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LECTIO

Primera lectura: Sabiduría 7,7-11

7 Rogué, y me fue dada la prudencia;
supliqué, y vino a mí el espíritu de sabiduría.

8 La he preferido a los cetros y a los tronos,
y a su lado en nada he tenido la riqueza.

9 Ni siquiera la he comparado a la piedra más preciosa,
pues todo el oro ante ella es un poco de arena
y, a su lado, la plata no pasa de ser lodo.

10 La he amado más que a la salud y a la belleza
y la he preferido a la misma luz,
porque su resplandor no tiene ocaso.

11 Todos los bienes me han venido con ella,
tiene en sus manos riquezas innumerables.


Este fragmento está tomado de la parte central del libro de la Sabiduría. Su autor, que por medio de una ficción literaria se convierte en Salomón, el rey sabio, se presenta con autoridad como alguien que implora y obtiene el don de la sabiduría. Ésta, en efecto, no es fruto de la habilidad o de una adquisición humana; sólo puede ser recibida de lo alto. El texto relee la famosa plegaria de Salomón en Gabaón (cf. 1 Re 3,6-13), en donde el joven soberano pide un corazón «capaz de escuchar» (así al pie de la letra), es decir, capaz de discernir para gobernar con rectitud. Ahora bien, para obtener este don de la sabiduría es preciso tomar algunas decisiones. El autor dice que la ha antepuesto, progresivamente, a siete bienes: a los cetros, a los tronos, a las riquezas, a la piedra más preciosa, a la salud, a la belleza y a la luz. Se pasa, por tanto, de los bienes externos y materiales a los que tienen que ver con la vida física del hombre; sin embargo, tampoco éstos, incluida la luz de los ojos, resisten la comparación con la sabiduría, que ha de ser considerada, por consiguiente, el verdadero y único bien del hombre.

Si esto podía ser ya verdadero para los judíos que vivían en la diáspora, en la ciudad de Alejandría, a fin de darles cohesión y unidad mientras estaban rodeados por una sólida cultura helenística, todavía lo es más para nosotros, a quienes nos ha sido revelado, en Jesús, el verdadero rostro de la sabiduría de la que habla la Escritura.

 

Segunda lectura: Hebreos 4,12ss

Hermanos: 12 la Palabra de Dios es viva, eficaz y más cortante que una espada de dos filos: penetra hasta la división del alma y del espíritu, hasta las coyunturas y tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. 13 Así que no hay criatura que esté oculta a Dios. Todo está al desnudo y al descubierto a los ojos de aquel a quien hemos de rendir cuentas.


En el Antiguo Testamento se invocaba la sabiduría para aprender a discernir lo que es justo (cf. 1 Re 3,9); en el Nuevo Testamento es presentada como Palabra de Dios encarnada, dotada de un infalible poder de discriminación y de juicio. En efecto, el autor de la carta a los Hebreos nos ofrece, en unos pocos versículos, una teología sugestiva. Esa Palabra nos es presentada en línea con la sabiduría, una sabiduría de la que Israel se había alejado neciamente (cf. Bar 3,9-38; 4,1-4). Se la califica de «viva», en condiciones, por tanto, de dar vida, de revigorizar las opciones de fe del creyente; «eficaz», es decir, dotada de la dynamis Theú, que equivale a decir «poder de Dios» que hace felices a sus testigos (cf. Hch 19,20; 1 Cor 1,18). Es considerada todavía «más cortante» que una espada de dos filos porque puede llegar a escrutar las interioridades del hombre en todos sus componentes psicológicos y espirituales.

En el v. 13 se produce un brusco salto gramatical que nos muestra claramente cómo la Palabra coincide de hecho con Dios mismo, a cuyo juicio nadie puede sustraerse de ninguna manera. Sabemos, en efecto, que el Padre ha confiado este juicio a su Hijo amado y que ese juicio es justo, aunque también es misericordioso para quien tiene fe: «El que cree en él no será condenado» (Jn 3,18).

 

Evangelio: Marcos 10,17-30

En aquel tiempo, 17 cuando iba a ponerse en camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló ante él y le preguntó:

-Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?

18 Jesús le contestó:

-¿Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno. 19 Ya conoces los mandamientos: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre.

20 El replicó:

-Maestro, todo eso lo he cumplido desde joven.

21 Jesús le miró fijamente con cariño y le dijo:

22 Ante estas palabras, él frunció el ceño y se marchó todo triste, porque poseía muchos bienes.

23 Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos:

24 Los discípulos se quedaron asombrados ante estas palabras. Pero Jesús insistió:

26 Ellos se asombraron todavía más y decían entre sí:

27 Jesús les miró y les dijo:

28 Pedro le dijo entonces:

29 Jesús respondió:

-Os aseguro que todo aquel que haya dejado casa o hermanos o hermanas o madre o padre o hijos o tierras por mí y por la Buena Noticia, 30 recibirá en el tiempo presente cien veces más en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y tierras, aunque junto con persecuciones, y en el mundo futuro la vida eterna.


El fragmento del evangelio de Marcos presenta a «uno» que se acerca a Jesús para preguntarle lo que debe hacer para heredar la vida eterna. Se trata de una pregunta sensata en la que oímos el eco de la voz de los `anawfm preguntando en los salmos: «Señor, ¿quién habitará en tu tienda? (Sal 15,1) y «¿Quién subirá al monte del Señor? ¿Quién podrá estar en su recinto santo?» (Sal 24,3). Se preguntaban, por tanto, cómo «heredar» las promesas de Dios: sabían, en efecto, que en la «vida eterna» se encuentran condensados la benevolencia divina y el deseo de felicidad del hombre. Jesús, interpelado, rechaza para sí, en cuanto hombre, el atributo «bueno», y lo refiere explícitamente al único que es la Bondad absoluta, e invita a su interlocutor a observar los mandamientos -las diez palabras-, que son el don del Dios bueno destinado a entrar en comunión con él.

Sobre ese «uno» que puede responder que ha observado los mandamientos desde su juventud se posa ahora la mirada admirada y amorosa de Jesús, que le dirige una invitación precisa y clara: «Vete, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Luego ven y sígueme». Pero hay algo que impide al interlocutor acoger el amor de predilección del Maestro: posee «muchos bienes», pero no consigue comprender cuál es el bien verdadero, el verdadero rostro de la sabiduría que se le quiere dar, y se aleja «todo triste».

Jesús explica a los asombrados discípulos cómo precisamente esas riquezas, que en el Antiguo Testamento eran consideradas un signo de la benevolencia divina, pueden convertirse en el obstáculo más grande para acoger el Reino de los Cielos. Sólo quien sigue a Jesús encuentra con él y en él cien veces más aquí en la tierra -«junto con persecuciones», precisa Marcos (v 30)- y la vida verdadera, la eterna, que sólo puede ser recibida por quien -como el comerciante avispado- vende todo para adquirirla.


MEDITATIO

Hay en el hombre una ineludible necesidad de vida, de plenitud, de felicidad. El hombre sensato es el que encuentra la manera de responder a esta pregunta, que la mayor parte de las personas ni siquiera sabe plantear y a la que responde de hecho con una búsqueda frecuentemente obsesiva de placeres efímeros y siempre nuevos. La palabra de hoy nos invita a situamos en la actitud justa para discernir, ante todo, cuál es la verdadera sabiduría, que nos indicará, a continuación, cómo recibirla; porque, en el fondo, es un don, el don de una Persona que nos ama infinitamente.

En el Antiguo Testamento se había ido perfilando la sabiduría a través de un progresivo crescendo de realidades exteriores ajenas a los bienes espirituales. Más tarde, en los umbrales del Nuevo Testamento, fue personificada como alguien que su «alegría era estar con los hombres» (Prov 8,31), pero es en Jesús donde nos revela plenamente su rostro. Y Jesús llama a cada uno valorando el empeño que ha puesto en su búsqueda del bien. A nosotros nos corresponde no detenernos, no dejarnos engañar por las falsas riquezas, no echarnos atrás ante sus exigencias. Si nos pide con imperativos apremiantes dejarlo todo por él, debemos tener el valor de hacerlo y de renovar continuamente esta decisión, porque ya no podremos ser felices si hemos alejado nuestros pasos de Jesús.

Ninguna de las falsas y presuntas riquezas podrán resistir nunca la comparación con su pobreza, ni saciar nuestra hambre de amor, de verdad, de belleza. Su mirada continuará siguiéndonos, de una manera silenciosa, con un respeto infinito a nuestra libertad y no conseguiremos la paz hasta que no hayamos encontrado en él nuestra paz.


ORATIO

Soy yo, Señor, Maestro bueno, ese uno al que miras a los ojos con un amor intenso. Soy yo, lo sé, ese uno al que llamas a un desprendimiento total de sí mismo. Se trata de un desafío. Así es, también yo me encuentro cada día ante este drama: el de la posibilidad de rechazar el amor. Si en ocasiones me encuentro cansado y solo, ¿no será tal vez porque no sé darte lo que tú me pides? Si en ocasiones estoy triste, ¿no será tal vez porque tú no eres todo para mí, porque no eres verdaderamente mi único tesoro, mi gran amor? ¿Cuáles son las riquezas que me impiden seguirte y saborear contigo y en ti la verdadera sabiduría que da la paz al corazón?

Tú me sales al encuentro cada día por el camino para mirarme a los ojos, para darme otra oportunidad de responderte de una manera radical y entrar en tu alegría. Si a mí me parece imposible dar este paso, concédeme la humilde certeza de creer que tu mano siempre me sostendrá y me guiará hacia allí, más allá de todo confín, más allá de toda medida, hacia allí donde tú me esperas para darme nada menos que a ti mismo, único Bien sumo.


CONTEMPLATIO

«Si quieres ser perfecto». Así pues, el rico no ha llegado a la perfección.

Aunque es libre de llegar o no a ella. La expresión «si quieres» muestra de un modo estupendo la libertad del hombre: la elección depende de él, la decisión a él le corresponde.

Del otro lado está el Dios que da. Dios da a todos los que desean, que no escatiman sus fuerzas y que oran. Concede incluso que la salvación sea obra de ellos mismos.

Dios, enemigo de la violencia, no obliga a nadie, sino que ofrece su gracia a quien la busca, la ofrece a quien la pide, abre a quien llama.

Si queréis la perfección, si la queréis sinceramente, sin engañaros a vosotros mismos, debéis procuraros aquello que todavía os falta.

Y os falta una sola cosa, esa que es la única que dura, que es superior a la ley, que la ley no puede dar ni quitar y que constituye la verdadera riqueza de los seres vivos.

El hombre ha observado toda la ley desde su primera juventud, tanto que ahora hace grandes elogios de sí - mismo; sin embargo, pese a que todos sus méritos, no puede procurarse esta gracia única, de la que sólo el Salvador dispone, no puede alcanzar la eternidad que desea.

Así, se va triste y desanimado, porque piensa que es demasiado alto el precio de la salvación que había venido a pedir.

El hecho es que no quería la vida eterna con la intensidad que se imaginaba tener. Tal vez, en el fondo, quería una sola cosa: mostrar buena voluntad para hacer un poco de exhibicionismo.

Aunque solícito y meticuloso en todo lo demás, ante el tesón necesario para alcanzar la vida eterna se siente débil, como paralizado, inerte (Clemente de Alejandría, «¿Cómo se puede salvar el rico?», en El buen uso del dinero, Desclée de Brouwer, Bilbao 1995, pp. 24-25).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Concédenos, oh Dios, la sabiduría del corazón» (c f. Sal 89,12).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

El miedo a Dios consiste en saber que las exigencias del Dios vivo son mortales, que su beso es mortal y que quien encuentra verdaderamente a Dios se ve llevado a morir a su propia historia, a su propio pasado, para entrar en un mundo desconocido. Y esto resulta difícil.

De ahí que la gran tentación sea defendernos del futuro de Dios, asegurarnos lo que ya somos, lo que ya poseemos. Usando una imagen bíblica, podríamos decir que la tentación del miedo se encuentra en la historia del joven rico, que experimenta angustia ante el futuro que el Señor le abre («vete, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres»), o sea, ante la exigencia de que se libere de su propio pasado para ponerse e manera incondicional en manos del extraño que le invita, aunque Jesús le había mirado y amado. La primera gran escuela para aprender a orar es abrirse al coraje de la libertad, aceptando estar solos ante Dios, renunciando a toda coartada y a toda defensa. Es menester abrirse al coraje de la libertad en el amor (B. Forte, Nella memoria del Salvatore, Milán 1992, pp. 242ss, passim).