Sábado

3a semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: 2 Samuel 12,1-7a.10-17

En aquellos días, 1 el Señor envió al profeta Natán, que se presentó a David, y le dijo:

5 David se enfureció contra aquel hombre y dijo a Natán:

Entonces Natán dijo a David:

12 Tú lo has hecho en secreto, pero yo lo haré a la vista de todo Israel y a la luz del sol que nos alumbra.

13 David dijo a Natán:

Y Natán se marchó a su casa.

15 El Señor hirió al niño que la mujer de Urías había dado a David, y se puso muy malo. 16 David rogó a Dios por el niño: ayunó, se retiró y pasó la noche acostado en el suelo. 'Los ancianos de su casa le insistieron para que se levantara del suelo, pero él no quiso ni tomó alimento alguno con ellos.


Tras haber hecho morir a Urías, David tomó a Betsabé como mujer. Pero el Señor no deja impune el delito y envía al profeta Natán para que mueva el corazón del rey a la conversión. Natán le cuenta la célebre parábola del hombre rico que toma para sí la única corderilla del vecino (vv. 1-4). David es un rey justo y pronuncia con indignación la inmediata condena del hombre: debe morir (v 5).

Pero se produce entonces el giro dramático del relato: Natán no se demora más en relatos simbólicos, sino que habla con dura claridad: «¡Ese hombre eres tú!» (v 7). La palabra del profeta obtiene el efecto para el que ha sido pronunciada: David reconoce su pecado y la plegaria de arrepentimiento que brota de su corazón encuentra su expresión en el salmo 50.

Con todo, el drama no ha concluido. David no es rechazado por el Señor, que se mantiene fiel a la promesa de no alejarse de él como se había alejado de Saúl; sin embargo, llega el castigo, un castigo terrible que David padece impotente y postrado por el dolor: el niño, fruto del adulterio, enferma y muere.


Evangelio: Marcos 4,35-41

35 Aquel mismo día, al caer la tarde, les dijo:

36 Ellos dejaron a la gente y lo llevaron en la barca, tal como estaba. Otras barcas lo acompañaban. 37 Se levantó entonces una fuerte borrasca y las olas se abalanzaban sobre la barca, de suerte que la barca estaba ya a punto de hundirse.

38 Jesús estaba a popa, durmiendo sobre el cabezal, y le despertaron, diciéndole:

39 Al se levantó, increpó al viento y dijo al lago:

El viento amainó y sobrevino una gran calma.

40 Y a ellos les dijo:

  • ¿Por qué sois tan cobardes? ¿Todavía no tenéis fe?

41 Ellos se llenaron de un gran temor y se decían unos a otros:

- ¿Quién es éste, que hasta el viento y el lago le obedecen?


La tempestad calmada sigue al discurso sobre las parábolas (Mc 4,1-34) e inaugura una sección que incluye cuatro milagros (4,35—5,43). El arranque (vv. 35ss) inserta el episodio en la situación espacio-temporal precedente: es el mismo día, estamos aún en el lago. La iniciativa parte de Jesús, que decide «pasar a la otra orilla». Sin embargo, los discípulos son sujetos activos. Estos
«lo llevaron en la barca» y se quedaron después solos luchando contra la tempestad, mientras Jesús dormía.

La primera parte del relato (w. 35-37) contempla un ritmo creciente de los acontecimientos hasta el drama. El v 38 es central, y subraya el contraste entre la serenidad de Jesús y el ansia de los discípulos.

Casi se han invertido las relaciones: Jesús se confía, tranquilo, a la pericia de los marineros, pero los angustiados discípulos no confían en la presencia de Jesús, incluso le lanzan reproches: «¿No te importa que perezcamos?» (v 38). En la segunda parte (vv 39ss), la decidida intervención de Jesús resuelve el drama. Basta una orden y callan tanto el fragor de la tempestad como el vocear aterrorizado de los discípulos: la pregunta de Jesús (v. 40) queda sin respuesta. El miedo que se ha apoderado de los discípulos es síntoma de falta de fe.

La manifestación del poder de Jesús sobre los elementos transforma el miedo en temor de Dios: los discípulos no tienen todavía claro quién es Jesús y sólo intuyen que hay en él algo que les llena de espanto.


MEDITATIO

La pregunta sobre la identidad de Jesús es una constante en el evangelio de Marcos (cf. Mc 1,27). La familiaridad con él no facilita mucho las cosas a los discípulos; más aún, habituarse a tenerlo como compañero de camino, tomarlo con ellos en su propia barca, puede engendrar la ilusión de haberse apoderado de él. Pero la inesperada tempestad supone para ellos un brusco despertar, un despertar que pone en crisis la confianza en el Maestro, y casi oímos la decepción en sus voces: «¿No te importa que perezcamos?».

Cuántas veces nos sentimos tranquilos, al amparo de nuestras comunidades bien organizadas, protegidos por la asiduidad a los ritos y tranquilizados por lecturas edificantes. Incluso cuando nos aventuramos a salir al exterior, creemos seguir teniendo con nosotros al Señor, aunque, en realidad, no nos fiamos hasta el fondo de él: a la primera adversidad, a los primeros fracasos, le reprochamos habernos abandonado.

La fragilidad, la incertidumbre, la duda, nos parece que son sólo de los otros: nosotros conocemos bien el catecismo, ¡qué diantre! Sin embargo, también temblamos apenas se levanta el viento: somos nosotros los discípulos desconcertados y temerosos, somos nosotros David el pecador. «¡Ese hombre eres tú!», nos dice también a nosotros el profeta.


ORATIO

Socorre nuestra fragilidad, Señor, y humilla nuestro orgullo. Abre nuestros ojos para que reconozcamos nuestro pecado. Nos jactamos ante los otros, como si el don de formar parte de tu rebaño fuera una garantía y no una gracia inmerecida. Ayúdanos a comprender que el conocimiento de tu Evangelio es un don que debemos comunicar a los otros, y no una posesión que debemos guardar celosamente.

Sostennos en las pruebas, para que no caigamos en la tentación de considerar el mal como un desmentido de tu bondad. Te acusamos a menudo de estar lejos, de no ver ni oír nuestros lamentos; merecemos tus reproches mucho más que tus discípulos: «¿Por qué sois tan cobardes? ¿Todavía no tenéis fe?».

No eres tú el que duerme, Señor. Somos nosotros los que no conseguimos verte. Perdónanos y ten piedad de nuestra poca fe.


CONTEMPLATIO

Es bueno no caer, o bien caer y volver a levantarse. Y si llegamos a caer, es bueno no desesperar y no volvernos extraños al amor que tiene el Soberano por el hombre. Si lo quiere, puede tener, en efecto, misericordia de nuestra debilidad. Tan solo hemos de limitarnos a no alejarnos de él, a no sentirnos angustiados si nos sentimos forzados por los mandamientos, y no hemos de sentirnos abatidos si no llegamos a nada. [...] No debemos tener prisa ni replegarnos, sino volver a empezar siempre de nuevo. [...] Espéralo, y él tendrá misericordia de ti, bien con la conversión, bien con pruebas, bien con cualquier otra providencia que ignoras (Pedro Damasceno, Libro secondo. Ottavo discorso, en La filocalia, Turín 1982, I, p. 94 [edición española: La filocalia de la oración de Jesús, Sígueme, Salamanca 51998]).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«David dijo: "He pecado contra el Señor"» (2 Sm 12,13).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

[La historia de David] llena de sensatez, no es lejana para nosotros, porque David es un gran modelo para todos los tiempos. Nos enseña cómo a partir de pequeñas desatenciones puede entrar el hombre en graves dificultades, y si no mantiene la mirada fija en Dios cae en errores cada vez más grandes para cubrir los precedentes. Dios, sin embargo, es rico en misericordia e interviene para ayudarnos a volver a encontrar lo mejor de nosotros, a volver a encontrar lo que el Espíritu ha puesto como don en nuestro corazón: el amor a la verdad, a la justicia, a la lealtad.

Nos reconocemos en David porque en cada uno de nosotros está el corazón malvado del que procede el desorden. Por eso nos invitan el salmo 50 y el relato [del segundo libro de Samuel] a reflexionar en serio: no podemos presumir de estar exentos de la culpa sólo porque no seamos reyes o no tengamos el poder de David. Es nuestra condición humana la que se encuentra en un destino de desorden y, por eso, corre el riesgo de convertirnos, al menos en las pequeñas circunstancias, en prisioneros de nosotros mismos, incapaces de reconocernos y de confesarnos pecadores. Sólo la gracia de Dios, continuamente invocada y acogida, vuelve a ponernos cada día en la verdad.

[Reflexionemos] sobre todo el contexto de la historia de Betsabé y de Urías, preguntándonos en la oración por qué los libros sagrados han querido contar tales acontecimientos y otorgar tanto espacio a la descripción de este pecado de David y tanta importancia a la sucesión (cf. 1 Reyes). Sólo así nos será posible comprender la figura de David en todo su significado y, en consecuencia, comprender la historia de la salvación, comprender que en el rostro de Cristo resplandecen la luz de Dios y la a esperanza de los hombres (C. M. Martini, David peccatore e credente, Milán - Casale Monf. 1989, pp. 75-78, passim [edición española: David, pecador y creyente, Editorial Sal Terrae, Santander 1996]).