Lunes

7a semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Santiago 3,13-18

Queridos: 13 ¿Hay entre vosotros algún sabio y experimentado? Pues muestre con su buena conducta que la sabiduría ha llenado su vida de dulzura. 14 Pero si tenéis el corazón cargado de rivalidad y de ambición, ¿por qué os vanagloriáis y falseáis la verdad? 15 Semejante sabiduría no procede de arriba, sino que es terrena, sensual, demoníaca. 16 Porque donde hay envidia y ambición, allí reinan el desorden y toda clase de maldad. 17 En cambio, la sabiduría de arriba es en primer lugar intachable, pero además es pacífica, tolerante, conciliadora, compasiva, fecunda, imparcial y sincera. 18 En resumen, los que promueven la paz van sembrando en paz el fruto que conduce a la salvación.


La Carta de Santiago está dirigida a los cristianos procedentes de la sinagoga. Sus destinatarios son hermanos que se reúnen en asamblea constituyendo Iglesias. En éstas, eran muchos los que llegaban a ser maestros (3,1); por eso, tras haberlos amonestado para que dominen la lengua, plantea Santiago esta pregunta: «¿Hay entre vosotros algún sabio y experimentado?» (v 13). El autor contrapone aquí dos tipos de sabiduría: la de arriba y la terrena; una conduce a la comunión y la otra a la discordia.

La comunión viene inspirada siempre de arriba, da un buen testimonio y permite vivir en la dulzura y en la paz. La discordia, en cambio, tiene su raíz en el corazón del hombre y hace que crezcan los sentimientos de envidia, de rivalidad, alimentados por la soberbia. Es una sabiduría terrena, mala, que divide, sugerida por el demonio, e invita a realizar toda clase de acciones negativas, veladas por un bien aparente (vv. 15ss). La sabiduría que viene de arriba, en cambio, obra siempre el bien y es pacífica, tolerante, conciliadora, compasiva, fecunda, imparcial y sincera. Queda así manifiesto que la paz y la concordia de una comunidad siembran una semilla que dará fruto en el campo de la justicia divina (vv. 17ss).


Evangelio: Marcos 9,14-29

En aquel tiempo, subió Jesús al monte y, 14 cuando llegó adonde estaban los otros discípulos, vieron mucha gente alrededor y a unos maestros de la Ley discutiendo con ellos. 15 Toda la gente, al verlo, quedó sorprendida y corrió a saludarle. 16 Jesús les preguntó:

- Maestro, te he traído a mi hijo, pues tiene un espíritu que lo ha dejado mudo. 18 Cada vez que se apodera de él, lo tira por tierra y le hace echar espumarajos y rechinar los dientes hasta quedarse rígido. He pedido a tus discípulos que lo expulsaran, pero no han podido.

19 Jesús les replicó:

20 Se lo llevaron y, en cuanto el espíritu vio a Jesús, sacudió violentamente al muchacho, que cayó por tierra y se revolcaba echando espumarajos.

21 Entonces Jesús preguntó al padre:

El padre contestó:

23 Jesús le dijo:

24 El padre del niño gritó al instante:

25 Jesús, viendo que se aglomeraba la gente, increpó al espíritu inmundo, diciéndole:

26 Y el espíritu salió entre gritos y violentas convulsiones. El niño quedó como muerto, de forma que muchos decían que había muerto. 27 Pero Jesús, cogiéndole de la mano, lo levantó y él se puso en pie.

28 Al entrar en casa, sus discípulos le preguntaron a solas:

29 Les contestó:


Jesús baja del monte donde se había transfigurado y vuelve con el resto de sus discípulos. Los encuentra rodeados de una muchedumbre que se queda sorprendida con su inesperada llegada. Dejando aparte toda discusión, todos se apresuran a saludar al Maestro. Jesús pregunta el motivo de la reunión de los discípulos, gente sencilla y maestros de la Ley y -tras cierta vacilación- es el padre de un muchacho endemoniado quien toma la palabra. Cuenta el estado de salud en el que se encuentra su hijo y afirma que los discípulos no han podido liberarlo (vv 17ss).

Jesús se indigna con todos, porque constata que su predicación y los milagros realizados no han consolidado ni la fe de los discípulos ni la fe de la gente. Con todo, y aunque con una nota de rabia y de cansancio, Jesús no abandona a esta gente y le ofrece una vez más su ayuda. El padre del muchacho interviene de nuevo y pone al descubierto la endeblez y la inconsistencia de su fe: «Si algo puedes...» (v. 22b). Esta petición sorprende al Maestro, y responde de inmediato: «Todo es posible para el que tiene fe» (v 23). Al decir: «Creo» (v 24b), el padre del muchacho afirma la impotencia del hombre y la gran misericordia de Dios.

Entonces Jesús realiza el milagro: libera al muchacho del espíritu mudo y deja pasar un breve intervalo de tiempo, un espacio para que se manifiesten la grandeza y el poder del amor. No, el muchacho no está muerto; está completamente libre (vv. 25-27).

Cuando los discípulos le preguntan a Jesús la razón de su impotencia, se refiere éste a la oración, es decir, al reconocimiento total y humilde de que todo viene de Dios y de que contar únicamente con nuestros propios medios no conduce a ninguna parte.


MEDITATIO

La sabiduría y la fe se entrelazan hasta formar un tejido compacto que recubre a todo el hombre y le da calor. En medio de esta tibieza encuentra el hombre dentro de sí dos elementos que le hacen ir en la dirección del bien y del amor: el primero es una relación con sus semejantes fundada en la acogida y la escucha, que lo hacen pacífico, tolerante, conciliador, compasivo, fecundo, imparcial y sincero; el segundo es el reconocimiento de estar necesitado de Dios y de encontrar en nuestro camino a Jesús, el Verbo hecho carne. Muchas veces nos sentimos dispuestos a desafiar las distintas situaciones de la vida, creyéndonos capaces de mediar y de llevar a cabo las mismas acciones de Dios, pero la presunción de poder hacerlo por nosotros mismos nos hace fracasar también en el bien.

La fe hace crecer la sabiduría y la sabiduría aumenta nuestra fe: éste es el camino que hemos de recorrer para no caer en la trampa de una justicia sólo terrena, reivindicadora de derechos. La humildad es la fe escondida, es la confianza de aquel que lo espera todo; por eso lo cubre todo con la caridad. De este modo, la oración es también ese pan de cada día que fermenta la masa de la existencia y hace levantar la mirada hacia aquel que es el Señor de la vida, del cual tenemos necesidad para expulsar el mal tormentoso y afanoso de nuestros días.


ORATIO

Señor Jesús, somos débiles y frágiles y tenemos dificultades para conseguir acoger «las cosas de arriba», la sabiduría que viene de lo alto y la fe en ti. Ayúdanos a mantener vivo el deseo de no abandonarte y de vislumbrar tu presencia en la vida diaria. Pon siempre en nuestro corazón ese justo temor que nos permite dirigir los ojos a ti cuando creemos realizar acciones buenas, en particular las dirigidas a nuestro prójimo, a fin de que no se pierda ningún don que el Espíritu haya infundido en nosotros.


CONTEMPLATIO

No compares todas las obras poderosas y los prodigios realizados en el mundo con un hombre que sabiamente more en la quietud. [...] Que lo más perfecto a tus ojos sea soltar tu alma de los vínculos del pecado, antes incluso que soltar a los oprimidos, liberándolos de aquellos que mantienen esclavos sus cuerpos. Prefiere reconciliarte con tu alma en la concordia de la tríada que hay en ti —cuerpo, alma, espíritu—, más que reconciliar a los airados con tu enseñanza.

Ama la sencillez de las palabras con la ciencia de la experiencia interior, más que ir en busca de un Giscón de doctrina con la agudeza de la mente y el depósito del oído y de la tinta. Preocúpate de resucitar tu alma muerta por las pasiones al movimiento de sus impulsos hacia Dios, más que de resucitar de la muerte a los muertos según la naturaleza.

Muchos han realizado grandes cosas, han resucitado muertos, se han cansado en favor de los errantes, han llevado a cabo muchos prodigios y han atraído a muchos a Dios con la admiración despertada por las obras de sus manos. Después, precisamente esos mismos que habían salvado a otros han caído en pasiones torpes y reprobables. Mientras daban la vida a los otros, se daban la muerte a sí mismos, provocando su propia caída con la contradicción mostrada en sus obras. El hecho es que, mientras estaban aún enfermos en el alma, no se preocuparon de su propia curación, sino que se echaron al mar del mundo para curar las almas de los otros, estando enfermos ellos aún. De este modo, privaron a sus almas de la esperanza en Dios, en el sentido que he dicho, porque la enfermedad de sus sentidos no podía sostener el choque con los rayos de las cosas mundanas, que, por lo general, excitan la vehemencia de las pasiones en aquellos que todavía tienen necesidad de vigilancia (Isaac de Nínive, Discorsi ascetici 1, Roma 1984, pp. 87ss).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Todo es posible para el que tiene fe» (Mc 9,23b).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

La gracia cambia de raíz la relación con Dios, entre nosotros, y cambia la comprensión que cada uno de nosotros tiene de sí mismo.

Primero: la gracia cambia de raíz el modo de concebir la relación con Dios, que se convierte, esencialmente, en una relación de acogida y de gratitud. No es el camino del hombre el que asciende a Dios, sino que es el camino de Dios el que baja al hombre. La salvación es don, no conquista. Esto precisamente es el Evangelio, el alegre anuncio que debemos llevar a todos, un anuncio esperado y deseado: Cristo ha muerto y resucitado por nosotros y, en consecuencia, estamos salvados por el amor gratuito de Dios manifestado en la cruz, no por nuestras obras. Nuestra seguridad se apoya en el amor de Dios, no en nuestra respuesta: por eso es una noticia alegre.

Segundo: la gracia cambia las relaciones en el interior de la comunidad. En ella debe reinar el orden de la entrega recíproca y no el de la justicia sin más. «No hagáis nada por rivalidad o vanagloria; sed, por el contrario, humildes y considerad a los demás superiores a vosotros mismos. Que no busque cada uno sus propios intereses, sino los de Ios demás», escribe san Pablo a la comunidad de Filipos. Todo eso es necesario si la comunidad quiere ser la proclamación de la gracia, es decir, de la lógica que llevó a Cristo, que existía en la condición de Dios, a tomar la forma de esclavo, a hacerse obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.

Tercero: la gracia no cambia sólo las relaciones humanas en la comunidad, sino también las relaciones de la comunidad con el mundo. Estas deben ser unas relaciones de servicio, y de ningún modo relaciones de autoglorificación. La salvación está en la fe y no en las culturas, y, por ello, todas las culturas pueden abrirse a Cristo y ningún pueblo puede imponer a todos su propia cultura particular en nombre de Cristo. Si no fuera así, la salvación dejaría de ser gracia, basada únicamente en el amor de Dios, sino que estaría condicionada por una cultura o por otra, esto es, por las obras del hombre.

Cuarto: el hombre debe concebirse como don gratuito, como una existencia regalada, y, por consiguiente, no puede permanecer encerrado en sí mismo y buscar sólo lo que supone una ventaja para él. Debe abrirse y hacerse don gratuito para todos. Si esto no tuviera lugar, el movimiento de Dios quedaría interrumpido y distorsionado: el amor gratuito que desciende sobre el hombre quedaría transformado por él: ya no sería don, sino posesión; ya no sería servicio, sino poder (B. Maggioni, "Vita consacrata come trasparenza evangelica", en Consacrazione e servicio. Suplemento n. 10/11, Roma 1981, pp. 29ss).