Martes

6a semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Génesis 6,5-8; 7,1-5.10

6,5 Al ver el Señor que crecía en la tierra la maldad del hombre y que todos sus proyectos tendían siempre al mal, 6 se arrepintió de haber creado al hombre en la tierra. Y, profundamente afligido, 7 dijo:

-Borraré de la superficie de la tierra a los hombres que he creado: a los hombres, a los animales, reptiles y aves del cielo, pues me arrepiento de haberlos creado.

8 Pero Noé alcanzó el favor del Señor.

7.1 El Señor dijo a Noé:

-Entra en el arca tú con toda tu familia, pues tú eres el único justo que he encontrado en esta generación. 2 De todos los animales puros toma siete parejas, macho y hembra; 3 también de las aves del cielo toma siete parejas, macho y hembra, para que se conserven sobre la tierra. 4 Porque dentro de siete días haré que llueva sobre la tierra durante cuarenta días y cuarenta noches y borraré de ella a todos los seres que he creado.

5 Noé hizo todo lo que Dios le había ordenado. 10 Y al cabo de siete días cayeron sobre la tierra las aguas del diluvio.


Tras el pecado de Adán y Eva, tras el de Caín, tras el de los «hijos de Dios» (que probablemente no son ángeles, sino también seres humanos), llega Dios a la inevitable conclusión de que la maldad de los hombres es un hecho irremediable. Dios se da cuenta de que el pecado humano es tal que compromete la bondad de la creación llevada a cabo por él: y el Señor «se arrepintió de haber creado al hombre en la tierra» y se sintió profundamente afligido (6,6).

¡Vaya un Dios sorprendente, que se arrepiente de lo que apenas acaba de hacer! Sin embargo, Dios no se arrepiente justamente de la creación en sí, que sigue siendo buena; le disgusta el pecado de los hombres, que la contamina, que la corrompe. En realidad, correspondería a los hombres «arrepentirse» de sus pecados: Dios hace lo que los hombres no son capaces de hacer. Y su arrepentimiento (si así podemos llamarlo) inventa el único remedio posible, dada la gravedad de la situación. El remedio es radical: destruir para reconstruir, des-crear para re-crear, recomenzar todo desde el principio.

El mito del diluvio, de una inundación total de la tierra por las aguas, es tan viejo como el mundo. Tenemos paralelos literarios en la antigua Mesopotamia y versiones orales en casi todas las culturas primitivas. El autor bíblico lo reelabora como el único remedio posible a la maldad del corazón humano. Ahora bien, nada sería más erróneo que tomarlo, al pie de la letra, como un castigo que golpea de una manera indiscriminada a justos e injustos, a inocentes y a culpables. La intención divina es más bien recrear el mundo, renovar la faz de la tierra. Alguien sobrevive, por gracia, al flagelo, y éste representa a toda la humanidad salvada de las aguas, el fundador de una nueva familia humana. Tanto es así que, en la tradición cristiana, Noé se convertirá en una figura de Jesús; las aguas del diluvio pasarán a ser emblema del bautismo que ahora nos salva, y el arca de la supervivencia de hombres y animales llegará a ser una imagen de la «barca» eclesial (sin llegar a decir, no obstante, que fuera de la Iglesia no hay salvación).

 

Evangelio: Marcos 8,14-21

En aquel tiempo, 14 los discípulos se habían olvidado de llevar pan y sólo tenían un pan en la barca. 15 Jesús entonces se puso a advertirles, diciendo:

16 Ellos comentaban entre sí que pensaban que les había dicho aquello porque no tenían pan.

17 Jesús se dio cuenta y les dijo:

-¿Por qué comentáis que no tenéis pan? ¿Aún no entendéis ni comprendéis? ¿Es que tenéis embotada vuestra mente? 18 Tenéis ojos y no veis; tenéis oídos y no oís. ¿Es que ya no os acordáis? 19 ¿Cuántos canastos llenos de trozos recogisteis cuando repartí los cinco panes entre los cinco mil?

Le contestaron:

20 Jesús insistió:

Le respondieron:

21 Jesús añadió:

~4 Inmediatamente antes habíamos leído la respuesta, casi cortante, que da Jesús a los fariseos que le pedían una señal del cielo: «¿Por qué pide esta generación una señal? Os aseguro que a esta generación no se le dará señal alguna» (8,12b). En realidad, Jesús acaba de dar una señal: es la señal del pan partido y multiplicado en ambas orillas del lago, para Israel y para los gentiles. No se dará ninguna otra señal a esta generación, ni a todas

las generaciones, a no ser la pequeñísima señal del pan partido por todos, de la eucaristía.

¿Qué comentan ahora los discípulos en la barca? Dicen que no tienen pan, que se han olvidado de comprar. ¡Increíble! Han sido no sólo espectadores, sino protagonistas de las dos multiplicaciones y, pese a todo, aún tienen miedo de quedarse sin pan. Ahora bien, ¿de qué pan se está hablando en realidad? Del pan fermentado de las personas religiosas (los fariseos) y de los ambientes políticos (los herodianos). ¿Cómo se obtiene este pan? Sobre la base de ciertas opciones ideológicas, de ciertos cálculos económicos.

En la barca no hay más que un solo pan. Es el único pan necesario y suficiente. Es el pan ázimo de la eucaristía. Es Jesús este pan, es su cuerpo entregado, su sangre derramada, su corazón partido. Este es el pan multiplicado en las dos orillas del lago, pero los discípulos no comprenden aún.


MEDITATIO

«Al ver el Señor que crecía en la tierra la maldad del hombre y que todos sus proyectos tendían siempre al mal, se arrepintió...». El texto de Gn 6,5 dice esto: «Todos los pensamientos que formaba en su corazón durante todo el día eran sólo mal». El corazón es el lugar en el que se forman los pensamientos, en el que se conciben las acciones: pues bien, este corazón no hace otra cosa más que concebir el mal, meditar delitos, idear malos pensamientos.

Ya lo había dicho claramente Jesús en la disputa sobre lo puro y lo impuro, reprendiendo a los mismos discípulos por su escasa comprensión: «¿De modo que tampoco vosotros entendéis? ¿No comprendéis que nada de lo que entra en el hombre puede mancharlo, puesto que no entraen su corazón, sino en el vientre, y va a parar al estercolero? [..] Lo que sale del hombre, eso es lo que mancha al hombre. Porque es de dentro, del corazón de los hombres, de donde salen los malos pensamientos, fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, perversidades,

raude, libertinaje, envidia, injuria, soberbia e insensatez. Todas estas maldades salen de dentro y manchan al hombre» (Mc 7,18-23). Son los mismos malos pensamientos que encontró Dios en el corazón del hombre, y a causa de los cuales vino el diluvio sobre la tierra. Pero es también la situación en la que nos encontramos hoy. Todavía hoy sigue endurecido nuestro corazón como el de los discípulos, a pesar de la amistad de Dios, a pesar de la señal del pan multiplicado. Tenemos ojos y no vemos, tenemos oídos y no oímos. Buscamos constantemente otro pan, un pan que no sacia, y, al hacer esto, nuestro corazón no cesa de formar pensamientos inútiles, de concebir designios impuros. Sólo podremos poner límite a esta proliferación de pensamientos si comprendemos que el único pan que hay en la barca es el que nos basta. El pan único es el corazón del Hijo que ha entregado su vida por nosotros.


ORATIO

Señor, tú has visto nuestro corazón:
en él no hay más que mal todo el día.
Has sumergido en el bautismo
todo el mal que llevamos dentro,
pero nuestro corazón vuelve a empezar
desde el principio, a elaborar designios malvados.
En el arca de antaño, en la barca de hoy,
no tenemos otro dique
contra el diluvio de los pensamientos
que el corazón de Jesús,
único pan necesario.


CONTEMPLATIO

Dios, por ser creador de lo que existe y no de lo que no existe, es extraño a la causa responsable del mal: Dios ha creado la vista, no la ceguera; ha suscitado la virtud, no la privación de la misma; ha otorgado como premio a la buena voluntad el don de sus bienes a quien regula virtuosamente su propia vida, sin someter a su propia voluntad la naturaleza humana con violenta necesidad, arrastrándola de manera forzada al bien como un objeto inanimado. Si ante la luz, que se difunde pura desde el cielo sereno, cerramos los ojos bajando los párpados, el que no ve no puede considerar al sol culpable (Gregorio de Nisa, La grande catechesi, Roma 21990, p. 67 [edición española: La gran catequesis, Editorial Ciudad Nueva, Madrid 1993]).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Él da alimento a todos los vivientes,
porque es eterna su misericordia»
(Sal 135,25).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

«El buen Dios, que nos ama tanto, ya tiene bastante pena con estar obligado a dejarnos cumplir nuestro tiempo de prueba en la tierra, sin que vengamos constantemente a decirle que estamos mal en ella; no tenemos que adoptar el aspecto de que nos damos cuenta de ello» (CSG, 58).

Este pasaje de santa Teresa, cuando lo comparamos con la idea generalmente difundida, tiene un carácter singular. Se ha empleado tanto el vocabulario del sufrimiento en la teología occidental que parece que Dios, sin complacerse propiamente en el sufrimiento del hombre, lo desea en sí mismo. Recordemos, por ejemplo, a Pascal diciendo que la enfermedad es el estado natural del cristiano, que debe asombrarse de estar sano: ¡qué horrible proposición!

Ahora bien, el pasaje de santa Teresa que acabamos de citar implica una sensibilidad nueva en relación con el sufrimiento. No se trata de que santa Teresa quiera una vida sembrada de facilidades: es sabido que siempre tomó en la religión su dimensión de austeridad y de esfuerzo, que siempre tuvo una devoción particular al rostro crucificado del Señor, hasta el punto de llevar su nombre. En efecto, se llama Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz. Se puede decir que su corta vida fue una sucesión de pruebas, la más dolorosa de las cuales fue la parálisis de su padre, antes de que llegara su consunción. Pero no atribuye a este sufrimiento un valor de salvación en cuanto es sufrimiento, como a menudo hacen los cristianos, y, sobre todo, como los adversarios del cristianismo les reprochan.

El sufrimiento, para Teresa, es un medio en vistas a un fin. Eso supone unirse a la idea profunda de la epístola a los Filipenses y de la epístola a los Hebreos: el sufrimiento de Cristo es una consecuencia de su obediencia al Padre. No le fue impuesto a causa de ningún valor del sufrimiento en sí mismo. Ahora bien, tras la caída, el sufrimiento (por el que podemos brindar a Dios una adhesión desinteresada y redimir el mal uso de la libertad), el sufrimiento, decía, es un medio corto de acercarnos a nuestro fin. Dios, que lo ve y lo quiere, lo ve y lo quiere a la manera de un remedio o de una operación de cirugía. Y este medio violento es tan pasajero, y sobre todo es tan ínfimo, cuando lo comparamos con lo que obtiene, que es de otro orden: eterno, dichoso, inmutable. Por eso, se comprende que la hermana de Teresa haya condensado su pensamiento sobre el mal en esta imagen atrevida y virgiliana: Dios sufre por nuestro sufrimiento, El nos lo envía volviendo la cabeza.

Desde esta perspectiva, el Dios de los cristianos no es un Dios «vengador», sino un Amor eterno, educador, prudente y sabio, que, lejos de multiplicar las penas, se las ingenia para abreviarlas, suspenderlas y reducirlas, en la medida en que ello es divinamente posible, para satisfacer su justicia, que, por lo demás, es idéntica a la gloria que desea para las almas.

Estamos lejos de la idea del valle de lágrimas. Tampoco se trata de la lluvia de rosas que el lector superficial de santa Teresa se imagina que la santa quería que cayera continuamente sobre sus amigos. Estamos más allá de ambas imágenes, comprendemos el sufrimiento en su finalidad profunda: lo trasladamos a su medida divina.

Volvemos a encontrar aquí, bajo una forma muy sencilla, la enseñanza de san Pedro y san Pablo cuando decían, sin haberse puesto de acuerdo y partiendo de puntos de vista bastante diferentes, que los sufrimientos de este tiempo no tienen ninguna comparación con el peso eterno de la gloria, o que estamos tristes durante un breve lapso de tiempo por diversas pruebas, puesto que es necesario. Modicum, leve, momentaneum.

Y podríamos decir que ése es también, en san Lucas, el pensamiento de Jesús resucitado, cuando conversa con los discípulos por el camino de Emaús: Jesús no hace alusión a la rapidez de la cruz, pero los tres compañeros sabían que la cosa había sido rápida, puesto que el jueves precedente ya no se hablaba de ella. Y Jesús recuerda la ley de toda carne y de todo espíritu: «¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?» (Lc 24,26).

Cuando se piensa en la objeción del racionalismo, del humanismo y del comunismo contra la doctrina cristiana como enemiga de la felicidad, se puede calibrar qué oportuna es esta dirección de la mística teresiana.

El sufrimiento no es obra de Dios, del Dios bueno, del Padre de quien viene todo bien; es obra del pecado, fruto de la desgracia original: pero la adorable misericordia divina transforma ese fruto amargo en un remedio «ennoblecedor». Goza ya de nosotros. «¡Oh, cuánto bien hace este pensamiento a mi alma -escribe Teresa-, comprendo entonces por qué El nos deja sufrir!» (J. Guitton, El genio de Teresa de Lisieux, Edicep, Valencia 1996, pp. 33-35).