7° domingo
del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Isaías 43,18-19.21-22.24b-25

Así dice el Señor:

18 No recordéis las cosas pasadas,
no penséis en lo antiguo.
19
Mirad, voy a hacer algo nuevo,
ya está brotando, ¿no lo notáis?
Trazaré un camino en el desierto,
senderos en la estepa.
21
El pueblo que yo constituí
para que proclamara mi alabanza.
22 Pero tú no me has invocado, Jacob;
 porque te cansaste de mí, Israel.
24 Al contrario, me has agobiado con tus pecados
y me has cansado con tus culpas.
25 Soy yo, y sólo yo,
quien por mi cuenta borro tus culpas
y dejo de recordar tus pecados.


El Segundo Isaías da la impresión de ser el fundador de la escuela del gran profeta de Jerusalén. Escribe durante el exilio de Babilonia, por haber sido deportado él mismo a aquella tierra con la caída de la Ciudad santa. Estamos en el siglo VI a. de C. La psicología de los deportados ha sido bastante probada por el sufrimiento espantoso, por la frustración, por el odio contra sí mismos y contra los vencedores, después de todo lo que ha pasado con la caída del reino de Judá y de su capital. Las insistentes recomendaciones de Jeremías para que abrieran los ojos a la realidad religiosa y política del tiempo fueron rechazadas repetidamente, y ahora un sentimiento de culpa y confusión oprime a los exiliados, alejados de su patria y del Templo.

Pero he aquí que, desde el fondo de la tragedia, se alza una voz vigorosa, se oye un grito de esperanza que rompe la desolación y la amargura de los deportados. La palabra del profeta, como voz de Dios, quiere cancelar un pasado de oprobio. Una mirada lanzada a un futuro próximo cambiará de manera radical la situación presente. «No recordéis las cosas pasadas», esas que martillean la conciencia y la memoria de los exiliados. Dios rehará la situación, la transformará en una realidad totalmente nueva e impensable.

El anuncio del profeta adquiere el aspecto de un nuevo éxodo, de un retorno a la Tierra prometida; un éxodo todavía más grandioso y repleto de intervenciones divinas de lo que fue el éxodo de Egipto.

El profeta emplea un estilo vibrante e hiperbólico, el único capaz de despertar, en aquellas circunstancias, la somnolencia de los deportados y sacudir el pesimismo y la postración en que se encontraban. Esperanza, resurrección, retorno a la patria..., son imágenes semejantes a las que emplea Ezequiel, exiliado también en Babilonia y portavoz de Dios para la salvación del pueblo. Estas imágenes anuncian la apertura de la cárcel, el camino del retorno, los prodigios de Dios en favor del pueblo, que, liberado, volverá a tener su tierra.

 

Segunda lectura: 2 Corintios 1,18-22

Hermanos: 18 Dios es testigo de que nuestras palabras no son un ambiguo juego de síes y noes. 19 Como tampoco Jesucristo, el Hijo de Dios, a quien os hemos anunciado Silvano, Timoteo y yo, ha sido un sí y un no; en él todo ha sido sí, 20 pues todas las promesas de Dios se han cumplido en él. Por eso el amén con que glorificamos a Dios lo decimos por medio de él. 21 Y es Dios quien a nosotros y a vosotros nos mantiene firmemente unidos a Cristo, quien nos ha consagrado, 22 nos ha marcado con su sello y nos ha dado su Espíritu como prenda de salvación.


Los susceptibles corintios acusan a Pablo de cambiar de vez en cuando sus planes, como el del viaje hacia Macedonia. El apóstol, en primer lugar, responde que para ese proyecto existían motivaciones pastorales válidas y que no se hizo a la ligera, «según la carne», esto es, con miras humanas y egoístas, sino por voluntad de Dios. A continuación, trata un tema importante, el de la solidez de su doctrina, en la que no hay contradicciones o variaciones, «un ambiguo juego de síes y noes», sino únicamente palabras de autenticidad y de verdad derivadas del «sí» de Cristo. Y en este punto, Pablo, hablando de su sinceridad, deja a la comunidad de Corinto una estupenda descripción del obrar de Cristo y de su realización según las promesas de Dios, afirmando que en él hubo siempre un «sí» obediente al Padre. Esa afirmación sobre Cristo ratifica también el «sí» del apóstol a la fe y a la doctrina del Evangelio.

Por otra parte, añade un aspecto sobre el Cristo mediador afirmando que, a través de Cristo, el verdadero amén de Dios (Ap 3,14), sube al Padre nuestro amén, esto es, nuestra alabanza y nuestra conformidad a su voluntad. En efecto, hemos recibido de Dios la confirmación de nuestra identificación con Cristo, habiéndonos dado él mismo para este fin la unción del Espíritu (v 21), el «sello» eterno de su posesión, que es, al mismo tiempo, la «prenda» de la vida eterna que los bautizados conservamos en nuestros corazones. Con esto nos regala Pablo una extraordinaria descripción del misterio trinitario, fruto espontáneo de la profunda experiencia de Dios que hace al creyente otro Cristo y apoyo para los hermanos.

 

Evangelio: Marcos 2,1-12

1 Después de algunos días entró Jesús de nuevo en Cafarnaún y se corrió la voz de que estaba en casa. 2 Acudieron tantos que no cabían ni delante de la puerta. Jesús se puso a anunciarles el mensaje. 3 Le llevaron entonces un paralítico entre cuatro. 4 Pero como no podían llegar hasta él a causa del gentío, levantaron la techumbre por encima de donde él estaba, abrieron un boquete y descolgaron la camilla en que yacía el paralítico.

5 Jesús, viendo la fe que tenían, dijo al paralítico:

—Hijo, tus pecados te son perdonados.

6 Unos maestros de la Ley que estaban allí sentados comenzaron a pensar para sus adentros:

7 —¿Cómo habla éste así? ¡Blasfema! ¿Quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios?

8 Jesús, percatándose en seguida de lo que estaban pensando, les dijo:

—¿Por qué pensáis eso en vuestro interior? 9 ¿Qué es más fácil? ¿Decir al paralítico: Tus pecados te son perdonados, o decirle: Levántate, carga con tu camilla y vete? 10 Pues vais a ver que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder para perdonar los pecados.

Entonces se volvió hacia el paralítico y le dijo:

11 —Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa.

12 El paralítico se puso en pie, cargó en seguida con la camilla y salió a la vista de todos, de modo que todos se quedaron maravillados y daban gloria a Dios diciendo:

—Nunca hemos visto cosa igual.


El pasaje de la curación del paralítico se encuentra en la sección de Marcos que lleva como nombre «sección de las controversias», donde aparecen cinco debates entre los judíos y Jesús (cf. Mc 2,1–3,6). Se trata de una serie de dichos y hechos en los que aparece la novedad del obrar de Jesús, que refleja una personalidad excepcional, un hombre enviado por Dios como Mesías o el gran Profeta anunciado, tanto por los poderes que posee como por la elevación de la doctrina que propone. En ciertos aspectos, es posible comparar esta sección con el «sermón del monte» de Mateo (capítulos 5-7), dado que se refiere a la novedad cristiana y a la liberación del hombre.

Marcos, en su visión religiosa, considera el pecado como principio de todo mal. Jesús ha venido para perdonar el pecado y para curar todo mal: un remedio radical que deja sin palabras a sus oyentes y suscita la envidia y la altivez de sus adversarios. Jesús, en el proceso de curación y de liberación del hombre, encausa la fe, tanto la fe individual como la colectiva y comunitaria (v. 5). El es quien puede suprimir todas las opresiones del hombre, las internas (los pecados) y las externas (las enfermedades). Frente a la cerrazón de los maestros de la Ley, el Señor manifiesta su novedad absoluta y su doble poder de perdonar y de curar. Algunos textos antiguos otorgaban al «hijo del hombre» el poder de juzgar (cf. Enoc 61,8; 62,3), pero nunca el de perdonar los pecados. Era éste un atributo reservado sólo a Dios. En Dn 7,13ss se da al «hijo del hombre» el poder, la gloria y el Reino, pero no la posibilidad de perdonar los pecados. Sólo Jesús, Mesías e Hijo de Dios, se muestra como liberador del hombre y se revela como alguien que perdona el pecado y cura de todo mal.


MEDITATIO

«Nunca hemos visto cosa igual», exclama la gente, y alaban a Dios por la prodigiosa curación del paralítico y el milagro -superior incluso- del perdón de los pecados. Sí, porque sólo Dios puede perdonar los pecados. Se trata de un prodigio cualitativamente superior a la resurrección de un muerto: con la condición de que -como sucede en nuestro caso- la culpa no sea sólo «cubierta», sino «suprimida de manera radical», de forma que el pecador vuelva a ser inocente e inmaculado como la lana, para usar la imagen de Isaías. De ahí que remitir el pecado sea una obra exclusivamente «divina»: es el milagro del amor creativo, preveniente y gratuito de Dios, como de un modo muy eficaz se dice con una frase que debería dejarnos pasmados por su fuerza y -¿cómo diríamos?- por su «nervio»: «Soy yo, y sólo yo, quien por mi cuenta borro tus culpas, oh Israel, y dejo de recordar tus pecados», aunque fueran rojos como la escarlata y negros como la pez.

Por desgracia, el hombre, hipnotizado por lo sensible, siente pronto y con facilidad sólo las enfermedades que golpean a los sentidos del cuerpo: las visibles y tangibles, pero no ve la sucia podredumbre negra que se imprime «psicofísicamente» en el alma con la práctica de los egoísmos -tener-gozar-poder- y con las porquerías de los siete vicios capitales; esa podredumbre, lamentablemente, le cuesta bastante notarla. Oh hombre infeliz, exclamaría Agustín con Pablo, ¿quién me liberará de este cuerpo de muerte?


ORATIO

Oh Espíritu de la verdad, que eres luz, haz que yo vea lo sucias que son las siete manchas de los siete vicios capitales. Cómo quisiera hacer mía la ardiente exclamación de los ciegos del evangelio: «Cristo, hijo de David, haz que vea». Oh Espíritu de la verdad, que eres luz, infunde en mí esa iluminación interior que me permita distinguir el bien del mal, la verdadera felicidad de la falsa,la verdadera belleza-grandeza de las falsas. Oh Espíritu de la verdad, que eres luz, hazme comprender que existe también una belleza invisible, bastante más bella y fascinante que la visible; hazme comprender que puede existir una salud espiritual incluso bajo un cuerpo enfermo, una riqueza espiritual bajo una envoltura de andrajos.

Oh Padre, infunde en mí tu Espíritu, a fin de que yo comprenda con mayor claridad que es justamente verdad que vale muy poco ganar todo el mundo y perder los verdaderos bienes, que son los invisibles; hazme comprender que son liberadoras estas palabras de Jesús: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura». Oh Espíritu de la verdad, que yo vea.


CONTEMPLATIO

Mas ahora me es grata la necesidad y tengo que lidiar contra esta dulzura para no ser esclavo de ella, y la combato todos los días con muchos ayunos, reduciendo a servidumbre a mi cuerpo; mas mis molestias se ven arrojadas por el placer. Porque el hambre y la sed son molestias, queman y, como la fiebre, dan muerte si el remedio de los alimentos no viene en su ayuda; y como éste está pronto, gracias al consuelo de tus dones, entre los cuales están la tierra, el agua y el cielo, que haces que sirvan a nuestra flaqueza, llámase delicias a semejante calamidad.

Tú me enseñaste esto: que me acerque a los alimentos que he de tomar como si fueran medicamentos. Mas he aquí que cuando paso de la molestia de la necesidad al descanso de la saciedad, en el mismo paso me tiende insidias el lazo de la concupiscencia, porque el mismo paso es ya un deleite, y no hay otro paso por donde pasar que aquel por donde nos obliga a pasar la necesidad.

Y siendo la salud la causa del comer y beber, júntasele una peligrosa delectación, y muchas veces pretende ir delante para que se haga por ella lo que por causa de la salud digo o quiero hacer.

Ni es el mismo el modo de ser de ambas cosas, porque lo que es bastante para la salud es poco para la delectación, y muchas veces no se sabe si el necesario cuidado del cuerpo es el que pide dicho socorro o es el deleitoso engaño del apetito quien solicita que se le sirva. Ante esta incertidumbre, alégrase la infeliz alma y con ella prepara la defensa de su excusa, gozándose de que no aparezca qué es lo que basta para la conservación de la buena salud, a fin de encubrir con pretexto de ésta la satisfacción del deleite. A tales tentaciones procuro resistir todos los días, e invoco tu diestra y te confieso mis perplejidades, porque mi parecer sobre este asunto no es aún suficientemente sólido (Agustín, Confesiones, X, 31).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Buscad primero el Reino de Dios y su justicia,
y todo lo demás se os dará por añadidura» (cf.
Mt 6,33).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Cuán verdaderos son los gemidos y las lágrimas de Juan de la Cruz, que, con Agustín, exclama afligido: «¡Ay, miserable condición de la vida humana, que a menudo persigue, abraza y mantiene bienes estrictos que, sin embargo, son malos» y, horrorizado, huye de males que, sin embargo, son verdaderos bienes. Así le sorprende la horrible desgracia de rechazar, a cualquier precio y por prejuicios, las bienaventuranzas que nos aseguran la verdadera felicidad-paz-alegría, y de perseguir demanera afanosa bienes efímeros y falaces, precarios y pasajeros, que cansan y maltratan, agotan y extenúan al mismo órgano físico del corazón, provocando ansiedad y preocupaciones, angustias y depresiones, fatigas y desconciertos, somníferos y tranquilizantes. Los bienes terrenos, amados de una manera desordenada, introducen en una espiral interminable y agotadora de bienes pasajeros, que nacen, duran apenas un poco y -fatalmente- terminan, dejando el alma más cansada y colapsada.

Sólo así se explican los estados de depresión de los que hablan los periódicos, que sólo en Cristo pueden tener su trata-miento y curación magistral y definitiva. Jesús nos dice: «Todo el que bebe de este agua volverá a tener sed; en cambio, el que beba del agua que yo quiero darle nunca más volverá a tener sed». Oremos con la samaritana: «¡Oh Señor, danos siempre de este agua!».