha hecho por nosotros es el paradigma de lo que nosotros debemos hacer a los otros. Hay, en la enseñanza de Jesús, algunos «como» sobre los que no reflexionamos bastante. Cuando Jesús nos enseña el amor al prójimo, establece unos cuanto «como» que forman una progresión que no admite excusas: «Ama a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22,39; Gal 5,14), «como yo os he amado» (Jn 15,12), «como yo amo al Padre» (Jn 14,31)... En el Padre nuestro nos hace decir Jesús: «Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden». Con este «como» no nos enseña Jesús que el precio para ser perdonados por Dios sea perdonar a nuestros hermanos. Ni nos enseña que lo único que debemos hacer para ser perdonados por él es perdonar; ni tampoco que si nosotros perdonamos imponemos al Dios omnipotente la obligación de perdonamos. El perdón de Dios no es simplemente el eco de nuestro espíritu de perdón. Es más bien lo contrario: el pensamiento de la grandeza del perdón de Dios debería amonestamos y ablandar nuestro corazón hasta el punto de hacernos desear también a nosotros perdonar a los otros.


ORATIO

Padre, míranos en tu inmensa bondad, mira a estos siervos de la parábola que deben una suma enorme a su patrón y ven perdonada toda su deuda. Pero, apenas recibido este favor, cogemos por la garganta a los que no nos deben casi nada para ordenarles que nos devuelvan todo y de inmediato.

Padre, nos olvidamos enseguida de que tú nos has perdonado todo. Somos deudores con memoria corta, que nos convertimos en un instante en acreedores despiadados, que exigen ser pagados hasta el último céntimo. Guárdanos, Padre, de semejante arrogancia y de un olvido como éste, porque tú nos has perdonado. Amén (G. Danneels, Padre nostro que sei nei cieli, Milán 1992).


CONTEMPLATIO

Tu perdón es total porque cuando perdonas, Padre, lo haces con todo el corazón; nos abres tus brazos, feliz de estrecharnos en tu inmenso amor.

Tu perdón es total: cuando te lo pedimos nos lo concedes de inmediato, sin espera alguna, sin hacernos reproches, sin guardar rencor, sin importarte lo que haya pasado.

Tu perdón es total: cancela la culpa en lo más profundo de nosotros, purifica el corazón haciéndonos pasar del estado de pecado al estado de inocencia.

Tu perdón es total: y restablece en nosotros la santidad perdida, nos da la fuerza necesaria para complacerte de nuevo, para vivir de acuerdo con tu voluntad.

Tu perdón es total: nos toma enteramente en la nueva alianza establecida en tu Hijo, nos concede la alegría de experimentar tu bondad, tu ternura (J. Galot).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Perdona, Señor, la infidelidad de tu pueblo» (de la liturgia).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

La pregunta por la remisión de los pecados está ligada al perdón fraterno: «Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden». Jesús habla de perdonar «hasta setenta veces siete». ¿A quién hemos de perdonar? A todos aquellos de quienes pensamos haber recibido algún perjuicio, algún trato injusto. A todos aquellos que nos han decepcionado, que no nos han dado aquel amor, aquella atención, aquella escucha que esperábamos. Hay dentro de nosotros un montón de pequeñas heridas y amarguras: es necesario tratarlas con el aceite y el bálsamo de un continuo y sincero perdón. Todo eso nos hará estar mejor, incluso de salud, y nos hará gustar hasta el fondo el perdón del Padre no sólo por todas nuestras culpas, sino también por nuestros comportamientos inadecuados, por todo lo que hemos negado a Dios y él podía esperar de nosotros en materia de confianza y de amor, por todos nuestros incalculables pecados de omisión (C. M. Martini, Ritorno al Padre de tutti, Milán 1998 [edición española: El retorno al Padre de todos, Verbo Divino, Estella 1999]).