Viernes

5a semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Génesis 3,1-8

1 La serpiente era el más astuto de todos los animales del campo que había hecho el Señor Dios. Fue y dijo a la mujer:

-¿Así que Dios os ha dicho que no comáis de ninguno de los árboles del huerto?

2 La mujer respondió a la serpiente:

-¡No! Podemos comer del fruto de los árboles del huerto; ' mas del fruto del árbol que está en medio del huerto ha dicho Dios: No comáis de él, ni lo toquéis, de otro modo moriréis.

4 Replicó la serpiente a la mujer:

-¡No moriréis! 5 Lo que pasa es que Dios sabe que en el momento en que comáis se abrirán vuestros ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal.

6 La mujer se dio cuenta entonces de que el árbol era bueno para comer, hermoso de ver y deseable para adquirir sabiduría. Así que tomó de su fruto y comió; se lo dio también a su marido, que estaba junto a ella, y él también comió. 7 Entonces se les abrieron los ojos, se dieron cuenta de que estaban desnudos, entrelazaron hojas de higuera y se hicieron unos ceñidores.

8 Oyeron después los pasos del Señor Dios, que se paseaba por el huerto al fresco de la tarde, y el hombre y su mujer se escondieron de su vista entre los árboles del huerto.


En este relato interviene, por vez primera, un personaje astuto, inquietante: la serpiente. Esta, en la tradición posterior -tanto en la judía como en la cristiana-, se convertirá en una figura del diablo, del Maligno. Sin embargo, la serpiente era más bien, en el Antiguo Oriente, un símbolo de fertilidad sexual y de salud: todavía hoy sigue siendo el emblema de los farmacéuticos. Hemos de señalar que, en el relato bíblico, se presenta a la serpiente como un «animal del campo» (v 1), ni más ni menos que los otros: su figura está completamente desmitificada.

La serpiente, en realidad, no puede hacer ni el bien ni el mal: los únicos responsables del pecado, si nos fijamos bien, los únicos que pueden cometerlo, son el hombre y la mujer, no la serpiente. De ahí que la presencia de la serpiente en el huerto no sirva para explicar el origen del mal en el mundo: es poco más que un recurso narrativo (el animal que habla) destinado a introducir la dinámica seductora que figura en el origen del pecado humano. Son el hombre y la mujer los que pecan, y eso es lo que interesa al narrador.

El animal que habla (en la Biblia, además de la serpiente, encontramos a la burra de Balaán) es un recurso conocido por todas las literaturas para describir lo que pasa en la mente de los protagonistas del relato. En la mente de la mujer adquiere la forma de un diálogo consigo misma sobre el alcance exacto de la prohibición divina y su verdadera motivación (vv 2ss). El autor bíblico, haciendo gala de una gran penetración psicológica, nos advierte que el pecado, antes aún de consumarse en un gesto, en un acto, tiene lugar en la conciencia, en una duda que se insinúa poco a poco y que versa, a fin de cuentas, sobre la bondad del Creador.

Gn 3 no quiere explicar, por tanto, el origen del mal en el mundo, que sigue siendo un hecho misterioso, sino el origen y la dinámica del pecado humano como un proceso sutil y progresivo de desobediencia a la Palabra de Dios. A buen seguro, en este proceso pueden intervenir también factores externos, causas sobrehumanas, pero el acento del relato bíblico cae sobre la responsabilidad del hombre-mujer. Por eso hablamos de un «pecado original»: porque nos describe el origen de todo pecado.

 

Evangelio: Marcos 7,31-37

En aquel tiempo, 31 dejó el territorio de Tiro y marchó de nuevo, por Sidón, hacia el lago de Galilea, atravesando el territorio de la Decápolis. 32 Le llevaron un hombre que era sordo y apenas podía hablar y le suplicaban que le impusiera la mano. 33 Jesús lo apartó de la gente y, a solas con él, le metió los dedos en los oídos y le tocó la lengua con saliva. 34 Luego, levantando los ojos al cielo, suspiró y le dijo:

-Effatha (que significa «ábrete»).

35 Y al momento se le abrieron sus oídos, se le soltó la traba de la lengua y comenzó a hablar correctamente. 36 El les mandó que no se lo dijeran a nadie, pero cuanto más insistía, más lo pregonaban. 37 Y en el colmo de la admiración decían:

-Todo lo ha hecho bien. Hace oír a los sordos y hablar a los mudos.


Jesús se encuentra de nuevo en una región pagana, «atravesando el territorio de la Decápolis» (v 31b), es decir, sobre la ribera oriental del lago de Galilea. La travesía que no había conseguido hacer en barca la hace ahora a pie, en compañía de sus discípulos. Estamos en un territorio pagano: fundamentalmente, entre gente a la que no conoce y que no escucha la Palabra de Dios. Precisamente por eso es un territorio infestado de demonios. Poco antes, en el capítulo 5 de Marcos, en la misma orilla oriental del lago, había encontrado Jesús a un hombre que se llamaba «Legión» por los muchos espíritus inmundos que habitaban en él.

Jesús viene por nuestra orilla, por esta en la que habitamos los gentiles. No tiene miedo de los demonios de los que estamos infestados. Estos demonios no son gnomos o duendes que nos bailen alrededor: son seducciones, pensamientos desviados o retorcidos, presencias que nos van creciendo por dentro hasta trastornar la realidad. En pocas palabras, son trastornos graves en nuestra comunicación con Dios, en la escucha de su voz y en la obediencia a su Palabra.

No es casualidad que el enfermo que llevan a Jesús sea un sordomudo. Alguien que no escucha, y por eso tampoco puede hablar. Jesús le abre los oídos, restableciendo en él la escucha interrumpida de la voz divina que habla en él como en todos, y que había sido ensordecida por el alboroto de las voces demoníacas. Al abrirle los oídos, le suelta también la lengua: «Effatha» no es una palabra mágica, sino un recuerdo de nuestro bautismo.


MEDITATIO

Todas las culturas antiguas supieron que existe una diferencia irreductible entre el hombre y Dios, que existe un límite más allá del cual no puede ir el hombre. Mientras respete este límite y permanezca en el ámbito que le ha sido asignado en cuanto criatura, el hombre puede ser feliz y gozar de todo lo creado. Ahora bien, el pecado original consiste precisamente en pasar la frontera del límite fijado, en la pretensión de ser ilimitados como Dios.

¿En qué consiste la seducción de la «serpiente» o -digamos también- del pecado? En una triple transgresión de nuestros límites como criaturas, en arrogamos tres prerrogativas que son únicamente divinas: una pretensión de inmortalidad («¡no moriréis!» ), una pretensión de omnisciencia («se abrirán vuestros ojos»), y una pretensión de omnipotencia («seréis como Dios»).

Vamos a concentramos en la segunda de estas pretensiones indebidas: la apertura de los ojos. Esta representa precisamente la seducción intelectual, el deseo de la omnisciencia, que, al final, se revela absolutamente ilusorio, puesto que no conduce más que a la percepción de nuestra propia desnudez, de nuestra propia pobreza. Con esta ilusoria apertura de los ojos, prometida por la serpiente, contrasta la apertura de los oídos realizada por Jesús. En lo que a nosotros respecta, no se trata de ver, de conocer, sino de escuchar, de obedecer. Sólo la Palabra de Dios, en efecto, abre horizontes de vida.

La palabra del egoísmo y de la autosuficiencia cierra, nos arrastra lejos de nosotros mismos. Es palabra de engaño, que hace leer de modo distorsionado la realidad del mundo, de nosotros mismos, de Dios, y conduce al desolador descubrimiento de nuestra propia e irreductible vulnerabilidad. La Palabra de Dios, en cambio, nos introduce en la realidad, descubre estremecimientos de admiración, libera cantos de alabanza y de alegría. ¿A qué palabra decidimos prestar atención?


ORATIO

Abre, Jesús, nuestros oídos sordos
a tu Palabra, que es fuente de vida;
suelta el nudo de nuestras lenguas
para que escuchemos tu voz bendita
y te bendigamos en nuestra vida.
Recordamos tu grito,
¡Effatha!,
que dispersó nuestros fantasmas.
Demasiado tiempo te hemos buscado
en apariencias vacías, engaños del corazón,
en seducciones de la antigua serpiente.
Danos, Señor, un corazón
que escuche tu voz en el
«silencio sutil».


CONTEMPLATIO

«Señor, no me reprendas en tu ira». Es como decir: repréndeme, pero no en la ira; corrígeme, pero no en la cólera. Repréndeme como padre, no como juez; no me corrijas como amo, sino como un padre. No me reprendas para perderme, sino para recuperarme. No me golpees para aniquilarme, sino para enmendarme.

¿Y qué quieres? «Cúrame, Señor». [El animal] siente las heridas de su propia condición, advierte la mordedura de la serpiente antigua, experimenta la ruina del progenitor. Reconoce que ha contraído, al nacer, estas enfermedades, que ha llegado naturalmente a la muerte. Y puesto que la ciencia humana no podía alejar a la muerte, está obligada a pedir la medicina divina. Y para obtener con mayor facilidad la curación de su enfermedad, declara las causas de la misma enfermedad, describe sus síntomas, declara su gravedad, expresa la intensidad del dolor.

Venid, digamos: Señor, no nos reprendas en tu ira ni nos golpees en tu cólera; a fin de que él, acordándose de su misericordia, cambie la ira en misericordia, devuelva las cosas perdidas, libere las prisioneras y nos conceda, finalmente, servirle con alegría (Pedro Crisólogo, Omelie per la vita quotidiana, Roma 21990, pp. 56.60).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«¡Ojalá escuchéis hoy su voz!» (Sal 94,7 hebr.).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

«¿Dónde estás?». Cada vez que Dios plantea una pregunta de este tipo no es para que el hombre le haga saber algo que él ignora: lo que quiere es provocar en el hombre una reacción que sólo es posible suscitar precisamente a través de esa pregunta, a condición de que ésta impacte en el corazón del hombre y de que éste se deje impactar por ella en el corazón.

Adán se esconde para no tener que dar cuentas, para huir de la responsabilidad de su propia vida. Así se esconde todo hombre, porque todo hombre es Adán y se encuentra en la situación de Adán. Para escapar de la responsabilidad de la vida que hemos vivido, hemos de transformar la existencia en un mecanismo para escondernos. Precisamente escondiéndose así y persistiendo siempre en esta tarea «ante el rostro de Dios», se desliza siempre el hombre, y cada vez de un modo más profundo, hacia la falsedad. De este modo se crea una nueva situación que, de día en día y de esconderse en esconderse, se vuelve más y más problemática. Es una situación que podemos caracterizar con una extrema precisión: el hombre no puede escapar del ojo de Dios, sino que, intentando esconderse de El, se esconde de sí mismo. Dentro de sí conserva también algo que le busca, pero a este algo se le hace más difícil cada vez encontrarle. Y precisamente en esta situación le coge la pregunta de Dios: quiere turbar al hombre, destruir su mecanismo para esconderse, hacerle ver adónde le ha llevado un camino equivocado, hacer nacer en él un ardiente deseo de salir fuera.

En este punto todo depende del hecho de que el hombre se plantee o no la pregunta. Indudablemente, si la pregunta llegara al oído, a cualquiera «le temblará el corazón». Ahora bien, el mecanismo le permite asimismo seguir siendo dueño de esta emoción del corazón. En efecto, la voz no llega en medio de una tempestad que pone en peligro la vida del hombre; «es la voz de un silencio semejante a un soplo» (1 Re 19,12), y es fácil sofocarla. Hasta que no ocurra esto, la vida del hombre no se podrá convertir en camino. Por muy grande que sea el éxito y el goce de un hombre, por muy grande que sea su poder y colosal su obra, su vida seguirá sin tener un camino mientras no haga frente a esta voz. Adán le hizo frente, reconoció que había caído en una trampa y confesó: «Me he escondido». Aquí empieza el camino del hombre (M. Buber, II cammino dell'uomo, Magnano 1990, pp. 21-23, passim).