20° domingo
del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Proverbios 9,1-6

1 La sabiduría se ha edificado una casa,
ha tallado sus siete columnas,
2 ha sacrificado víctimas,
ha mezclado el vino
y hasta ha preparado la mesa.

3 Ha enviado a sus criadas a proclamar
en los lugares más altos de la ciudad:
4 «El que sea inexperto que venga acá».

Y al hombre sin seso le dice:
5
«Venid a comer de mi pan,
bebed del vino que he mezclado.

6 Dejad la inexperiencia y viviréis,
seguid el camino de la inteligencia».


En el capítulo 9 del libro de los Proverbios aparecen, uno a continuación del otro, dos personajes femeninos. El primero es la Sabiduría (w. 1-6); el segundo, la Necedad (w. 13-18). La Sabiduría y la Necedad son dos maestras del arte de la vida que invitan a los hombres a su propia escuela. Todo el mundo debe escoger uno de los dos caminos: la vida o la muerte. El pasaje que hemos leído hoy, deteniéndose en el primer personaje, activo y laborioso, nos presenta la casa de la Sabiduría, acogedora y austera a la vez, donde ha preparado un suculento banquete. La Sabiduría envía a sus criadas para que inviten a comensales, inexpertos y carentes de sabiduría, y participen en su rica mesa. Invitar a alguien a nuestra mesa significa compartir, con la invitación, el alimento y la amistad.

A buen seguro, la parábola está dotada de un significado sapiencial. Con la imagen del banquete, el maestro de sabiduría manifiesta la íntima relación de comunión que debe existir entre él y los invitados. No es difícil vislumbrar en el personaje de la Sabiduría la figura de Dios, que repite la enseñanza de la Ley y los profetas, aunque por medio de una modalidad más escolar y con representaciones intelectuales. Invita a los comensales discípulos suyos, a los que ha convertido en su familia, a vivir en comunión con él y a saborear el sentido común en el pensar, y la prudencia en la acción. Esto vuelve la vida más serena y alegre, la arraiga en los verdaderos valores humanos y religiosos, fuente de sincero compartir entre los hombres (cf. 1,20-33; 8,1-21).

 

Segunda lectura: Efesios 5,15-20

Hermanos: 15 Poned, pues, atención en comportaros no como necios, sino como sabios, 16 aprovechando el momento presente, porque corren malos tiempos. 17 Por lo mismo, no seáis insensatos; antes bien, tratad de descubrir cuál es la voluntad del Señor. 18 Tampoco os emborrachéis, pues el vino fomenta la lujuria. Al contrario, llenaos del Espíritu 19 y recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados. Cantad y tocad para el Señor con todo vuestro corazón 20 y dad continuamente gracias a Dios Padre por todas las cosas en nombre de nuestro Señor Jesucristo.


«En otro tiempo erais tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor»
(Ef 5,8; cf. Jn 3,20ss; Col 1,12ss; 1 Tes 5,4-8). Vivir como «hijos de la luz» significa producir los frutos de la luz (w. 8-10); llevar a la luz a los que se encuentran en las tinieblas (vv 11-14); buscar con sabiduría la voluntad de Dios vigilando nuestra propia conducta (vv 15-17); dejarnos llenar del Espíritu Santo (vv 18-20).

«Aprovechando el momento presente» (v 16): la palabra griega empleada, kairós, tiene un valor más rico que nuestro término tiempo. Incluye también el contenido de este tiempo, la situación que crea y las posibilidades que ofrece. No se trata de una realidad anónima o indiferente, sino de un momento favorable, de un tiempo oportuno. El cristiano posee este tiempo decisivo. Como hombre del Espíritu, posee la capacidad de reconocer la presencia de Dios y de realizar su voluntad (Gal 6,10), viendo la posibilidad de cumplir las exigencias del Espíritu.

«Tampoco os emborrachéis, pues el vino fomenta la lujuria. Al contrario, llenaos del Espíritu» (v 18). La amonestación para que no se emborrachen con vino resulta verdaderamente sorprendente. Y además, si prosiguiera la serie de las exhortaciones particulares iniciada más arriba (Ef 4,25), cabría esperar, contra el alcoholismo, una invitación a la templanza. Lo que Pablo le opone, sin embargo, es que se llenen del Espíritu (o que se «embriaguen del Espíritu», según algunas traducciones). A continuación, habla de actividades que no es posible imaginar más que en el contexto de una comunidad litúrgica. El paso no se da de una manera explícita, pero si hemos de arriesgar una interpretación, nos viene a la mente pensar que -de vez en cuando- el hombre necesita ser aliviado de las preocupaciones de todos los días y vivir en «otro mundo». Ahora bien, ha de ser en un mundo en el que el Espíritu pueda aliviarle, dándole un pequeño anticipo de la vida en Dios, hacia la cual nos dirigimos.

 

Evangelio: Juan 6,51-58

En aquel tiempo, 51 Jesús añadió:

52 Esto suscitó una fuerte discusión entre los judíos, los cuales se preguntaban:


Este fragmento, con el que concluye el «discurso del pan de vida», está ligado a todo cuanto el evangelista nos ha dicho precedentemente; sin embargo, el mensaje se hace aquí más profundo y se vuelve más sacrificial y eucarístico. Se trata de hacer sitio a la persona de Jesús en su dimensión eucarística. Jesús es el pan de vida no sólo por lo que hace, sino especialmente en el sacramento de la eucaristía, lugar de unidad del creyente con Cristo. Jesús-pan queda identificado con su humanidad, la misma que será sacrificada para salvación de los hombres en la muerte de cruz. Jesús es el pan -bien como Palabra de Dios o como víctima sacrificial- que se hace don por amor al hombre. La ulterior murmuración de los judíos: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?» (v 52), denuncia la mentalidad incrédula de quienes no se dejan regenerar por el Espíritu y no pretenden adherirse a Jesús.

Jesús insiste con vigor exhortando a consumir el pan eucarístico para participar en su vida: «Yo os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (v. 53). Más aún, anuncia los frutos extraordinarios que obtendrán los que participen en el banquete eucarístico: quien permanece en Cristo y participa en su misterio pascual permanece en él con una unión íntima y duradera. El discípulo de Jesús recibe como don la vida en Cristo, que supera todas las expectativas humanas porque es resurrección e inmortalidad (w. 39.54.58).

Esta fue la enseñanza profunda y autorizada que dispensó Jesús en Cafarnaún. Sus características esenciales giran, más que sobre el sacramento en sí, sobre el misterio de la persona y de la vida de Jesús, que se va revelando de manera gradual. Ese misterio abarca en unidad la Palabra y el sacramento. La Palabra y el sacramento ponen en marcha dos facultades humanas diferentes: la escucha y la visión, que sitúan al hombre en una vida de comunión y obediencia a Dios.


MEDITATIO

A mi carne, perecedera y destinada a la muerte, se le ofrece hoy la posibilidad de la vida eterna a través de la carne resucitada y, por consiguiente, incorruptible del Hijo. La vida eterna, la vida de Dios, la vida bienaventurada, la vida feliz, la vida sin sombra, sin duelo y sin lágrimas, llega a mí a través del Hijo, a través de su carne, que se hace pan para comer. La eucaristía me pone en contacto con la vida eterna, me permite vencer la muerte y la infelicidad. ¿Qué don puede haber más deseable? ¿Puedo pedir algo que sea más que la vida eterna?

En la eucaristía está presente todo el deseo de comunión de Dios conmigo, su deseo de que yo acepte su don como acto de amor, que comprenda la importancia única que tiene su Hijo para mi vida y para mi realización. La vida llega a mí desde el Padre, a través de la carne del Hijo, gracias a la mediación de la Iglesia apostólica, que celebra la eucaristía para que también yo, con mi carne purificada y entregada, me vuelva puente para hacer llegar al mundo la vida. ¡Este es el misterio de nuestra fe! La carne es verdaderamente «el fundamento de la salvación» (Tertuliano).


ORATIO

¡Oh mi amado Salvador! Tú eres verdaderamente todo para mí, porque me das la vida eterna en el don de ti mismo.

El misterio de la eucaristía es grande e ilimitado, pero hoy tus palabras claras, provocadoras, limpias y decididas lo iluminan de una manera inequívoca. Tú me das tu vida, que es vida eterna, porque un día fuiste capaz de dar la vida. Te doy gracias, te bendigo, alabo tu santa pasión y resurrección, adoro con alegría tu sabiduría, que me sale al encuentro en mis preocupaciones terrenas.

Tú sabes lo difícil que me resulta alzar la mirada para asumir tus grandes perspectivas. Me dejo engatusar por las cosas que pasan y me arriesgo a poner dentro también tu eucaristía, dándole incluso muchos significados humanos, justos por sí mismos, pero muy alejados del sentido decisivo que hoy me presentas. Tú quieres que yo viva para siempre contigo, porque eres y serás mi realización y, por tanto, mi felicidad. Cada día me sumerges en tu eternidad ofreciéndote como alimento. Tú llevas contigo la vida que te une al Padre y quieres transmitírmela. Abre mis ojos nublados por las cosas de cada día, para que pueda unirme indisolublemente a ti, y llevar a todos conmigo, en tu vida.


CONTEMPLATIO

Nuestro Señor y Salvador dice: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida» (Jn 6,55). Jesús es puro en todo y para todo: por eso toda su carne es alimento y toda su sangre es bebida. Toda su obra es santa y toda palabra suya es verdadera; por eso también su carne es verdadera comida y verdadera bebida. Con la carne y la sangre de su Palabra da de beber y sacia como con alimento puro y bebida pura a todo el género humano. Así, en segundo lugar, después de su carne, también son alimento puro Pedro y Pablo y todos los apóstoles; en tercer lugar, sus discípulos, y así cada uno, por la calidad de sus méritos o la pureza de sus sentidos, puede hacerse alimento puro para su prójimo [...]. Todo hombre tiene en sí algún alimento: si es bueno y ofrece cosas buenas del cofre de su corazón (cf. Mt 12,35), ofrecerá a su prójimo alimento puro. Si, por el contrario, es malo y ofrece cosas malas, ofrecerá a su prójimo un alimento inmundo (Orígenes, Homilías sobre el Levítico, 7, 5, passim).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«El que coma de este pan vivirá para siempre» (Jn 6,58).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Decía Agustín: «Oh Dios, mi corazón está inquieto hasta que no repose en ti», pero cuando examino la tortuosa historia de nuestra salvación veo que no sólo nosotros deseamos ardientemente pertenecer a Dios, sino que Dios también anhela pertenecer a nosotros. Parece como si Dios nos estuviera diciendo a grandes voces: «Mi corazón estará inquieto hasta que no pueda reposar en vosotros, mis amadas criaturas» [...]. Dios desea comunión: una unidad que sea vital y viva, una intimidad que proceda de ambas partes, un vínculo que sea verdaderamente mutuo [...].

Este intenso deseo que siente Dios de entrar en la más íntima relación con nosotros es lo que constituye el núcleo de la celebración y de la vida eucarística. Dios no sólo quiere entrar en la historia humana convirtiéndose en una persona que vive en una época y en un país específico, sino que quiere llegar a ser nuestro alimento y nuestra bebida diarios en todo tiempo y en todo lugar (H. J. M. Nouwen, La forza della sua presenza, Brescia 52000, pp. 61 ss).