Jesucristo,
rey del universo

34° domingo

 

LECTIO

Primera lectura: Daniel 7,13ss

13 Seguía yo contemplando estas visiones nocturnas y vi venir sobre las nubes alguien semejante a un hijo de hombre; se dirigió hacia el anciano y fue conducido por él. 14 Se le dio poder, gloria y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le servían. Su poder es eterno y nunca pasará, y su Reino jamás será destruido.


El significado profundo de este fragmento aparece cuando lo consideramos en el contexto del capítulo 7 de Daniel. Al profeta se le ha revelado el misterio de la historia. Ve la sucesión de diferentes reinos, representados simbólicamente por cuatro fieras espantosas, pero su prepotencia está destinada a desaparecer. Mientras los acontecimientos se suceden en el tiempo, en la dimensión copresente al mismo de la eternidad, la historia es juzgada por Dios sobre la base de las acciones de los hombres (vv. 9ss).

Las potencias de este mundo han sido condenadas y algunas ya sufren la pena (v 11); otras, en cambio, la ven diferida «sólo hasta un determinado momento» (v 12). Y he aquí que aparece en la trascendencia divina («sobre las nubes») «un hijo de hombre», a quien Dios le da un poder eterno y un reino invencible, que abarcará a todos los pueblos. Eso significa que su persona y su señorío son celestiales y terrenos, divinos y humanos al mismo tiempo. Contra su reino, que coincide con el Reino de los santos del Altísimo (vv. 17.32), se levantará aún la violencia de los poderosos de este mundo y parecerá victoriosa (vv. 24ss).

Ahora bien, cuando el juicio de Dios se haga definitivo, el Reino del Hijo del hombre, o bien de los santos del Altísimo, triunfará para siempre (v. 26). Para expresar de manera eficaz esta realidad, Pablo adoptará la imagen del cuerpo místico, cuya cabeza es Cristo y los fieles sus miembros.

El Reino de Cristo es, por consiguiente, también nuestro; nosotros también estamos llamados a participar en su realeza venciendo al pecado que nos asedia. Sumergidos como estamos en la historia, se nos pide que juzguemos los acontecimientos con el sentido de la fe y que vivamos en conformidad con la ley fundamental del amor, para que todo hombre pueda entrar por fin en el Reino de Dios.

 

Segunda lectura: Apocalipsis 1,5-8

Jesucristo es el testigo fidedigno, el primero en resucitar de entre los muertos y el soberano de los reyes de la tierra.

Al que nos ama y nos liberó de nuestros pecados con su propia sangre, 6 al que nos ha constituido en reino y nos ha hecho sacerdotes para Dios, su Padre, a él la gloria y el poder para siempre. Amén.

  • 7 ¡Mirad cómo viene entre las nubes!
    Todos lo verán,
    incluso quienes lo traspasaron,
    y las razas todas de la tierra
    tendrán que lamentarse por su causa. Así será. Amén.

  • 8 «Yo soy el alfa y la omega -dice el Señor Dios- el que es, el que era y el que está a punto de llegar, el todopoderoso».


    En estos versículos, tomados del prólogo del Apocalipsis, se presenta esencialmente la realeza de Jesucristo como la realeza del Hijo del hombre («viene entre las nubes»: v. 7a). Aludiendo a la profecía de Daniel, el vidente puede afirmar, por tanto, que Jesús es el revelador del Padre digno de fe («testigo fidedigno»), puesto que procede de Dios mismo. En cuanto Resucitado, es el arquetipo de una nueva estirpe destinada a la vida eterna. Por último, es «soberano de los reyes de la tierra», porque ha venido a traer a la tierra el Reino de Dios al que todos estarán sometidos al final.

    El Hijo del hombre, Jesús, es el crucificado, «traspasado» por la incredulidad y por la violencia de muchos. Y precisamente de este modo ha manifestado su amor por nosotros y nos ha liberado de los pecados (v. 5), dándonos la posibilidad de que se cumpla la antigua promesa: «Si me obedecéis y guardáis mi alianza, vosotros seréis el pueblo de mi propiedad entre todos los pueblos, porque toda la tierra es mía; seréis para mí un reino de sacerdotes, una nación santa» (Ex 19,6).

    Cuando llegue la hora siempre inminente de su venida gloriosa, hasta los que le han rechazado deberán reconocerle y comprender el mal que han cometido. Ahora bien, los que desde ahora acogen el señorío de Cristo en su vida participan de su función real y sacerdotal. De este modo entran en comunión con Dios, principio y fin de todo lo que existe, origen eterno del tiempo, que, sin embargo, viene a la historia para asumir la fatiga de todas las criaturas y llevarlas con el poder del amor a la libertad y a la salvación (v. 8).

     

    Evangelio: Juan 18,33b-37

    En aquel tiempo, 33 dijo Pilato a Jesús:

    34" Jesús le contestó:

    36 Jesús le explicó:

    37 Pilato insistió:

    -Entonces, ¿eres rey? Jesús le respondió:


    El relato del proceso de Jesús ante Pilato tiene un gran relieve en el evangelio de Juan. La reflexión sobre el tema de la realeza está presente en todo el episodio, incluso en la declaración de Pilato: «¡Aquí tenéis a vuestro rey!» (19,14). Ahora bien, la «pretensión» de ser Hijo de Dios (19,7) es demasiado elevada para los judíos; ellos prefieren que este Mesías sea crucificado, y, obrando de este modo, reniegan de la historia de Israel y de sus mismas expectativas: «No tenemos otro rey que el César» (19,15).

    Esta perícopa representa el centro teológico del relato joáneo. Se confrontan aquí conceptos muy diferentes de realeza: Pilato tenía el concepto político-militar que se podía hacer un romano (v 37), pero aparece también el teocrático y a la vez político de los judíos (vv. 33ss); sin embargo, la realeza de Jesús pertenece a otra esfera:«no es de este mundo»; más aún, puede dejarse aplastar por éste y resultar, de todos modos, vencedora (v 36). Jesús es verdaderamente rey, pero no «de aquí abajo». Ha venido a este mundo a traer su Reino sobrenatural sin imponer su absoluta superioridad, asumiendo nuestra condición («para eso nací y para eso vine al mundo») para iluminarla con la luz de la verdad y hacer al hombre capaz de elegir el Reino de Dios.

    La venida de Cristo obra, por consiguiente, una discriminación entre los que acogen su testimonio y los que lo rechazan. Es un testimonio verdadero sobre Dios -cuyo rostro revela Jesús en sí mismo- y, al mismo tiempo, sobre el hombre, tal como es según el designio del Padre («¡Ecce horno!»: 19,5): acogerlo significa entrar ya desde ahora en su Reino. En cambio, el que lo rechaza se somete al príncipe de este mundo (12,31): no es posible mantenerse en un escepticismo neutral, como intenta hacer Pilato (18,38). Quien reconoce a Jesús como rey no se preocupa de triunfar en este mundo, sino más bien de escuchar la voz de su Señor y de seguirle (v 37b), para extender aquí abajo su Reino de verdad y de amor.


    MEDITATIO

    La liturgia de hoy nos invita a reavivar en nosotros el deseo de que Cristo reine verdaderamente en nuestra vida. Para que esto tenga lugar, es menester renovar nuestra adhesión a él, que nos amó primero y libró por nosotros la gran batalla hasta dejarse herir de muerte para destruir en su cuerpo clavado en la cruz nuestro pecado. Cristo venció así. Su triunfo es el triunfo del amor sobre el odio, sobre el mal, sobre la ingratitud. Su victoria es, en apariencia, una derrota: el modo de vencer del amor es, en efecto, dejarse vencer.

    Cristo es un rey crucificado; sin embargo, su poder está precisamente en la entrega de sí mismo hasta el extremo: es un rey coronado de espinas, colgado en la cruz, y sigue como tal para siempre, incluso ahora que está en la presencia del Padre, a donde ha vuelto después de la resurrección. Se trata de una realeza difícil de comprender desde el punto de vista humano, a no ser que emprendamos el camino del amor humilde, de la vida que se hace servicio y entrega. Si emprendemos ese camino, el mismo Espíritu nos hará capaces de configurarnos con el humilde rey de la gloria, de quien todo cristiano está llamado a ser discípulo enamorado.

    Esto traerá consigo, necesariamente, una sombra de muerte, de muerte a todo un mundo de egoísmos, de pasiones, de vanos deseos y de arrogancias indebidas: una muerte que, sin embargo, se traduce en libertad para nosotros mismos y en crecimiento para los otros, en vida verdadera y en plenitud de alegría. Nuestro camino en la historia prosigue con sus cansancios, pero nuestro corazón puede saborear de manera anticipada la dulzura de este Reino de luz infinita en el que sólo se entra por la puerta estrecha de la cruz.


    ORATIO

    Señor Jesús, tú te escondiste a los ojos de todos para orar al Padre en secreto, cuando la muchedumbre, maravillada y admirada por los milagros que realizabas, te buscaba para proclamarte rey. Sólo en la hora de la pasión, cuando todos te habían abandonado y ser proclamado rey ya no era motivo de jactancia, sino que se había vuelto para ti causa de condena, sólo entonces declaraste tu señorío universal. Obrando de este modo nos enseñaste con tu misma muerte que reinar es servir amando hasta la entrega total de nosotros mismos.

    Concédenos también reconocer tu realeza no de palabra, sino dejando crecer y dilatarse en nosotros tu Reino, para que seamos, en la historia, irradiación de tu presencia de paz y motivo de consuelo y esperanza para todos nuestros hermanos.


    CONTEMPLATIO

    Tú, oh Cristo, eres el Reino de los Cielos; la tierra prometida a los humildes; tú, los pastos del paraíso, el cenáculo para el banquete divino; tú, la sala de las nupcias inefables, la mesa suntuosamente preparada para todos.

    Oh Cristo, no me abandones en medio de este mundo, puesto que sólo te amo a ti, aunque todavía no te he conocido; yo, que estoy completamente a merced de las pasiones; yo, que no te conozco, pues ¿acaso tiene necesidad de los placeres del mundo quien te ha conocido? ¿Quién, que te haya amado, irá en busca de cualquier otro placer? ¿O se sentirá apremiado a ir en busca de cualquier otro amigo?

    Dios, creador del universo, que me has dado lo que tengo de bueno, ten benévola compasión de mi pobre alma; concédeme un correcto discernimiento para que me deje atraer por tus bienes eternos y sólo por ellos.

    Te amaré con todo el corazón, persiguiendo sólo tu gloria sin preocuparme en absoluto de la gloria de los hombres, a fin de llegar a ser uno contigo ya ahora y después de la muerte, obteniendo así, oh Cristo, reinar contigo, que aceptaste por mi amor la más infamante de las muertes. Entonces seré el más feliz entre todos los hombres. Amén, así sea, oh Señor, ahora y siempre y por los siglos de los siglos (Simeón el Nuevo Teólogo, en C. Berselli [ed.], Inni a Cristo nel primo millennio delta Chiesa, Roma 1981, pp. 168-170).


    ACTIO

    Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

    «Venga a nosotros, Señor, tu Reino de luz».


    PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

    Jesús, que está a punto de subir al patíbulo, sin que se intente un solo gesto, de la tierra o del cielo, para defenderle, este mismo Jesús afirma con una calma suprema: «Yo soy rey». Rey, es decir, no sólo libre (y está atado), sino también Señor (y están a punto de matarle).

    Aquel instante exigía la fe más firme, porque era el de la oscuridad más profunda, era el momento en que daba la impresión de que del Dios-hombre ya no quedaba nada de Dios y, dentro de muy poco, tampoco quedaría nada del hombre. No era difícil creer en el poder de Jesús cuando mandaba sobre las enfermedades, sobre la tempestad, sobre la muerte. Ahora bien, para pensar como Rey y como Dios a uno que ha sido vencido, aplastado, reducido a nada, es preciso recurrir a una lógica que invierta cualquier pensamiento humano, es preciso dejar que se hunda nuestra propia inteligencia en las tinieblas más densas; en una palabra, renunciar a cualquier otra luz que no sea la de la confianza ciega, propia del amor [...].

    En aquel momento era menester el amor mismo de Dios para comprender que el despojo total podría constituir la ofrenda suprema del amor, para descubrir en la aniquilación de la cruz la manifestación más sublime de la omnipotencia de Dios.

    Jesús manifiesta su propia realeza y su soberano señorío sirviéndose de la mala voluntad de los hombres para cumplir su voluntad de salvación, utilizando su odio para su obra de amor. Le crucificaban para quitarle de en medio, y he aquí que lo vuelven a zambullir en la eternidad de donde había venido y que, con su retorno, volverá a abrirla a todos los hombres (1. Riviére, A chaque jour suffit sa joie, París 1949, pp. 171 ss).