Martes

1a semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Hebreos 2,5-12

5Porque no fue a los ángeles a quienes sometió el mundo futuro del que hablamos. 6 Así lo ha testimoniado alguien en algún lugar de la Escritura:

¿Qué es el hombre
para que te acuerdes de él,
el ser humano
para que te preocupes por él?

7Lo hiciste un poco inferior a los ángeles,
lo coronaste de gloria y honor;
8
todo lo sometiste bajo sus pies.

Al someterle todas las cosas, no dejó nada sin someter. Es cierto que ahora no vemos que le estén sometidas todas las cosas, 9 pero a aquel que fue hecho un poco inferior a los ángeles, a Jesús, lo vemos coronado de gloria y honor por haber padecido y muerto. Así, por disposición divina, gustó él la muerte en beneficio de todos.

10 Pues era conveniente que Dios, que es origen y meta de todas las cosas, y que quiere conducir a la gloria a muchos hijos, elevara por los sufrimientos al más alto grado de perfección al cabeza de fila que los iba a llevar a la salvación. 11 Porque, santificador y santificados, todos proceden de uno mismo. Por eso Jesús no se avergüenza de llamarlos hermanos 12 cuando dice:

Anunciaré tu nombre a mis hermanos,
en medio de la asamblea te alabaré.


El primer tema desarrollado en la carta a los Hebreos es el de la superioridad de Cristo sobre los ángeles, una superioridad afirmada a partir de la filiación divina de Jesús (1,5-14) y puesta de manifiesto, en esta perícopa, considerando asimismo su condición humana. Sin embargo, esta demostración doctrinal se dilata a través de la contemplación y del anuncio del designio redentor de Dios (vv. 9-11). Esto pasa a través de la humillación del Hijo, que, por amor, se hace partícipe de la naturaleza humana -inferior a la angélica, aunque objeto también de la bendición divina
(cf v 5-8)- hasta las consecuencias extremas del sufrimiento y de la muerte, experimentadas en beneficio de todos.

Aquí se revela la maravillosa «justicia» de Dios (v 10): el que es creador y fin de todas las cosas ha considerado tan importante al hombre que ha querido atraerlo a la comunión filial consigo. Con tal objeto, se ha hecho solidario hasta el fondo con nosotros en su Unigénito, enviado para llevarnos a la «salvación», a la «gloria», al «mundo futuro» (w 5.10). Dios, en su infinita gratuidad, lleva a cabo nuestra santificación a través del humilde amor de Jesús, que se entrega a sí mismo para poder llamarnos «hermanos» y anunciarnos el nombre -la realidad- del Padre (vv l lss).

 

Evangelio: Marcos 1,21-28

En aquel tiempo, 21 llegaron a Cafarnaún y, cuando llegó el sábado, entró en la sinagoga y se puso a enseñar a la gente, 22 que estaba admirada de su enseñanza, porque les enseñaba con autoridad, y no como los maestros de la Ley.

23 Había en la sinagoga un hombre con espíritu inmundo, que se puso a gritar:

24 -¿Qué tenemos nosotros que ver contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? ¡Sé quién eres: el Santo de Dios!

25 Jesús le increpó diciendo:

26 El espíritu inmundo lo retorció violentamente y, dando un fuerte alarido, salió de él.

27 Todos quedaron asombrados y se preguntaban unos a otros:

28 Pronto se extendió su fama por todas partes, en toda la región de Galilea.


Al presentarnos una jornada típica del ministerio de Jesús, Marcos nos hace acercarnos al misterio de su persona a través del impacto que ésta produce en la gente. Jesús enseña los sábados en la sinagoga, como los rabinos, pero la sorprendente autoridad de sus palabras es muy diferente. Jesús no se limita a repetir y a comentar la tradición: la suya es «una doctrina nueva llena de autoridad», que socava las costumbres tranquilizadoras y suscita en los corazones una pregunta inquietante: «¿Qué es esto?...» (v 27). Sin embargo, hay «alguien» que da muestras de conocer bien al nuevo Maestro y grita fuerte la identidad de Jesús para comprometer el desenlace de su misión forzando sus tiempos y sus modalidades. El «espíritu inmundo» había podido ocupar un hombre sin ser molestado y permanecer sin ser advertido en un lugar de culto hasta que entró en él «el Santo de Dios». Su venida desenmascara al «padre de la mentira» (Jn 8,44), que reconoce en Jesús a su enemigo, su ruina (Mc 1,24).

Con dos breves, órdenes Jesús libera al hombre poseído por el demonio: es su primer milagro y tiene un valor programático. De este modo indica Marcos que Jesús ha venido a traer el Reino de Dios venciendo el dominio de Satanás y caracteriza toda la misión de Cristo como un encuentro frontal -hasta la muerte y, aún más, hasta la resurrección- contra el mal. Los exorcistas judíos empleaban largas fórmulas, encantamientos, ritos; a Jesús le basta con una palabra para hacer callar el estrépito del demonio y devolverle al hombre su dignidad. Crece el estupor de los presentes y la maravilla inquieta a los corazones acostumbrados también a las cosas de Dios: ¿quién es, pues, Jesús?


MEDITATIO

La Palabra nos abre hoy el corazón a la maravilla. Y la maravilla puede llegar a ser en nosotros -tal vez un poco habituados a las realidades de la gracia- un terreno virgen para un encuentro nuevo con Jesús. La autoridad de su persona nos ha sorprendido, y «autoridad» significa capacidad de hacer «crecer» (en latín, augere) a los otros. ¿Por qué tiene Cristo «autoridad»? La respuesta que se nos da en la carta a los Hebreos no es algo que pueda darse por descontado: «Lo vemos coronado de gloria y honor por haber padecido y muerto». En consecuencia, Jesús no tiene autoridad porque está por encima de los ángeles, sino porque, al aceptar el designio del Padre, se ha humillado hasta el extremo. Jesús es amor que entrega su vida para liberarnos y unirnos a él. Ha asumido toda la fragilidad de nuestra naturaleza porque sólo tomando sobre sí el peso aplastante de nuestro mal podía salvarnos Dios. La suya es una compasión sin reservas: es una lucha a muerte que derrota al artífice del pecado, causa del sufrimiento y de la muerte, y su victoria aparece como la pérdida más total. Sin embargo, de este modo nos santifica y nos vuelve a llevar a su mismo origen, al Padre, en cuyo amor «no se avergüenza de llamarlos hermanos».

Esta humillación nos confunde y nos plantea interrogantes, y ya no nos es posible permanecer indiferentes: Jesús viene a esclarecer nuestras tinieblas, a introducirnos en la verdad. Podemos rebelamos e intentar sofocar su voz con el alboroto que llevamos dentro o, bien, guardar silencio y acoger la Palabra que tiene autoridad para liberarnos de nuestras maldades y perezas, porque ha bajado a rescatamos pagando las consecuencias que ello entraña. Dios se ha hecho compañero del sufrimiento y de la muerte del hombre para llevarlo, libre, a la gloria, al abrazo del Amor.


ORATIO

Jesús, hermano y Señor nuestro, nos quedamos atónitos ante tu misterio de humillación en favor de nosotros... Adorando el designio del Padre, le damos gracias a él a través de ti. Danos, Señor, un corazón agradecido, para comprender todo el bien que constantemente recibimos de ti e intuir en el sufrimiento el camino de la gracia que tú nos has abierto y recorres con nosotros. Danos un corazón vigilante, para rechazar el entorpecimiento de la indiferencia y las insidias del mal, y acoger tu novedad en nuestra vida. Danos un corazón compasivo, capaz de hacerse cargo contigo de las penas de los otros. Entonces, una vez que hayamos alcanzado la humildad y la bondad, participaremos también de tu autoridad para hacer crecer en el bien a todos los hermanos y señalar a sus pasos la meta de la gloria, la casa del Padre.


CONTEMPLATIO

Dios no tenía ninguna necesidad de salvar al hombre de este modo, sino que era la naturaleza humana la que necesitaba que Dios fuera satisfecho de este modo. Dios no tenía ninguna necesidad de soportar tantos dolores,

sino que era el hombre el que necesitaba ser reconciliado de este modo con Dios. Dios no tenía ninguna necesidad de ser humillado hasta ese punto, sino que era el hombre el que necesitaba ser sacado de este modo de las profundidades del infierno. La naturaleza divina no tenía necesidad ni podía ser humillada o sufrir: sí era necesario que la naturaleza humana se humillara y sufriera, para ser llevada al fin para el que había sido creada. Pero ella, como cualquier otra cosa que no fuera el mismo Dios, no podía bastarse para este fin. El hombre no es reconducido a aquello para lo que fue creado si no es elevado a un nivel semejante al de los ángeles, en el que no hay pecado alguno. Ahora bien, esto es imposible que tenga lugar a no ser después de la plena remisión de todos los pecados, que se lleva a cabo sólo mediante su plena satisfacción.

Sin embargo, puesto que la naturaleza humana no podía hacer esto por sí sola y, en consecuencia, no podía reconciliarse con Dios mediante la satisfacción debida, a fin de que la justicia de Dios no tuviera que permitir el desorden del pecado en su Reino, intervino la bondad divina y el hijo de Dios asumió en su persona la naturaleza humana, para ser hombre-Dios en esta persona.

La naturaleza divina no ha sido humillada por todo esto; en cambio, la naturaleza humana se ha visto exaltada. Aquélla no quedó disminuida, ésta ha sido ayudada misericordiosamente. Y la naturaleza humana no sufrió nada en este hombre por constricción, sino sólo por su libre voluntad. El no se sometió a la violencia de nadie; sólo por su bondad espontánea, para honor de Dios y para la utilidad de los otros hombres, sostuvo con su alabanza y por su misericordia lo que le fue impuesto con mala voluntad; pero lo hizo sin que nadie se lo impusiera por obediencia, sino con una sabiduría que lo dispone todo de manera poderosa (Anselmo de Canterbury, I1 Cristo, Milán 1989, III, pp. 573-575, passim; existe edición de sus obras completas en castellano en la BAC).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Tú eres mi fortaleza, Dios fiel» (Sal 59,18).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Creer en la gracia de Dios significa no demorarse en hurgar en nuestra miseria, en nuestra culpa, sino salir de nosotros mismos y dirigir la mirada a la cruz, allí donde Dios tomó sobre sí y cargó con la miseria y la culpa, derramando así su amor sobre todos los que tienen que cargar con pesos difíciles de llevar. Miseria y culpa del hombre, gracia y amor misericordioso de Dios, son realidades que se reclaman mutuamente.

Allí donde están presentes en gran cantidad la miseria y la culpa, precisamente allí, sobreabundan más que nunca la gracia y el amor de Dios. Allí donde el hombre se muestra pequeño y débil, allí ha manifestado Dios su propia gloria. Allí donde el corazón del hombre está destrozado, allí penetra Dios. Allí donde el hombre quiere ser grande, no quiere estar Dios; allí donde el hombre parece abismarse en las tinieblas, allí mismo instaura Dios el Reino de su gloria y de su amor. Cuanto más débil es el hombre, tanto más fuerte es Dios: esto es cierto; tan cierto como que en la cruz de Cristo se encuentran el amor de Dios y la infelicidad humana.

Allí donde toda la desesperación de la humanidad, todo su atormentador deseo, toda su obligación de renunciar, se muestran con toda su crudeza, en la miseria y en el pecado de nuestras ciudades, en las casas de los publicanos y de los pecadores, en los asilos de la desesperación y de la miseria humana, en las tumbas de nuestros seres queridos, en el corazón de aquel a quien se ha arrebatado toda la alegría de vivir, en el pecho de quien ya no consigue levantarse de su propia culpa... allí es donde triunfa la Palabra de la gracia divina. Aquí no es posible descifrarla ni discernirla, allí se muestra espléndida; aquí es inverosímil, allí se muestra hecha realidad; aquí aparece como un relampaguear en el horizonte del tiempo, allí luce con el resplandor de la eternidad (D. Bonhoeffer, Memoria e fedeltá, Magnano 1995, pp. 191 ss, passim).