Lunes

10a semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: 1 Reyes 17,1-6

1 Elías, natural de Tisbé de Galaad, dijo a Ajab:

-¡Vive el Señor, Dios de Israel, a quien sirvo, que en los próximos dos años no habrá lluvia ni rocío si yo no lo ordeno!

2 Luego el Señor le dirigió su palabra:

3 -Márchate de aquí en dirección a oriente y ve a esconderte en el torrente Querit, al este del Jordán. 4 Beberás el agua del torrente y yo enviaré a los cuervos para que te alimenten allí.

5 Marchó Elías y, siguiendo las órdenes del Señor, se fue al torrente Querit, al este del Jordán. 6 Los cuervos le traían pan y carne por la mañana y por la tarde, y bebía el agua del torrente.


Reemprendemos hoy la lectura del libro Primero de los Reyes, que habíamos iniciado la cuarta semana del tiempo ordinario. En él se habla de la sucesión davídica, del reino de Salomón y del cisma político-religioso (931 a. de C.) entre las diez tribus del Norte (Israel, con capital en Samaria) y Judá y Benjamín (con capital en Jerusalén). El reino del Norte conoció la alternancia de una decena de casas reinantes, mientras que el del Sur fue regido siempre por la estirpe de David.

Las lecturas de los libros de los Reyes siguen con el «ciclo de Elías». Procedía éste de Galaad (Transjordania), donde estaba vigente un yahvismo vigoroso. El profeta había sido enviado al rey Ajab (874-853), esposo de la fenicia Jezabel, hija del rey de Tiro y Sidón. Ésta había introducido en Samaria el culto de Baal, el dios de Tiro propiciador de la lluvia (1 Re 18,19), que, sin embargo, no está en condiciones de asegurarla a sus devotos. Elías, cuyo nombre significa «el Señor es mi Dios», es puesto a salvo y protegido directamente por el cielo. Como los judíos en el desierto, se alimenta de manera milagrosa con pan y carne.

Los «profetas anteriores» (nuestros «libros históricos»), así llamados por la tradición judía, nos presentan una historia que se hace teología. En efecto, los libros de los Reyes constituyen una sección de la historia sagrada escrita con la intención de mostrar que la alianza entre Dios y su pueblo se rige por el principio de la retribución: si el pueblo es fiel, Dios lo bendice; si es infiel, lo abandona a un destino de muerte.

El lector de estas páginas está invitado, no obstante, a ver en las calamidades que se abaten sobre el pueblo infiel «castigos» divinos destinados a la conversión. En nuestro caso, la sequía es signo de la reprobación divina de los cultos cananeos patrocinados por Jezabel, que se convirtió en símbolo del sincretismo religioso (Ap 2,20). De hecho, Israel estuvo siempre amenazado por los cultos paganos arraigados en la tierra de la que tomó posesión bajo la guía de Moisés y de Josué.


Evangelio: Mateo 5,1-12

En aquel tiempo, 1 al ver a la gente, Jesús subió al monte, se sentó, y se le acercaron sus discípulos. 2 Entonces comenzó a enseñarles con estas palabras:

3 Dichosos los pobres en el espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos. 4 Dichosos los que están tristes, porque Dios los consolará.
5 Dichosos los humildes,
porque heredarán la tierra.
6
Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia,
porque Dios los saciará.
7 Dichosos los misericordiosos,
porque Dios tendrá misericordia de ellos.
8 Dichosos los que tienen un corazón limpio,
porque ellos verán a Dios.
9 Dichosos los que construyen la paz,
porque serán llamados hijos de Dios.
10
Dichosos los perseguidos por causa de la justicia,
porque de ellos es el Reino de los Cielos.

11 Dichosos seréis cuando os injurien y os persigan, y digan contra vosotros toda clase de calumnias por causa mía. 12 Alegraos y regocijaos, porque será grande vuestra recompensa en los cielos, pues así persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.


Los capítulos 5-9 de Mateo constituyen una sección compacta, como se desprende de las dos frases, sustancialmente idénticas, que les sirven de marco (4,23 y 9,35). La sección abarca el «sermón del monte», verdadera carta magna del Reino (capítulos 5-7), y la narración de diez milagros (capítulos 8-9), presentándonos, por consiguiente, a Cristo maestro, cuya divina Palabra no sólo está dotada de autoridad, sino que es también eficaz.

El evangelista Mateo considera a Cristo como el nuevo Moisés, como aquel que comunica la «nueva Ley» en el monte de las bienaventuranzas -el monte-, cuya imagen anticipadora era el Sinaí. El que estamos examinando es el primero de los cinco grandes discursos pronunciados por el Señor y comienza con la proclamación de las ocho bienaventuranzas del «Reino» (palabra que se repite en la primera y en la última), a las que se añade otra más. La inminencia del Reino apela a la conversión; la perspectiva escatológica que parece dominar la proclamación de las bienaventuranzas se traduce en un mensaje de salvación y se resuelve como imperativo moral, puesto que traza «un modo perfecto de vida cristiana» (Agustín).

La expresión «pobres en el espíritu», si bien no se encuentra en el Antiguo Testamento (aunque aparece en los textos de Qumrán), refleja un aspecto fundamental: la espera del Reino por parte de los últimos. A ellos está reservada la posesión de la tierra prometida (Sal 37,11) y, por consiguiente, del Reino, cuya instauración, según la esperanza bíblica, está destinada a registrar por lo menos un arranque ya desde aquí abajo: «... suyo es el Reino de los Cielos».

El consuelo está presentado como un rasgo característico de Dios y como don mesiánico por excelencia (Is 61,2; cf. Lc 2,25). El mismo Cristo se considera un Consolador, y con este título anuncia el don del Espíritu Santo (Jn 14,26; 15,26; 16,7). La «justicia» (término que se repite cinco veces en el sermón del monte) indica el recto cumplimiento de la voluntad divina, perseguido con impulso y determinación (hambre y sed), y, por consiguiente, connota el acceso a la salvación y constituirá la razón misma de la encarnación del Verbo: su nombre será «Señor-nuestra-Justicia» (Jr 23,6). De ahí se sigue el imperativo: «Buscad ante todo el Reino de Dios y su justicia» (Mt 6,33). La misericordia pasa a ser, de prerrogativa divina, aspecto cualificativo del discípulo: «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,36). La misericordia, en efecto, prevalecerá sobre el juicio (cf. Sant 2,23).

«Corazón puro» es una expresión que se repite en las Escrituras (Sal 24,3ss; 51,12; 73,13; Prov 22,11, etc.) yes sinónimo de «corazón sencillo» (cf. Sab 1,1; Ef 6,5), que no tiene doblez (Sant 4,8). Esta es la condición que hace posible la visión de Dios, visión que no se concede al hombre en esta tierra (Ex 33,20), sino que está preparada para el cielo, cuando «lo veremos tal cual es» (1 Jn 3,2), «cara a cara» (1 Cor 13,12). «Constructor de la paz» es Dios mismo (Col 1,20), definido repetidamente por Pablo como «el Dios de la paz». A Cristo, su Enviado, se le anuncia como el rey mesiánico pacífico (Zac 9,9), «Príncipe de la paz» (Is 9,15), una paz que da a sus discípulos (Jn 14,27; 16,33; cf. Lc 2,14). La paz constituye, por último, un «fruto del Espíritu» (Gal 5,22; Rom 14,17). Los «hijos de la paz» (cf. Lc 10,6) no podrán dejar de ser, por consiguiente, «hijos de Dios».

La persecución «a causa de la justicia» (Lc 6,22 precisa: «a causa del Hijo del hombre») no es otra cosa que el precio que hay que pagar por la coherencia y por el testimonio evangélico. La invitación a alegrarse en medio de la tribulación y en medio de las pruebas ha sido ampliamente recibida en la experiencia apostólica (Hch 5,41; 2 Cor 1,5; 12,10; Sant 1,2-4; 1 Pe 1,6; 4,12-16, etc.). La participación en los sufrimientos de Cristo, acogidos en beneficio de su Iglesia (Col 1,24), nos asocia a la gloria de la resurrección (F1p 3,10ss).


MEDITATIO

El Verbo no nos habla ya a través de intermediarios, sino en persona («abriendo su boca»), y con su enseñanza restituye el hombre a sí mismo, lo hace más humano. La Ley nueva empieza sustituyendo el orgullo, triste herencia del pecado original, por la humildad, que es «principio de la bienaventuranza» (Glosa). Aquí reside la paradoja que atraviesa todo el sermón del monte, verdadero código de liberación, rechazado por el «hombre natural incapaz de percibir las cosas de Dios» (cf. 1 Cor 2,14). En efecto, «la bienaventuranza empieza allí donde para los hombres comienza la desventura» (Ambrosio). Las bienaventuranzas evangélicas abarcan el obrar y el padecer del creyente, que, por eso mismo, recibe el título real de «hijo de Dios».

Me planteo algunas preguntas. ¿Me reconozco como un «mendigo» respecto al Señor? ¿Me considero antes que nada a mí mismo «tierra prometida», de la que debo «tomar posesión» a través de un camino de interioridad y de dominio de mí mismo? Y con respecto a la humanidad, ¿«hago duelo» por los males que la afligen? ¿Dejo aflorar esta triple actitud del espíritu que caracteriza al pueblo de las bienaventuranzas...?


ORATIO

Señor Jesucristo, tú subiste al monte con tus discípulos para enseñar las cimas más altas de las virtudes, y desde allí, al transmitirnos las bienaventuranzas, nos enseñaste a llevar una vida virtuosa a la que prometiste el premio. Concédeme a mí, frágil criatura, escuchar tu voz, así como ejercitarme en la práctica de las virtudes, conseguir su mérito y, por tu misericordia, recibir el premio.

Haz que pensando en la recompensa celestial no rechace su precio, sino que la esperanza de la salvación eterna mitigue en mí el dolor de la medicina terrena e inflame mi ánimo con el luminoso cumplimiento de obras buenas. Concédeme a mí, miserable criatura, la bienaventuranza fruto de la gracia en esta vida, para poder gozar de la bienaventuranza de la gloria en la patria celestial (Landulfo de Sajonia, Vita Jesu Christi).


CONTEMPLATIO

Escuchemos con extrema atención las palabras del Señor. Fueron dichas, entonces, para todos los que estaban presentes, pero está claro que fueron escritas para todos aquellos que vendrían a continuación. Por eso se dirige Jesús en su sermón a los discípulos, pero no restringe lo que dice a sus personas; hablando en general y de modo indeterminado, declara «bienaventurados» a todos (Juan Crisóstomo, Comentario al evangelio de Mateo, 15, 1).

«Dichosos los pobres en el espíritu.» Jesús precisa: «en el espíritu». Quiere hacernos comprender que aquí se trata de la humildad, no de la pobreza material. Dichosos aquellos que, gracias a un don del Espíritu Santo, han perdido su propia voluntad. Es a este tipo de pobres a quienes se dirige el Salvador, hablando por la boca de Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la Buena Nueva a los pobres» (Is 61,1) (Jerónimo, Comentario al evangelio de Mateo).
 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Dichosos los pobres en el espíritu» (Mt5,3).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

También el mundo, Señor,
proclama sus bienaventuranzas,
diametralmente opuestas a las tuyas:
dichosos los ricos
que no se fijan en la miseria de los otros,
sino que acumulan riquezas sólo para sí mismos.

Hazme comprender, Señor,
dónde está la verdadera riqueza,
esa que prometes a quienes te siguen.

También el mundo, Señor,
alardea sus promesas,
diametralmente opuestas a las tuyas:

dichosos los poderosos
que no piensan en el débil necesitado de ayuda,
sino que avanzan seguros por su camino.

Hazme comprender, Señor,
cuál es la fuerza invencible que das a tus fieles.

También el mundo, Señor,
ostenta su justicia,
diametralmente opuesta a la tuya:
dichosos los listos
que no piensan en
Ios otros,
sino que los explotan para su propio éxito.

Hazme comprender, Señor,
dónde puedo encontrar la sensatez
que tú garantizas a quien la busca.

También el mundo, Señor,
presenta su manifiesto,
diametralmente opuesto al tuyo:
dichosos los vividores
que no se preocupan del mañana,
sino que buscan arrebatar el momento fugaz.

Hazme comprender, Señor,
cuáles son las verdaderas alegrías,
esas que no permites que falten a tus hijos.

(C. Ghidelli, Beatitudine evangeliche e spiritualitó laicale, Brescia 1996, pp. 21 ss).