Lunes

4a semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Hebreos 11,32-40

Hermanos: 32 ¿Qué más diré? Me faltaría tiempo para hablar de Gedeón, Barac, Sansón, Jefté, David, Samuel y los profetas, 33 que por la fe sometieron reinos, administraron justicia, alcanzaron las promesas, cerraron la boca de los leones, 34 apagaron la violencia del fuego, escaparon al filo de la espada, superaron la enfermedad, fueron valientes en la guerra, pusieron en fuga a los ejércitos enemigos, 35 y hasta hubo mujeres que recobraron resucitados a sus difuntos. Unos perecieron bajo las torturas, rechazando la liberación con la esperanza de una resurrección mejor; 36 otros soportaron burlas y azotes, cadenas y prisiones; 37 fueron apedreados, torturados, aserrados, pasados a cuchillo; llevaron una vida errante, cubiertos de pieles de ovejas y de cabras, desprovistos de todo, perseguidos, maltratados. 38 Aquellos hombres, de los que el mundo no era digno, andaban errantes por los desiertos, por los montes, por las cuevas y cavernas de la tierra. 39 Y, sin embargo, todos ellos, tan acreditados por su fe, no alcanzaron la promesa, 40 porque Dios, con una providencia más misericordiosa para con nosotros, no quiso que llegasen sin nosotros a la perfección final.


El autor sagrado canta, como en una rapsodia, la fe de los padres de Israel y los propone como modelo a los
judíos cristianos que vacilan en la fidelidad a Cristo porque están siendo probados por la persecución y asediados por la nostalgia de los ritos del templo. La fe les dio a sus padres la energía espiritual necesaria para realizar grandes empresas (vv. 32-35a) y para soportar penosas tribulaciones (vv. 35b-38), en particular el desprecio y la marginación, señal de que «el mundo no era digno»
de ellos.

La ejemplar fortaleza de ánimo de los antiguos debe estimular a los destinatarios de la carta, haciéndoles comprender que el ser extraños al mundo -cosa que padecen de una manera dolorosa- es la condición normal para quien quiere adherirse de verdad a Dios.

De la comparación con estos «gigantes en la fe» procede otro motivo de consuelo (vv. 39ss): la gracia recibida por los creyentes en Cristo es mayor, puesto que Jesús es el cumplimiento de las promesas de Dios. Los justos de la antigua alianza vivieron con la mirada puesta en un futuro que no pudieron ver, y el buen testimonio de su fe debe sostener ahora a cuantos -habiendo tenido el don de conocer a Cristo- están llamados a perseverar firmes en la espera de su día glorioso, cuando se consume el designio de su salvación universal.

 

Evangelio: Marcos 5,1-20

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos 1 llegaron a la otra orilla del lago, a la región de los gerasenos. 2 En cuanto saltó Jesús de la barca, le salió al encuentro de entre los sepulcros un hombre poseído por un espíritu inmundo. 3 Tenía su morada entre los sepulcros y ni con cadenas podía ya nadie sujetarlo. 4 Muchas veces había sido atado con grilletes y cadenas, pero él había roto las cadenas y había hecho trizas los grilletes. Nadie podía dominarlo. 5 Continuamente, noche y día, andaba entre los sepulcros y por los montes, dando gritos e hiriéndose con piedras.

6 Al ver a Jesús desde lejos, echó a correr y se postró ante él, 7 gritando con todas sus fuerzas:

8 Es que Jesús le estaba diciendo:

9 Entonces le preguntó:

Él le respondió:

10 Y le rogaba insistentemente que no los echara fuera de la región.

11 Había allí cerca una gran piara de cerdos, que estaban hozando al pie del monte, 12 y los demonios rogaron a Jesús:

13 Jesús se lo permitió. Los espíritus inmundos salieron, entraron en los cerdos, y la piara se lanzó al lago desde lo alto del precipicio, y los cerdos, que eran unos dos mil, se ahogaron en el lago.

14 Los porquerizos huyeron y lo contaron por la ciudad y por los caseríos. La gente fue a ver lo que había sucedido. 15 Llegaron donde estaba Jesús y, al ver al endemoniado que había tenido la legión sentado, vestido y en su sano juicio, se llenaron de temor. 16 Los testigos les contaron lo ocurrido con el endemoniado y con los cerdos. 17 Entonces comenzaron a suplicarle que se alejara de su territorio.

18 Al subir a la barca, el que había estado endemoniado le pedía que le dejase ir con él. 19 Pero no le dejó, sino que le dijo:

-Vete a tu casa con los tuyos y cuéntales todo lo que el Señor ha hecho contigo y cómo ha tenido compasión de ti.

20 El se fue y se puso a publicar por la región de la Decápolis lo que Jesús había hecho con él, y todos se quedaban maravillados.


Jesús ha salido vencedor sobre las fuerzas del mal: este tema, que aparece a lo largo de todo el evangelio de Marcos, encuentra en este episodio acaecido en tierra pagana su manifestación más evidente.

La narración, vivaz y particularizada, presupone el relato de un testigo directo del acontecimiento, que suscitó una impresión imborrable. Jesús tiene el poder de liberar a un hombre habitado por una multitud de demonios, un hombre cuya dramática condición se vuelve absolutamente evidente cuando es transferida a una piara de cerdos (vv 3-5.13). Jesús es «el más fuerte» (3,23-27) y viene a reducir al Maligno a la impotencia.

El demonio sabe que no tiene escapatoria; sin embargo, se siente atraído por Jesús, hasta el punto de conjurarle «por Dios» (vv. 6ss). Es una potencia de muerte (vv. 3a.5b.13) que se arraiga a la vida, casi para chuparla (vv 10-12). Ahora bien, Jesús es el Señor de la vida y el vencedor de la muerte: su exorcismo libera al poseso y le restituye la salud física, psíquica y espiritual (v 15). Sin embargo, la gente del lugar hubiera preferido convivir con el demonio antes que perder en sus propios intereses (vv. 16ss) y tener que vérselas con aquel que ha venido a dar la vida en plenitud. Ahora bien, quien ha encontrado la salvación en Jesús no desea otra cosa que permanecer con él y cumplir su voluntad: el hombre liberado se hace misionero de la misericordia de Dios, que obra con poder en Jesús de Nazaret.

El evangelista invita a los que escuchan el anuncio a tomar posición: cuanto más se manifiesta la absoluta singularidad de Jesús, tanto menos es posible la indiferencia. Como indica con claridad este pasaje, o reconocemos en Jesús al Salvador y deseamos seguir con él, poniéndonos al servicio del evangelio, o bien tenemos miedo de él. No queremos que su presencia nos incomode demasiado y preferimos alejarle de nuestro territorio, de nuestra vida cotidiana. ¡Que no lleguemos a rechazar la Vida!


MEDITATIO

Nos encontramos constantemente muy frágiles en la fe. Es posible que hayamos encontrado al Señor a través de una experiencia que un día cambió radicalmente nuestra vida, o tal vez le hayamos acogido tras haber reflexionado sobre acontecimientos concretos, tras una seria confrontación con él. A buen seguro, la fe nos pidió renuncias a las que, en un primer momento, correspondimos con impulso generoso. Sin embargo, no resulta fácil perseverar día tras día, dar testimonio de Cristo en un contexto neopagano o bien tradicionalista, ligado a costumbres ahora vacías de alma. Poco a poco, los entusiasmos iniciales se han ido amortiguando, las incomprensiones nos hieren, el aislamiento nos desanima. Corremos el riesgo de encontrarnos poco convencidos y nada convincentes...

La fe tiene que ser reanimada continuamente: es como una antorcha que ha de estar en contacto a menudo con el fuego del Espíritu para mantenerse ardiente y luminosa. Tomémonos el tiempo necesario para alcanzar la fuerza de lo alto. Aprendamos a hacer memoria de tantos hermanos nuestros que nos han dado un espléndido ejemplo de perseverancia y -como en una carrera de relevos- nos han entregado la antorcha de la fe para que llevemos adelante su misma carrera. Volvamos con el corazón a las circunstancias de nuestro encuentro con Jesús y permanezcamos un poco en su presencia: el recuerdo de la gracia del pasado y la perspectiva del futuro que nos espera reanimarán nuestros pasos.

El Señor conoce nuestra debilidad; sin embargo, quiere que seamos misioneros suyos en el mundo. Él mismo nos sostendrá, para que podamos conseguir la promesa junto a los grandes testigos que nos han precedido y a los que vendrán después de nosotros, a los que nosotros mismos, si conseguimos perseverar, podremos entregar la vívida antorcha de la fe.


ORATIO

Por tu gracia, Señor, nos has llamado a la fe: renueva en nosotros la alegría de tu don, la fuerza para dar testimonio de él, la perseverancia para vivirlo en la hora de la incomprensión y de la prueba. Concédenos una mirada penetrante, que sea capaz de reconocer en el pasado a los gloriosos testigos de tu misericordia y escrutar en el futuro la meta de la historia. Haz que, habiendo recibido la antorcha de la fe de quienes nos han precedido, la entreguemos ardiente a las generaciones futuras, para que resplandezca tu luz a los ojos de todos.


CONTEMPLATIO

Nadie ha oído decir nunca de aquellos santos hombres que fueron nuestros Padres que la opción de vida por la que caminaban, así como el progreso o el altísimo grado de perfección que alcanzaron, fueran una conquista de su habilidad; decían, más bien, que lo habían recibido todo del Señor, al cual dirigían su oración en estos términos: «Guíame en tu verdad» (Sal 24,5), «Señor, allana delante de mí tus caminos» (Sal 5,9). Los apóstoles comprendieron muy bien que todo lo que tiene que ver con la salvación es don de Dios, por eso le pidieron también la fe al Señor: «Señor, auméntanos la fe» (Lc 17,5). No pensaban que pudieran alcanzar por ellos solos la plenitud de esta virtud, sino que creían que sólo podían recibirla de la magnanimidad de Dios. Además, el mismo Autor de nuestra salvación nos enseña a reconocer la inconstancia, la debilidad, la insuficiencia absoluta de nuestra fe, cuando no es socorrida por la ayuda divina: «Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para zarandearos como al trigo. Pero yo he rogado por ti, para que tu fe no decaiga» (Lc 22,31ss).

Otro personaje evangélico, prevenido por su experiencia personal, sentía que su propia fe era como empujada por las olas de la incredulidad hacia los escollos del naufragio, por eso oraba así, dirigiéndose al Señor: «¡Creo, pero ayúdame en mi incredulidad!» (Mc 9,24). Los apóstoles y los demás personajes que pueblan el evangelio habían comprendido perfectamente que ningún bien alcanza su perfección en nosotros sin la ayuda de Dios: estaban tan convencidos de que no podrían ni siquiera conservar la fe con sus solas fuerzas que le pedían al Señor que pusiera y conservara en ellos la fe (Juan Casiano, Conferenze III, 7.13-16, passim [edición española: Colaciones, Ediciones Rialp, Madrid 1961]).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«¡Creo, pero ayúdame en mi incredulidad!» (Mc 9,24).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Todavía no hemos hablado del rasgo más fundamental de la fe cristiana: su carácter personal. La fe cristiana es mucho más que una opción en favor del fundamento espiritual del mundo. Su fórmula central reza «creo en ti», no «creo en algo». Es encuentro con el hombre Jesús; en tal encuentro siente la inteligencia como persona. En su vivir mediante el Padre, en la inmediación y fuerza de su unión suplicante y contemplativa con el Padre, es Jesús el testigo de Dios, por quien lo intangible se hace tangible, por quien lo lejano se hace cercano. Más aún, no es puro testigo al que creemos lo que ha visto en una existencia en la que se realiza el paso de la limitación a lo aparente a la profundidad de toda la verdad. No; él mismo es la presencia de lo eterno en este mundo. En su vida, en la entrega sin reservas de su ser a los hombres, la inteligencia del mundo se hace actualidad, se nos brinda como amor que ama y que hace la vida digna de vivirse mediante el don incomprensible de un amor que no está amenazado por el ofuscamiento egoísta. La inteligencia del mundo es el tú, ese tú que no es problema abierto, sino fundamento de todo, fundamento que no necesita a su vez ningún otro fundamento.

La fe es, pues, encontrar un tú que me sostiene y que en la imposibilidad de realizar un movimiento humano da la promesa de un amor indestructible que no sólo solicita la eternidad, sino que la otorga. La fe cristiana vive de esto: de que no existe la pura inteligencia, sino la inteligencia que me conoce y me ama, de que puedo confiarme a ella con la seguridad de un niño que en el tú de su madre ve resueltos todos sus problemas. Por eso la fe, la confianza y el amor son, a fin de cuentas, una misma cosa, y todos los contenidos alrededor de los que gira la fe no son sino concretizaciones del cambio radical, del «yo creo en ti», del descubrimiento de Dios en la faz de Jesús de Nazaret, hombre (J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 1970, pp. 57-58).