30° domingo
del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Jeremías 31,7-9

7 Así dice el Señor:

¡Gritad de alegría por Jacob!
¡Ensalzad a la capitana de las naciones!
¡Que se escuche vuestra alabanza!
Decid: «El Señor ha salvado a su pueblo,
al resto de Israel».

8 Yo los traeré del país del norte,
los reuniré de los extremos de la tierra:
entre ellos hay cojos, ciegos,
mujeres embarazadas
y a punto de dar a luz;
retorna una gran multitud.

9 Vuelven entre llantos,
agradecidos porque retornan;
los conduciré a corrientes de agua
por un camino llano
en el que no tropezarán,
porque soy un padre para Israel
y Efraín es mi primogénito.


Este oráculo de salvación se encuentra en el llamado «Libro de las consolaciones» (capítulos 30-33) de Jeremías, en el que el profeta da voz a la palabra de consuelo que el Señor dirige al pueblo, lacerado por la división en dos reinos y llagado por el sufrimiento del exilio. YHWH promete la curación, la restauración, un nuevo incremento y el envío de un príncipe que será verdadero mediador y garante de la alianza (30,17-22).

El fragmento de hoy marca la cumbre de la promesa. La buena noticia de la repatriación de los exiliados prorrumpe como un himno de exultación al que están invitadas a unirse todas las naciones, puesto que el Señor quiere que todo el mundo conozca su obra de salvación en favor del pueblo elegido y participe en su alegría.

Aparece aquí el tema del «resto de Israel», que en los profetas es, al mismo tiempo, signo de esperanza y advertencia: habrá siempre en el pueblo una parte que se mantendrá fiel al Señor o volverá a él por medio de la conversión, y por eso podrá superar todas las tormentas de la historia (cf. Is 7,3).

Ahora viene el Señor a reunir a todo este «resto» de la tierra del exilio y de toda dispersión, para llevarlo de nuevo a su tierra. Su Palabra abre la mirada del corazón a la visión del retorno de una multitud de gente no apta para el camino (v. 8b): hay quien no tiene ojos para ver el camino y quien no tiene piernas válidas para recorrerlo, pero YHWH renovará los prodigios del éxodo (cf. Ex 17,1-7; Is 43,19) para que los suyos no padezcan la fe, la fatiga, las asperezas del camino. Su afectuosa presencia de apoyo y consuelo es el verdadero consuelo de cuantos «habían partido llorando», puesto que no cesa de rodear a Israel con amor de predilección.

El pueblo de Dios, confiando en este afecto inmutable, no tropezará nunca en el camino de la vida, a pesar de sus flaquezas.

 

Segunda lectura: Hebreos 5,1-6

1 Todo sumo sacerdote, en efecto, es tomado de entre los hombres y puesto al servicio de Dios en favor de los hombres, a fin de ofrecer dones y sacrificios por los pecados. 2 Es capaz de ser misericordioso con los ignorantes y los extraviados, ya que él también está lleno de flaquezas, 3 y a causa de ellas debe ofrecer sacrificios por los pecados propios a la vez que por los del pueblo. 4 Nadie puede arrogarse esta dignidad, sino aquel a quien Dios llama, como ocurrió en el caso de Aarón. 5 Así también Cristo no se apropió la gloria de ser sumo sacerdote, sino que Dios mismo le había dicho:

Tú eres mi hijo,
yo te he engendrado hoy.

6 O como dice también en otro lugar:
Tú eres sacerdote para siempre
a la manera de Melquisedec.


Después de haber presentado a Cristo como sumo sacerdote misericordioso (4,14-16), el autor de la carta a los Hebreos aclara ahora el significado y la legitimidad de tal sacerdocio en el marco de las instituciones judías.

El servicio sacerdotal es tributado a Dios, en efecto, por un hombre, «en favor de los hombres», es decir, para interceder por el perdón de los pecados mediante la ofrenda de «dones y sacrificios» (v 1). Por otra parte, el sumo sacerdote debe ser misericordioso, pues la conciencia de sus propias flaquezas le enseña una justa compasión por la debilidad y la ceguera espiritual -«ignorancia» y «extravío»- de los que se equivocan (vv. 2ss). La importancia de esta función mediadora es de tal tipo que no puede ser fruto de una libre iniciativa personal: es respuesta a una llamada precisa de Dios (v 4).

Tras haber enumerado las condiciones requeridas para ser sacerdote, el autor sagrado muestra cómo responde Cristo perfectamente a estos requisitos. Ya ha hablado de su humanidad real (4,15 y la manifestará aún en los vv. 7ss): Jesús conoce bien nuestras flaquezas, puesto «que las ha experimentado todas, excepto el pecado». Ahora bien, puesto que está libre de él, puede comprender toda su gravedad y ofrecerse a sí mismo para liberarnos a nosotros, pecadores (9,13ss). Más dificil es demostrar a los judíos la legitimidad del sacerdocio de Cristo, dado que no pertenecía a la estirpe de Aarón; sin embargo, las Escrituras atestiguan también otra modalidad diferente de servicio sacerdotal agradable a Dios, el llevado a cabo por Melquisedec, rey de Salén. Refiriéndose a este ejemplo, el autor de la carta cita el salmo 109,4, donde el Mesías prometido es declarado por Dios no sólo su hijo, sino también sacerdote para siempre, como lo fue el rey Melquisedec. Jesús es, por consiguiente, Rey-Mesías («Cristo» en griego) y al mismo tiempo sacerdote, y ejerce por eso con toda justicia la mediación entre Dios y los hombres que estas dos funciones implicaban. Como mediador de una nueva y eterna alianza (9,15), puede redimirnos de los pecados con la ofrenda de su propia sangre y conducirnos así a la salvación y a la gloria, según la voluntad del Padre (2,10).


Evangelio: Marcos 10,46-52

En aquel tiempo, 46 llegaron a Jericó. Más tarde, cuando Jesús salía de allí acompañado por sus discípulos y por bastante gente, el hijo de Timeo, Bartimeo, un mendigo ciego, estaba sentado junto al camino. 47 Cuando se enteró de que era Jesús el Nazareno quien pasaba, se puso a gritar:

-¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!

48 Muchos le reprendían para que callara. Pero él gritaba todavía más fuerte:

50 Él, arrojando su manto, dio un salto y se acercó a Jesús. 51 Jesús, dirigiéndose a él, le dijo:

El ciego le contestó:

52 Jesús le dijo:

-Vete, tu fe te ha salvado.

Y al momento recobró la vista y le siguió por el camino.


¿Quién es Jesús? y, en consecuencia, ¿quién es el discípulo? Estas preguntas constituyen el eje del evangelio de Marcos; los diferentes episodios del camino hacia Jerusalén permiten intuir de un modo cada vez más claro la respuesta, y la perícopa de hoy -que precede al relato de la entrada de Jesús en la ciudad santa- nos ofrece importantes indicaciones. Bartimeo es un ciego que está sentado para mendigar en el camino, en los márgenes de la vida. La noticia del paso de Jesús hace renacer la esperanza en él, y grita para atraer la atención del rabí, invocándole con el título mesiánico de «hijo de David». De este modo profesa su creencia en que el Mesías está presente y puede salvarle. Se confía a él perdidamente, mendigando su misericordia: «¡Ten compasión de mí!». Los reproches que muchos le dirigen no sirven para hacerle callar: Bartimeo sabe que si deja pasar esta ocasión única no le quedará otra cosa que recaer en la oscuridad definitiva de una simple supervivencia.

Entonces «Jesús se detuvo» (v 49): él es alguien que puede comprender hasta lo más hondo el sufrimiento humano y la soledad que le acompaña; conoce el vislumbre de fe que alumbra ya el corazón de aquel ciego y viene a darle la luz plena. «Llamadlo». El entusiasmo del pobrecito es conmovedor: da un salto olvidándose de toda prudencia. También a él, como a los hijos de Zebedeo, se le dirige la misma pregunta: «¿Qué quieres que haga por ti?» (v. 51; cf v. 36). Jesús puede colmar, en efecto, el deseo más profundo del corazón del hombre; el discípulo, en el diálogo que mantiene con él, debe tomar conciencia de lo que realmente quiere y asumir su responsabilidad. A la súplica del ciego le corresponde el milagro, puesto que Jesús le reconoce esa fe que constituye el ámbito en el que se manifiesta su poder divino. Y la fe lleva a la visión al que antes había creído sin ver, y después, una vez corroborado por la experiencia viva del encuentro con Jesús, se hace discípulo suyo y decide seguirle por el camino que le lleva hacia la pasión y la gloria (v 52).


MEDITATIO

¡Cuántas veces nuestra historia personal o la consideración de las vicisitudes humanas nos produce la angustiosa impresión de un bamboleo de ciegos! Rodeados por una densa niebla de incertidumbres y contradicciones, incapaces de ver sentido alguno a lo que estamos viviendo, acabamos a menudo por desanimarnos y retiramos a los márgenes de la vida para mendigar algunas migajas a los más afortunados, que parecen recorrer el camino sin obstáculos. Somos entonces nosotros esos pobres a quienes la Palabra viene a levantar de nuevo regalándoles la Buena Noticia: Jesús atraviesa los caminos del hombre, tiene compasión de nuestras flaquezas, comparte nuestra debilidad (cf la segunda lectura). Dichosos nosotros si, tocados por el anuncio, somos capaces de gritar su nombre e invocar su misericordia. El amor no decepcionará nuestras expectativas.

Jesús, sin embargo, nos interpela, nos pregunta qué es lo que queremos de verdad. Curar, «ver», es un compromiso, hemos de saberlo. Es un compromiso para nuestra fe, que debe crecer para abrirse al milagro, y una tarea para nuestro futuro. En efecto, el Señor es la luz de la vida y resplandece en nuestra oscuridad para hacer de nosotros seres vivos, para levantamos del abatimiento, del estancamiento de quien se ha acostumbrado a unos límites estrechos. Jesús, que es el Camino, nos traza a nosotros, exiliados en la tierra extranjera de la infelicidad, el camino para volver a la patria de origen, a la comunión con el Padre: éste es el «camino recto» por el que no tropezará el que le sigue (cf la primera lectura). Con todo, es menester pasar por la cruz, por la muerte a nosotros mismos. ¿Queremos ver de verdad y, una vez sanados, seguirle? Que el Señor ilumine los ojos de nuestro corazón «para que podamos comprender a qué esperanza nos ha llamado» y nos dé la alegría y la fuerza para recorrer, detrás de él, el camino que conduce a esa esperanza.


ORATIO

Oh Cristo, nosotros te confesamos «Dios de Dios, luz de luz»: ven a alumbrar nuestras tinieblas. «Por nosotros los hombres y por nuestra salvación», tú, Hijo eterno de Dios, bajaste a la tierra del exilio de nuestro pecado: ven aún a abrimos el camino recto del retorno a la comunión con el Padre. Has asumido la frágil carne del hombre para poder compadecerte de nuestras flaquezas y ofrecerlas a Dios en tu sacrificio de amor: ayúdanos a acoger la misericordia que salva. Sabes que nosotros preferimos con frecuencia permanecer sentados mendigando cosas de poca monta, antes que esperar una vida en plenitud y hacer frente cada día al compromiso de gastarla en tu seguimiento.

Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de nosotros. Queremos sanar de verdad, «ver» y caminar contigo, aceptando la cruz y anhelando la casa del Padre, a donde tú nos conduces con vigor y suavidad.


CONTEMPLATIO

Amad al Señor. Amad, digo, esta luz tal como la amaba con un amor inmenso aquel que hizo llegar a Jesús su grito: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!». El ciego gritaba así mientras pasaba Jesús. Tenía miedo de que pasara Jesús y no le devolviera la vista. ¿Con qué ardor gritaba? Con un ardor tal que, mientras la gente le hacía callar, él continuaba gritando. Su voz triunfó sobre la de quienes se le oponían y retenían al Salvador. Mientras la muchedumbre producía estrépito y quería impedirle hablar, Jesús se detuvo.

Amad a Cristo. Desead esa luz que es Cristo. Si aquel ciego deseó la luz física, mucho más debéis desear vosotros la luz del corazón. Elevemos a él nuestro grito no tanto con la voz física como con un recto comportamiento. Intentemos vivir santamente, redimensionemos las cosas del mundo. Que lo efímero sea como nada para nosotros. Cuando nos comportemos así, los hombres mundanos nos lo reprocharán como si nos amaran. Nos criticarán a buen seguro y, al vernos despreciar estas cosas naturales, estas cosas terrenas, nos dirán: «¿Por qué quieres sufrir privaciones? ¿Estás loco?». Esos son aquella muchedumbre que se oponía al ciego cuando éste quería hacer oír su llamada. Existen cristianos así, pero nosotros intentamos triunfar sobre ellos, y nuestra misma vida ha de ser como un grito lanzado en pos de Cristo.

Él se detendrá, porque, en efecto, está, inmutable. Para que la carne de Cristo fuera honrada, «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14a). Gritemos, pues, y vivamos rectamente (Agustín, Sermón 349, 5).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Que ilumine los ojos de vuestro corazón» (Ef 1,18).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

En este episodio sobresale de modo evidente la lógica del amor. Cristo llega y manda llamar a Bartimeo. El ciego, que todavía lo era, abandona su manto -o sea, todo lo que tenía- y dando «un salto» se dirige hacia el «hijo de David». El ciego, que cuando gritaba antes era reprendido por los discípulos y por las personas que rodeaban al Señor para que callara, cuando le dicen que Cristo le llama, se confía del todo a esta llamada. Podía ser muy bien una tomadura de pelo, un momento de insana diversión por parte de la gente, como probablemente había vivido ya Bartimeo. Pero esta alusión al salto que dio hacia Jesús indica un clima festivo. Es una muestra de la certeza interior del ciego de que aquel que está pasando junto a él es el Mesías, el rey de la justicia, que puede tomarle consigo en su camino hacia Jerusalén. Y la pregunta que le hace Jesús es desconcertante: «¿Qué quieres que haga por ti?». Existe una auténtica angustia en el hombre cuando piensa que, si conoce a Dios, deberá servirle, dejará de ser libre. Pero cuando el ciego -expresión de toda la pobreza del hombre- está frente a Cristo, reconocido como hijo de David, es él, el Mesías, el que pronuncia la frase típica de todo siervo cuando le llama su señor: «¿Qué quieres que haga por ti?». Dios desciende y sale al encuentro del hombre que grita, presentándose a este hombre como humilde siervo (M. I. Rupnik, Dire I'uomo, Roma 1996, pp. 155ss [edición española: Decir el hombre, icono del creador, revelación del amor, PPC, Madrid 2000]).