La liturgia de la Palabra en Ios
días feriales del Tiempo ordinario
(I)


1. Redescubrir los días feriales

El destino de cada hombre se juega en la vida cotidiana: en ella se salva o se pierde; en ella es bueno o malo; en ella, según la Biblia, se revela, llama y salva Dios. La elección y la unción real de Saúl tienen lugar mientras anda a la busca de unas asnas perdidas; en el caso de David, mientras estaba ocupado en apacentar el ganado de su padre; algo parecido ocurre con los discípulos de Jesús. La misma historiografía está descubriendo que, para comprender un pueblo o una época, no basta con describir las grandes empresas de los personajes particulares, sino que es preciso reconstruir la vida cotidiana de la gente.

A pesar de ello, está difundida la tendencia a huir de la cotidianidad en cuanto es posible. Existe una actitud de rechazo contra ella. Tal vez se deba a eso el hecho de que no consigamos hacer despegar la fiesta: tenemos dificultades para comprender que el sábado bíblico viene después de lös seis días caracterizados por la creatividad y los ilumina. Es en la escuela de la Biblia donde debemos redescubrir, por consiguiente, el sentido de los días feriales, de lo cotidiano, del tiempo «ordinario».

2. No hay que huir de lo cotidiano, sino entrar en ello

En los días laborables parecemos a menudo un conjunto de gente aburrida, de esclavos, de reclusos condenados a trabajos forzados. El traqueteo cotidiano toma el rostro de la insatisfacción, de la obligación de ser lo que no somos, de hacer lo que no queremos o no nos interesa en absoluto. Somos como alguien que espera huir de una prisión y que, entre tanto, se embute de tranquilizantes, anhela dejar el trabajo para descansar, espera liberarse de las preocupaciones para conseguir un poco de paz.

Tal vez, antes que huir, necesitemos tomar la decisión de entrar en esta realidad para poner al descubierto sus raíces profundas, el «tesoro» escondido por el que vale la pena vender todo para conseguirlo; eso es lo que hizo el mismo Hijo de Dios cuando decidió encarnarse: «Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre» (Gaudium et spes 22).

Desde entonces, «tanto despiertos como dormidos, vivimos unidos a él» (1 Tes 5,10); «si vivimos, vivimos para el Señor; y si morimos, morimos para el Señor. Así pues, tanto si vivimos como si morimos, somos del Señor» (Rom 14,8).

Para valorar plenamente lo cotidiano no hay más que un camino: ponernos a la escucha de Jesús, sentarnos a sus pies, escucharle precisamente en medio de nuestros días feriales, en su aparente monotonía.

 

3. Ser capaces de detenernos para el «recuperar» el tiempo ferial

En tiempos de la colonización del «Nuevo Mundo», cuando se estaba construyendo el ferrocarril que unía el Atlántico con el Pacífico, fue interpelado un robusto piel roja mientras estaba fumando su pipa sentado beatíficamente en un tronco:

Y siguió fumándose su pipa.

Más allá de los caminos trillados, existe una sabiduría que nuestra civilización «productivista» ya no consigue aceptar. Necesitamos sentarnos cada día y fumarnos nuestra pipa beatíficamente, superando este engranaje mortífero: trabajar para vivir, vivir para trabajar, producir para consumir y consumir para poder volver a producir. Tenemos necesidad de sentarnos y hacer sitio a cosas «gratuitas» (que no rinden) como la escucha, la contemplación, la plegaria...

4. Ser capaces de sentarnos a los pies de Jesús

Para escucharle

El evangelio nos habla de Marta, preocupada por las muchas cosas que debe hacer, como nos ocurre a nosotros con frecuencia, y de María, sentada a los pies de Jesús, atenta a la escucha (cf. Lc 10,38-42). Las palabras pronunciadas por Jesús en aquella ocasión constituyen, no una invitación a huir del «mucho trabajo», sino a encontrarle a él, el Señor, a través de la escucha, permaneciendo en la casa donde habitamos de ordinario, entre las preocupaciones de nuestros días laborables.

Sentarse y escuchar al Maestro es beber en la fuente y saciar nuestra sed, es encontrar reposo para nuestras almas, tener ojos para ver su presencia dentro de «casa», llegar a ser señores del tiempo y no devorados por él.

Para apagar nuestra sed

En las representaciones del Antiguo Egipto aparece con frecuencia una imagen singular que sintetiza toda la vida del pueblo. El rey, sentado en el trono, tiene en la mano una jarra y vierte agua; a sus pies está la reina, con las manos tendidas y unidas en forma de concha, recogiendo el agua que cae de la jarra: de este modo se simboliza al Nilo, que riega la tierra. Sentados como María a los pies de Jesús, escuchando su Palabra, recibimos también nosotros el agua que calma la sed y fecunda nuestra jornada.

Para encontrar el verdadero reposo

Cuando regresaron los apóstoles de su viaje misionero y se reunieron en torno a Jesús para contarle «todo lo que habían hecho y enseñado», les dijo el Señor: «Venid vosotros solos a un lugar solitario, para descansar un poco». Y como «no tenían ni tiempo para comer», cogieron una barca y se fueron «ellos solos a un lugar despoblado» (Mc 6,30-32). Lo que sucedió en aquel lugar solitario no nos lo dice el evangelista, pero sabemos, por otras páginas del evangelio, que Jesús les explica aparte a sus apóstoles la realización del Reino de Dios, les entrega su Palabra, y que esta Palabra se vuelve creadora, se vuelve «reposo» (en sentido bíblico). En efecto, es la Palabra de Dios la que, después de haber creado todas las cosas a lo largo de los seis días de los orígenes, crea el reposo del sábado; es la lectura de la Ley la que convierte el sábado en el día del reposo.

Todo lo que tuvo lugar «en aquel tiempo» se renueva cada domingo. Jesús revela a los suyos, reunidos en un lugar despoblado, el misterio del Reino, y en esta revelación suya se cumple el «descanso»: su Palabra se convierte en la plenitud del descanso -un descanso no sólo físico, sino completamente restaurador-. Y lo que sucede en el ritmo semanal puede suceder también cada día: dando espacio a la Palabra llegamos al descanso propio de Dios.

Para descubrirlo en los días feriales

Dios juega al escondite con nosotros. Se esconde en casa o cuando salimos a la calle. Se disfraza de viejecita, de chófer de autobús, de transeúnte anónimo, de niño y de todas las personas conocidas y desconocidas que nos encontramos. Debemos estar preparados y atentos para descubrirlo, porque aparenta enfadarse con nosotros, tal vez no nos comprende; a veces se muestra amable, simpático y amigable, hace sonreír... Dios es un infiltrado entre nosotros con ropa de clandestino; es el Enmanuel, Dios-con-nosotros. El dijo de sí mismo en el evangelio de Mateo: «Era forastero, y me alojasteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y fuisteis a verme» (Mt 25, 35ss). Se encuentra en nuestra vida cotidiana.

Ahora bien, ¿cómo descubrirle? ¿Cómo afinar el oído y aguzar la vista para darnos cuenta de su presencia? ¿Por qué, al llegar la noche y repasar la jornada, deberemos decir con pesar: «El Señor estaba allí y yo no lo sabía»?

Asistamos a la escuela de la Biblia, dejémonos guiar por la Palabra. Ella cuenta muchos hechos semejantes a los nuestros, pero aquí y ahora ya no son opacos, incomprensibles. El que los ha escrito ha visto a Dios obrando en ellos. En esta escuela podremos aprender también nosotros a sentir y a ver a Dios en nuestra vida cotidiana; lo que para algunos es crónica, se volverá para nosotros historia de salvación. La lectura diaria de la Palabra nos llevará a intuir esta presencia, a creer en la proximidad, a gozar de la compañía del eterno Peregrino.

5. Ser fieles a las citas

No debemos tener prisa ni ansiedad, querer aprender de inmediato, encontrar todo. El juego del escondite tiene sus tiempos. Si aceptamos las reglas del juego, debemos ser verdaderamente pacientes, fieles a las citas. Es seguro que descubriremos cada día mensajes que acabarán por brindarnos nuevas percepciones y afinarán nuestra capacidad para leer espiritualmente la vida.

Más tarde, cuando el juego se haya desarrollado hasta el final, ya no nos quedará nada por adivinar; habrá llegado el momento del último y definitivo descubrimiento: la consecución del gran secreto al que nos lleva el juego del escondite.

6. La lectura de la Escritura

Una «historia» que ilumina la nuestra...

La Iglesia nos presenta a lo largo de los días feriales la historia de Jesús, tal como la cuentan primero Marcos (semanas i-ix ), después Mateo (x-xx) y, por último, Lucas (xxi-)xxiv).

Junto con esta historia, nos hace escuchar las restantes historias de las intervenciones de Dios y lo que escribieron los profetas y los apóstoles. En los años pares se leen por este orden: 1 y 2 Samuel (semanas 1-1v), 1 Reyes 1-16 (iv-v), Santiago (vi-vii), 1 Pedro y Judas (viii), 2 Pedro y 2 Timoteo (ix), 1 Reyes 17-22 (x-xi), 2 Reyes (xi-xii), Lamentaciones (xii), Amós (xiii), Oseas (xiv), Isaías (xiv-xv), Miqueas (xv-xvi), Jeremías (xvi-xviii), Nahúm y Habacuc (xviii), Ezequiel (xix-xx), 2 Tesalonicenses (xxi), 1 Corintios (xxi-xxiv), Proverbios y Eclesiastés (xxv), Job (xxvi), Gálatas (xxvii-xxviii), Efesios (xxviii-xxx), Filipenses (xxx-xxxi), Tito, Filemón, 2 y 3 Juan (xxxii), Apocalipsis (xxxiii-xxxiv).

En apariencia, se presentan como muchas «pequeñas bombas» (perícopas, precisamente) diseminadas casi de modo casual a lo largo del abanico de los días feriales. Así dispuestas, constituyen como una fotografía del devenir de la historia, un devenir en el que se alternan todo tipo de acontecimientos y sentimientos. Aparentemente están yuxtapuestos casi de una manera confusa, pero quien escucha con atención encuentra que existe un hilo conductor: en todos los acontecimientos se hace presente y obra un Dios que salva. Este descubrimiento, hecho de una manera progresiva, proyecta su luz sobre nuestra historia, esa que vivimos a diario.

...que se convierte en acontecimiento actual de salvación...

Cuando esta historia es proclamada en la liturgia, se vuelve proclamación de un acontecimiento de salvación que se realiza hoy, en nuestros días feriales, en virtud de la presencia de Cristo. A este respecto puede resultar iluminador leer lo que la Iglesia nos enseña en los Prenotandos al Leccionario:

En la celebración litúrgica, la Palabra de Dios no se pronuncia de una sola manera, ni repercute siempre con la misma eficacia en los corazones de los que la escuchan, pero siempre Cristo está presente en su Palabra y, realizando el misterio de salvación, santifica a los hombres y tributa al Padre el culto perfecto (cf. SC 7).

Más aún, la economía de la salvación, que la Palabra de Dios no cesa de recordar y de prolongar, alcanza su más pleno significado en la acción litúrgica, de modo que la celebración litúrgica se convierte en una continua, plena y eficaz exposición de esta Palabra de Dios.

Así, la Palabra de Dios, expuesta continuamente en la liturgia, es siempre viva y eficaz (cf. Heb 4,12), por el poder del Espíritu Santo, y manifiesta el amor operante del Padre, amor indeficiente en su eficacia para con los hombres (n. 4).

La Iglesia se edifica y va creciendo por la audición de la Palabra de Dios, y las maravillas que, de muchas maneras, realizó Dios, en otro tiempo, en la historia de la salvación se hacen de nuevo presentes, de un modo misterioso pero real, a través de los signos de la celebración litúrgica; Dios, a su vez, se vale de la comunidad de fieles que celebran la liturgia para que su Palabra siga un avance glorioso y su nombre sea glorificado entre los pueblos (cf. 2 Tes 3,1).

Por tanto, siempre que la Iglesia, congregada por el Espíritu Santo en la celebración litúrgica, anuncia y proclama la Palabra de Dios, se reconoce a sí misma como el nuevo pueblo en el que la alianza sancionada antiguamente llega ahora a su plenitud y total cumplimiento. Todos los cristianos, constituidos, por el bautismo y la confirmación en el Espíritu, en pregoneros de la Palabra de Dios, habiendo recibido la gracia de la audición deben anunciar esta Palabra de Dios en la Iglesia y en el mundo, por lo menos con el testimonio de su vida.

Esta Palabra de Dios, que es proclamada en la celebración de los sagrados misterios, no sólo atañe a la actual situación presente, sino que mira también el pasado y vislumbra el futuro, y nos hace ver cuán deseables son aquellas cosas que esperamos, para que, en medio de las vicisitudes del mundo, nuestros corazones estén firmes en la verdadera alegría (n. 7).

...y que nos quiere hacer partícipes del acontecimiento de la salvación

Lo que en la proclamación se convierte en acontecimiento actual de salvación espera nuevos actores. Es como si, en una representación teatral, los actores, a través de su recitado (proclamación), comprometieran hasta tal punto al público que desapareciera toda distinción: todos se vuelven y se sienten actores (todos suben al escenario).

La proclamación de la historia de la salvación espera nuestra respuesta, nuestra participación, precisamente en medio de nuestros días feriales. A este respecto puede resultarnos iluminador leer lo que se dice en los Prenotandos:

La Iglesia, en la acción litúrgica, responde fielmente el mismo «Amén» que Cristo, mediador entre Dios y los hombres, con la efusión de su sangre, pronunció de una vez para siempre para sancionar en el Espíritu Santo, por voluntad divina, la nueva alianza (cf. 2 Cor 1,20-22).

Cuando Dios comunica su Palabra, espera siempre una respuesta, respuesta que es audición y adoración «en Espíritu y verdad» (Jn 4,23). El Espíritu Santo, en efecto, es quien da eficacia a esta respuesta, para que se traduzca en la vida lo que se escucha en la acción litúrgica, según aquella frase de la Escritura: «Llevad a la práctica la Palabra y no os limitéis a escucharla» (Sant 1,22).

 

7. Conclusión

Para concluir, voy a tomar prestada la reflexión de un amigo sobre el Tiempo ordinario, una reflexión que puede extenderse al Tiempo ferial. «Es un tiempo de meditación, un tiempo para interiorizar el misterio de Cristo. Un tiempo, por consiguiente, en el que la Palabra de Dios hace de amortiguador del estruendo y de la vida frenética de cada día. Un tiempo para vivir en la cotidianidad más normal, más ordinaria. Un tiempo aparentemente exento de sobresaltos, aunque no faltan las celebraciones de santos y otras ocasiones para suscitar reflexiones incisivas sobre la vida cristiana. No es un tiempo vacío; no, la Iglesia no aparca. Es un tiempo en el que el pueblo de Dios, como María, acepta recorrer un camino desconocido e imprevisible, conservando en el corazón todas las palabras y los gestos de Cristo.

Una "meditación" que, a ejemplo de María, es un "poner junto", un "acercar de nuevo dos partes". En este tiempo que se le concede vivir y esperar, somete a confrontación el don recibido, Cristo el Señor, y su respuesta; intenta hacer emerger el sentido, la densidad de los acontecimientos; los lee como camino hacia Dios. Le ha sido confiada una tarea ardua: hacer de puente para que la Luz, Cristo Jesús, se difunda en el mundo y pueda iluminar a los hombres.

La fragua de este trabajo es el "corazón". La Iglesia, recogida en su interioridad, enlaza los hilos multicolores de la existencia de Cristo, unos hilos que recoge en el Evangelio para convertirlos en un ejemplo, en una invitación, en una provocación para el hombre» (Marino Gobbin).