Viernes

8a semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Eclesiástico 44,1.9-13

1 Hagamos el elogio de los hombres ilustres,
de nuestros antepasados por generaciones.

9 Otros no dejaron memoria,
desaparecieron como si no hubiesen existido;
fueron igual que si no hubiesen sido,
y lo mismo sus hijos después de ellos.

10 Pero hubo también hombres virtuosos,
cuyos méritos no han sido olvidados.

11 Una rica herencia nacida de ellos
pervive en sus descendientes.

12 Su descendencia sigue fiel a las alianzas,
y también sus nietos, gracias a ellos.

13 Por siempre permanecerá su descendencia,
y su gloria no se marchitará.


Tras haber considerado la gloria de Dios en la naturaleza (cf la primera lectura de ayer), prosigue el Sirácida su reflexión sapiencial contemplando la gloria divina reflejada en la historia. Es como hojear un álbum de familia para hacernos cargo de nuestras propias raíces. Volver a pensar en los antepasados es un modo de apreciar la pertenencia a nuestra propia familia, considerada como un río que discurre desde su nacimiento hacia el mar. En su curso se enriquece con muchos afluentes, pero se trata siempre del mismo río. De manera análoga, el discurrir de los siglos trae consigo nuevas generaciones, pero se trata siempre del mismo pueblo. El autor no pretende reconstruir un árbol genealógico, como si quisiera satisfacer una curiosidad sobre la identidad y la sucesión de las generaciones. Su intención es hacer «el elogio» de los hombres ilustres. En consecuencia, lo que pretende es celebrar a las personas que dieron lustre a su pueblo, verdaderas columnas que contribuyeron a sostener la historia de Israel. De manera excepcional, se recuerda a alguno que no merece en absoluto el título de ilustre (cf. Roboán). La lista se extiende desde los patriarcas antediluvianos (Enoc, Noé), pasando a través de veinte eslabones, hasta los tiempos posteriores al exilio (Nehemías). De este modo, se cubre un extenso segmento de tiempo, que va desde los albores de Israel hasta el siglo V a. de C.

Nuestra lectura abre este álbum de familia y presenta lo que podríamos llamar una «introducción». En ella sobresalen dos notas dignas de consideración: el criterio de selección de los nombres y su función. El criterio seguido es el de la memoria: son personas que han dejado grabado su nombre en la historia porque fueron «hombres virtuosos». Por consiguiente, la suya fue una grandeza moral, no una simple fama. Quizás sea útil recordar que el hebreo habla de «hombres de piedad», mientras que el griego lo ha traducido por «hombres ilustres». El hebreo expresa claramente que su valor está en la piedad (hesedh, de donde procede el término «asideos»: grupo de hombres piadosos), entendida como la virtud de la fidelidad y del amor a Dios.

Otro mérito de estos hombres consiste en el hecho de que su vida se convierte en una semilla de bondad que fructifica también en las generaciones posteriores:«Una rica herencia nacida de ellos pervive en sus descendientes. Su descendencia sigue fiel a las alianzas, y también sus nietos, gracias a ellos» (vv. 11ss). Pueden ser considerados «benefactores de la humanidad», puesto que educan a las nuevas generaciones.

Así, descubrimos la función de esta lista y apreciamos el valor que tiene recordar estos nombres. El mensaje es la consoladora esperanza de que el bien no se pierde, no se evapora, sino que planta semillas que continúan germinando. La memoria de estos antepasados es, a buen seguro, una bendición.

 

Evangelio: Marcos 11,11-26

Después que la muchedumbre le hubo aclamado, 11 entró Jesús en Jerusalén, fue al templo y observó todo a su alrededor, pero, como ya era tarde, se fue a Betania con los Doce.

12 Al día siguiente, cuando salieron de Betania, Jesús sintió hambre. 13 Al ver de lejos una higuera con hojas, se acercó a ver si encontraba algo en ella. Pero no encontró más que hojas, pues no era tiempo de higos. 14 Entonces le dijo:

-Que nunca jamás coma nadie fruto de ti. Sus discípulos lo oyeron.

15 Cuando llegaron a Jerusalén, Jesús entró en el templo y comenzó a echar a los que vendían y compraban en el templo. Volcó las mesas de los cambistas y los puestos de los que vendían las palomas, 16 y no consintió que nadie pasase por el templo llevando cosas. 17 Luego se puso a enseñar diciéndoles:

-¿No está escrito: Mi casa será casa de oración para todos los pueblos? Vosotros, sin embargo, la habéis convertido en una cueva de ladrones.

18 Los jefes de los sacerdotes y los maestros de la Ley se enteraron y buscaban el modo de acabar con Jesús, porque le temían, ya que toda la gente estaba asombrada de su enseñanza.

19 Cuando se hizo de noche, salieron fuera de la ciudad.

20 Cuando a la mañana siguiente pasaron por allí, vieron que la higuera se había secado de raíz. 21 Pedro se acordó y dijo a Jesús:

-Maestro, mira, la higuera que maldijiste se ha secado.

22 Jesús les dijo:

-Tened fe en Dios. 23 Os aseguro que si uno le dice a este monte: «Quítate de ahí y arrójate al mar», si lo hace sin titubeos en su interior y creyendo que va a suceder lo que dice, lo obtendrá. 24 Por eso os digo: Todo lo que pidáis en vuestra oración lo obtendréis si tenéis fe en que vais a recibirlo. 25 Y cuando oréis, perdonad si tenéis algo contra alguien, para que también vuestro Padre celestial os perdone vuestras culpas. [26].


Estamos en los últimos días de la vida terrena de Jesús. Hace poco que ha hecho su entrada triunfal en Jerusalén, episodio que marca el inicio de los acontecimientos capitales de su vida: la pasión, muerte y resurrección. Se barrunta el final. Este contexto nos ayuda a comprender el fragmento de hoy, que presenta cierto carácter extraño. El episodio central está constituido por la expulsión de los vendedores del templo (vv. 15-19), flanqueado por el asunto de la higuera estéril maldecida por Jesús (vv 12-14), que aparece después seca. A esto le siguen algunas consideraciones sobre la confianza (vv. 20-26).

El punto de partida es el hambre que siente Jesús. Este, al ver a lo lejos una higuera llena de hojas, se acerca para buscar algún fruto. Su esperanza queda decepcionada, porque sólo tiene hojas. El inciso de Marcos es claro: «Pues no era tiempo de higos» (v 13). En consecuencia, es lógico que nos suene por lo menos extraña la maldición de Jesús: «Que nunca jamás coma nadie fruto de ti» (v 14). El episodio necesita ser ilustrado por lo que sigue. De momento, retengamos este punto: Jesús, el Mesías, no encuentra ningún fruto, aunque lo ha deseado.

El episodio central muestra el templo en un estado de suma degradación, reducido a lugar de comercio. Están en él las oficinas de cambio para permitir a los judíos que llegaban desde distintas partes del mundo cambiarsu dinero por moneda local (no estaba permitido ofrecer monedas que llevaran una efigie pagana). Estaban también los puestos de los vendedores de palomas. Estas constituían una de las ofrendas más frecuentes y más económicas que la gente llevaba al templo. Jesús vuelca las mesas y las sillas, denunciando que ese comercio ha contaminado el sentido del templo. La cita de Is 56,7 reivindica el carácter sagrado del lugar, destinado a la oración y no a los negocios. Marcos prolonga la cita añadiendo: «Para todos los pueblos» (v 17), englobando también a los paganos, de suerte que la purificación del templo adquiera un valor universal: es la casa común y todos pueden acceder a ella, a condición de que respeten su carácter sagrado. El añadido de Jr 7,11 confirma el actual estado de degradación del templo, convertido en cueva de ladrones. La tumultuosa intervención de Jesús no agrada a la autoridad constituida (sumos sacerdotes y maestros de la Ley), que quiere eliminar al desconocido profeta. Con todo, les retiene el miedo a enemistarse con el pueblo, que siente admiración por la enseñanza de Jesús.

Este episodio, englobado con el asunto de la higuera que no produce frutos, puede ser leído de este modo: la parte más sagrada de Jerusalén ha dejado de dar frutos, ofrece sólo las hojas de una religiosidad formal. Es preciso dar un vuelco a la situación, precisamente como ha hecho Jesús al volcar las mesas y las sillas de los cambistas y vendedores. La constatación de que la higuera se ha secado muestra que, sin frutos, no es posible seguir existiendo y ocupar inútilmente el terreno. Nos lo enseña también la parábola de Lc 13,6-9. En este punto podría insinuarse el desánimo. Jesús señala un camino novedoso: la fe y la conversión son siempre posibles y pueden dar un vuelco a la situación. A la falta de fruto de la higuera se opone la abundancia de frutos de la comunidad, llamada a producir frutos tangibles mediante un sereno abandono en Dios.


MEDITATIO

En la historia aparecen buenos y malos ejemplos que influyen en las personas. Además de objeto, se espera que cada uno de nosotros sea también sujeto de buenos ejemplos.

La primera lectura nos ofrece la posibilidad de reflexionar sobre el buen ejemplo dado por los antepasados. El libro del Eclesiástico tejió sus alabanzas, mencionándolos y poniéndolos como modelo. Sin embargo, necesitamos puntos de referencia. El problema consiste en escoger los justos, los que puedan ser el factor de crecimiento humano y espiritual. No raras veces se proponen modelos que duran lo que un soplo (como los campeones deportivos o los divos del cine, por ejemplo). Los hombres de auténtico valor son los que permanecen fieles a Dios. Para nosotros, son los santos, a quienes no sólo rezamos, sino que también intentamos imitarles en su gran amor a Dios y al prójimo.

El evangelio nos propone el mal ejemplo de la higuera. El lector podría quedarse un poco desorientado por el comportamiento de Jesús, que «pretende» recoger frutos de una higuera aunque no es la estación. No debemos ponernos de parte de la higuera («pobrecilla, ¿qué ha hecho?»), sino de parte de Jesús.

En vez de contar una parábola, como hace en tantas otras ocasiones, se sirve de un episodio que seguramente se marcará a fuego en la mente de sus discípulos. Es una lección viva. Del mismo modo que no nos causa pena la ensalada que comemos, porque sirve para alimentar nuestra vida, tampoco debe sorprendernos que esta higuera se seque para alimentar la comprensión de los discípulos. Estos aprenden la lección: no puede haber tiempo sin frutos. Si bien en el caso de la higuera forma parte de la naturaleza tenerfrutos en una estación y no en otra, en la vida religiosa no es admisible una estación sin frutos o de pura formalidad exterior. Y si eso ocurriera, es preciso invertir el rumbo, dar un vuelco a la situación (véase la purificación del templo), so pena de una aridez completa. La higuera enseña; por consiguiente, no debemos decir: «¡Pobre higuera!», sino: «¡Pobres de nosotros!» Si mantenemos una conducta estéril.

El reverso de la medalla, esto es, la lectura positiva, es una vida rebosante de fe, capaz de arrancar las plantas para trasplantarlas a otro lugar, con sólo decirlo; una vida planteada sobre el amor, un amor que se dirige incluso a las personas que nos son hostiles. De este modo, el fruto se hace visible, concreto, y el creyente se convierte en imitador del Padre que está en los cielos. Debemos seguir los buenos ejemplos de los otros, debemos dejar a nuestra espalda una estela luminosa de bien. Seguir a Jesucristo, con fidelidad y amor, es garantía segura de llevar una vida rica en frutos que permanecen.


ORATIO

¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y abraseme en tu paz (Agustín, Las confesiones, X, 27,37, BAC, Madrid 51968, p. 434).


CONTEMPLATIO

Hijo amadísimo, lo primero que quiero enseñarte es que ames al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con todas tus fuerzas; sin ello no hay salvación posible.

Hijo, debes guardarte de todo aquello que sabes que desagrada a Dios, esto es, de todo pecado mortal, de tal manera que has de estar dispuesto a sufrir toda clase de martirios antes que cometer un pecado mortal.

Además, si el Señor permite que te aflija alguna tribulación, debes soportarla generosamente y con acción de gracias, pensando que es para tu bien y que es posible que la hayas merecido. Y, si el Señor te concede prosperidad, debes darle gracias con humildad y vigilar que no sea en detrimento tuyo, por vanagloria o por cualquier otro motivo, porque los dones de Dios no han de ser causa de que le ofendas.

Asiste, de buena gana y con devoción, al culto divino y, mientras estés en el templo, guarda recogida la mirada y no hables sin necesidad, sino ruega devotamente al Señor, con oración vocal o mental.

Ten piedad con los pobres, desgraciados y afligidos, y ayúdales y consuélales según tus posibilidades. Da gracias a Dios por todos sus beneficios y así te harás digno de recibir otros mayores. Con tus súbditos, obra con toda rectitud y justicia, sin desviarte a la derecha ni a la izquierda; ponte siempre más del lado del pobre que del rico, hasta que averigües de qué lado está la razón. Pon la mayor diligencia en que todos tus súbditos vivan en paz y con justicia, sobre todo las personas eclesiásticas y religiosas.

Sé devoto y obediente a nuestra madre, la Iglesia romana, y al sumo pontífice, nuestro padre espiritual. Esfuérzate en alejar de tu territorio toda clase de pecado, principalmente la blasfemia y la herejía.

Hijo amadísimo, llegado al final, te doy toda la bendición que un padre amante puede dar a su hijo; que la santísima Trinidad y todos los santos te guarden de todo mal. Y que el Señor te dé la gracia de cumplir su voluntad, de tal manera que reciba de ti servicio y honor, y así, después de esta vida, los dos lleguemos a verlo, amarlo y alabarlo sin fin. Amén.


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Fui yo quien os elegí a vosotros. Y os he destinado para que vayáis y deis fruto abundante y duradero» (Jn 15,16).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio! Para esto me ha enviado el mismo Cristo. Yo soy apóstol y testigo. Cuanto más lejana está la meta, cuanto más difícil es el mandato, con tanta mayor vehemencia nos apremia el amor. Debo predicar su nombre: Jesucristo es el Mesías, el Hijo de Dios vivo; él es quien nos ha revelado al Dios invisible, él es el primogénito de toda criatura, y todo se mantiene en él. Él es también el maestro y redentor de los hombres; él nació, murió y resucitó por nosotros.

Él es el centro de la historia y del universo; él nos conoce y nos ama, compañero y amigo de nuestra vida, hombre de dolor y de esperanza; él, ciertamente, vendrá de nuevo y será finalmente nuestro juez y también, como esperamos, nuestra plenitud de vida y nuestra felicidad.

Yo nunca me cansaría de hablar de él; él es la luz, la verdad; más aún, el camino, y la verdad, y la vida; él es el pan y la fuente de agua viva que satisface nuestra hambre y nuestra sed; él es nuestro pastor, nuestro guía, nuestro ejemplo, nuestro consuelo, nuestro hermano. El, como nosotros y más que nosotros, fue pequeño, pobre, humillado, sujeto al trabajo, oprimido, paciente. Por nosotros habló, obró milagros, instituyó el nuevo reino en el que los pobres son bienaventurados, en el que la paz es el principio de la convivencia, en el que los limpios de corazón y los que lloran son ensalzados y consolados, en el que los que tienen hambre de justicia son saciados, en el que los pecadores pueden alcanzar ell perdón, en el que todos son hermanos.

Éste es Jesucristo, de quien ya habéis oído hablar, al cual muchos de vosotros ya pertenecéis, por vuestra condición de cristianos. A vosotros, pues, cristianos, os repito su nombre, a todos lo anuncio: Cristo Jesús es el principio y el fin, el alfa y la omega, el rey del nuevo mundo, la arcana y suprema razón de la historia humana y de nuestro destino; él es el mediador, a manera de puente, entre la tierra y el cielo; él es el Hijo del hombre por antonomasia, porque es el Hijo de Dios, eterno, infinito, y el Hijo de María, bendita entre todas las mujeres, su madre según lo carne y nuestra madre por la comunión con el Espíritu del cuerpo místico.

¡Jesucristo! Recordadlo: él es el objeto perenne de nuestra predicación; nuestro anhelo es que su nombre resuene hasta los confines de la tierra y por los siglos de los siglos (Pablo VI, Homilía pronunciada en Manila, 29 de noviembre de 1970).