Lunes

8a semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Eclesiástico 17,24-32

24 A los que se arrepienten les permite volver
y conforta a los que han perdido la constancia.

25 Conviértete al Señor y abandona el pecado,
ora en su presencia y deja de ofenderlo.

26 Vuelve al Altísimo y apártate de la maldad,
detesta la iniquidad con toda tu alma.

27 Pues ¿quién alabará al Altísimo en el abismo
si los vivos no le rinden homenaje?

28 El muerto, como quien ya no existe, ignora la alabanza;
sólo el vivo y el sano glorifican al Señor.

29 ¡Qué grande es la misericordia del Señor,
y su perdón para los que se convierten a él!

30 El hombre no puede abarcarlo todo,
pues el ser humano no es inmortal.

31 ¿Hay algo más brillante que el sol? Pues también se eclipsa.
Lo que es carne y sangre sólo concibe maldad.

32 Dios pasa revista al ejército del cielo;
los hombres sólo son polvo y ceniza.


Nuestro maestro, el Sirácida, prosigue su instrucción tocando hoy otro punto de vital importancia:
el arrepentimiento y el perdón. Se trata de palabras que nos ponen con frecuencia en una situación incómoda, porque nuestra exigencia nos sugiere que son difíciles de vivir. Sin embargo, constituyen términos clave de nuestro vocabulario teológico, elementos irrenunciables para una armónica y auténtica relación con Dios.

La vida del sabio florece gracias a una colaboración entre Dios y el hombre. Este último expresa su arrepentimiento naturalmente porque hay algo incorrecto en su modo de obrar o de pensar. Se da por descontado que el hombre es pecador. Una vez que el pecado está presente y empieza su obra corrosiva, ¿qué se puede hacer? El mandato es inequívoco: «Vuelve al Altísimo y apártate de la maldad» (v 26). Lo primero es apartarse del pecado. En consecuencia, es preciso comenzar el movimiento de retorno que se llama conversión. En hebreo, en efecto, la conversión es precisamente un volver (shúb), en el sentido de apartarse del camino errado por el que nos habíamos metido, a fin de encaminarnos hacia Dios. El pecador es como un muerto, incapaz de alabar al Señor. Según la concepción antigua, en los infiernos se llevaba una vida larvaria; los que allí se encontraban eran como sombras y, sobre todo, no les era posible alabar a Dios. Era una «vida» que no merecía ese nombre, puesto que el fin de la existencia consiste en la alabanza a Dios. De ahí que el salmista pida a Dios que le libre de la muerte para que, continuando en la vida, mantenga la oportunidad de alabar al Señor (cf. Sal 88,11-13).

Dios concede su perdón al pecador arrepentido. Ahora bien, esto no es un derecho del hombre, sino un acto de amor del Señor: «¡Qué grande es la misericordia del Señor y su perdón para los que se convierten a él!» (v 29). No puede haber, por tanto, ninguna pretensión. El hombre conserva su lúcida conciencia de ser «polvo y ceniza» (v 27). Su grandeza consiste en la humilde esperanza de que el Señor continúe otorgándole los beneficios de su amor.

 

Evangelio: Marcos 10,17-27

En aquel tiempo, 17 cuando iba a ponerse en camino se le acercó uno corriendo, se arrodilló ante él y le preguntó:

-Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?

18 Jesús le contestó:

-¿Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno. 19 Ya conoces los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre.

20 Él replicó:

-Maestro, todo eso lo he cumplido desde joven.

21 Jesús le miró fijamente con cariño y le dijo:

22 Ante estas palabras, él frunció el ceño y se marchó todo triste, porque poseía muchos bienes.

23 Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos:

24 Los discípulos se quedaron asombrados ante estas palabras. Pero Jesús insistió:

-Hijos míos, ¡qué difícil es entrar en el Reino de Dios! 25 Le es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el Reino de Dios.

26 Ellos se asombraron todavía más y decían entre sí:

27 Jesús les miró y les dijo:


El fragmento evangélico de hoy se compone de dos partes: una vocación fallida por el apego a la riqueza (vv. 17-22) y algunas consideraciones sobre la peligrosidad de la riqueza (vv. 23-27).

El punto de partida es exaltador: un hombre busca el camino para la vida eterna. El hecho de que se dirija a Jesús habla en favor de la confianza que inspiraba el Maestro de Nazaret. Eran muchos los maestros que podían responder con sabiduría a esa pregunta. Es posible que aquel hombre se esperara algo diferente, algo nuevo. Jesús le orienta hacia Dios y hacia algunos de los preceptos del Decálogo, sobre todo a los relacionados con los deberes hacia el prójimo. El Decálogo, expresión de la voluntad divina, sigue siendo, en efecto, el código de referencia esencial, capaz de encaminar hacia la vida eterna. De este modo queda ratificado el valor del Antiguo Testamento.

Sin embargo, aquel hombre tiene sed de otra cosa. El Decálogo, que ya observa puntualmente desde su juventud, no le basta. Necesita un impulso novedoso: «Ven y sígueme» (v 21) es la novedad del mensaje. Es la persona de Jesús, el hecho de seguirle, lo que marca la diferencia. Jesús se pone en la línea del Decálogo como expresión de la voluntad de Dios y, al mismo tiempo, como punto de superación. Jesús es ese «algo más» buscado. La observancia de una ley queda sustituida por la comunión con una persona. Esta persona «pretende», justamente, ser el nuevo acceso hacia Dios.

Sin embargo, para seguir a Jesús es preciso abandonar el lastre y los diferentes impedimentos. Jesús había conocido a fondo a aquel hombre, gracias a la mirada cargada de amor que proyectó sobre él. El seguimiento exige una libertad interior que no tenemos mientras el dinero esté presente en nuestra vida como señor. Pero el dinero es aún más que señor; es tirano y, en efecto, aferra al hombre que no consigue liberarse de él. Su deseo es como una cáscara vacía. Se va triste y afligido. Ha preferido sus magras seguridades a la exaltadora propuesta de Jesús. Su riqueza le ha hecho perder una ocasión única para su vida, le ha empobrecido. Le queda la «riqueza» de su remordimiento.

Llegados aquí, Jesús lanza una dura consideración sobre la riqueza, cuando se convierte, como en el caso que ahora nos ocupa, en impedimento para realizar la vida en plenitud. Jesús conoce y denuncia la fuerza seductora del dinero. Los ricos tienen dificultades para acceder a Dios porque están atados a las cosas, hechizados por ellas. El hecho de poder comprar todo lo que quieren les confiere un sentido de casi omnipotencia. La dificultad de su posición la expresa Jesús con la imagen del camello y el ojo de una aguja (v 25). Estamos frente a una hipérbole, una exageración buscada adrede para subrayar mejor el concepto. «¿Quién podrá salvarse?» (v 26), es la reacción de pasmo de los discípulos, acostumbrados a pensar que la riqueza era una bendición divina. Jesús responde que la salvación es don de Dios. Y éste es capaz de llevar a cabo lo imposible (v 27). Ese don no exonera del esfuerzo por liberarse y mantenerse lo más libres posible.


MEDITATIO

Podríamos decir que el denominador común de ambas lecturas es una invitación a liberarse. La primera nos invita a liberarnos del pecado, la segunda de la riqueza. En ambos casos se trata de un impedimento para acceder a los valores superiores; más aún, vitales.

«Pecar es humano, perseverar es diabólico», dice una conocida máxima. A buen seguro, es preciso que nos comprometamos antes que nada a evitar el pecado, pero, siendo realistas, no podemos olvidar nuestra crónica fragilidad. En consecuencia, será oportuno tener presente que somos débiles, incapaces de mantener siempre el rumbo adecuado, a pesar de las muchas ayudas que recibimos. La humilde conciencia de nuestra pobreza espiritual nos llevará a renovar la petición de perdón al Señor, a pedir su misericordia y a recomenzar con confianza. La autosuficiencia del hombre moderno le impide arrodillarse ante su Creador para pedir perdón. El hombre se convierte en medida de sí mismo, está bien lo que él juzga que está bien, no busca ningún punto de referencia fuera de él. De este modo, le queda bloqueado el camino espiritual. Es preciso ayudarle a liberarse de su autosuficiencia, a que vuelva al Señor con la conciencia del joven de la parábola: «Me pondré en camino, volveré a casa de mi padre y le diré: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco llamarme hijo tuyo"» (Lc 15,18).

El segundo camino de liberación nos lo propone el evangelio. Jesús, con una divina intuición, comprende qué es lo que atenaza a este hombre y le propone liberarse de sus riquezas. No le aconseja tirarlas o destruirlas, sino que le sugiere que las haga fructificar dándoselas a los pobres. Este hombre, privado de sus riquezas, empezaría a tener un capital en el cielo: «Tendrás un tesoro en el cielo». La liberación no es el fin, sino la condición para realizar plenamente nuestra vida. Ésta encuentra su máxima floración en el «ven y sígueme» que corresponde a la vocación específica de aquel hombre. No supo liberarse de su riqueza, pensando que tal vez eran un bien que le garantizaba el mañana. Perdió la ocasión más bella de su vida, desaprovechó la invitación que procedía de un acto sublime de amor: «Jesús le miró fijamente con cariño». Con su riqueza, y precisamente a causa de ella, se volvió terriblemente pobre. Su caso nos enseña que es posible permanecer apresados por las cosas, a pesar de las llamadas de Jesús a una vida plenamente realizada. Por fortuna, la historia de los discípulos nos enseña que también es posible tomar el camino adecuado.
 

ORATIO

Señor, libérame de la presunción de sentirme «tranquilo» por una valoración mínima de mi pecado («¿Qué tiene de malo?», «Lo hacen todos»), de remitir al infinito la conciencia y la denuncia de mi culpa, porque esto me bloquea el acceso a tu misericordia, me hace perder un tiempo precioso, me mantiene encadenado a mi orgullosa presunción.

Señor, ayúdame a cultivar la espiritualidad sencilla y esencial del publicano en el templo: «¡Oh Dios, ten piedad de mí, que soy un pecador!», a conservar la viva confianza de que el Padre, en los cielos, está dispuesto a perdonar, puesto que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cf. Ez 18,23). Y una vez perdonado, ayúdame a perdonar a los otros, a imitación del Padre que me perdona, para que yo quede libre del rencor y del espíritu de venganza y permita a los otros liberarse de su pasado.

Señor, libérame de las cosas entendidas como posesión que esclaviza; concédeme la sabiduría de un uso prudente, considerándolas como medios de tu Providencia destinados a alcanzar el fin, a entrar en la vida que eres tú, que con el Padre y el Espíritu Santo vives y reinas por los siglos de los siglos.


CONTEMPLATIO

No puede dudarse de que los pobres consiguen con más facilidad que los ricos el don de la humildad, ya que los pobres, en su indigencia, se familiarizan fácilmente con la mansedumbre y, en cambio, los ricos se habitúan fácilmente a la soberbia. Sin embargo, no faltan tampoco ricos adornados con esta humildad y que usan de tal modo sus riquezas que no se ensoberbecen con ellas, sino que se sirven más bien de ellas para obras de caridad, considerando que su mejor ganancia es emplear los bienes que poseen en aliviar la miseria de sus prójimos.

El don de esta pobreza se da, pues, en toda clase de hombres y en todas las condiciones en las que el hombre puede vivir, pues pueden ser iguales por el deseo incluso aquellos que por la fortuna son desiguales, y poco importan las diferencias en los bienes terrenos si hay igualdad en las riquezas del espíritu. Bienaventurada es, pues, aquella pobreza que no se siente cautivada por el amor a los bienes terrenos ni pone su ambición en acrecentar las riquezas de este mundo, sino que desea más bien los bienes del cielo.

Después del Señor, los apóstoles fueron los primeros que nos dieron ejemplo de esta magnánima pobreza, pues, al oír la voz del divino Maestro, dejando absolutamente todas las cosas, en un momento pasaron de pescadores de peces a pescadores de hombres y lograron, además, que muchos otros, imitando su fe, siguieran esta misma senda. En efecto, muchos de los primeros hijos de la Iglesia, al convertirse a la fe, no teniendo más que un solo corazón y una sola alma, dejaron sus bienes y posesiones y, abrazando la pobreza, se enriquecieron con bienes eternos y encontraron su alegría en seguir las enseñanzas de los apóstoles, no poseyendo nada en este mundo y teniéndolo todo en Cristo.

Por eso, el bienaventurado apóstol Pedro, cuando al subir al templo se encontró con aquel cojo que le pedía limosna, le dijo: «No tengo plata ni oro, te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo, echa a andar» (León Magno, Sermón sobre las bienaventuranzas 95, 2ss, en PL 54, col. 462).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«¡Qué grande es la misericordia del Señor y su perdón para los que se convierten a él!» (Eclo 17,29).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Podemos representar el perdón como un prisma con muchas caras, de cada una de las cuales se desprende una luz. El perdón renueva por completo a la persona humana: no sólo la arranca de la condición de pecado, sino que le abre el camino para ser «el hombre nuevo creado por Dios, "el hombre nuevo creado según Dios en la justicia y en la santidad verdadera" (Ef 2,4)» (R. Bultmann) [...].

Pedir la remisión de las deudas es, a buen seguro, pedir la cancelación de una cuenta con números rojos, aunque es también mucho más. Recibir el perdón es entrar en una relación nueva con aquel que nos ha condonado la deuda. Cuando le pedimos al Padre su perdón, le pedimos que vuelva a admitirnos en el círculo de su amor, del que nos habíamos salido al pecar. Pedimos ser reconciliados con el Padre, volver a entrar en comunión con él; más aún, ser nuevamente acogidos dentro de su amor. El amor del Padre: ésa es la meta a la que se dirige la petición de perdón [...]. El perdón de Dios es el modelo de la medida del perdón cristiano [...]. A través de la inmolación de su propio Hijo, Dios ha roto el equilibrio exigido por la justicia y lo ha sustituido por el equilibrio del amor misericordioso y perdonador. El perdón cancela la paridad entre el debe y el haber de los honorarios, la nivelación como ideal ético al que ha permanecido atado el judaísmo y lo sigue estando todavía nuestra cultura. Del Crucificado que muere perdonando —más aún, excusando y buscando atenuantes para la acción de quienes le crucifican (Lc 23,34)- han aprendido los cristianos a renunciar al cobro de la deuda según la justicia, desactivando así la mecha que yace bajo toda exigencia de justicia (M. Masini, II Vangelo del perdono, Milán 2000, pp. 24.119.123).