Martes

6ª semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Santiago 1,12-18

12 Dichoso el hombre que aguanta en la prueba, porque, una vez acrisolado, recibirá la corona de la vida que el Señor prometió a los que le aman.

13 Ninguno, al verse incitado a pecar, diga: «Es Dios quien me está incitando a pecar», pues nadie puede incitar a Dios para que haga el mal, y él no incita a nadie a pecar. 14 Cada uno es incitado a pecar por su propia pasión, que lo arrastra y lo seduce. 15 Después, la pasión concibe y da a luz al pecado, y el pecado, una vez consumado, origina la muerte.

16 No os engañéis, mis queridos hermanos. 17 Toda dádiva buena, todo don perfecto, viene de arriba, del Padre de las luces, en quien no hay cambios ni períodos de sombra. 18 Por su libre voluntad nos engendró, mediante la Palabra de la verdad, para que seamos los primeros frutos entre sus criaturas.


Esta perícopa puede constituir la parte final de la exhortación introductoria con un tema en el que insistirá el cuerpo de la carta: «Dichoso el hombre que aguanta en la prueba» (v 12). El tema de la prueba o tentación está recogido en este versículo con el mismo carácter positivo de los vv. 1 ss; allí se subrayaba la necesidad de que las cosas preciosas sean probadas y la importancia que tiene para los cristianos la oportunidad de ser incitados a alcanzar la perfección de la obra. La proclamación de un «macarismo» o de una bienaventuranza está destinada a los que entran en un camino que, al comienzo, requiere esfuerzo y paciencia, y sólo en un segundo momento conduce a algo grande.

No carece de finura psicológica la descripción de la labor lenta y continua de la concupiscencia, que lleva adelante la «prueba» mediante el halago y la seducción. El mal, que ha conseguido entrar en el hombre a través de la seducción y el halago, da a luz el pecado, y éste, a su vez, engendra la muerte.

La finalidad de estas consideraciones no parece ser llevar a cabo una meditación sobre la naturaleza de Dios, sino más bien una revelación de lo que la pureza divina engendra en nosotros. En efecto, como es propio de la fuente luminosa comunicarse, nosotros somos partícipes de la irrigación divina, rica no sólo de luz iluminadora, sino determinada por la voluntad, capaz de engendrar «mediante la Palabra de la verdad» (que es el Evangelio, según Col 1,5).


Evangelio: Marcos 8,14-21

En aquel tiempo, 14 los discípulos se habían olvidado de llevar pan y sólo tenían un pan en la barca. 15 Jesús, entonces, se puso a advertirles, diciendo:

16 Ellos comentaban entre sí, pensando que les había dicho aquello porque no tenían pan.

17 Jesús se dio cuenta y les dijo:

18 Tenéis ojos y no veis; tenéis oídos y no oís. ¿Es que ya no os acordáis? 19 ¿Cuántos canastos llenos de trozos recogisteis cuando repartí los cinco panes entre los cinco mil?

Le contestaron: - Doce.

20 Jesús insistió:

Le respondieron:

21 Jesús añadió:


El marco literario de esta perícopa es también el de la «sección de los panes» (Mc 6,30-8,26) y, más en particular, la reacción a la revelación cristológica por parte de los fariseos (8,11-13) y, ahora, por parte de los discípulos (8,14-21). El endurecimiento del corazón es un tema profético y veterotestamentario, dramático y complejo. Aparece en los evangelios a propósito de la comprensión-aceptación del misterio del Reino propuesto en parábolas (Mc 4,10-12; Mt 13,10-14; Lc 8,9ss; cf. Jn 12,37-41).

La insistencia en el tema por parte de Marcos pretende subrayar la novedad y la profundidad del mensaje propuesto; los fariseos lo han intuido, pero han preferido provocar al Mesías a tomar una opción diferente; la dificultad para entrar en él, en el caso de los discípulos, indica la opción radical a la que está llamada su fe. Esa dificultad, para decirlo con los términos de nuestro pasaje, consiste en no alinearse con la levadura de los fariseos y en comprender, en cambio, la lógica de la multiplicación repetida de los panes. Es ésta un misterio de reparto; el pan que se parte para ser multiplicado, la carne que debe ser «masticada» a fin de que se convierta en fuente de vida eterna para los que participan en el banquete, trae a colación el misterio de la necesidad de pasar a través de la muerte para ser fuente de vida. Esto por lo que respecta a Jesús, por lo que respecta a la cristología en sí misma y también por lo que se refiere a los discípulos, en virtud de una lógica eclesial que sea conforme con la enseñanza del Maestro.


MEDITATIO

En el pasaje de ayer, Santiago nos hacía pedir a Dios la sabiduría, a fin de ver las pruebas desde su justa perspectiva. El libro de los Proverbios se refiere al valor de la sabiduría cuando recuerda que «la necedad del hombre tuerce su camino e irrita su corazón contra el Señor» (19,3). Santiago se muestra categórico: «Nadie puede incitar a Dios para que haga el mal, y él no incita a nadie a pecar» (1,13). En consecuencia, nuestra atención debe detenerse en otro punto: el hombre-criatura. En él está presente la concupiscencia y, si la sigue, se encamina a la muerte. Ahora bien, el hombre dispone también de la posibilidad real de ser «los primeros frutos entre las criaturas de Dios» (1,18), engendradas por su voluntad «mediante la Palabra de la verdad».

Ante la «fijación» de los discípulos en una preocupación superficial y material, Jesús no sólo los amonesta, sino que les hace practicar una anamnesis por medio de una percuciente serie de preguntas - «¿Aún no entendéis ni comprendéis? ¿Es que tenéis embotada vuestra mente? Tenéis ojos y no veis; tenéis oídos y no oís»- y los lleva a releer la «señal» de la multiplicación de los panes.

Jesús se muestra provocador en el empleo que hace de la terminología de los antiguos profetas. De este modo revela también que «la levadura de los fariseos y de Herodes», esto es, la falta de disponibilidad para acoger lo que han visto, está presente asimismo en sus discípulos, que permanecen ligados al «pan» y no llegan a él, «Palabra de la verdad». En nuestro caso, tampoco nos hará daño una anamnesis de este tipo, puesto que abriendo los «ojos» y los «oídos» también llegaremos nosotros a reconocer que «todo don perfecto viene de arriba, del Padre de las luces».


ORATIO

Piadosísimo Dios mío, te ruego que me libres del embarazo excesivo de las preocupaciones de esta vida; de que las varias necesidades corporales me hagan prisionero de los placeres; de que todos los impedimentos del alma quebranten mi ánimo con sus molestias y llegue a desmayar.

No quiero decir que me libres de esas cosas que la mundanal vanidad ambiciona con toda su alma. No, Señor, me refiero a esas miserias que al alma de tu siervo molestan y embarazan, por castigo, por esa maldición común a todos los mortales, para no poseer la libertad de espíritu siempre que quieren (Tomás de Kempis, La imitación de Cristo, III, 26, Apostolado Mariano, Sevilla, s.f., p. 152).


CONTEMPLATIO

Sí, vi además que nuestro Señor se alegra de la tribulación de los suyos con piedad y compasión; y a toda persona que quiere llevar con amor a su felicidad le envía algo que, a sus ojos, no constituye un defecto, pero a causa del cual esas personas son humilladas y despreciadas en este mundo, ultrajadas, sometidas a burlas, puestas aparte. Y hace esto para impedir el daño que les produciría el fasto, el orgullo y la vanagloria de esta mísera vida, y hacer más expedito el camino que les llevará al cielo, a la alegría infinita y eterna. Por eso dice: «Yo os arrancaré por completo de vuestros afectos vanos y de vuestro orgullo malvado, y os reuniré después y os haré humildes y apacibles, puros y santos, uniéndoos a mí».

Y entonces vi que toda compasión natural que tiene el hombre por sus hermanos cristianos, unida a la caridad, es Cristo en él. Por otra parte, todo tipo de anonadamiento mostrado por Jesús en su pasión revela dos aspectos de la intención de nuestro Señor: uno es la felicidad a la que seremos llevados y en la que quiere que nos alegremos; el otro es el consuelo en nuestro dolor, porque quiere que sepamos que todo se transformará en gloria y ganancia para nosotros en virtud de su pasión, y que sepamos también que nosotros no sufrimos solos, sino con él, y que lo veamos como nuestro apoyo. Y desea que veamos que todos sus sufrimientos y tribulaciones superan con mucho todo cuanto nosotros podamos sufrir, hasta tal punto que no podemos tener una comprensión cabal del mismo. Y si consideramos bien esta voluntad suya nos salvaremos de lamentarnos y de la desesperación cuando experimentemos dolor; y si pensamos correctamente que nuestro pecado nos merece las penas, su amor nos excusa aún. Y por su gran cortesía elimina todo reproche y nos mira con compasión y piedad, como niños inocentes y sin culpa (Juliana de Norwich, Libro delle rivelazioni, Milán 1984, p. 168).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Toda dádiva buena, todo don perfecto, viene de arriba, del Padre de las luces» (Sant 1,17).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

La historia de la salvación no está marcada sólo por las repetidas llamadas de Dios, sino también por los repetidos rechazos por parte del hombre a tomar el camino de la vida. El mismo Verbo de Dios, nos recuerda el evangelista Juan, «vino a Ios suyos, pero Ios suyos no lo recibieron» (Jn 1,11). Jesús, en el evangelio de Juan, nos indica la raíz profunda del rechazo, de la incredulidad, y lo hace empleando un lenguaje duro, que requiere ser descifrado: «Yo hablo de lo que he visto estando unido a mi Padre; vuestras acciones manifiestan lo que habéis oído a vuestro padre. [...] El que es de Dios acepta las palabras de Dios, pero vosotros no sois de Dios, y por eso no las aceptáis» (Jn 8,38-47). La raíz de la fe bíblica está en la escucha, actividad vital, aunque también exigente. Y es que escuchar significa dejarse transformar, poco a poco, hasta ser conducidos por caminos a menudo diferentes de aquellos que hubiéramos podido imaginar encerrándonos en nosotros mismos. Los caminos que nos indica Jesús están marcados por la belleza -porque la vida de comunión es bella, bello el intercambio de dones y de misericordia-, pero son caminos que comprometen. De ahí la tentación de no abrirle la puerta, de dejarlo fuera de nuestra existencia real. La historia del pecado, en efecto, echa siempre sus raíces en la historia de la falta de escucha. Aunque -y hay que decirlo con fuerza- ninguno de nosotros pueda juzgar la escucha de los otros, ni siquiera la de los que se declaran alejados de la fe (Comunicar el Evangelio en un mundo que cambia, n. 13, Roma 2001).